Samanta Vargas
Cuarenta minutos a
pie por senderos de tierra y espesa vegetación, cruzar el río en curiara cuando
éste crecía su nivel, sortear los lodazales y caminar con una vara de madera en
la mano para ahuyentar animales, era la travesía de la pequeña Nicte para
llegar a la escuela primaria, en el último poblado indígena en medio de la densa selva Chiapaneca. Con
once años había logrado ganar las olimpíadas matemáticas del municipio, y
mostraba las mejores calificaciones de su salón. Dócil, servil y carácter introvertido,
de cabello azabache liso comprimido en sus trenzas, con pequeños ojos a cada
lado de su gibosa nariz y envuelta en un remendado uniforme, era la diaria
estampa para asistir al colegio federal de su comunidad.
Mientras tanto, al
otro lado del continente, en un pequeño pueblo español cercano a la frontera
con Portugal, una mujer hacía diariamente casi el mismo trayecto caminando las
mismas distancias, el mismo destino: la escuela. Ese día, recibía la noticia de
parte del director del instituto educativo donde laboraba:
–Felicidades señorita Pérez, ya puede usted
retirarse a descansar y tener una vida apacible, gracias por todos vuestros
años de servicio, siempre abnegada y responsable, los alumnos la van a
extrañar, dejará usted un gran vacío en nuestro colegio… tenga, aquí está su
oficio –ella, con tono de sorpresa y voz entrecortada, contestó –¡mi jubilación!,… señor
director, de ninguna manera, no tiene nada qué agradecer, sólo he sido una
mujer afortunada, de esas pocas personas que trabajan en lo que les hace feliz,
muchas gracias, cierro éste ciclo con nostalgia y a la vez con gusto porque
como usted ya sabe, mis problemas de salud han comenzado a afectarme, no es la misma energía de hace treinta años!.
Al llegar a casa, sintió que las paredes se le venían encima, la soledad ahora
sería infinita, sentirse útil y productiva la satisfacía, un sentimiento dual
la embargó, la alegría de haber recibido el esperado trámite y al mismo tiempo,
una extraña sensación de minusvalía, de ser menospreciada por ser “mayor” para
el sistema, como si tener cincuenta y ocho años la incapacitara para seguir enseñando.
Transcurrieron las
semanas y el ocio la desesperaba cada vez más, no sabía qué hacer con tanto
tiempo libre. Una noche de insomnio, hipnotizada frente al televisor vio un
documental sobre la cultura Maya, donde mostraban cómo los actuales descendientes
de esa etnia luchaban contra las consecuencias de la modernidad para preservar
su cultura y tradiciones, observó además la desestimación del gobierno local
ante sus serios problemas de pobreza, nutrición y educación. Fue como una
revelación, en ese instante Jimena Pérez eligió enrumbarse a América con la
sólida intención de contribuir y mejorar aunque en mínima cuantía, la situación
de los indígenas, haciendo lo mejor que ella sabía hacer, enseñar a los niños.
Nicte disfrutaba
aprendiendo, siempre estaba ávida de recibir nuevos conocimientos, su mente era
una esponja que absorbía todo cuanto leía, escuchaba u observaba, gozaba de
gran memoria y capacidad deductiva. Sus padres, indígenas, se ganaban la vida
como artesanos. La madre, Lupita, bordaba huipiles, manteles y cojines, con
hermosas y coloridas figuras que representaban deidades, alebrijes y demás
elementos mágicos de la cultura Maya, mientras que Iktan, el padre, los vendía
en el mercado de la ciudad capital. Nicte siempre era alentada por su madre:
–Estudia mucho mijita, no quiero que tengas la
espalda doblada y las manos callosas como yo –a lo que la hija le contestaba
–sí mamita, eso hago siempre…cuando sea grande quiero ser, ¡doctora de animales!
Disfrutaba mucho yendo
a la escuela, sin embargo, curiosamente, a finales de quinto de primaria,
llegaba de la escuela con actitud callada, se encerraba en su pequeña
habitación largo tiempo y salía con los ojos llorosos. Comenzó a padecer del
estómago, se quejaba eventualmente de dolor en la región alta de su abdomen, y
no era raro que Lupita se despertara en las noches escuchando a Nicte hablando
dormida. Algo estaba sucediendo, la madre lo intuía, pero no sabía qué.
Una vez culminados
sus trámites consulares para trabajar en otro país, emprendió su viaje
trasatlántico, ese que sin saberlo, le cambiaría la vida para siempre. Mientras
volaba contemplando el colchón de nubes, pensaba para sí:
–¡Qué gran emoción!,
tengo la sensación de que voy a vivir experiencias inolvidables, sólo espero
que el vacío y ésta silente tristeza que he llevado siempre en mi corazón por
no haber tenido nunca marido ni críos, se
disipen con tanta tierra de por medio, necesito estar ocupada, tener una vida
con propósito, darle sentido, vivir otras experiencias y conocer otras personas…creo
que será interesante, al fin tendré ese cambio que tanto he necesitado,
presiento que mis años de monotonía acabarán.
Era víspera del
verano y la señorita Jimena tenía el tiempo justo para conseguir un lugar donde
vivir antes de iniciar el nuevo ciclo escolar. El cargo que había conseguido
era para maestra titular de sexto de primaria en la escuela rural de Balam, un
caserío inmerso en la espesura de la selva tropical, al cual se llegaba en
vehículo rústico, a una hora de la ciudad capital del estado. Al llegar al
pueblo, notó que sólo tenía cuatro calles asfaltadas, las que rodeaban la plaza
central, donde estaba un enorme y frondoso ahuehuete, que daba una fresca
sombra a los ocho pequeños bancos del lugar, donde solían sentarse sus
habitantes a contemplar y conversar. Las demás calles, si se les puede llamar
así, eran de tierra endurecida, aplanada por el paso de los constantes jeeps.
Le llamó la atención los abrevaderos del lugar, desconocía que en plena
modernidad de los tiempos actuales, los caballos y los burros continuaban
siendo una opción de transporte en ciertos recónditos lugares. El olor a
estiércol, tierra mojada y vegetación, se mezclaban predominando en el
ambiente, asechado por moscas por doquier. Las pequeñas viviendas construidas
en la periferia de la comunidad, estaban custodiadas por la elevada vegetación,
árboles muy altos, diferentes y amontonados anárquicamente, de tallo grueso o
angosto, palmeras, arbustos, todos entrecruzaban sus ramas y hojas, lo que
impedía el paso si deambular por allí era la intención. Era un escenario
intimidante y a la vez hermoso, de inmediato la extranjera entendió que debía
disfrutar ese paisaje con prudencia, desde lejos.
Una austera y
minúscula vivienda rural de una recámara rentó la española, que acondicionó
para sus básicas comodidades, donde los únicos lujos eran un ventilador de
techo y una hamaca, en la cual disfrutaba postrarse pies arriba, pues así
lograba aliviar el dolor y la inflamación de sus várices, tantos años
trabajando de pie habían hecho estragos en su circulación. Ya instalada, se
dedicó a recorrer el pueblo, necesitaba familiarizarse con la nueva geografía,
le parecía fascinante ver las pequeñas casas pintadas de colores alegres, con
sus habitantes sentados en el porche simplemente contemplando la tarde,
conversando, sin las prisas y afanes de una ciudad europea, disfrutaba la afabilidad
y buena disposición de la gente, su humildad y generosidad. Una de sus
anécdotas favoritas fue sin duda conocer el mercado, todo un choque sensorial,
los olores a chile, tortilla y aceite quemado de las fritangas típicas, todos
combinados al mismo tiempo, ver el
colorido de las frutas tropicales, frescas y expuestas sin anuncios seductores
como “¡oferta!, Mango Americano a 5 Euros el kilo”, eran en conjunto, una
experiencia asombrosa y placentera. Lo único que verdaderamente le costaba
asimilar era el clima. Atrás quedaron las bufandas, las faldas de lana y los
sacos de “tweed”, el calor húmedo podía llegar a ser agobiante, de tal suerte
que acostumbrarse a la ropa de algodón, ligera y de escasa tela, le costó un
poco, el clima la obligaba a un código de vestimenta nuevo para ella, como
dejar al descubierto parte de sus siempre ocultos y abundantes pechos. De estar
habituada a bañarse solo tres veces por semana durante el invierno europeo,
ahora tendría que ducharse dos veces al día de rigor porque el trópico de ese
lugar así la obligaba, −¡Madre mía, nunca había sudado tanto en mi vida!
–fueron sus quejas los primeros días. Se preparó con dedicación a estudiar los
libros de texto de primaria del nuevo país, aprendió en menos de dos meses a
comer los crujientes chapulines y gusanos de maguey, así como los grasosos y
muy picantes tacos de jabalí, tamales de iguana, caldo de chipilín y demás
expresiones gastronómicas propias de la zona. El saber cómo viven, qué comen,
cuales son sus tradiciones, valores morales y sociales, la ayudaría a entender
más la nueva sociedad en la que se estaba sumergiendo. A finales de agosto, la
señorita Jimena ya se sentía lista para comenzar a trabajar en la escuela pública
de Balam.
Durante las
vacaciones escolares Nicte dejó de hablar entre sueños, se mostraba de nuevo
alegre, con la mirada limpia y actitud entusiasta, ayudaba a su madre a cortar,
confeccionar y a bordar una que otra figura sencilla, mientras conversaba con
ella. Su madre sintió alivio al ver de buen ánimo nuevamente a su única hija, −las
vacaciones le sentaron bien a mi niña –pensaba Lupita.
Y llegó el día,
Nicte iniciaría sexto grado, aunque le emocionaba la idea de volver a la
escuela por su gusto natural de aprender, sentía un debate interno que revelaba
el oculto y paradójico rechazo a la misma. La señorita Jimena se presentó en el
salón para conocer a sus nuevos alumnos, sus palabras de bienvenida al grupo
estaban llenas de emoción y alegría, pero poco le duró el buen humor y el entusiasmo
a la nueva maestra, quien, debido a su acento español plagado de letras zetas,
el argot castizo, el ahorro de fonemas y la velocidad de articulación de
palabra le valieron para que un grupo de niños del salón se rieran de ella toda
la mañana, al tiempo que alegaban no entenderle nada. Concientizar que el
castellano que hablaba era diferente al de los niños, era una idea que la
desconcentraba, nunca había tenido la necesidad de traducir en simultáneo su
vocabulario, así pues, no le quedó otra opción sino esforzarse por hablar más
lento, completo y pensar antes de expresar sus ideas. No solamente se burlaron
de su manera particular de hablar, sino que el pequeño grupo de irritantes pubertos
se burlaban de los gruesos tobillos de la española, las medias panty para
comprimir sus várices, de la complexión robusta, a la vez pequeña, y de sus coloridas pañoletas que acostumbraba
a usar en el cabello. No era difícil que pasara inadvertida la maestra
extranjera.
Una semana tardó la
señorita Jimena en advertir las capacidades de Nicte, siempre cumplía con sus
tareas y al pasar al pizarrón su participación era garantía ilustrativa del
deber ser. A pesar de las diferencias culturales y las dificultades de
comunicación, treinta años de experiencia docente comenzaban a dar sus frutos
allí, en ese nuevo escenario. Los maravillosos dibujos y esquemas que plasmaba
la maestra, la manera práctica de hacer mas fácil el entendimiento y
comprensión de temas complicados, hacían que los niños iniciaran un nuevo
sistema de aprendizaje. Nicte estaba feliz, sentía una especial admiración y
respeto por la nueva maestra, pues era muy sabia, decía la niña. La señorita
Jimena disfrutaba corrigiendo los exámenes y demás actividades de quien ya era
su alumna favorita. Al transcurrir los
días, la maestra Jimena comenzó a quejarse de que el tiempo no le rendía
durante la clase, pues tenía que repartirse entre enseñar y arbitrar los
constantes conflictos y riñas que sucedían de manera rutinaria, generados por
el ya conocido e incómodo grupo de alumnos, los mismos de siempre. Tres niños
eran los que constantemente lanzaban bolitas de papel impregnadas de saliva a
Nicte cada vez que ella alzaba la mano para contestar alguna pregunta durante
la clase, lo que siempre ocasionaba la molestia de la maestra y su consecuente
regaño a los victimarios. Durante las siguientes semanas, ya ningún alumno se
atrevía a participar por miedo a las agresiones de los molestos alumnos. La
maestra habló con el grupo de niños amenazándoles con un severo castigo de no
deponer su actitud hostil hacia las niñas y en especial, contra Nicte. Al parecer,
no fue suficiente. Un día, a media mañana y en medio de una clase de ciencias,
uno de los niños, el líder, colocó sobre el hombro de Nicte una iguana de unos
veinte centímetros causando la inmediata reacción de sorpresa y susto de la
niña, a pesar de los gritos y sacudones de mano que le propinó al animal para
ahuyentarlo, éste se trepó hacia su cuello y apretó sus pequeñas mandíbulas en
el pabellón auricular izquierdo de la niña, logrando arrancarle un pequeño
trozo de piel y cartílago. El escenario era perturbador, Nicte lloraba y
gritaba de dolor agarrándose su oreja ensangrentada, la iguana escapaba con
terror y se escurría rápidamente en el piso del salón, la maestra Jimena
gritaba mientras se debatía entre auxiliar a la niña lastimada o salir huyendo
pues siempre la espantaron los animales silvestres, los niños se reían de su
macabra travesura, mientras el pupitre, el suelo y el cuaderno de ciencias de
la víctima estaban llenos de sangre. Pasado el susto, el desastre y la
confusión, la niña fue llevada al ambulatorio médico del pueblo, siendo atendida
por varios días, quedándole una irremediable muesca en su oreja. La maestra
Jimena estaba furiosa, frustrada e impotente, no sabía qué hacer con Cuautémoc,
el niño agresor. Citó a sus padres a una junta escolar, donde se llevó la
sorpresa de escuchar cómo su progenitor se reía orgulloso de las ocurrencias de
su hijo y festejaba lo ocurrido, celebrando la creatividad de su criatura. Llevó
su voz de denuncia a oídos de la directora del plantel sin obtener ningún
resultado, tan sólo una suspensión de una semana como supuesto castigo después de
semejante acto. Esta experiencia hizo pensar a la maestra Jimena, la obligó a
detenerse, analizar, recalibrar sus conceptos y parámetros de respeto, buenas
costumbres, éxito, virtud, lo bueno, lo malo, y adaptarlos a ese nuevo grupo
social donde todo al parecer, tenía otra lectura de valores, y los problemas se
arreglaba con golpes, palos y piedras.
Nicte fue sentada al extremo opuesto del agresor, y aun así siempre
continuaban sucediendo situaciones adversas que mantenían un ambiente de
tensión durante las clases, la maestra Jimena estaba siempre alerta, siempre
estresada. Un día, durante el recreo, Nicte fue al baño, sin darse cuenta que
la estaban siguiendo Cuautémoc y sus dos compinches, entró al retrete y justo
allí las tres cabezas de los niños se asomaron por debajo de la puerta logrando
observar con morbo y maldad la semi desnudez de la niña, quien gritó y lloró
por su pudor pisoteado, indignada, ofendida. Una vez los voyeuristas estuvieron
fuera del baño, la señorita Jimena tuvo que ir a sacar a la niña quién había
decidido negarse a salir de la vergüenza que sentía.
−¡Esto no es
posible, estoy harta de éste crío malcriado y perverso, no me interesa lo que
me diga la directora, solucionaré ésta situación de una puñetera vez! –dijo la
maestra enfurecida, quien sintió además una enorme resonancia al ver sufrir a
Nicte por un ultraje a su intimidad, tal y como a ella misma le había sucedido reiteradamente
cuando era niña por uno de sus tíos.
Una tarde se
presentó en la casa de Cuautémoc, era imperativo hablar con sus padres con
firmeza, y solucionar ésta terrible situación de una vez por todas. Apenas quedaba un leve resplandor del puesto
sol. Jimena tocó la puerta, una, dos, tres veces, nadie abrió, sólo alcanzó a
escuchar música autóctona a alto volumen, caminó por el sendero lateral de la
pequeña vivienda para llegar al patio trasero abierto y permeable, una vez allí,
sin ser descubierta, pudo ver a través de una ventana cómo el padre golpeaba al
niño con un fuete en sus piernas y glúteos,
mientras éste, amarrado a una silla de madera y bejuco, sin pantalones
ni calzoncillos, lloraba clamando clemencia:
−¡Ya pá, ya no me
pegue más, me duele… aayyy, aaayy… no lo vuelvo a hacer, se lo prometo! –sollozaba
el niño sometido, a quien se le podían ver marcas recientes y antiguas de
lesiones en su piel.
La maestra Jimena,
horrorizada no sólo atestiguaba cómo el hombre torturaba salvajemente a su
propio hijo, sino además, la madre, silente y pasiva, se limitaba a observar la dantesca escena. De pronto, del
alto follaje saltó un enorme sapo croando posándose sobre uno de los pies de la
maestra, ésta dio un brinco hacia atrás soltando un contenido pero audible
grito. De inmediato se apagó la música, el hombre miró con enojo y curiosidad
hacia la ventana descubriendo entre la penumbra el rostro de la maestra. Ella
trató de salir de ahí, pero su volumen, peso y dolor varicoso no le permitieron
caminar a paso acelerado, siendo interceptada en la calle por el padre del niño
quien salió rápidamente de la casa. Éste, la tomó por el brazo muy fuerte
diciéndole en tono amenazante y con aliento a pulque:
−Chiiito maestra,
chiito, usté no dice na´ porque usté no vio na´… no se meta en lo que no le importa
vieja metiche, yo le pego a mi hijo hasta que se me hinchen los huevos, cuidaíto
pues, ya sabe cómo le va a la gente que no me obedece –Jimena, paralizada de
miedo y sin decir palabra, lo observaba a los ojos aguantando la náusea que le
producía su repulsivo olor, forcejeó liberando su brazo y salió huyendo
despavorida.
Al día siguiente, la
maestra estaba perturbada aun por lo que había descubierto, sin embargo, ahora
todo tenía sentido, el círculo del odio estaba presente, ahora ya no sabía cómo
tratar a Cuautémoc, quien vivía en la ambigüedad de ser victimario de Nicte y
víctima de su propio progenitor. La maestra no sabía si aconsejar o reprochar
al niño por sus acciones, al fin y al cabo, su conducta era producto de su
violencia doméstica, ahora lo entendía. Nicte, había decidido no acudir a la
escuela durante esa semana, sentía miedo, tristeza, pena, paranoia. La maestra
Jimena decidió entonces visitar la casa de Nicte para persuadirla de
reintegrarse a la escuela, y para ello, el argumento que hizo decantar la
decisión de los papás de la niña, quienes no deseaban que acudiera
nuevamente a la escuela, fue el voluntario
ofrecimiento de la maestra de acompañar a Nicte a su casa después de la salida,
sólo así accedió a regresar. Su madre estaba asustada, preocupada, su padre,
furioso, con ganas de arreglar el asunto como lo había aprendido de su
ascendencia maya: al ojo por ojo, diente por diente. Transcurrieron tres meses
y el ambiente dentro del aula de clases era de una tensa calma, la maestra
Jimena observaba con escrupulosa atención la conducta de Cuautémoc, al tiempo
que protegía de más a Nicte, quien ya había mostrado signos de deterioro
académico, su apatía y timidez eran notorias, sus calificaciones cada vez más
bajas. En varias oportunidades la maestra intentó conversar con el niño para
tratar de ayudarlo, pues ya sabía del infierno y el terror que padecía al
llegar a su casa. Cuautémoc se mostraba
agresivo, prepotente, cerrado y resistente a recibir cualquier ayuda posible. En uno de esos fallidos intentos, el padre de
Cuautémoc a la hora de la salida, observó desde la calle cómo la maestra Jimena
trataba de conversar con el niño, lo que causó su desaprobación y molestia. La
semana siguiente, Cuautémoc y su padre esperaron e interceptaron a la maestra
Jimena quien acompañaba a Nicte en el trayecto a su casa, y súbitamente, el hombre
amagó a la mujer, la tiró sobre un matorral, se abrió la bragueta rápidamente mientras
ésta observaba descubriendo con terror sus intenciones, gritaba presa del
pánico dándole instrucciones a la niña para que escapara y pidiera ayuda, pero
fue infructuoso, Cuautémoc, obedeciendo e imitando a su padre, hizo lo mismo
con Nicte.
−¡Bájate el pantalón
cabrón, ya es hora de que te conviertas en hombrecito! –le ordenaba en tono
agresivo e imperativo a su hijo. Éste, dudó, estaba aterrado, sometido, y en el
minúsculo instante de conflicto interior, Nicte ventajosamente desde el suelo,
lanzó una patada certera en su entrepierna dejándolo arrodillado de dolor. La
niña logró escapar y corrió hacia su casa, mientras la maestra Jimena luchaba
con el cuerpo sudoroso y maloliente sobre ella, el hombre soltó los brazos de
la mujer hasta ahora inmovilizados contra el suelo, para poder levantar su
falda, encontrándose con el inesperado obstáculo de las ajustadas medias panty,
y así, con sus brazos sueltos, la maestra Jimena acertó propinándole varias
cachetadas violentas a mano abierta aprovechando la lucha entre el hombre y su prenda
de vestir, con una fuerza desconocida
por ella misma, logró zafarse justo en el momento en que llegó Iktan, el padre
de Nicte quien, machete en mano, le dio
un par de golpes en la espalda y uno en la cabeza del agresor, dejándolo
tirado, ensangrentado pero consciente. Al cabo de unos minutos, llegaron
efectivos de la policía local, quienes se limitaron a prestar auxilio a la
maestra, pues según ellos, era tan sólo una riña entre indígenas sin mayor
trascendencia, algo habitual, decían. La maestra, al intentar denunciar lo
ocurrido, fue aconsejada por el mismo personal policial quienes le advirtieron
que eso, no sólo no ayudaría a solucionar sino empeoraría la situación, los
indígenas tenían fama de violentos y revanchistas. Ahora era Jimena quien no
quería salir de casa, ensimismada, lloraba y se lamentaba en silencio el haber
viajado hasta ese lugar que solo le había traído desgracias. Después de una
semana, la maestra Jimena y Nicte se reincorporaron al colegio, para tratar,
con mucho esfuerzo, de llevar una vida normal, pero no fue posible. Cuautémoc
ya no asistió más, y la atmósfera en el salón era de pesadumbre y curiosidad
por lo sucedido, los niños y demás maestros, murmuraban. Jimena estaba
afectivamente aplanada, hasta la compasión a los demás la había abandonado, sus
clases ya no tenían el entusiasmo de antes.
Al llegar la
primavera, comenzaron las torrenciales lluvias. Acudir a la escuela era toda
una desafiante aventura, calles enlodadas y los riachuelos secos eran
caudalosos canales de agua que obstaculizaban la llegada a cualquier lugar. Una
noche de tormenta, pasadas las once, mientras remendaba una vieja blusa, la
maestra Jimena escuchó que tocaban a su puerta, se levantó de la cama
atendiendo al llamado, y al abrirla, descubrió al padre de Cuautémoc allí,
frente a ella, mojado por la lluvia, borracho, con la ropa rota, sucia y
salpicada de sangre:
−¡Con su permicito
gachupina! –dijo con su atropellada y torpe palabra. Abriéndose paso, empujó a
la mujer contra la pared haciendo golpear su cabeza contra la misma,
ocasionándole una transitoria obnubilación,
la cual aprovechó el hombre para tomarla por su cuello y apretarlo cada
vez mas fuerte, Jimena no podía respirar ni gritar, su desesperación y sus
fuerzas estaban llegando a su fin, con el último aliento, recordó que aun tenía
las tijeras en la mano derecha, y con la más absoluta certeza, decidió
enterrarlas en el abdomen de su victimario acertando en el flanco izquierdo
hasta que su puño topó con la piel morena del sujeto.
−¿Pero que hiciste
vieja maldita, me apuñalaste? −gritaba el hombre, al tiempo que soltaba la
garganta de Jimena dando dos pasos hacia atrás, y ésta, inhaló una gran
bocanada de aire para recuperar su estado de alerta y energía.
−¡Espero que te
vayas al infierno maldito, que acabe tu miserable vida, para que nos dejes en
paz de una vez por todas! –alcanzó a decirle Jimena con la voz ahogada. Había
atinado en el bazo y el sangramiento incoercible brotaba a través de su herida
punzo cortante en medio de los dedos de su mano, el agresor a penas alcanzó a
dar dos pasos más para tratar de huir, cuando un mareo lo hizo desplomarse, y
ahí, postrado en el suelo le imploraba ayuda a la maestra, quien, poseída aun
por el espíritu de la justicia propia, le decía:
−¡Así te quería ver
desgraciado!… ¿cuantas veces lastimaste a tu propio crío?…¿a cuántas mujeres has
violado?… ¡no mereces vivir maldito gilipolla!
Observando
pasivamente como se le iba escapando la vida a ese ser humano, se quedó insomne,
paralizada, echada a un lado del cuerpo hasta que amaneció. Mientras llegaba la
policía, la española cayó en estado de auto contemplación, se observaba a sí
misma y no creía lo que acababa de
hacer, había arrancado la vida a otro ser humano, y aun así, no sentía culpa,
eso la horrorizaba, la desconcertaba, no sé reconocía, nunca imaginó siquiera
que el destino la colocase en un escenario donde la única opción fuese sacar su
lado mas obscuro, una fuerza interior hasta ahora desconocida por ella, una
extraña sensación de paz la invadió, se sentía poderosa, omnipotente, dueña de
su propia vida y más responsable que nunca de sus decisiones… la metamorfosis
moral se había consumado. Ahora sí, el cuerpo policial tomó su declaración en
la escena del crimen, mientras le contaban que el ahora occiso, había asesinado
a los padres de Nicte una hora antes de acudir a esa, la casa de la maestra. La
señorita Jimena fue llevada al Ministerio Público donde el fiscal asignado
sentenció que había sido en legítima defensa propia quedando por lo tanto libre
de todo cargo. Al salir de los tormentosos procedimientos legales, quiso saber
qué había sido de la pequeña Nicte, encontrándose con la noticia, que la
huérfana estaba en resguardo del gobierno en una casa hogar para ser adoptada.
Jimena, hizo un enorme esfuerzo por dejar a un lado el espantoso recuerdo de la
perturbadora escena, y sin pensarlo, decidió ir en busca de la niña para darle el
hogar que necesitaba, no había dudas, esa niña y ella estaban destinadas a
estar juntas, así lo sentía dentro de su corazón. Cuando fue a visitarla,
alumna y maestra se fundieron en un abrazo largo, apretado, silente y muy
sentido, ambas lloraron, tal vez por la tragedia compartida, la tristeza
infinita, por saberse abusadas y
solitarias en éste mundo. Muchos eran los vínculos que ahora las unían. Un mes
duró el proceso en el cual se le entregó en adopción legal la niña Nicte a la
visitante española.
Con muchos tropiezos
y adversidades, culminó ese año escolar, la maestra Jimena hizo enormes
esfuerzos para cumplir con su labor, esa que tanto quería y disfrutaba,
mientras que Nicte, logró acabar el curso de sexto de primaria como una
estudiante regular sin ninguna calificación destacable.
La niña se fue a
vivir con su madre adoptiva a quien veía con admiración, cariño y respeto
sincero desde el día que se conocieron.
Pensando en el
bienestar de ambas, y con el fin abrupto de su misión en tierra americana,
Jimena decidió marcharse a su país para reiniciar una vida llena de nuevas
oportunidades, colores, contrastes, sabores y costumbres para su niña. Sabía
que había mucho que sanar, pero la disposición y el amor que le profesaba eran
garantía de que así sería. Era ahora la pequeña indígena quien conquistaría la
madre tierra.
Jimena, la osada e
ingenua maestra de primaria, tuvo que cruzar medio planeta para vivir el terror
del acoso y el peligro a la muerte cercana, descubriendo a través de ello su
valentía, enorme temple y coraje… tuvo que matar para renacer y redescubrir en
sí misma la apagada luz de la maternidad, esa que la vida le había negado y que
ahora, brillaba desde el fondo de su corazón hacia una niña, a quien la vida
unió con lazos de sangre… derramada.
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