Caty Sánchez
Mendigo
Castigo supo lo que es la angustia en el pecho por el seco golpe en el frío piso
cerámico cuando Fender se desplomó por los fuertes mareos que sentía desde ayer.
–¡Algo
ha comido ese pulgoso! –gritó mamá desde la lavandería mientras limpiaba y desinfectaba el rastro de heces
líquidas zigzagueantes que Fender había
dejado.
Con
un esfuerzo más allá de sus instintos de preservación, se había levantado para
salir de su casita de madera y una pata la vez, caminó debajo de la ropa recién
tendida en esos delgadísimos y chuecos
alambres amarrados de pared a pared cuyas sombras a veces le invitan a jugar. Dejó atrás el
olor a detergente que siempre le hace estornudar y esta vez no se entretuvo con
el tacho de la basura que está al costado de la puerta que conecta la
lavandería con la cocina. Avanzó tropezándose con las patas de las sillas del comedor de diario y
se detuvo frente a la sala que insistía
en dar giros. La suavidad de la gran alfombra que estaba debajo de los muebles en
la que tantas veces había marcado su territorio cuando nadie estaba en casa, le
rogaba que se entregue a ella, que con
tanta confidencialidad había callado cada travesura biológica embarrada entre
sus tejidos. En medio de esa breve
seducción, no pudo evitar que el hiriente brillo del sol cruce la cortina que
estaba deshilachada aquí y allá por cada vez que se había subido al mueble para
asomarse por la ventana y ladrarle con todas sus fuerzas a esos que de lejos
huelen mal. Recital que siempre era interrumpido por los escobazos y
maldiciones histéricas de la mejor calidad femenina que le deseaban el peor de
los finales por resaltar con sus ladridos la vergüenza de tener un perro loco
en la cuadra. A punto de ceder a la
comodidad de la alfombra, el humor de su
amo surcaba a raudales y en silencio el pequeño pasadizo que aproxima sala y dormitorios, haciendo que su
nariz gire a la izquierda donde estaba
el dueño de su fidelidad, durmiendo profundo como siempre cuando se pierde en una de esas amanecidas que
solicitan una vigilia canina, en la que
hay que estar recostado al lado de la
puerta azul que da a la calle hasta que faltando algunas cuadras para que
llegue, lo percibe. Le menea la cola
alegremente desvelada y lo sigue hasta
su cuarto, prepara sus oídos para soportar la torpeza con la que acomoda las guitarras y aunque el ritual varia
de cuando en vez, el sonido del colchón entre aliviado y presionado al recibir
como sorpresa a un cuerpo trasnochador, es la señal para volver por el pasadizo
a la cocina, y de ahí a la lavandería donde es necesario hacer una pausa para
tomar valor y apresurar el paso para
sortear el frío de la ropa colgada que
pálidamente ilumina el senderito hasta la casita de madera.
Con las arcadas obstruyendo su olfato se
dirigió a la entreabierta puerta que dejaba escapar el olor de quien le ama, pero no la cruzó
porque sus fuerzas anunciaron el hasta aquí no más.
–¡Ya era hora de que ese perro pague por andar
ensuciándome la casa!
Al
no recibir respuesta a las amenazas
contra la vida del perro
cuando trata de sacudir en algo
la escurridiza responsabilidad de su hijo, mamá se preocupó. Ellos no perdían
la oportunidad para aderezarse la mañana discutiendo por espontaneas tonterías en cualquier lugar de la casa. Mamá prefería el cuarto de Mendigo porque
allí estaban todas las evidencias que necesitaba para inculparlo: la cama sin
tender desde hace varios meses, las ventanas llenas de calcomanías y polvo, el
rock que suena y suena enmudeciendo los llantos y reproches de la novela de la
tarde, las guitarras recostadas sobre la pared al lado de la puerta del closet
vacío porque el suelo del cuarto está tapizado con ropa limpia y sucia que este músico astuto
deja caer cuando el cansancio de vivir sus
fábulas en la vida real lo derriba.
Este
cuadro revuelve el corazón de mamá como una caldera hirviendo con ingredientes
amargos y sabrosos de su pasado, inflamándola para dar inicio a la tradición de recordarle a su hijo el porqué
de su nombre: Mendigo, porque eso era tu
padre, un mendigo de la calle y me engañó cuando le extendí la mano; Castigo para que yo nunca me olvide
de que los errores se pagan eternamente ¡Así que para errores una vez y para
pagar, una eternidad!
Mientras
aún vociferaba, sus siniestras y delicadas pisadas se acercaron hasta detenerse
detrás del lomo del jadeante perro.
–Oye,
este animal se va a morir ¿Qué vas a hacer?
–¡No
sé mamá! ¡Él es mi amigo! ¡Yo lo amo! –achina
los ojos y las lágrimas aparecen
mientras se inclina para frotar su barriga.
–¿Amas?
Tú amas todo lo que se te cruza en el camino. Amas como un loco furioso y
después se te olvida dejando todo tirado como segurito que ya quieres hacer con
el perro ahorita ¿Ya estás pensando cómo hacerte el loco no? Para que yo me
enchufe este asunto y tú, como tu padre, el desastre ese, haciéndote el indefenso
hasta que yo lo solucione. A ver pues, ¿Por qué no le dices a la mugrosita de
tu novia que te ayude con este perro moribundo?
En
el pequeño jardín escondido que todos tenemos en el alma, donde se mantienen
vivas las mentiras con las que nos engañaron
los que nos rompen vez tras vez el corazón,
mamá está orgullosa de que Mendigo sea aún más hermoso que su padre: no
tan alto como para parecer un fenómeno de circo, con los brazos bien formados,
esos que son dados por la naturaleza, sin esfuerzo, el cabello castaño oscuro y
suave con armoniosas ondas grandes, cejas pobladas y varoniles ¡Y la barba!
Cuando la navaja no ha pasado por sus mejillas rudas, una sombra tosca y
elegante las envuelve de un no sé qué interesante que la hechiza y ablanda. Y
ahí es cuando comete el error de hacerse cargo de cada tarea de la vida que
debiera enfrentar el muchacho ¡Pero la preciosa cara de mi hijo
cambia a la de un idiota cuando esta chiquita, esta culebrita de terrales se
aparece! Mi Mendigo hace honor a su nombre y empieza a estirar la mano para que
le corresponda. Es que todavía estoy pagando ese error ¿Hasta cuándo Dios?
–No
es mi novia todavía. Tampoco es mugrosa mamá, ya te he dicho– le contesta como
suplicando– está aprendiendo a estar entre nosotros, a vivir diferente.
–Esa
es como tu padre. Una lobita. A esas yo las huelo de lejos. Lo bueno es que a
ti no te puede quitar nada porque no tú tienes nada, todo es mío ¡Encárgate de
ese perro ahorita!
Mendigo
se vistió con los jeans y la camiseta negra que olían al cigarro del concierto
de la amanecida. El que mamá mencionara
a Patricia le recordó que con ella se siente como el enfermo del suelo,
agonizando, pero de amor frente a esos ojos pardos indiferentes ¡Así! Así me ve morir de amor por ella, como
tú Fender, pero no reacciona. Me dice que la deje en paz ¡Pero yo la amo
Fender! ¡La amo con todo mi corazón! Ella me está matando, así como tú te estás
muriendo así estoy yo, todo el tiempo desde ese hermoso día que casi la mato con la bicicleta.
Se vestía combinando el apuro de salvar a su
adolorido amigo con el letargo de un
amor no correspondido. ¿Ella te invitó algo ayer, no? Te dio unas galletitas
creo ¿Te habrá envenenado? No sé si preguntarle ¿Y qué tal si me equivoco y
después ya no quiere verme más? ¡Es que te odia porque siempre le ladras! Eres
un espeso también tú ¿Por qué le ladras tanto?
Al
llegar a la veterinaria, el débil can temblaba
del dolor en los tatuados brazos de su amo. No podía hacer su acto de rebelión
que acompaña la desparasitación a la que debe someterse cada tres meses,
requisito indispensable para seguir
viviendo en casa. La última vez rompió los vidrios de los estantes donde
estaban las jaulas de los hamsters porque entre ladridos, desobediencias y
fieros movimientos se enredó con las correas que están a la venta cuando con su
hocico jaló una para que cualquier alma bondadosa allí presente se ofrezca a
darle un paseo. Pero esta vez, al tratar
de pasar el examen de rigor, no pudo sostenerse de pie en la balanza, así que
no lo llevaron a la salita turquesa decorada
con dibujos de perritos y gatos felices de todas las razas y colores, sino a un cuarto
de mayólicas blancas y franjas grises
lleno de amontonadas jaulas en las que silenciosamente esperaban otros
desafortunados que la medicina los
auxilie. Al entrar gruñó como un suave
saludo y entendimiento del común temor.
–¿Qué
ha comido este amiguito? –preguntó el veterinario con una voz de compasión.
–Sus
galletas creo. No sé. Mi mamá ve eso de que coma.
–Trate
de averiguar qué comió. Haremos todo lo posible para que el perrito se ponga
bien, pero no aseguramos nada. Es necesario saber si es una indigestión o si
comió algo con veneno. Este amiguito es de raza mixta, ellos son más resistentes a este tipo de
percances.
–¡No
le diga eso por favor! Él cree que es labrador.
Conteniendo el llanto con dificultad, Mendigo
salió de la veterinaria y se apoyó sobre la pared al lado de la puerta. No sabía que era lo que más le ajustaba las
tripas; que Fender esté muriendo o la posibilidad de que su adorado tormento lo
haya envenenado.
¡Una
loca! ¡Eso es! Astuta como una serpiente y mala. Mala porque por momentos es
tan buena que todo alrededor de ella se vuelve un paraíso y mala, porque me doy
la vuelta y envenena a mi perro. Con el pretexto de tener un pasado que solo se
lo ha contado al siquiatra porque nadie
tiene la mente tan fuerte para entenderlo y que por eso su corazón no puede
recibir ni dar cariño, se da el lujo de hacer estas cosas ¡Entonces yo también
me la doy de loco con la niñez atrofiada y me pongo a degollar pollos en medio
de las tocadas y los vendo al día siguiente en el mercado! ¡No pues! Es una culebra enroscada en un traje de oveja
¿Por qué no pienso así cuando la tengo cerca? Me tiene loco ¡Para colmo miente! Nunca sé cuándo está diciendo la verdad.
–Hola.
–Hola
¿Qué pasa? –Patricia contesta el celular con esa dulce voz cortante que la
vuelve apetecible.
–Fender
está enfermo y el veterinario me dice que necesita saber qué comió ayer –con un
tono tembleque y profundo trata de no incomodarla– cuando estabas en mi casa ensayando ayer vi
que le diste algo ¿Qué era?
–Veneno.
¡Esas
eran las cosas que lo traían loco! Sus respuestas a secas servidas con
genialidad y un toque oscuro que pocos cerebros saben digerir. Quería tenerla cerca para abrazarla y besarla
por esa respuesta y a la vez dar un
grito desesperado por el envenenamiento del pobre perrito. Tratando de seguir su ritmo,
con la misma voz ecuánime y equilibrada que
ella usó, Mendigo pregunta:
–¿Y
qué marca era el veneno?
–Marca:
Veneno para perros.
–Por
favor –empezaba a quebrarse– necesito
saber el nombre del veneno para que el veterinario pueda hacer algo.
–¡Uy!
Lamento no poder ayudarte. Si el perrito hasta aquí llega, iré a verte. Avísame
si necesitas ayuda para buscar dónde enterrarlo.
Mendigo
soñaba despierto con abrazarla y reposar su cabeza en la de ella ¡Todo lo que
había hecho para tenerla cerca! Desde invitarla a ensayar en su casa y dejar
que ella y su banda utilicen sus sagradas guitarras hasta prestarle a su mamá el
jardín para una actividad pro fondos
para las clases de inglés de su hijo menor, donde hubo música de la peor y
participantes sacados de esa realidad que los dueños de casa siempre quieren
ignorar.
¿En
qué momento me volvió loco esta chica? ¿Qué quiere de mí? ¡Ya me está gustando
la idea de que se muera el perro para tener una excusa para que venga a verme y me abrace por
el pésame!
–Ok.
Yo te aviso cualquier novedad que tenga –contestó Mendigo con tristeza. No
por su moribundo compañero, sino por él
mismo y sus rasgos sicópatas.
Frustrado
y confundido, vuelve a la veterinaria:
–Pregunté.
No tengo respuesta, no sé qué habrá comido.
–Su
amiguito está mal –el veterinario dijo con lástima mirando a Fender, que
respiraba cada vez más lento sobre la fría y plateada mesa de cuidados
intensivos.
Llorando
con un estilo firme y tierno, se tapaba
la boca con el puño izquierdo y con la
mano derecha en el bolsillo del jean, apretaba con fuerza el celular, como
quien quiere llamar de nuevo a Patricia
para rogarle por última vez que le diga la marca del veneno o para decirle que
puede venir a la casa porque Fender murió. Pensó por un momento preguntarle a
mamá sobre lo que el perro había comido un día antes, pero una especie de
angustia eléctrica le quemaba el esternón
porque la respuesta de mamá aclararía todas las dudas y sería posible
que se salve la mascota agonizante, pero Patricia no vendría a verlo porque no
se celebraría ningún velorio. Asustado por la frialdad de sus deseos hacia
Fender y su ansias descomunales para poder llamar a Patricia y contarle del
deceso del perro, se imaginaba
recibiéndola en casa y disfrutando de su consuelo. Entonces con el corazón a
oscuras prefirió no preguntar a mamá sobre la comida de Fender. Lo había asesinado en su corazón por pasar unos minutos con
Patricia.
–Cuénteme
algo especial que recuerde de este amiguito –le pidió el veterinario acariciando
el pelaje áspero de tono caramelo de la fiel mascota
mientras trataba de buscar el mejor momento para hacer la sugerencia de la eutanasia canina.
–Somos
veganos – dijo Mendigo con una pequeña sonrisa de lado y con mucho orgullo tratando
de que su voz no interrumpa el torpe compás de la débil respiración del casi difunto–
Yo decidí ser vegano antes que él, pero hace unos días me comunicó su decisión
compartiendo conmigo una ensalada.
–Los
perros son carnívoros joven –el veterinario aclaró.
–Yo
sé que sí, pero Fender y los tomates se
llevaron muy bien. Y nos comimos las
uvas de mi mamá de postre –Mendigo sonrío por el recuerdo de esa tarde cuando mamá
quiso botarlos de la casa porque sus uvas habían desaparecido.
–¡Joven,
usted ha envenenado al perro! –exclamó el
veterinario– ¡Tomates y uvas: veneno para perros! –dijo un poco alborotado
buscando las medicinas e inyecciones que
salvarían a Fender.
De
repente un vacío invadió sus entrañas por el miedo a la reacción de Patricia
por haberla acusado de envenenar a Fender, ¡Sólo la loca Patricia podía
ocasionar esto! ¡Que una buena noticia sea una exquisita mixtura de alegría y
frustración! ¿Y ahora?
–¿Y?
¿Murió el perrito? –Patricia preguntó con tanta ternura que Mendigo sintió
miedo y atracción a la vez.
–¿Puedes
venir? –le pidió suavemente.
–Esta
vez no. Lo siento. Tengo unos loritos que
envenenar hoy –delicadas chispas de sarcasmo acompañaron su respuesta.
–Perdóname
por acusarte –avergonzado, suplicó tímidamente.
–Tranquilo.
Cuando estás desesperado y se necesita
una respuesta, cualquier hipótesis se asoma. No te preocupes, nos pasa a todos.
Hablamos luego. Un besito.
Se
despidió con tanta serenidad que Mendigo pudo dormir esa noche con la tranquilidad
de haber sido perdonado.
En
su escasa bondad, Patricia le regaló una
noche de paz porque ya había sido
difícil tener a su mascota al borde de la muerte ese día. Pero cinco meses de
una torturada ausencia le enseñarían a
Mendigo que Patricia se parece a mamá: para error una vez
y para hacer que lo pague, una eternidad.
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