Teresa Kohrs
—¿A qué has venido maldito? —repetía entre golpes el agente especial Markov. Una
y otra vez usaba las puntas metálicas de sus zapatos para golpear
estratégicamente al hombre tirado en el suelo— ¡contesta! Pac,
al riñón izquierdo. Zas, zas, al estómago.
Tosiendo y
escupiendo sangre, el prisionero levantó una mano para cubrirse la cara. Alto, fornido,
con cicatrices visibles, el agente encargado no podía evitar la mueca de placer
que cada gruñido del caído le hacía sentir.
La doctora Petrova
observaba el interrogatorio desde el otro lado del vidrio. Aunque no se podía
ver desde la sala Markov sabía que ella estaba ahí. Este animal lo va a matar,
pensó. Nadia no conocía bien al agente, pero las pocas veces que se había
topado con él en los pasillos o el comedor, no podía evitar sentir un
escalofrío. De él irradiaba violencia por cada uno de sus poros, desde su
postura, hasta la forma en la que siempre parecía estar masticando las
palabras.
El prisionero se
veía desvalido, sangrando no sólo por la boca sino también de la cabeza donde
ya había recibido un par de codazos. Pero más allá de eso, parecía que no
comprendía lo que estaba sucediendo. Como si nunca hubiera visto a alguien
ejerciendo tanta fuerza bruta. La sala de interrogación era un cuarto frío,
iluminado con luz blanca. El aroma a óxido emanado de los pocos muebles se
mezclaba con el característico olor a hierro de la sangre. La mesa y dos sillas
metálicas hacía rato que habían sido pateadas con furia azotándose estruendosamente
en las blancas paredes, dejándolas aún más sucias. Lo único que rompía la
monotonía del cuarto era el cristal de dos vistas, detrás del cual estaba ella.
El suelo gris mostraba manchas antiguas que ni el cloro pudo quitar. Evidentemente
más interrogados habían dejado en ese piso parte de sí mismos. Ahí estaba aquel
hombre de cabello largo, tan liso que parecía tener el rostro cubierto por
finos hilos de seda negra, hecho un ovillo, tratando de hablar sin poder evitar
la tremenda paliza de su inquisidor.
—¡Agente Markov! –se escuchó a sí misma hablando
fuertemente por el intercomunicador— permita que el
prisionero conteste.
Apenas
conteniéndose, el agente se giró hacia la partición, la mirada que parecía
penetrar el espejo contenía cuchillos. Aunque no era posible que la viera, hizo
un esfuerzo por no estremecerse.
Tembloroso, el
hombre en el piso se incorporó para quedar sentado. Con una mano en el vientre
utilizó la otra moviéndose muy despacio para despegar su negra cabellera de la
frente. Manteniendo los párpados caídos, se movió lentamente para sacar algo
del bolsillo. Temblando visiblemente, separó uno a uno cada dedo, dejando al
descubierto un objeto rectangular de madera. Markov se encontraba muy cerca del
prisionero, pero el temor a que fuera un arma le hizo dar un paso atrás. Por el
contrario, Petrova dio uno al frente, apoyando sus manos y nariz en la frescura
del cristal, buscando acercarse para verlo mejor. El objeto parecía ser una
rústica caja de madera natural, tan larga como la palma de su mano y tan ancha
como tres de sus dedos. Sobre la tapa aparecían dos números grabados, seis y
nueve. El trazo escarbado de manera rudimentaria los interconectaba para formar
un símbolo.
Colérico por
haber mostrado una debilidad, el agente pierde el control y se lanza sobre él,
forcejean y la caja sale volando como un proyectil hacia la parte alta de la
pared. Al contacto el pegamento que mantenía las tapas cerradas dio de sí, permitiendo
que el contenido de polvo blanco casi invisible pareciera salir de la caja como
lluvia de harina. La expresión del prisionero les hizo a todos entrar en acción
y en un segundo varias cosas sucedieron al mismo tiempo. Se escuchó un grito
por el intercomunicador dando la orden de cerrar la ventilación del edificio,
el extranjero se tapó la faz con sus palmas y el general intentó regresar a los
golpes, sólo que al primer contacto de la punta del pie con la rodilla del
intruso, el dolor que siente el prisionero se ve reflejado en sí mismo. Sorprendido
se queda unos instantes paralizado pues no entiende qué es lo que sucede. El
hombre no se ha movido y sin embargo, sintió fuertemente el daño en su propia
rodilla. Pierde nuevamente el control, saca de la funda el arma y dispara. El
hombre se mueve con sorprendente agilidad y la bala sólo roza el hombro pero la
lesión es tan aguda que vuelve a caer protegiéndose en posición fetal,
presionando la herida. Al mismo tiempo el general estruja instintivamente la
suya propia, viendo con incredulidad sangre sobre su hombro.
El tiempo se detiene,
nadie se mueve. Como si hubieran entrado en una zona de silencio. Lo único que
lo rompe son los gemidos de ambos. Cuando el general levanta la mirada, parece
finalmente haber entendido. Cualquier daño que infrinja sobre el prisionero, se
manifestará en sí mismo.
—¿Qué clase de brujería es esta? —grita desesperado, empuñando sus manos a los lados
del cuerpo, sin atreverse a mover un solo músculo.
Nadia Petrova también
se desorientó, sin embargo comprendió antes que él. De alguna forma, la caja de
madera contenía la endospora que alberga el virus 69, célula resistente al
calor y muy difícil de destruir incluso por agentes químicos muy agresivos. Había
leído al respecto, pero nunca pensó que en realidad existiera. Según el
artículo, escrito antes de que ella naciera, el virus no era peligroso. Hasta
donde recordaba, la respuesta física inmediata de las personas afectadas se
llamaba “empatía sensorial”. De ahí su denominación: virus 69, simbolizando esa
empatía. Lo que se da, se recibe y viceversa.
Su mente
científica se resistía. El virus 69 sólo era producto de la imaginación de los
antiguos habitantes, en la época en que no había separación. Pero ahora, su
marco de referencia había cambiado. No podía negar lo que estaba viendo con sus
propios ojos. El golpe en la rodilla y sobre todo el roce de la bala, se veían
claramente tanto en Markov como en el extranjero… ¡fascinante! Su alto IQ entró
en funcionamiento, los parámetros de una nueva investigación se acomodaban en
patrones y listados en el cerebro. Tiene la certeza de estar ante algo único.
Despertando del asombro, se toma un momento para evaluar su situación. El
extranjero evidentemente no es portador puesto que la manifestación de empatía
física no se dio hasta la liberación de la espora. La rapidez del efecto en el
contagio indicaba una transmisión aérea de absorción atípica. Un minúsculo virus
era capaz de penetrar el pulmón en segundos. La eficacia del sistema de
ventilación aseguraba que todos en el edificio habían sido comprometidos. Sin
embargo, el protocolo había entrado en fase I, por lo que el exterior pudiera
estar a salvo. Ella compartía aire con la sala de interrogación, era indudable
el contagio. Tomó su maletín de primeros auxilios y abrió la puerta con
determinación.
—Salga Markov —el plantel se
encuentra a partir de ahora en cuarentena. Quedo a cargo del prisionero— dijo Petrova mostrando más firmeza en su voz de la
que en realidad sentía. Todavía desconcertado, el general salió sin más dando
un portazo.
La doctora Nadia
Petrova no era una mujer delicada. Igual o más alta que cualquiera de los
hombres que conocía, de hombros anchos y quijada cuadrada podía intimidar a
cualquier persona. Difícilmente encontraba ropa de su tamaño y la bata blanca se
le veía apretada e incómoda. Paradójicamente, tenía un carácter dulce y compasivo.
Cuando sonreía sus pequeños ojos azules parecían brillar y el cabello rubio caía
suavemente en cascada sobre la espalda, contrastando con la ruda apariencia.
Hace tiempo solía reír con frecuencia y dos hoyuelos aparecían en las mejillas
suavizando su aspecto, ahora ya no sabía cómo hacerlo. Levantó las sillas
tumbadas y la mesa. Con sumo cuidado ayudó al hombre a sentarse. De cerca era
más alto y musculoso, aunque muy delgado. Pensó que tal vez la travesía desde
su tierra le había cobrado factura. La piel le brillaba con el color de la miel,
ocre de tintes dorados. Era difícil determinar su edad, parecía tener alrededor
de cuarenta, como ella, pero podría ser más joven. Apretaba los ojos reflejando
sufrimiento.
Antes de
trabajar de lleno en investigación, Nadia inició sus estudios y prácticas en
medicina general. Hacía varios años que no tenía nada que ver con el trato a pacientes
y se sentía un poco oxidada. Una imagen de aquella época cruzó por su mente.
Trabajaba en turnos de dieciocho horas, apenas tenía tiempo para convivir un
poco con su pequeña hija y esposo. Ahora todo eso estaba en el pasado. Revivirlo
resultaba muy doloroso, pero algo en el semblante de prisionero le hizo
recordar.
Quitó
cuidadosamente la camisa de algodón elaborada con hilos gruesos entretejidos
que sorprendentemente lograban una textura muy suave, evitando lo más posible
moverlo. Desinfectó las heridas, anestesió y dio algunas puntadas, vendó las
costillas y atendió la rozadura de bala. Cada vez que lo tocaba, ya sea con
algodón o guantes, ella lo sentía en su propio cuerpo. Por lo mismo, sus
movimientos eran mucho más delicados y cuidadosos. El procedimiento fue lento,
sin embargo, el hombre mantuvo sus ojos cerrados en todo momento. Al terminar,
Nadia sacó del maletín antiinflamatorios y dos analgésicos junto con una
botella de agua. Buscó su rostro con la mirada. Era un hombre extrañamente
atractivo, no en el sentido de la belleza clásica, sino más bien el conjunto,
la firme quijada, esa nariz un poco torcida, sus labios delgados, emanaban una extraña
perfección que reflejaba paz.
Petrova se había
refugiado en la investigación, de otra manera estaba convencida no hubiera
sobrevivido. La pérdida de su hermosa niña y amado esposo la dejaron vacía. Ella
había cerrado firmemente la puerta a esa pena. La presencia de este hombre tan
diferente, removía algo primitivo que amenazaba con abrirla.
—Ya terminé —dijo suavemente— tómese estas pastillas. Le harán sentir mejor.
Las pestañas
largas de Chenoa se movieron. Levantó las manos y las colocó frente a su cara
por unos instantes, advirtiéndole algo... Lentamente elevó los párpados…
Petrova no pudo evitar emitir un ruidito. Con una inhalación filosa sostuvo la
respiración por unos segundos. Sus ojos eran algo nunca visto. Se forzó a sí
misma a tranquilizarse sin poderlo lograr del todo. Hace cientos de años,
cuando todas las secciones eran una sola, se dice había animales salvajes. Así
imaginaba sería la mirada de uno de los llamados felinos. El iris ovalado
parecía bañado de un líquido color ámbar. A su alrededor se podían ver pequeñísimas
manchas reflejando distintas tonalidades de verde metálico, brillando como el
techo de una mina de esmeraldas. Nadia se perdió en ellos. En su mente no había
nada más que ese maravilloso universo. Cómo atraída por un imán, se acercó. Bajo
el antiséptico que ella misma acababa de aplicar, algo dulzón mezclado con
sudor provenía de su piel. Conocía enfermedades que tenían este efecto. La
curiosidad le hizo querer seguir aspirando más de cerca, como lo hacían sus
ratas en el laboratorio antes de probar alimento. Esa imagen la hizo despertar.
No pudo evitar el color escarlata que subió por sus mejillas. Apenada se alejó
extendiendo sus manos, en una las pastillas, en la otra agua.
Chenoa las tomó
sin saber muy bien qué hacer con ellas. Nunca había visto esas pequeñas rocas
calizas en forma ovalada, ni tampoco un contenedor de agua como el que ahora
sostenía. La mujer sanadora de cabellos luminosos lo había tratado con
delicadeza, no le quedaba más que confiar. Antes de hacer este peligroso viaje,
el abuelo, persona sabia en su comunidad, le enseñó algunas palabras del
lenguaje original, aprendido de boca en boca a través de varias generaciones.
Según el abuelo, este era el lenguaje que se hablaba antes de la separación,
por lo que suponían sería todavía comprensible. Ella dijo: “tómese”. Así que echó
las piedras en su boca colocando el extraño contenedor en sus labios para beber
y beber hasta terminar el líquido. Parece que hizo lo correcto pues la mujer de
piel blanca lo miró con satisfacción.
—Mi nombre es Nadia Petrova —dijo enunciando
lentamente, haciendo una pausa, esperando ver comprensión en él— mi equipo y yo
nos encargamos de estudiar el medio ambiente, así como también las posibles
amenazas a la salud. ¿Entiende usted lo que digo?
—Sí —responde él con la voz un poco grave por el
desuso y el maltrato al cuerpo.
—¿Me podría hablar sobre usted?, ¿su nombre?, ¿de
qué sección viene?, ¿qué contenía la caja? —le dijo tomando de su maletín otra
botella de agua que remplazó por la vacía.
No todas sus palabras eran entendibles, pero creyó
haber comprendido lo suficiente.
—Nombre —dijo golpeando el pecho con un fuerte
acento —Chenoa… paloma blanca. Estoy solo. No mujer, no pequeños —hizo una
pausa escrutando su mirada— mi sección ocho… mucha ayuda. No quería romper… soltar
amigo, sólo quería ayuda.
—¿Amigo? —preguntó Nadia frunciendo el entrecejo un
poco distraída por esos extraños ojos.
—Pequeño amigo —dijo colocando su dedo
pulgar e índice muy cerca uno del otro mostrando
una sonrisa ladeada que hizo algo dentro de ella removerse.
Los libros de historia explican que hace cientos de
años el mundo estaba unido. No existían las secciones, sino que todos
compartían un mismo espacio aéreo. Se dice que los habitantes se volvieron
ambiciosos y destruyeron gran parte del planeta, por lo que el aire que
respiraban se volvió peligroso en ciertas zonas. Decidieron utilizar la
tecnología disponible y se dividieron en sectores. Cada uno cuenta con una
bóveda separándolo del resto, permitiendo mantener el ambiente en óptimas
condiciones. El daño ocasionado por la muerte de familiares y amigos generó en
el inconsciente colectivo de los sobrevivientes un miedo irracional al aire exterior.
Desde entonces cualquier mención al respecto era considerado un acto de traición
penalizado enérgicamente. Gracias a esta medida, millones se salvaron de morir
envenenados, como consecuencia se crearon pequeños ecosistemas aislados. Con
los años cada sección se fue desarrollando de acuerdo a las condiciones
climáticas de su zona geográfica logrando comunidades autosustentables. Las
nuevas generaciones conocían la existencia de otros habitantes pero
prácticamente no sabían nada los unos de los otros. Petrova se preguntó, no por
primera vez, cómo hizo este hombre para salir de su sector y sobre todo, cómo
es que entró en el de ellos.
El haber experimentado ella misma los efectos de un
virus que consideraba una leyenda, le permitió abrir su privilegiado cerebro a
esas lecturas que había catalogado como imposibles. Un conjunto de páginas
aparecieron en la mente, casi como si las tuviera enfrente. El intrincado mapa se
extendía por todas ellas. En él se veían rutas de túneles que supuestamente
conectaban todas las secciones bajo tierra. Se rumoraba que al cerrar las
bóvedas, también se habían clausurado estos caminos. Era tan precisa su memoria
fotográfica que visualizó los diferentes pasadizos. Algunos parecían estar
inundados, otros tapiados con tierra o piedra. Si este hombre utilizó alguno de
ellos… y su cuerpo físico mostraba signos de que así era, probablemente en
algún punto debió nadar dentro del túnel. Esta barrera natural impedía la
propagación del virus.
—¿Háblame del amigo Chenoa? —inquirió Nadia con el
corazón acelerado. Las posibilidades de conocimiento recorrían sus venas como
la mejor de las drogas. La necesidad de saber explotaba casi físicamente de su
pecho, tanto que olvidó por completo ser formal durante el interrogatorio.
Él observó esos ojos azules brillando y supo que
estaba ante una mente superior. A pesar de la violencia con la que fue recibido,
por primera vez desde que todo comenzó sintió esperanza.
—Vivimos arriba, sobre montañas. La vista lejana,
valles y ríos, todo verde como estos— dice señalando sus retinas, regalándole
una suave sonrisa.
Nadia sintió una vez más esa vibración interna.
Algo sacudiéndose en su interior.
—Diez ciclos atrás apareció —dijo endureciendo el
rostro— al principio todos contentos. Ya no más pleitos. Sólo placer.
Petrova asintió, visualizando cómo pudo haber sido.
Seguramente el hongo huésped de la espora capaz de incubar el virus fue
evolucionando con el tiempo. Una vez liberada, en un ambiente cerrado, todos
los habitantes terminaron por contagiarse, tan rápido y fácil como lo hicieron Markov,
ella misma y muy probablemente todos en el edificio a través de los ductos de
ventilación. Si cada vez que se usaba violencia contra el otro se recibía de la
misma manera, era fácil concebir que los pleitos hubieran terminado. Hay
quienes dicen que sólo puedes entender a la gente si la sientes en ti mismo. Aunque…
¿a qué se refería con sólo placer?
Chenoa observaba cuidadosamente. Cuando ella
frunció el entrecejo extendió la mano pero no la tocó, esperando permiso.
Cuando lo obtuvo, acarició sensualmente su pierna, rozando el muslo interno,
haciéndola brincar en la silla. Después le tomó la mano y la dirigió hacia sí
mismo. Al principio Nadia se resistió pero finalmente la curiosidad le permitió
dejarse guiar. Chenoa la colocó sobre su corazón, girándola suavemente en los
músculos del torso. Ella reaccionó extrayéndola como si se hubiera quemado, colocándola
sobre su seno izquierdo, con los latidos acelerados y una expresión de incredulidad.
Se levantó de la silla y comenzó a caminar de un lado al otro, esa mala manía
que la ayudaba a pensar. La sensación fue inesperada. Desde la muerte de su
esposo no sentía nada parecido. Le quedó claro a qué se refería con “sólo
placer”. Se imaginó a un grupo de personas altas y delgadas, doradas como
Chenoa, exhibiendo aquellos extraordinarios ojos, dedicadas a tocarse y
acariciarse. Movió la cabeza de lado a lado como para deshacerse de las imágenes
perturbadoras. Tal vez lo opuesto al odio no sea el amor, sino la empatía… esa
capacidad de ponerse en el lugar de alguien más. ¿Quién se atrevería a lastimar
a otra persona teniendo plena consciencia de lo que siente? Desde este punto de
vista, el virus 69, bien canalizado, podría ser positivo. Regresó al asiento.
Cada nueva revelación hacía que su sangre hirviera.
Chenoa notó lo que sucedía con Petrova. Su cara era
un libro abierto. Había una tristeza marcada en las comisuras de los labios,
pero en estos momentos ese luminoso semblante sólo mostraba asombro y hambre de
conocimiento. Ella era su única esperanza. No dudó en seguir.
—Un ciclo atrás, el amigo cambió —anunció desenganchando
la quijada.
—¿Cambió? —dijo ladeando la cabeza como tratando de
entender —¿quieres decir que evolucionó? Chenoa asintió.
—Lo que pasó en la piel —le dijo mirándola
fijamente desestabilizándola un poco— también pasó aquí adentro —dijo
golpeándose el pecho con el puño— y aquí también —añadió señalando en forma
circular su rostro.
Petrova copió sus ademanes, puño en el pecho, dedo
en el rostro, tratando de comprender lo que Chenoa le decía. De pronto se
iluminó. ¡Emociones! El virus había mutado y ahora también se compartían emociones.
¿Cómo podía ser posible? Eso quería decir que si una persona estaba triste
podía hacer sentir a la otra igual, lo mismo con alegría o enojo.
Durante sus primeras investigaciones Nadia
participó en la elaboración de la vacuna para la fiebre amapólica. Esta había mermado
considerablemente la población, llevándose consigo a sus dos personas más
queridas. Ahora se le presentaba otra oportunidad, pero no sólo eso, el virus y
vacuna podrían ser utilizados en diversos escenarios: contextos terapéuticos,
disputas entre vecinos, dentro del gobierno, problemas en donde el ingrediente
vital sean los malos entendidos. Su corazón comenzó a palpitar con mayor fuerza
y sintió una inyección de adrenalina en el sistema. ¡Esta investigación podría
lograr maravillosos resultados! Pero… una comunidad entera sometida al cien por
ciento a empatía no sólo física sino también emocional… ¿Qué sucedía entonces
en un cuarto donde existían dos o más emociones? La obvia conclusión hizo que
sus delgadas cejas se elevaran: se volvían locas.
Él supo el preciso instante en el que Petrova llegó
a la verdad de su situación. Cuando percibió que contaba otra vez con toda su
atención siguió explicando.
—En mi tierra hay personas de mente fuerte —dijo
colocando la palma en el entrecejo—mente fuerte— repitió buscando reafirmar el
concepto. Nadia asintió. Entendía a qué se refería. Esas personas posiblemente tenían
la capacidad de aislarse de los sentimientos de los demás y así poder
permanecer cuerdas. Indudablemente Chenoa era una de ellas.
Los conceptos e ideas se agolpaban en su cabeza. La
empatía emocional afectaba a todos pero algunas personas podían controlar sus
sentimientos. ¿Por qué no lo hacían también con la sensorial?
Una pregunta más importante emergió: ¿sería capaz
el virus de seguir mutando? Los hechos indicaban que sí. La implicación la dejó
por unos segundos mirando al vacío. Buscando frenéticamente probabilidades,
corriendo posibles escenarios en árboles de decisión. ¿Cuál sería el siguiente
paso en la evolución? ¿Alguna forma de empatía mental?
El tren de pensamientos fue interrumpido por una
caricia en la mejilla. Sorprendida se quedó quieta. El hombre de piel dorada apenas
tocaba con las yemas de los dedos, asombrado por su textura y color. Con la
otra mano tomó reverencialmente las puntas del cabello.
—Como el sol —dijo suavemente.
Ella, movida por la ternura del contacto lo
permitió. Algo se derritió en la cercanía de su corazón y por primera vez en
muchos años sintió un calor en el pecho. Él bajó las manos mostrando profundidad
en su mirada. Una sonrisa los sorprendió.
—Trabajaremos juntos Chenoa —dijo Nadia con
convicción— encontraremos la solución.
Se escuchó un ruido y la puerta se abrió de golpe.
Markov entró rudamente buscando intimidarlos a ambos.
—El edificio está asegurado. Cien por ciento del
personal resultó positivo. Tenemos confirmación que el resto de la sección
permanece libre de contagio —informó con esa tonada militarizada.
Parecía más tranquilo pero todavía exhibía rabia en
la postura. Siguiendo un impulso, algo raro en ella, Petrova se acercó tomando su
rígida y lacerada mano colocándola sobre su propio pómulo, emulando la acción
de Chenoa unos minutos antes. Se mimó con la mano de Markov cariñosamente. Él
no se esperó el flujo de deseo que rompió el rígido control al sentir la suave caricia
en ambos. Su cara permanecía estoica, pero un pequeño temblor lo traicionó. Nunca
le había ocurrido algo así en el trabajo, mucho menos pensó que le pasaría con
la gigante doctora. No supo qué hacer.
—Eso —le dijo ella con una chispa en la mirada,
mostrando los pequeños hoyuelos en sus mejillas— se llama empatía sensorial. Mientras
encontramos una vacuna, le recomiendo que aprenda a dar sólo lo que esté
dispuesto a recibir.
Giró caminando hacia Chenoa ayudándolo a levantarse.
Juntos se dirigieron fuera de ese sucio y deprimente cuarto hacia un futuro
lleno de conocimientos y fascinantes experiencias.
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