Rosita Herrera
Las agudas notas
del violín acompañaban la juguetona danza con tonalidades celtas e irlandesas que
graciosamente bailaba Gabrielle, su cuerpo y la música que afloraba alegre y
enérgica de aquel eran una sola alma. Desde muy pequeña había aprendido a tocar
este melindroso instrumento, solía ver cómo los artistas callejeros de su
pueblo deleitaban en las plazas a todo tipo de público y, ella, a la corta edad
de cinco años, movía su cuerpecito con tanto donaire que era inevitable
alentarla con palmas y alegres voces. Su madre, quien la llevaba consigo para
hacer las compras, la perdía siempre de vista, pero al escuchar a un violinista
sabía dónde buscarla.
Aquellas plazas
donde los artistas callejeros hacían gala de sus habilidades se convertían en
un mundo vertiginoso y maravilloso a la vez. La imponente arquitectura barroca
que rodeaba estos lugares avivaban la curiosidad de la niña y la hacían girar
por completo tratando de abarcar con su vista en un mínimo de tiempo toda la
colosal construcción. Le causaba gran admiración una enorme estatua del rey
Luis XVI montado en un espléndido caballo, observaba cada detalle de la imagen
y no entendía el porqué aquel personaje era tan importante como para situarlo
al medio de un lugar tan recurrente para los parisinos. La música de un grupo
de violinistas y percusionistas del lugar aportaba en gran medida al clima de
algarabía y de incipientes aires revolucionarios que eran fruto del descontento
de artesanos, campesinos y burgueses de Francia de ese entonces. Un gran número
de personas miserables y anhelantes de justicia se mezclaban con comerciantes y
gente trabajadora de la gran ciudad para llevar a cabo la incesante rutina de
la sobrevivencia.
Los pequeños pies
de la madre lidiaban con pozas de agua, con el desnivel de los adoquines y con
el largo ruedo de su vestido que insistía en hacerla trastabillar al correr
asustada por los oscuros callejones de París y vías que rodeaban a uno de los
mayores centros de comercio: L’Apport de París, su intuición le susurraba que
por ahí debía de haber dirigido sus pasos siguiendo la bulla alegre de los
artistas que concurrían a menudo a aquel lugar. Imaginaba a su pequeña atorada por
la multitud en una de las calles que desembocan en esa zona o entre las patas
de los caballos de algún carruaje o, lo que es peor, enredada en una de sus
ruedas. Todas aquellas imágenes la hacían correr con un nudo en la garganta
esquivando a gente, gallinas, carretas… hasta que por fin…
⸺¡Gabrielle!, no
es posible que cada vez que me doy vuelta te escapes y te encuentre bailando en
lugares atestados de gente. ⸺La saca del lugar tomándola fuertemente entre sus
brazos.
Intentaba disimular
sus lágrimas, el miedo a perderla la había dejado exánime y atolondrada, solo
Dios sabía el gran amor que sentía por aquella criatura y que debido a la
enormidad de tareas domésticas diarias no podía darle todo el cuidado que
requería.
⸺Música… música… ⸺Y
al tiempo que lloraba no sabía qué otra palabra decir para explicar el
embriagador efecto que le producía escuchar aquellas enérgicas melodías
mezcladas con el ajetreo del comercio.
⸺Debemos
apurarnos, hijita, estoy retrasada con las compras y hoy el señor Clermont
tiene invitados a comer. ⸺Aceleró el paso y agradeciéndole al Superior se
dirigieron a la gran casa donde se desempeñaba como ayudante de cocina hace
algunos años ya.
Las calles
estrechas y oscuras de la ciudad hacían más difícil la incorporación a su lugar
de trabajo, a esto se le sumaba el tener que tirar a la niña quien caminaba en
la dirección que ella le apuntaba, pero sus ojitos brillantes no se despegaban
de la mágica sensación de pertenencia que le causaba aquel lugar. En su
vertiginosa travesía no cesaba de observar gran cantidad de edictos pegados en
las murallas, se preguntaba qué dirían, quizá anunciaban tiempos difíciles,
leyes insostenibles, alzas en los impuestos, nada bueno aparecía entre las
posibilidades, de igual forma, el no saber leer la hacía sentirse miserable y
triste, un sentir que todavía no se transformaba en odio hacia los poderosos.
Gabrielle tenía
guardados todos aquellos momentos de su niñez, ahora que ya era una hermosa
joven recordaba con dulzura a su madre quien hizo lo posible por hacerla feliz,
pero que nunca comprendió que aquella niña era un prodigio y que lo que más
ansiaba en la vida era tocar un violín y danzar al son de su melodía.
Transcurrieron los
años en la gran casa del señor Clermont, la pequeña jugaba por los rincones y
la madre de aquí para allá y de allá para acá sin respiro. Un día de aquellos
salió al alba a realizar las compras al mercado sin percatarse que una gran
tormenta se avecinaba y llegó empapada a la mansión, su contextura era delgada
y su energía frágil, como si la vida se hubiera equivocado privándola de la
opulencia que su naturaleza reclamaba. Comenzó a las horas a toser sin darle
mayor importancia, al pasar de los días se debilitaba paulatinamente, la tos y
la fiebre no la dejaban en paz hasta que un día ya no pudo levantarse más. El
señor de la casa mandó a buscar un doctor quien, después de auscultarla, señaló
que no había nada más que hacer. Gabrielle se encontraba en un rincón de la
habitación sentada en el suelo abrazando sus rodillas y observando asustada la
triste escena de la pérdida del único ser humano a quien ella amaba. El doctor
al retirarse no pudo soslayar su presencia y posó su mano sobre la cabeza de la
niña en señal de compasión, luego, dio media vuelta y se marchó. Ella,
arrastrándose hacia la cama de su madre, se posó sobre sus piernas y sollozó en
silencio, al mismo tiempo, sintió el esfuerzo inútil de aquella por estrecharla
y acariciar esa rebelde cabellera roja que había alegrado sus días.
Al poco tiempo desempeñó las labores de la
fallecida hasta cumplir los quince años, en sus ratos de ocio danzaba siguiendo
el estilo de los artistas que había conocido es sus paseos al mercado, la
música le brotaba de la piel como si estuviera incorporada en ella. Entre los
sirvientes, de la gran casa del señor Clermont, había un anciano que se
preocupaba del mantenimiento de los caballos y de tener a punto el carruaje del
amo: Samuel se llamaba y llevaba años al servicio de aquel, mientras tanto, Gabrielle
bailaba en todos lados alegrando el lúgubre caserón y recibiendo de parte de la
cocinera quejas y reclamos que propagaba entre los demás sirvientes. Para el
día de su décimo cumpleaños se encontraba apoyada en un frondoso árbol ubicado
en el gran patio trasero de la morada, sollozaba sin consuelo alguno, Samuel, a
quien los años le habían ablandado el corazón y otorgado compasión por aquellas
almas que buscan desesperadamente el camino a sus sueños, la escuchó, Gabrielle
no se había percatado de su presencia ya que se encontraba en la parte oscura
de aquel maravilloso espacio atiborrado de árboles y flores que la animaban
cuando se entristecía. El anciano dejó sus deberes por un momento y se acercó
sigilosamente a ella:
⸺Hace mucho
tiempo, un joven y apuesto violinista soñaba con conquistar el mundo a través
de su arte. Se veía tocando en los más grandes e importantes escenarios deleitando
a los oídos más refinados y exigentes. En ese entonces amaba al universo, al
arte y sobre todo a la música. Desde niño su madre lo había llevado por ese
camino dada la posibilidad que le brindaban sus patrones de educarlo junto a
los hijos de quienes ella servía. Cuando ya era un portento y tuvo que
enfrentarse a la sociedad sintió el miedo y la discriminación. El joven tenía
la piel oscura tanto como una noche en el campo sin luna y la gente al no
conocerlo lo humillaba, no obstante, para él tocar su violín era como estar en
el paraíso atendiendo a Orfeo seducir a la misma Eurídice a través de su canto,
pero esto no le era suficiente y se sintió disminuido ante la crueldad de la
gente que, de una u otra forma le hacían sentir inferior en el trato cotidiano.
Una vez fallecida su madre guardó el violín y se dedicó a servir a los
acomodados. La vida así era más fácil y segura, sin embargo, su corazón siempre
se lo cobró recordándole en sus momentos de soledad el acto de cobardía que
tuvo al renunciar a su felicidad.
Gabrielle lo
escuchaba con mucha atención, pues a su corta edad podía entender muy bien a
los adultos, ya que se había criado entre ellos y lo que no entendía, lo sentía.
Lo que no lograba comprender era el porqué de aquella narración y el tiempo que
le dedicaba aquel señor a quien en ningún momento se le veía descansar. Samuel
tomó un bulto que estaba apoyado en uno de los árboles y se lo entregó:
⸺Sabía que hoy era
tu cumpleaños y que estarías triste recordando a tu madre… este es mi regalo,
creo que no podría dejarlo en mejores manos… fue un presente de uno de los
hombres más acaudalados de París para el que trabajó mi madre hasta su muerte.
⸺¿Era usted? ¿Sabe
tocar el violín? ⸺la sonrisa afloraba en su rostro de una manera desmedida.
Gabrielle quedó
maravillada ante tal obra de arte, su acabado, su color y brillo impresionante emanaban
un exquisito olor a arce, abeto y ébano en sus partes y terminaciones, todo era
perfecto.
Desde aquel día el
mundo de la niña tomó tintes de armonía y fraternidad. Samuel dedicaba el
tiempo necesario para enseñarle a equilibrar el arco y a tocar algunas melodías
que él con dificultad recordaba. El gran caserón se llenaba de alegría, música
y baile sobre todo cuando el señor Clermont se ausentaba por viajes de
negocios. Lamentablemente la dicha de otros causa la envidia de aquellos que no
pueden poseerla, así, la cocinera inventó historias que deshonraban a Gabrielle
señalándole al señor Clermont que entre ella y Samuel había una relación «pecadora»
y que, por supuesto, la incitadora era ella, trayendo al anciano de las barbas
a cambio de un violín y de sus respectivas lecciones. El señor Clermont no lo
creyó, pero ante el ultimátum de renuncia de la mujer, habló con la joven,
quien ya contaba con quince años, y le ofreció ir a trabajar a la casa de una
familia conocida.
Hacía tanto tiempo
de aquello, cómo lloró al separarse de aquel viejo que le había entregado su
mayor tesoro, el que aún conservaba y que se había convertido en su compañero
de vida: su violín. Recurrió al trabajo recomendado y se encontró con personas
acaudaladas y sombrías. El jefe de familia era un banquero ambicioso e
inescrupuloso que había llevado las cuentas de Clermont por muchos años, la
verdad, aquel no lo conocía mayormente, solo en el ámbito financiero al que se
dedicaba con esmero. La esposa del señor Bourgeois era una mujer fría y
controladora que odiaba todo lo que representara luz y belleza, cualidades de
las que carecía y que al verlas en otra persona le provocaban envidia y dolor
al recordar la poca fortuna que significó el crecer a la sombra de quienes la
rodeaban, sin más alternativa que un matrimonio concertado con un hombre que
nunca la vio como mujer y para quien ella significaba solo una diligencia para
llegar a constituir la fortuna con la que él siempre soñó, pues Lorraine era la
única hija y heredera de uno de los hombres más ricos de Francia.
En este escenario
se situó nuestra querida Gabrielle, quien muy asustada y tímida tocó la gran
puerta de la mansión, la que fue abierta por un espigado mayordomo que la miró
de pies a cabeza sin torcer ni un milímetro su cervical. La niña solo llevaba
un bolso de mano de cuero envejecido que había heredado de su madre y otra
bolsa de rafia en la que con mucha delicadeza guardaba su violín.
No demoró Lorraine en llegar a la sala donde aguardaba Gabrielle a quien, muy displicente,
le anunció:
⸺Desde este
momento pasas a ser parte de la servidumbre de esta familia. Se te otorgará un
uniforme con el que te presentarás ante nosotros con tu cabello perfectamente
amarrado y tu cara lavada. ⸺Al tiempo que lo decía miraba el cabello de la niña
como si quisiera tocarlo y olerlo.
Gabrielle se fue a
su habitación con una extraña sensación. Ya había conocido antes la maldad humana
encarnada en una mujer, pero no al punto de sentir miedo. ¿Es que no era
posible que sintiera la calidez de una madre nuevamente?, no dio curso a sus
pensamientos, arregló sus cosas, instaló su violín sobre una silla y se fue a
dormir. Despertó a media noche sobresaltada, vio el rostro de una mujer sobre
el suyo, no pudiendo distinguir bien sus rasgos ya que estaba cubierta por un
capuchón y la oscuridad era intensa a esa hora, luego, la figura se escabulló
por la puerta que había quedado entreabierta. Como sucede cuando estamos
reincorporándonos de un profundo sueño, no podemos distar entre la realidad y
nuestro inconsciente con facilidad, pero el recelo que sintió fue similar al
que surgió al hablar con Lorraine a su llegada.
Los días sucedían
con lentitud y nostalgia, Samuel ya no estaba para acompañar con sabios
consejos sus serenatas. El caserón era tan grande y misterioso que no tardó en
encontrar un ático en el ala contraria a los lugares donde su ama se
desenvolvía diariamente y los demás sirvientes desconocían por la difícil
accesibilidad al lugar. Gabrielle debía trepar por unos muebles viejos que
lograban hacer una suerte de trampolín y luego posar su pie en unas tablas
sobresalientes para darse el último impulso y lograr entrar por un pequeño rectángulo
tapado con una madera. En este lugar alumbrado por una diminuta ventana y lleno
de trastos viejos guardados por la familia, la niña podía desplegar su pasión
por la música y dar rienda suelta a su grácil y sensual cuerpo que todo el día
se encontraba atrapado por un parco y firme delantal que oprimía su belleza. Su
pelo desafiantemente rojo y acaracolado se rebelaba en estos momentos de
libertad alborotando su angelical apariencia con un brillo de perversa pasión
que transmitía a través de su baile y de la dulce agudeza de su violín.
La envidia de
Lorraine hacia la niña iba creciendo con el tiempo, no podía soportar la
avasallante juventud en todo su esplendor que se iba afianzando en la joven, ni
las vestiduras más represivas podían ocultar su gracia y donaire al caminar.
Aunque ella no tenía consciencia de aquello, era inevitable que en sus
cotidianas salidas al mercado no hubiera algún caballero bien parecido que se
volteara a mirarla y le regalara una flor unido a un cumplido. Esto a ella,
lejos de hacerla sentir orgullosa, la avergonzaba, no sabiendo cómo responder,
sin darse cuenta de que aquella forma de reaccionar fomentaba su valor.
Un día llegó de
las compras matutinas más temprano de lo que era su costumbre debido a que
ocurría una revuelta contra los abusos de la monarquía, asustada volvió
corriendo a la casona y encontró a su ama husmeando entre sus cosas, pero eso
no era todo, se encontraba vestida con el ropaje más bello de Gabrielle, uno
que había pertenecido a su madre. La joven no lo podía entender y al verla se
retiró sin que ella se percatara de su presencia y se escondió en un rincón del
pasillo que daba a su habitación. Desde ese lugar podía observar como la mujer,
llena de una ciega maldad y odio, comenzó a romper todo cuanto era de
Gabrielle. Esta muy asustada de que lograra tomar su violín, en un rápido
movimiento entró para cogerlo y salir de aquel lugar dejando todo atrás, con
lágrimas en sus ojos y el corazón en la boca buscó un lugar donde llorar sus
congojas. Estaba sola en este mundo y sola tendría que luchar por salir
adelante y ser feliz. Observó sus estropeadas manos, sus ropas envejecidas y
sintió frío y hambre. Mirando un fuerte y frondoso árbol, le juró a Dios y a su
madre que ni toda la maldad del mundo podrían con sus ganas de vivir en
libertad y justicia social.
Recordó el motín
que la había hecho regresar más temprano y caminó hacia allá para ver qué
estaba ocurriendo a su alrededor debido a que, hasta ese momento, había vivido
protegida en casa de los más adinerados quienes eran los dueños de miserables
vidas puestas a su disposición a través de extensas jornadas de trabajo
retribuidas con la compensación de suplir sus necesidades básicas, nada más.
Gabrielle caminó
por entre la desolación y la esperanza que emanaba de aquella revolución, vio a
gente joven igual que ella luchando con gran convicción, en su mayoría
estudiantes que proferían sus reclamos antes de ser acallados por los guardas
nacionales. Escuchaba clamar al pueblo por «libertad, igualdad y fraternidad».
Todo esto le hacía mucho sentido al darse cuenta con el despotismo que había
sido tratada su madre y ahora ella, sacrificando sus vidas por migajas. Se unió
al clamor de los manifestantes y participó de sus demandas. Al caer la noche,
cansada y devastada, se sentó en un rincón de la plaza, quedaba un grupo de estudiantes
que la acogieron e invitaron a sus guaridas. Estaban cansados de la opresión de
los monarcas, tenían muy claros sus derechos y deberes, por lo tanto,
Gabrielle, no podía haber caído en mejores manos. Los escuchaba planificar la
toma de la Bastilla en el costado oriental izquierdo en las afueras de París,
alrededor de un brasero y tomando jarras de café discutían la próxima jornada.
El más joven y dispuesto a llevar el cambio hasta las últimas consecuencias era
Jean Paul. Su pasión al dirigirse a las masas y su compromiso con el pueblo le
habían otorgado, sin mayor trámite, la calidad de líder. A su lado se
encontraban Jerome y Nathan, ambos provenientes de buenas familias, pero con
ideas políticas contrarias a la revolución.
―¡Qué se han
imaginado! ¡Creo que nos toman por imbéciles! Destituyeron a Jacques Necker, el
único ministro de finanzas que tenía claridad sobre cómo salvar a Francia de la
bancarrota…
―El que le había
puesto el punto sobre las íes a los parásitos del clero y la nobleza. ―Señala ipso facto Jerome, un joven alto y muy
delgado con aire de intelectual―. ¿Qué opinas de esto, Nathan? ―Dirigiendo su
mirada al compañero que se encontraba absorto mirando a Gabrielle, la que se
había quedado dormida sobre una poltrona, abrigada con la chaqueta de uno de
ellos.
―Que es muy
hermosa… Y…, con respecto a lo que señalas, Necker estaba en lo cierto, la reforma
fiscal era la solución, el problema es que se metió con los «peces gordos» y,
por lo tanto, era una heroica misión que no le aseguraba el triunfo.
―¡Miren! ―Señaló Jean
Paul sacando un panfleto sucio y arrugado―. «El rey prepara una brutal
represión, arrasará con la capital, movilizando sus tropas al interior. Existen
treinta mil fusiles y doce cañones en el hospital militar, contamos con ustedes
para apropiarnos de aquellos».
―También se ha
propuesto ir en busca de pólvora al otro extremo de la ciudad, a la Bastilla,
―agregó Jerome.
―¿Qué ocurrirá con
Gabrielle? ―preguntó preocupado Jean Paul.
―Pues… que me
uniré a ustedes, ―contestó entusiasta y valiente― solo necesitaré algo de ropa
y cambiaré por un rato mi violín por un fusil.
Todos se admiraron,
pero comprendieron que la lucha era de todo un pueblo y que las mujeres eran
grandes gestoras de esta revolución.
Los días
transcurrieron en forma agitada, con extensas caminatas atravesando la ciudad
en busca de armamentos y pólvora, avasallantes bataholas de gente se
movilizaban de un extremo a otro burlando la seguridad de guardas nacionales e
instituciones militares hasta llegar a la Bastilla donde, después de una
exhaustiva batalla, finalizaron exitosamente con la rendición de la guarnición.
La vida de
Gabrielle había tomado un rumbo diferente, ya no era la niña vulnerable y
cándida, se había convertido en una mujer revolucionaria que luchaba por los
derechos de su pueblo.
Al reunirse con
sus camaradas alegró sus corazones con lo que más le gustaba hacer: bailar y
cantar al son de su compañero más fiel. La gente se aglomeraba a su alrededor
asistiéndola con palmas y gritos para avivar su baile. La revolución y la
música se manifestaban en honor a la libertad quedando escrito en la historia
que una bella mujer de endiablada cabellera roja lideraba las tropas
revolucionarias llevando en sus manos un fusil y en su espalda un valioso
violín.
Gabrielle recorría
su pasado sentada sobre la tumba de su madre, ya comenzaba a oscurecer. Había
terminado el último capítulo de su historia y abordaba una ardua lucha para
darle curso a su edición y publicación, esto no le preocupaba más de la cuenta,
si había luchado por una gran revolución, podría también con esta empresa. Jean
Paul la esperaba y ella… siempre ansiaba sus brazos.
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