Eliana Argote Saavedra
—Me dijeron que
alguien reemplazaría a Aurora durante su ausencia. ¿Es usted?
—Sí, mi nombre es Eugenia
—responde sin levantar la cara.
Él la observa algo
sorprendido. Es un negocio con mucha competencia y está acostumbrado al trato entusiasta
de la dueña. ¿Lo sabría Aurora? Dijo que viajaría y que durante ese tiempo conseguiría
un reemplazo para que se ocupe de la peluquería, ¿sabrá que a quien contrató es
esta «personilla» que más parece querer espantar a los clientes? Espera un
instante a que la muchacha levante el rostro, pero está claro que ella no tiene
intención de hacerlo, no al menos mientras no termine de limar las uñas a la señora
que está atendiendo. Al cabo de casi un minuto, el visitante comienza a mover
un pie; es el cliente estrella de aquella peluquería, tiene que ser atendido de
inmediato, ¿qué se cree esta señorita?
Eugenia advierte el movimiento de su
zapato. Sí, ya se lo ha dicho, que es Gustavo, que la señora siempre lo atiende
al instante, que es su cliente favorito y no le gusta esperar, lo ha notado,
pero ella no es la señora, ¿acaso no se da cuenta?, «Hellooo, ¿no ves que no soy la señora?», piensa al punto que debe
voltear la cara para ocultar una sonrisa; había escuchado esa expresión esa
misma mañana mientras esperaba que Aurora fuera por ella al terminal de buses, le
supo tan divertido escucharlo de aquella muchachita con el pantalón roto en la
rodilla, la entonación y el gesto en su cara, fue comiquísimo; es la expresión
perfecta para este altanero prepotente que piensa que el mundo gira a su
alrededor. «Vamos a ver qué hace», se dice y continúa con su trabajo. No ha
tenido tiempo de cambiarse, aún lleva puestos los escarpines que le tejió su madre,
«Porque en Lima hay mucha humedad, hijita», la gorra de lana reposa al lado
sobre una silla, y sus zapatos trajinados lucen llenos de polvo, es evidente su
cansancio, fueron doce horas de viaje que tuvo que soportar, sentada, además, al
lado de aquella señora que no paró de hablar.
—Señorita, ¿me
puede decir hasta qué hora voy a seguir esperando? —dice de pronto el hombre, acercándose
un poco más, completamente indignado por la indiferencia de la muchacha.
—Sí, señor, ya le
oí —responde Eugenia, observándolo desafiante.
Gustavo ve su rostro cobrizo, el
cabello azabache, la boca apretada, sin pintar, sus facciones afiladas, justo
el tipo de mujer que busca: provinciana, inocente. El manantial de miel en los
ojos lo impacta, aunque no de la manera en que hubiese deseado.
La confusión de sentimientos que evidencian
las facciones de Gustavo le da tanta risa a Eugenia, la marca vertical en su
frente dice que está molesto pero la forma en que va suavizándose su semblante al
mirarla, manifiesta otra cosa, ella quiere mantenerse inexpresiva, demostrarle
a aquel hombre que a ella nadie le habla de esa forma, mandarlo a «trasquilar ovejas»,
como dicen en su tierra, pero no puede evitar que la sangre comience a
agolparse en su garganta. Fue solo un segundo, pero ella tampoco puede impedir
que todo el día se repita esa imagen en su cabeza, esa sensación en su cuerpo,
solo vuelve a estremecerse una y otra vez ante el recuerdo de su cercanía cuando
a Gustavo se le cayó el celular y ambos se agacharon a recogerlo.
Dos meses después.
La tarde está muriendo, hace frío y
las gotas de lluvia se agolpan en los aleros que sobresalen del techo, cayendo
una tras otra como hilos de agua. Gustavo aún recuerda cuando ella, luego de
varias semanas aceptó su invitación a salir. Eugenia se acurrucaba en su pecho
y él caía rendido, hasta que ella bajó la guardia y se entregó sin reparos.
Eugenia también lo recuerda mientras
observa el arma que ha encontrado en uno de los veladores. Aún late en su pecho
aquella tarde, sobre la arena tibia de la playa. Aurora, la dueña de la
peluquería se lo había advertido, que no debía confiar en Gustavo, que andaba
en cosas raras, pero ella se negó a creerlo, él le prometió tantas cosas y le
pidió otras tantas, ella se había esforzado por adaptarse a los cambios que
implicaba su nueva vida, sin amigos y dependiente por completo de él. No puede
negar que fue una experiencia maravillosa y maravilloso también el tiempo que
sucedió a este hecho, por lo menos hasta que descubrió aquello que la llenó de
sobresalto.
Se fueron a vivir juntos y él le
prohibió que continuara trabajando. Que era su mujercita, dijo, que su
mujercita se quedaba en casa, que necesitaba que lo cuiden; le sonó tan
gracioso, le hizo sentirse especial y renunció a ser independiente. Se mudaron
a un pequeño departamento en una urbanización tranquila donde no faltaban los
espacios verdes. Desde el balcón podía disfrutar del parque aledaño con sus
trinos matutinos y los árboles coloridos, la rodeó de comodidades y accedía a
cada petición suya siempre que no involucrara amistades, casi no salía de casa.
Se dedicaba a esperar que él llegara a decirle lo bella que estaba, a compartir
la cena que preparaba con las cosas que él compraba, jamás se preguntó por qué insistía
en que se cuide para no salir embarazada, cuando ella siquiera insinuaba su
deseo de ser madre, él se alteraba. Su horario de trabajo era tan extraño, al
punto que a veces se quedaba en casa varios días; pero últimamente se ponía de
tan mal humor que casi no hablaba, luego de recibir ciertas llamadas
telefónicas. Estaba tan ansioso, ¿quién lo llamaba por teléfono?, ¿por qué le
había pedido que no abra las cortinas?, ya casi no salían, ¿qué estaba pasando
para que él estuviera así?, ¿acaso había otra mujer? Sí, tenía que ser eso. Ya
lo había sorprendido varias veces mirándola de modo extraño, como si ella fuera
una desconocida. Tenía que averiguarlo, no podía quedarse tranquila, solo
esperaría a que él salga. Eugenia no podía imaginar que Gustavo exponía su
propia vida al mantenerla a su lado, ser padre y formar una familia como esas
de cuento no era posible, todo se estaba complicando, a veces la miraba y se
preguntaba si podría prescindir de ella, si no se solucionaría todo
entregándola, o mejor aún, eliminándola.
Era cerca del mediodía cuando
Gustavo cogió las llaves de la camioneta y salió sin decir nada. Apenas había
avanzado una cuadra cuando notó algo extraño, un auto con lunas polarizadas
estaba estacionado en la esquina, observó los alrededores, gente extraña
deambulando. Decidió regresar. Los acontecimientos estaban precipitándose, tenía
que tomar medidas urgentes, le pediría a Eugenia que salgan de viaje, cualquier
pretexto serviría, ella creía en él, no dudaría. Las manos se le humedecieron,
siempre le ocurría eso cuando estaba nervioso. Estaba llegando a casa cuando
recibió la llamada que tanto temía.
—No puedes seguir
escondiéndote, tienes que entregarla o voy yo mismo por ella —dijo un hombre,
casi gritando—. Mañana a primera hora, es tu última oportunidad.
Tenía que
solucionar las cosas. Sabía que estaba en falta con su jefe, cuando conoció a
Eugenia, el plan era seducirla para entregarla luego, al igual que lo hizo con
las otras muchachas, él no contaba con que se enamoraría de ella y el jefe lo
sabía, una debilidad como esa, lo descalificaba ante su organización. Había
dado demasiados pretextos. Cumpliría con su entrega rutinaria, sí, eso le daría
tiempo de escapar con Eugenia. Marcó un número desde su celular.
—Prepara los dos
paquetes, llego en media hora —dijo.
Entró en la casa y
al ver a Eugenia en el sillón, volvió a repetir las recomendaciones de los
últimos días: «No respondas el teléfono ni abras las cortinas. Yo regreso en un
par de horas».
Eugenia no contestó.
Estaba cansada de sus absurdas órdenes, esa misma noche averiguaría qué estaba
ocurriendo. Lo había visto hablar por teléfono antes de entrar. Era su oportunidad
de descubrirlo.
Esperó que se alejara por la avenida
y tomó el primer taxi que pasó, algunas alarmas que permanecían apagadas, se
encendieron en su cabeza: viajes repentinos y largos, llamadas durante la
madrugada, que le pidiera que siempre tuviera las cortinas corridas aun durante
el día. Temblaba, pero se armó de valor y continuó. Luego de un largo tramo, el
vehículo cerrado en el que viajaba Gustavo se internó por caminos sin asfaltar
que parecían haberse formado bajo el peso de los autos, rutas que
repentinamente se dividían ante largos montículos de tierra; a esa hora varios
automóviles iban en el mismo sentido, lo que le permitía al taxi donde viajaba
Eugenia, pasar desapercibido. De pronto, la camioneta se detuvo delante de un
portón. A unos metros, el taxi se detuvo también y la muchacha bajó,
ocultándose detrás de una caseta con un cartel que ofrecía «marcianos de
fruta». Desde donde estaba podía escuchar voces, pero no podía ver nada. El
recojo de «los paquetes» duró aproximadamente quince minutos, luego cogió el
mismo camino hasta salir a una avenida. Quince minutos más tarde, un fuerte
olor a desagüe anunciaba obras municipales inconclusas, los árboles aparecían
como fantasmas sacudidos por un fuerte viento que levantaba un polvillo de tierra.
Había tres autos más siguiendo la
misma ruta, lo que favoreció su propósito de no despertar sospechas. Pasó casi una
hora de recorrido hasta que el camino volvió a separarse, esta vez,
construcciones de madera de una reciente invasión aparecían delimitando nuevas
rutas. Por fin el vehículo se detuvo ante una vía estrecha que se extendía unos
cuantos metros antes de llegar a una puerta ancha, varios perros salieron
mostrando sus dientes. El taxi en el que viajaba la mujer se detuvo a unos
metros y ella, aunque muerta de miedo, bajó y logró esconderse detrás de un
cerco, no sin antes pedirle al chofer que la espere un rato, que le pagaría por
su tiempo, este accedió de mala gana. Transcurrieron algunos minutos, Eugenia
seguía sin entender qué era lo que ocurría, preguntándose qué hacia él allí si
siempre dijo que trabajaba en una oficina en el centro de la ciudad, incluso
llegaba a casa y le contaba de los clientes que conocía en el servicio de
técnico electricista que realizaba.
De pronto la puerta de la 4x4 se
abrió. Desde donde estaba pudo ver dos muchachas provincianas visiblemente
asustadas que miraban hacia todos lados, y que le recordaron a ella misma
cuando llegó a Lima, en busca de un trabajo que le permitiera estudiar. Se
encogió como pudo. De la cabina delantera bajó Gustavo, traía una escopeta. Jaló
a las mujeres, quienes hacían esfuerzos para no caerse, pues tenían los brazos atados
a la espalda. Una de ellas logró zafarse. Desde donde estaba, Eugenia pudo ver
la contrariedad de Gustavo, aquella expresión que conocía tan bien, la mirada
fija en su objetivo, la aparente serenidad en los pasos largos hasta donde
había caído la mujer mientras intentaba escapar, la rabia contenida. La levantó
y estrelló su puño en el rostro de la muchacha, que cayó desvanecida
La cartera se le resbaló de las
manos produciendo un ligero ruido al caer sobre la tierra, Gustavo giró la
cabeza hacia donde estaba ella, luego cerró la puerta de la camioneta de un
golpe y abrió el portón, empujó a la otra chica que permanecía atada, levantó a
la que había caído introduciéndola tras la puerta, alguien la recibió. Cerró
nuevamente. Eugenia estaba a varios metros, tal vez había visto mal, quiso
engañarse, la evidencia era demasiado real para ignorarla. Esa noche al llegar
a casa comenzó a armar mil teorías para justificar lo que había visto pero era
imposible, la única certeza que tenía era el miedo que la congelaba, tan solo
de pensar que él llegaría en cualquier momento.
Y mientras ella decidía qué hacer, Gustavo,
sentado sobre el muro que rodeaba la casa también pensaba en ella. En su
expresión de los últimos días: compungida, desconfiada; en el miedo en su
mirada, en el auto estacionado cerca del lugar donde hizo su entrega. Él la
amaba, bueno, amaba a aquella muchacha que conoció hacía un par de meses,
¿acaso no estaba viva? Podía haberla entregado como estaba planeado, si no la
amara tal vez estaría prostituyéndose, o muerta, como tantas otras, ¡no!, él le
había permitido vivir, la protegió encerrándola en la casa, y jamás fue
violento con ella, ¿acaso no llegaba cada noche a decirle lo mucho que la amaba?,
nunca le había faltado, ¿por qué tuvo que seguirlo?; la ira emergía del
estómago y su puño se estrellaba una y otra vez en la pared, tenía la mano con
varios cortes, llevaba rato pensándolo. No quería llegar a casa, sabía que, si
lo hacía, algo malo ocurriría. Se golpeaba la frente con el anverso de la mano,
«¿Por qué tuviste que cambiar?», se preguntaba. «Tú eres Eugenia, mi Eugenia,
la de la piel cobriza que se estremece cuando la toco, la pequeña y frágil
Eugenia que se acurruca en mis brazos». Su pensamiento se pierde en un pasaje
oscuro donde aparece su amada con un cordel transparente enrollado al cuello, ya
no habla, ya no reprocha, ya no hace preguntas, sus ojos pierden el brillo.
Es
de noche, el ruido de las llaves introduciéndose en la cerradura alerta a
Eugenia. Es él. Está sentada en el sillón de la sala con la lámpara encendida,
una taza de té reposa sobre la mesa de centro. Ha acomodado todos los cojines
en el sillón donde se encuentra y abraza casi estrujándolo, es su punto de
apoyo, ese que le brindará el equilibrio que necesite cuando lo enfrente.
Cuando le diga que se irá.
Él
ingresa, viene con la mejor predisposición de arreglar las cosas y llevársela
de viaje, dispuesto a verla linda como siempre, a ser gentil, pero no puede ignorar
que ella lo ha descubierto. La mano derecha juega con las llaves; la izquierda
en el bolsillo acaricia un rollo de hilo de pescar, el mismo que imaginó enroscado
alrededor de su cuello.
Ella
lo ve entrar e intenta controlarse, le dará la oportunidad de confesar. Se
apoya en un cojín y pasa el brazo por detrás, toca la superficie fría del arma
que ha escondido. Espera.
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