Luis Rivera
Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete y ocho. Puerta. Abro y
cierro. Uno, dos, tres, cuatro. Taza. Bajo mi pijama y me siento. Repaso las
tareas del día mientras enciendo la radio con el noticiero de la mañana: sacar
la basura (¿hoy es martes o miércoles? Miércoles.), regar las flores de mamá,
dejarle comida al gato, preparar el sobre con la quincena de Mirna. Uno, dos,
tres, cuatro. Ducha. Abro la llave. Muevo la manivela noventa grados hasta que
siento el vapor. Luego la retraigo cuarenta y cinco grados para enfriar lo
necesario. Busco en las orillas el jabón y la esponja, y procedo a ducharme. Me
simplifiqué la vida, por recomendación de mamá, al afeitarme toda la cabeza a
causa de mi prematura calvicie, entonces no gasto en champú ni cepillos. Me ayudo
a salir con los tubos de apoyo y encuentro la toalla. Comienzo a secarme y con
el pie busco la toalla de piso. Uno, dos, tres. Lavamanos. Izquierda el cepillo
de dientes, derecha la máquina de afeitar. Más a la derecha la loción y el
desodorante. Al centro los lentes oscuros. Me toma catorce minutos afeitarme,
lavar los dientes y perfumarme. Ya listo, me pongo las gafas oscuras y me
dirijo al cuarto de nuevo. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho,
nueve, diez. Toco la cama y apoyado en su orilla, me muevo hasta la pared donde
está colgada mi mudada. Mirna la deja lista todas las tardes antes de irse. Me
visto y acomodo la corbata, revisando bien que el cuello esté correcto para no
pasar penas. Debo seguir perdiendo peso porque la faja ya me queda grande. El
doctor dice que debo alimentarme mejor. He bajado mucho desde que murió mamá.
No ha sido fácil. Aunque he logrado poder sentirla cerca.
Salgo con mi almuerzo empacado, también una amable cortesía de
Mirna. Cuento veinticinco pasos. Ahora izquierda. Mi bastón se atora con algo,
pero no pierdo el equilibrio. Deben de ser esos niños de la esquina dejando
piedras. Irresponsables padres que no les ponen orden. Otros cuarenta pasos, y
a la derecha. Sesenta pasos y llego al portón.
—Buenos días, licenciado —me saluda Toño, celador de toda la vida
en nuestro residencial.
—Muy buen día, Toñito. Espero que se esté mejorando de esa tos de
perro que le escuché ayer. Pero si no deja de fumar, estamos en nada.
—Ya casi lo dejo, lic., solo pasa esta Navidad. Usted sabe que las
fiestas y el frío le dan ganas a uno de un
cigarrillo. Déjeme le acompaño hasta la estación de bus.
Me lleva del brazo para poder cruzar la calle, una de las pocas
cosas en que admito ayuda siempre, más con esos animales que manejan esos buses
como alma que se lleva el diablo. ¡Hasta yo lo podría hacer mejor!
Mi día transcurre sin mayores novedades. Soy operador de la
central telefónica en el Ministerio de Cultura y Deportes. Me cuesta aceptarlo,
pero soy parte de esa minoría discapacitada que el Gobierno tiene que emplear
por ley, entonces tengo un buen empleo que he aprendido a realizar con
diligencia. Contesto llamadas y las dirijo donde corresponden con uno o dos
botonazos en la consola. Asumo que la cultura tiene baja demanda en este país,
ya que me permito horas enteras sin recibir comunicaciones entrantes. Mi
escritorio es pequeño, no necesito mucho espacio. El olor a café y comida
recalentada es permanente, ya que me encuentro a quince pasos de la cocineta.
Mis compañeros son amables y considerados, así que no puedo tener quejas. A
algunos —al parecer— se les olvida que soy ciego y no sordo, porque hablan
frente a mí cualquier disparate y exponen muchos chismes calientes. Los
almuerzos se vuelven entretenidos con todos los enredos que la gente se permite
y que ventila con poca prudencia.
—¿Octavio, y usted tiene novia? —Es la típica pregunta de los
viernes, asumo que el ambiente del fin de semana les revuelve las hormonas y
buscan chismes rojos en cada rincón.
—Sí, pero no la he visto desde hace mucho tiempo —se ha vuelto mi
respuesta de rigor, intentando que sea jocosa, y todos reímos un momento. Luego
rápidamente se olvidan de mí y prosiguen con sus tertulias. Yo vuelvo a
enfocarme en mi almuerzo y a pensar en mamá, deseando llegar a casa para
contarle todas estas locuras y hacerla reír.
El regreso por la tarde es más lento por el tráfico para salir del
centro histórico de la ciudad. El chofer del taxi me platica de su familia y lo
enojada que es su esposa. Pueden ser los lentes oscuros que inspiren a las
personas a abrirse como si yo brindara terapias psicológicas improvisadas. No
me queda otra que escuchar y escuchar. Me deja frente al portón, y Toñito está
pendiente de recibirme. Luego me dirijo a casa, no sin antes pasar por la
tienda de don Salvador para aprovisionar la cocina con los pendientes que Mirna
me indica. Le llevo flores a mamá.
Al día siguiente, amanece lloviznando. Me gusta ese tipo de días,
pero para quedarme durmiendo. Logro vestirme sin novedades y me encamino hacia
el trabajo con mi paraguas en una mano y el bastón en la otra. Al acercarme al
portón, me sorprenden unos gritos desgarradores cerca. Me detengo para
identificar el origen, y giro lentamente hasta distinguirlos. Camino en esa
dirección, y escucho a Toño pidiendo ayuda. Me alarmo aún más.
—Toño, ¿qué le pasó? ¿Se encuentra bien?
—¡Sí, don Octavio! ¡Pero hirieron a este muchacho! ¡Está
desangrándose!
—¡Llame a una ambulancia, Toño!
—¡Él no quiere, licenciado! ¡Me ha rogado que no llame ni a la
ambulancia ni a la policía! ¿Qué hago? Me dice que lo están persiguiendo y que
si lo llevamos al hospital, lo terminan de rematar ahí.
—¡Pues qué vamos a hacer, Toño, ayudarlo, hombre! ¡Se va a morir
aquí mismo si lo dejamos así! ¡Llevémoslo a mi casa para sacarlo de la lluvia y
tratar de controlar el sangrado!
«Todos tenemos nuestros secretos», pensé. Con apoyo de otro
transeúnte que pasaba y se había detenido a curiosear, Toño llevaba en peso al
herido. Yo los seguía de cerca, con pasos firmes sobre los charcos.
—Mirna sabe de enfermería por haber cuidado tantos años a mamá.
Ella nos podrá auxiliar.
Lo introdujimos a la casa hasta el cuarto de huéspedes. Había una
cama grande donde lo acostaron bruscamente. Le grité a Mirna y apareció al
momento.
—¿Qué es esto, Octavio? —cuestionó secamente Mirna al ver el
herido.
—Es un hombre herido, Mirna. ¿Qué más parece? ¡Debe ayudarle a que
no muera! —clamé desesperado en respuesta.
—¿Está claro sobre lo que pasaría si muere adentro de la casa?
¿Por qué no lo llevaron al hospital? —indagó mientras daba pasos hacia atrás,
queriendo alejarse de la escena.
—¡Deje ya la sermoneada y ayude al hombre, por la gran diabla!
Mirna al fin se puso manos a la obra. Escuchaba cómo sus manos
hábilmente encontraban la fuente de la hemorragia, cortaba la tela del pantalón
y procedía a fabricar un torniquete. Luego, salió de la habitación y pronto
regresó con botes, agua y toallas. Procedió a limpiarlo. Al momento, picaba la
nariz por el penetrante olor del alcohol que usó para desinfectar. El muchacho
gemía por ratos, ya sus gritos estaban ahogados por la fatiga y el dolor.
Pasaron varios días de su convalecencia. Entendiendo el contexto
no pregunté nada sobre él, ni siquiera su nombre. Entre menos supiera, mejor
sería. Pedí vacaciones en el trabajo. Cuando me indicó que ya se podía levantar
sin apoyo, decidí volver al trabajo y dejarlo en casa a seguir recuperándose.
Nunca imaginé que eso sería un gran error.
§
Pasaron varios días desde que escapé y que me hirieron. Logré salvarme
gracias a ese señor que me acogió en su casa, el ciego. Por suerte la bala no
se incrustó, solo me hirió la pierna. Malditos, pero esto no se quedará así. Es
medio raro este señor. No habla mucho, pero eso me gusta. No pregunta, no
fisgonea, creo que sabe lo que le conviene. Ya me siento mejor. Camino solo y
estoy más fuerte. Así que ya hoy me iré. Corro mucho riesgo acá. Tengo cuentas
que cobrar. A la señora que me atendió no la he vuelto a ver. La casa ahora
pasa sola. Mejor para mí.
Recorro la casa para buscar dinero. Puedo parecer un
malagradecido, pero algún día volveré a pagarle al ciego. En su cuarto encontré
dos sobres con algo de efectivo. Al menos me podrá ayudar para salir del país.
Hay un cuarto con llave, trataré de forzar la puerta. Debe de haber algo de
valor ahí. Me cuesta mucho hacer esfuerzo y la herida me martiriza. Encontré un
desatornillador grande y con eso pude desarmar el llavín. Abrí y me quedé
atónito. Este viejo enfermo tiene un gran congelador, como los de los supermercados.
Y adentro, ¡tiene un cadáver! ¡Una anciana envuelta en mantas finas! Tiene
flores frescas en un jarrón. Tremendo loco me salió este señor. Haré algo por
esta pobre señora antes de irme, deben de estarla buscando sus familiares.
—Aló, ¿policía? Quiero reportar un fallecido, parece asesinato.
Cuelgo de inmediato, limpio mis huellas del teléfono y huyo.
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