Paulina Pérez
Manuela, nacida en
el seno de una familia muy conservadora e influyente en una capital de provincia
al interior del país, tenía cuatro hermanos varones. Se había educado con las
monjas de La Inmaculada Concepción. Su madre contrató a lo largo de su
educación primaria y secundaria profesores de piano, etiqueta, cocina,
pastillaje, bordado y manualidades y gracias al internet estaba al día en
cuanto a modas, comida internacional, música, etcétera, todo, según ella,
dentro de la clase y la distinción, nada de modernismos y extravagancias.
Juan Manuel era el
primogénito de otra de las familias renombradas de aquella ciudad. A los quince
años sus padres lo habían enviado interno a un colegio en España. Luego continuó
sus estudios en una escuela de negocios en Londres, pues a su regreso se haría
cargo de la empresa familiar.
La fiesta de
bienvenida para Juan Manuel era el tema de conversación en las reuniones
sociales. Sus padres estaban tan orgullosos que habían prometido celebrar su
regreso por todo lo alto.
Las familias de
Manuela y Juan Manuel se conocían desde siempre. La unión de estas dos
“dinastías criollas” más allá del fuerte lazo de amistad, era un deseo gritado
a los cuatro vientos. Las esperanzas estaban sobre estos dos jóvenes, ella una
niña educada para ser esposa y él, un hombre con algo de mundo, que solo podía
compartir su vida con ella.
El compromiso de
Manuela y Juan Manuel se anunció durante la cena del cumpleaños número
dieciocho de ella. Un hermoso solitario le fue colocado en su mano. En seis
meses el sueño de las dos familias sería concretado.
Durante el corto
noviazgo, Juan Manuel visitó a su
prometida en contadas ocasiones y siempre bajo la supervisión de la madre de
ella. Los demás encuentros fueron en fiestas, almuerzos organizados por ambas
familias.
El vestido de
novia fue la primera tarea de la novia y las futuras consuegras; las telas que
formarían parte del atuendo fueron traídas de distintos países.
Para Manuela no
existía nada mejor en el mundo que ser la esposa de Juan Manuel, su madre y su
futura suegra la habían preparado para eso desde niña. Siempre que ella estaba
presente, se hablaba de él como si se tratara de una especie de «súperhéroe». A
los quince años recibió de regalo un portarretrato con la foto de su prometido
y en adelante cada mes, una carta de él le sería entregada. Poemas, flores
secas, postales, pañuelos perfumados, y hasta mechones de cabello acompañaban
aquellas letras de un Juan Manuel perdidamente enamorado y ansioso de volver a
casa y no apartarse de ella nunca más. Ella también le escribía, supervisada
por su progenitora, cada semana en papeles carta de colores claros, con una
esmerada caligrafía.
Los únicos amigos
de Manuela del sexo opuesto eran los que frecuentaban a sus hermanos para los
cuales estaba claro que era una mujer prohibida. Sus amigas mujeres, que no
eran muchas, no dejaban de mencionarle la suerte que tenía de ser tan querida y
consentida y lo detalloso que era su pretendiente, puesto que con el
aparecimiento del e-mail que alguien se tome la molestia de escribir cartas a
mano solo podía deberse a un amor sin límites.
A Manuela la
habían educado para ser la esposa de alguien, escogido por sus padres desde
luego, y ni bien la infancia iba dejando paso a la adolescencia su futuro ya estaba
decidido y ella lo había acatado sin chistar. Tampoco habría sabido cómo
rebelarse, la rebeldía en una mujer era de muy mal gusto.
Con el pasar de
los días y los años la imagen de ella junto a Juan Manuel fue ocupando todos
sus pensamientos y sus esfuerzos pues para ella que alguien como él la haya
escogido, era una bendición del cielo. Desde niña fue muy sobreprotegida, no
sabía dar un paso sin la aprobación de su madre. Si iba a soltar una mano,
debía haber otra de cual asirse.
Juan Manuel
participó de cada uno de los preparativos de la boda en los que su opinión era
requerida; el menú a ser servido, los licores, la lista de invitados, padrinos,
anillos.
El vestido de novia
llegó con un mes de anticipación y fue colocado en un maniquí fabricado
exclusivamente para prevenir cualquier daño. Manuela lo contemplaba con mucha
ilusión cada vez que ajustaba el protector de manera que ni el aire lo rozara,
se imaginaba a Juan Manuel mirándola desde el altar, ansioso por darle todo ese
amor del que le hablaba en sus cartas.
Manuela y Juan
Manuel asistieron a su última misa de novios. El padre se tomó unos minutos del
sermón para desear buenos augurios a la futura pareja.
Entre las sesiones
para el maquillaje y el peinado los días pasaron sin dejarse sentir.
El día tan
esperado por Manuela llegó. Las mujeres de la familia le prepararon un baño con
yerbas dulces, una especie de ritual de buenas energías y despedida.
La ceremonia religiosa
empezaría a las seis de la tarde. La iglesia lucía hermosa, llena de flores,
los niños del coro con sus túnicas impecables iban llegando al igual que los
invitados. De pronto sonaron las seis campanadas que apuraban a los atrasados.
La novia estaba lista
para descender de una deslumbrante limosina blanca cuando el padre de Juan
Manuel, todo desencajado se acercaba al padre de Manuela, Juan Manuel había
desaparecido.
Mandaron al chofer
del lujoso auto a dar una vuelta, al regresar de nuevo a la iglesia el padre de
Manuela subió al carro y pidió que los llevaran a casa.
Un tenso silencio
fue apoderándose del ambiente. Manuela parecía no entender lo que estaba
pasando. Entró a su habitación, acomodó su vestido de manera que no se dañara
al sentarse en el borde de su cama mientras esperaba que la fueran a buscar para
llevarla de nuevo al templo.
Los gritos y
sollozos fueron inundando la casa de la novia. Manuela esperaba ansiosa alguna
noticia sobre su novio, pero nadie se atrevía a entrar a su habitación.
Mientras esperaba se percató de un sobre con su nombre; Juan Manuel había dejado
una carta para ella, donde le pedía disculpas por ceder al chantaje de los
padres de él y haberle hecho creer en un amor inexistente cuando su corazón
estaba comprometido desde hace algunos años.
Diez años después
Manuela sigue arreglando su vestido de novia en un cuarto de una clínica
psiquiátrica.
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