miércoles, 30 de octubre de 2019

La deuda


Javier Oyarzun

Una suave brisa aliviaba el intenso calor del atardecer santiaguino. Sentado en una silla plástica, que apenas resistía su peso, esperaba a su antiguo compañero de delito en la terraza del único restaurante de aquel sector pobre de la capital. Miraba inquieto a su alrededor mientras bebía a pequeños sorbos la fría cerveza que sostenía entre sus manos. El lugar estaba desierto a excepción del dueño del boliche y un par de muchachos que fumaban distraídos bajo la sombra de un árbol cercano. 
            Después de acabar la mitad del alcohol que contenía el vaso, comprobó en su celular que había pasado media hora. Cuando comenzaba a perder la paciencia divisó a Carlos que se acercaba a su mesa. Se levantó para recibirlo, al tiempo que se percataba de que su excómplice intentaba abrazarlo, puso distancia entre los dos alargando su brazo para saludarlo con un apretón de manos. Luego lo invitó a tomar asiento.
―¿Te sirves una cerveza? ―preguntó al recién llegado.
―No gracias, ya no bebo ―respondió sin preámbulos.
―¿La religión te lo prohíbe?
―No, pero prefiero no beber.
―Ok, no hay problema.
―Además debo dar el ejemplo a mis hijos ―agregó.
―A ellos y a tus feligreses.
―No son feligreses, son mis hermanos.
―La misma mierda, te dan dinero por escuchar tus mentiras.
―No te burles de mi fe.
―¿Cómo es que te hiciste pastor evangélico?
―Me enamoré de una mujer que me acercó a la Iglesia y mi vida cambio profundamente.
―Viste la luz divina, maldito inconsecuente, no recuerdas todo los delitos que cometimos juntos ―sentenció alzando la voz.
―Andrés, todo el mundo puede arrepentirse, si tú quisieras podrías seguir el camino del Señor.
―Que Señor ni qué mierda, todo en lo que creo está acá ―aseguró mostrando un revólver de 38 milímetros.
Se produjo un incómodo silencio, Andrés miraba fijamente a los ojos a Carlos, que a su vez desviaba la vista y jugueteaba con el refresco que le había comprado su excompañero de delito.
―Me tengo que ir ―dijo Carlos, mientras se paraba de la silla.
―No vas a ninguna parte sin que yo lo diga ―contestó Andrés, mientras sacaba su revolver para apuntar a su interlocutor.
―¿Qué quieres? ―preguntó Carlos, con la voz temblorosa y sentándose nuevamente en la silla.
―Quiero respuestas.
―Pregunta entonces.
―¿Qué pasó aquel día?
―¿Qué día?
―No te hagas el huevón, el día que me atraparon.
―Ya pasaron diez años.
―Diez años que pasé en la cárcel y tú casado y dándotelas de pastor.
―Son cosas que pasan, tú sabías los riesgos.
―Vamos a dar un paseo ―ordenó, mirando de reojo al dueño del local, quien desvió la vista entendiendo de inmediato que no debía meterse.
Andrés se dirigió hacia donde se encontraba Carlos, lo tomó del brazo y lo levantó de su silla. Trató de resistirse, pero cuando vio a dos individuos que se acercaban a ellos entendió que debía obedecer. Caminaron un par de cuadras hacia un automóvil sin placa patente que se encontraba estacionado en un lugar solitario y poco iluminado.
El expresidiario se sentó en el asiento del conductor, Carlos de copiloto, y ambos acompañantes permanecieron silentes en el asiento de atrás. Encendió el motor y se dirigieron por calles desiertas hacia un cerro que se veía a lo lejos.
―Recuerdas cuando íbamos al cerro a fumar marihuana con unas minitas de la población, siempre terminábamos fornicando con ellas.
―Eso pasó hace mucho, ahora soy un padre de familia felizmente casado.
―Deja de sermonearme, huevón. No eres mejor que yo. No reparaste el daño que hiciste.
―Y en la cárcel arreglaste mucho, ¿verdad que sí?, no me vengas con huevadas.
―Pero pagué, tú no.
      Continuaron en silencio el resto del camino, de fondo sonaba la única estación que tocaba música rock que encontraron en el dial. Llegaron a un descampado al lado del cerro, bajaron del auto, los dos hombres del asiento de atrás siguieron en su lugar.
―¿Qué pasó aquel día?
―Nada.
―¿Por qué no te atraparon?
―De qué hablas.
―Dos muertos en enfrentamiento, tres presos, y uno queda inmune de todo. ¿No te parece raro?
―¿Qué insinúas?
―¿Dónde está el dinero del robo?
―Qué se yo, son diez años, es mucho tiempo.
―Si quieres te refresco la memoria: pagaste el crédito hipotecario, arreglaste la casa de tus papás, vacaciones en Punta Cana. ¿Crees que soy estúpido?, ¿de dónde sacaste la plata?
―Trabajo, préstamos, mi señora también cooperó, tú crees que la única forma de hacer dinero es robando.
―El sargento Luis Soto puso una empresa de seguridad. El cabo segundo Juan Ramírez se compró un taxi. El cabo primero Pedro Sanhueza instaló un negocio en su casa. Todos ellos estaban a cargo de la investigación.
―Pero…
―Nada de pero, confiesa de una vez.
―Tuve suerte nada más, no puedes acusarme de nada.
―La prensa dijo: «Cayó banda de cinco integrantes que robaron la sucursal bancaria de Las Condes, solo fue recuperada una parte del dinero». ¿Por qué dejaron de buscar el dinero?
―Perdona, no tuve alternativa, los policías me obligaron a hacerlo.
―Nos vendiste. Eso no tiene perdón
―Tengo familia ―suplicó entre llanto.
―Las deudas se pagan en esta vida ―afirmó, mientras sacaba el revolver de su chaqueta.
            Apretó el gatillo y de un certero balazo en la sien acabó con la vida de Carlos. Los dos individuos que estaban en el asiento trasero se pusieron guantes al bajar del auto y se dirigieron a la cajuela, de donde sacaron una bolsa plástica y palas. Tomaron el cuerpo, lo metieron dentro de la bolsa y comenzaron a cavar a la orilla del camino, mientras Andrés fumaba un cigarrillo mirando la luna llena que se asomaba entre las nubes de aquella noche primaveral en el sur de la capital.

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