Javier Oyarzun
Una suave brisa
aliviaba el intenso calor del atardecer santiaguino. Sentado en una silla
plástica, que apenas resistía su peso, esperaba a su antiguo compañero de
delito en la terraza del único restaurante de aquel sector pobre de la capital.
Miraba inquieto a su alrededor mientras bebía a pequeños sorbos la fría cerveza
que sostenía entre sus manos. El lugar estaba desierto a excepción del dueño
del boliche y un par de muchachos que fumaban distraídos bajo la sombra de un
árbol cercano.
Después de acabar la mitad del
alcohol que contenía el vaso, comprobó en su celular que había pasado media
hora. Cuando comenzaba a perder la paciencia divisó a Carlos que se acercaba a
su mesa. Se levantó para recibirlo, al tiempo que se percataba de que su excómplice
intentaba abrazarlo, puso distancia entre los dos alargando su brazo para
saludarlo con un apretón de manos. Luego lo invitó a tomar asiento.
―¿Te sirves una
cerveza? ―preguntó al recién llegado.
―No gracias, ya no
bebo ―respondió sin preámbulos.
―¿La religión te
lo prohíbe?
―No, pero prefiero
no beber.
―Ok, no hay
problema.
―Además debo dar el
ejemplo a mis hijos ―agregó.
―A ellos y a tus
feligreses.
―No son
feligreses, son mis hermanos.
―La misma mierda,
te dan dinero por escuchar tus mentiras.
―No te burles de
mi fe.
―¿Cómo es que te
hiciste pastor evangélico?
―Me enamoré de una
mujer que me acercó a la Iglesia y mi vida cambio profundamente.
―Viste la luz
divina, maldito inconsecuente, no recuerdas todo los delitos que cometimos
juntos ―sentenció alzando la voz.
―Andrés, todo el
mundo puede arrepentirse, si tú quisieras podrías seguir el camino del Señor.
―Que Señor ni qué mierda,
todo en lo que creo está acá ―aseguró mostrando un revólver de 38 milímetros.
Se produjo
un incómodo silencio, Andrés miraba fijamente a los ojos a Carlos, que a su vez
desviaba la vista y jugueteaba con el refresco que le había comprado su excompañero
de delito.
―Me tengo que ir
―dijo Carlos, mientras se paraba de la silla.
―No vas a ninguna
parte sin que yo lo diga ―contestó Andrés, mientras sacaba su revolver para
apuntar a su interlocutor.
―¿Qué quieres?
―preguntó Carlos, con la voz temblorosa y sentándose nuevamente en la silla.
―Quiero
respuestas.
―Pregunta entonces.
―¿Qué pasó aquel
día?
―¿Qué día?
―No te hagas el
huevón, el día que me atraparon.
―Ya pasaron diez
años.
―Diez años que
pasé en la cárcel y tú casado y dándotelas de pastor.
―Son cosas que
pasan, tú sabías los riesgos.
―Vamos a dar un
paseo ―ordenó, mirando de reojo al dueño del local, quien desvió la vista
entendiendo de inmediato que no debía meterse.
Andrés se
dirigió hacia donde se encontraba Carlos, lo tomó del brazo y lo levantó de su
silla. Trató de resistirse, pero cuando vio a dos individuos que se acercaban a
ellos entendió que debía obedecer. Caminaron un par de cuadras hacia un
automóvil sin placa patente que se encontraba estacionado en un lugar solitario
y poco iluminado.
El expresidiario
se sentó en el asiento del conductor, Carlos de copiloto, y ambos acompañantes
permanecieron silentes en el asiento de atrás. Encendió el motor y se dirigieron
por calles desiertas hacia un cerro que se veía a lo lejos.
―Recuerdas cuando
íbamos al cerro a fumar marihuana con unas minitas de la población, siempre
terminábamos fornicando con ellas.
―Eso pasó hace
mucho, ahora soy un padre de familia felizmente casado.
―Deja de
sermonearme, huevón. No eres mejor que yo. No reparaste el daño que hiciste.
―Y en la cárcel
arreglaste mucho, ¿verdad que sí?, no me vengas con huevadas.
―Pero pagué, tú
no.
Continuaron en
silencio el resto del camino, de fondo sonaba la única estación que tocaba
música rock que encontraron en el
dial. Llegaron a un descampado al lado del cerro, bajaron del auto, los dos
hombres del asiento de atrás siguieron en su lugar.
―¿Qué pasó aquel
día?
―Nada.
―¿Por qué no te
atraparon?
―De qué hablas.
―Dos muertos en
enfrentamiento, tres presos, y uno queda inmune de todo. ¿No te parece raro?
―¿Qué insinúas?
―¿Dónde está el
dinero del robo?
―Qué se yo, son
diez años, es mucho tiempo.
―Si quieres te
refresco la memoria: pagaste el crédito hipotecario, arreglaste la casa de tus
papás, vacaciones en Punta Cana. ¿Crees que soy estúpido?, ¿de dónde sacaste la
plata?
―Trabajo, préstamos,
mi señora también cooperó, tú crees que la única forma de hacer dinero es
robando.
―El sargento Luis
Soto puso una empresa de seguridad. El cabo segundo Juan Ramírez se compró un
taxi. El cabo primero Pedro Sanhueza instaló un negocio en su casa. Todos ellos
estaban a cargo de la investigación.
―Pero…
―Nada de pero,
confiesa de una vez.
―Tuve suerte nada
más, no puedes acusarme de nada.
―La prensa dijo: «Cayó
banda de cinco integrantes que robaron la sucursal bancaria de Las Condes, solo
fue recuperada una parte del dinero». ¿Por qué dejaron de buscar el dinero?
―Perdona, no tuve
alternativa, los policías me obligaron a hacerlo.
―Nos vendiste. Eso
no tiene perdón
―Tengo familia
―suplicó entre llanto.
―Las deudas se
pagan en esta vida ―afirmó, mientras sacaba el revolver de su chaqueta.
Apretó el gatillo y de un certero
balazo en la sien acabó con la vida de Carlos. Los dos individuos que estaban
en el asiento trasero se pusieron guantes al bajar del auto y se dirigieron a
la cajuela, de donde sacaron una bolsa plástica y palas. Tomaron el cuerpo, lo
metieron dentro de la bolsa y comenzaron a cavar a la orilla del camino,
mientras Andrés fumaba un cigarrillo mirando la luna llena que se asomaba entre
las nubes de aquella noche primaveral en el sur de la capital.
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