Elizabeth
Domínguez es una mujer de treinta y dos años. Su familia está conformada por
sus padres y una hermana menor. Eran muy unidos hasta que Elizabeth se casó.
Vivió más de diez años bajo el yugo de un personaje que parecía sacado de una
historia de terror.
Permaneció
en un drama sin sentido y objetivo y un día, defendiendo su propia vida,
después de armarse de valor decidió matarlo. Tras unos días de investigaciones
en una comisaría había sido absuelta, cuando comprobaron que fue en defensa
propia.
Cuando por
fin era libre, ya su padre había muerto. La leucemia había terminado con su
vida, lo dejó cada vez más delgado, hasta parecía haberse hecho más pequeño. La
quimioterapia acabó con sus defensas, tornó amarillenta su piel, dejó a su
cabeza sin un pelo, pero sin saber cómo ni por qué el bigote que tenía desde la
adolescencia y que alguna vez usó como un gran mostacho siguió intacto.
Llevaba
mucho tiempo sin poder hablar con su mamá y hermana, ya que su esposo se lo
prohibía, cuando finalmente pudieron encontrarse, le contaron cómo había sido
el infierno por tener que ver a este hombre grande y fuerte, de apariencia
invencible agotarse poco a poco. Hasta el último minuto reiteró sus ganas de
vivir, nombraba a Elizabeth y pedía a gritos su presencia, pero ella nunca
llegó.
A
continuación, una parte de la historia de Elizabeth Domínguez, un viaje que
nunca debió haber hecho, que no disfrutó en lo absoluto, pero que lamentaría no
haber vivido porque le dio felicidad a su vida y a mí material para escribir
este cuento.
Habiendo
terminado el drama físico y psicológico de la muerte de su esposo, Elizabeth se
dedicó a ir a fiestas, conocer personas, recuperar amigos. Un día,
aproximándose la salida de un bar, conoció a Pablo, a quien le llevaba catorce
años. Pasaron unos meses y entablaron una relación que aunque no era formal, le
permitió a Elizabeth vivir unas experiencias que antes la vida le había negado.
Durmieron
juntos una noche en el apartamento de Elizabeth, después de tomarse tres
botellas de vino directo del envase, reírse, besarse sin afán, hablando de
todo. Eran como las diez de la mañana y por primera y única vez en su vida Elizabeth
no alistó la maleta, ni preparó todo un atuendo que saliera a la perfección.
Salieron
muertos de risa y haciéndose cosquillas, en el sótano abordaron el carro, un
espécimen deportivo, negro con vidrios polarizados, no sin antes devorarse a
besos.
Empezaba
en su vida una aventura, un nuevo despertar, una nueva oportunidad de ser
feliz. Después de muchos años de haber estado muerta en vida ahora tenía que
aprovechar el chance que le daba el universo por fin conspirando a su favor.
Emprendieron
el viaje con otras dos parejas, en la carretera algunos impases le hacían
pensar en regresar, se sentía incomoda y como la mamá de esos personajes a los
que debía llevarles alrededor de quince años.
Llegaron
al primer destino y por fin después de visitar algo más de diez hoteles se
quedaron en uno que no era lo que esperaban, al menos un lugar limpio y con
camas disponibles para tres parejas, sin embargo, este por lo menos parecía más
seguro. Se contentaban con que solamente se iban a quedar allí a dormir porque iban
a salir toda la noche de fiesta. Así fue llegaron al otro día, durmieron un par
de horas, se despertaron, desayunaron y salieron a lavar los carros, una idea
que se le metió en la cabeza a uno de ellos. Elizabeth hubiera querido quedarse
en el hotel, pero tenía que parecer empática, tal vez la forma de quererles
demostrar que no era tan mayor, aunque solo conseguía parecer la tía chévere.
En los
pueblos de esta región había fiestas por esta época. Elizabeth tenía en su cabeza
que estos eran lugares muy sanos y que no ocurría nada, tal vez una que otra
pelea callejera, pero nada más. El calor era infernal, tuvieron que esperar a
que pasaran procesiones y carrozas llenas de personas que gritaban, cantaban y
celebran. Varias calles estaban cerradas y debieron tomar diferentes atajos.
Tenían las ventanas abajo y el gentío pasaba alrededor de ellos, eran como
hormigas en procesión quién sabe para dónde.
De
pronto Elizabeth sintió cómo un hombre se le abalanzó encima y por poco la
ahorca, quería robarle dos cadenas de oro con dijes que colgaban estéticamente
de su cuello. Esto se convirtió en un caos, el ladrón intentaba quitárselas y
su amigo le pegaba hasta que el tipo tuvo que soltar una. De reojo vio cómo su
amigo la sacó de su escote y la guardó. El ladrón salió corriendo y se subió a
una moto que lo esperaba a una cuadra.
El
susto fue espantoso, Elizabeth sangraba por un rasguño que le hizo, la
escandalosa sangre logró marcar el camino del cuello hasta la muñeca, por donde
resbalaba goteando a la barra de cambios de donde era incapaz de mover la mano,
que estaba paralizada por el susto.
Apurada
y con las piernas flojas por el pánico no lograba hacer el cambio para arrancar.
La multitud se hizo a un lado, después de ver lo que les habían hecho, Elizabeth,
muy nerviosa, no podía dejar de llorar.
Tratando
de olvidar lo sucedido decidieron irse al club donde había sido la fiesta
la noche anterior esperando encontrarse con un lugar tranquilo, para
disfrutar un rato del sol y tomar unos tragos, pero esto no fue lo que encontraron,
en cambio llegaron a un sitio sucio en donde reposaban las colillas de cigarrillo,
las botellas de trago desocupadas y los borrachos tirados en el piso.
Esto
era un ambiente que no estaban dispuestos a soportar por lo que decidieron irse
a otro pueblo. Sacaron del hotel las maletas, pagaron la cuenta y se fueron a
buscar otras alternativas para seguir viviendo aventuras.
Preguntaron
en dónde podrían alquilarles una casa cómoda que tuviera piscina privada y así
fue como llegaron a un mejor lugar, aunque esto no era nada lujoso y debían
dormir en camarotes de camas sencillas, sin aire acondicionado, en un calor de
más de treinta grados.
Cuando
lograron acomodarse en el lugar, estaban más calmados y pudieron disfrutar de
algunos juegos en la piscina. En un momento Elizabeth se puso a organizar las
maletas que por salir apurada del otro hotel estaban revueltas. Había algunos
antecedentes que le hacían pensar a Elizabeth que su amigo tenía alguna manía
relacionada con el robo. Por ejemplo un inconveniente con una de las parejas
que los acompañaban, quienes lo acusaron de haber tomado dinero de su maleta y
también decirle que no tenía su cadena cuando había visto que la había guardado,
después de sacarla de su escote.
Organizó
su cartera, puso allí todas las cosas de valor que le quedaban, una pulsera
gruesa de oro, dos anillos de tres vueltas que su papá le trajo de un viaje a
Italia, aretes de oro, el celular, dinero y la billetera con documentos.
También tenía allí su agenda personal, unas facturas pagas y otras pendientes
por cancelar y un pequeño cuaderno con anotaciones, ideas y algunos escritos.
Pensó: «La
pondré en el baúl del carro para que si son verdad mis sospechas no tenga tan
fácil la oportunidad de robarlas».
Fue una
noche difícil, el calor era desesperante y los mosquitos parecían pájaros con
enormes picos en forma de aguja que se comían cada pedazo de piel de los
turistas. En la mañana estaban llenos de ronchas rojas y la rasquiña era
insoportable. Aun así Elizabeth lograba mantener una buena actitud, por lo que
accedió a ir al pueblo a desayunar, mandar a lavar los carros y comprar algunas
provisiones para hacer un asado en una vieja parrilla con carbón que encontraron
en el patio trasero de aquella casa.
Aunque
trataban de ser más positivos, los ánimos no eran buenos, no hacían bromas, la
música era menos festiva y con bajo volumen y había largos tiempos de silencio.
Dejaron lavando los carros mientras fueron a desayunar y al mercado. Los recogieron
y se dirigieron a la casa en donde hicieron el almuerzo y compartieron en la
piscina.
Ese
mismo día regresarían a su ciudad de residencia. Elizabeth reposaba bajo el
sol, acostada en una silla reclinable al lado de la piscina hacía el recorrido
mental de las actividades que tenía que realizar. Bañarse, pensaba en la ropa
que se pondría. Debía alistar las maletas, no olvidar el cargador del celular
que tenía en una mesa al lado de la cama, organizar el dinero para los peajes y
fue justo cuando recordó. Abrió los ojos y se sentó como si tuviera un resorte
debajo de la espalda. Había dejado el carro para que lo lavaran con su cartera
llena de cosas de valor en el baúl.
En este
momento enloqueció, le provocaba tirarse a la piscina para ahogarse, salió
corriendo a buscar las llaves y se lastimó el dedo pequeño del pie derecho. El
dolor era inmenso, pero no más que saber que había organizado delicadamente
todas sus pertenencias más valiosas y las había puesto en manos de cualquiera.
Maldijo todo lo que pudo, se trató de imbécil, de idiota. Se arrepintió por a
sus años, querer vivir este tipo de aventuras a las que no estaba acostumbrada,
pero que podían poner en riesgo tanto. Gritando llegó a la conclusión de que no
valía la pena, lo que no sabía era como iba a resolver este problema y lloraba
y se resignaba, porque era imposible que recuperara algo tan valioso,
seguramente ya estaba en alguna casa de empeño de este o algún pueblo cercano.
Lo
comprobó, la cartera no estaba, la habían sacado del baúl cuando dejó lavando
el carro. ¡Claro la encontraron cuando abrieron el baúl para aspirarlo!
Todos se sentaron a pensar qué podrían hacer,
uno de ellos era abogado y ya estaba pensando en poner una denuncia, otro en
tono agresivo y desafiante proponía que los encararan y los obligaran a
confesar que la habían cogido y la regresaran. Los más tranquilos sugerían que
Elizabeth dejara a la vida o al cosmos las cosas porque no había la más mínima
posibilidad de recuperarlas.
Embutieron
la ropa entre las maletas, encima del vestido de baño mojado se pusieron la
primera ropa que encontraron y salieron. Justo antes de cerrar la puerta timbró
un teléfono dentro de la habitación, era el celular del amigo de Elizabeth. Si
no lo hubieran escuchado lo habrían dejado olvidado debajo de almohada.
Era una
llamada desde el celular que había dejado Elizabeth entre la cartera. No
alcanzaron a contestar y al regresar la llamada estaba en la línea un hombre.
Les dijo:
«Tengo una cartera en mis manos con algunas pertenencias de mujer.
Estaba arreglando un carro y vi salir a un muchacho con ella debajo del brazo y
se me hizo extraño. Lo llamé y le pregunté, me tiró la cartera y salió
corriendo».
Había
marcado a este número, que era el último que estaba en la lista de llamadas
hechas y recibidas. El hombre quería devolverla y les pedía que lo recogieran
de inmediato sobre la vía. Ese celular tenía poca carga por lo que temían que
si se apagaba no alcanzarían a hablar con él ya que les había dicho que no
tenía celular.
Salieron
apresuradamente y se enfrentaron a una horrible congestión de carros, se había
terminado el fin de semana y lunes festivo y al parecer, todos al mismo tiempo estaban
intentando regresar a la capital. La desesperación era infinita. Se repartieron
en los dos carros. Elizabeth y su amigo iban solos, para poder llevar al señor,
quien les había pedido que lo dejaran a un paraje cercano para tomar el bus que
lo llevaría hasta su casa, entonces las demás parejas se fueron en el otro
carro.
Constantemente
lo llamaban, les decía que no iba a poder seguir esperando, que tenía mucha
sed, hacía demasiado calor y tenía que regresar a su casa antes del anochecer. El
amigo de Elizabeth estaba a cargo de recibir y hacer las llamadas, le preguntaba
que cómo estaba vestido, el nombre, que si quería algo y le suplicaba que los
esperara. Jesús era su nombre, le dijo que quería una coca cola, que tenía
mucha sed, que le comprara una botella de las grandes.
Todavía
lejos del punto de encuentro que habían acordado, confundido entre los
vendedores ambulantes un señor se acercó y tocó la ventana, les pidió que le
abrieran la ventana.
—Yo
soy Jesús, tengo su cartera.
Era un
hombre de estatura baja, podría tener alrededor de sesenta años, el cabello
abundante y lacio de color plateado. Sus ojos eran de tamaño mediano y de color
azul como el cielo.
Cuando se
dieron cuenta de que era él, el amigo de Elizabeth se bajó apresuradamente. Era
un carro de dos puertas por lo que bajó la silla de adelante y le permitió que
pasara y se acomodara atrás.
—Mire y verá que todo está completico.
Así sin más les entregó la cartera. Era verdad, no faltaba nada. El
amigo de Elizabeth se puso a revisar, ya que ella estaba conduciendo. De reojo
vio cómo sacó un billete de cincuenta mil y se lo metió en el zapato. No quiso
decirle nada, pero confirmaba sus sospechas, lo que le sirvió de argumento para
no volverlo a ver después de regresar del viaje.
—Ya vamos a comprarle su coca cola, no hemos encontrado un lugar,
le dijo el amigo de Elizabeth. Entonces Jesús señaló una tienda en una esquina.
—Mire ahí me la puede comprar, bájese, ahí la consigue.
Mientras que estábamos solos me dijo:
—Debe tener más cuidado, cuide sus cositas, mire que está muy
difícil conseguir la plata.
Era un regaño que Elizabeth merecía, pero lo transformó en consejo,
el de una persona tranquila que la llenó de paz y logró hacerle sentir su buena
energía y amor. El amigo de Elizabeth compró la coca cola más grande que
encontró y unos vasos. Les ofreció a los amigos del otro carro y le sirvió a
Jesús. Recibió el vaso y se lo bebió rápidamente, pidió otro y al terminar
suspiró indicando que había calmado la sed.
—Gracias, ahora sí sigamos porque nos cogió la noche.
Arrancaron y siguieron el camino.
Hablaron de todo, les contaba en dónde vivía, era un pueblo que
jamás habían escuchado, que estaban en fiestas y que le gustaba tomarse unos
tragos con su esposa, que tenía que llegar para poder compartir con la familia
y los amigos. Les contó que era mecánico y que estaba arreglando un carro en el
taller ubicado en la estación de gasolina en la que habían dejado a lavar el
carro. Unos kilómetros adelante parecía que se hubieran conocido toda la vida. Los
aconsejó, les habló de la importancia de la familia, de lo mucho que amaba a su
esposa y a sus hijos. Sin embargo, Elizabeth todavía algo incrédula, mencionaba
de vez en cuando que estaban acompañados por unos amigos que viajaban en otro
carro.
De pronto les indicó el lugar en el que se iba a bajar, una
estación de gasolina plantada en un arenal. La típica estación en medio de un
gran lote en donde paran a llenar de gasolina grandes camiones y buses de
servicio público. En una esquina un grupo de hombres barrigones jugando dominó,
con un palillo entre los dientes quien sabe desde que hora.
—¿Está seguro de que es ahí donde quiere que lo deje?
Preferiría llevarlo hasta su casa.
—Mi casa es lejos, hay que tomar una trocha y es oscuro y feo, no
se podría regresar hoy, por ahí no recomiendan que salgan por la noche.
Elizabeth accedió y se estacionó, le pidió el número de teléfono,
pero nuevamente le dijo que no tenía. Le dio su tarjeta para que la llamara.
—Cuando esté en la capital y necesite algo me llama y con mucho
gusto podría ayudarlo.
Se bajó y Elizabeth suspiró en señal de descanso. No podía creer
que hubiera recuperado todo, que se hubiera encontrado con una persona honesta
de esas que no son comunes en estos tiempos.
Elizabeth le dijo a su amigo que le entregara a Jesús el billete
de cincuenta mil que estaba en su cartera, el que ella sabía que había guardado
en el zapato. No tuvo opción, disimuladamente se lo sacó y se lo entregó.
—Acéptelo, es poco pero quiero con esto darle las gracias por ser
tan honesto y regresarme mis cosas.
Se guardó el billete y la tarjeta en el bolsillo de la camisa y
empezó a caminar por la orilla de la carretera. Se quedaron atentos mirando por
el retrovisor, no pasaban buses, Elizabeth no quería que tuviera problemas para
poder llegar a su casa. Le dijo a su amigo que se bajara y lo acompañara
mientras tomaba el bus y cuando volvió a mirar por el retrovisor ya no estaba.
No se veía, no había quedado ningún rastro de él. Fue extraño pero siguieron.
No podían dejar de hablar acerca de lo maravilloso de haber
conocido una persona como Jesús, un hombre trabajador y honesto, amante de su
familia y las costumbres de antaño que ya estaban en peligro de extinción en
nuestro país y el mundo entero. Morían de ganas por contarles a todos su
aventura y pequeño milagro.
Se encontraron con sus compañeros de viaje en una pequeña tienda
al lado de la carretera. Narraron uno a uno cada momento. Cuando llegaron al
punto en el que el amigo de Elizabeth se bajó a comprar la coca cola, uno de
ellos la interrumpió:
—En ese momento estábamos muy preocupados, nos dio miedo que los
fueran a coger entre esos dos tipos y les hicieran algo.
—¿Cómo así que esos dos tipos?
—Era un señor mayor, le corrimos la silla y se subió en el asiento
de atrás.
—No, discúlpame eran dos. Uno se subió por el lado derecho y el
otro por tu puerta. Tú no te bajaste, te hiciste hacia adelante y un señor
alto, delgado, moreno, vestido con camiseta tipo polo de rayas azul o verde,
blanco y rojo se subió por tu puerta y se sentó con el otro señor en la parte
de atrás.
Elizabeth insistió en que no era así, pero todos los demás
confirmaron lo que él decía.
—Claro que sí, un señor de bigote, alto y delgado. Tú le abriste
la puerta y te hiciste un poco hacia adelante, corriste tu silla y él se subió.
Es más cuando se bajaron a comprar la coca cola lo vimos por la ventana, ahí
estaba sentado detrás de ti.
Elizabeth empezó a llorar descontroladamente, ahora lo entendía
todo, ella tenía un gran ángel que la cuidaba. Este horrible viaje tenía un
propósito. Ahora sabía que nunca iba a volver a estar sola y que él siempre
será el rastro que la acompaña.
Hermoso relato
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