Camilo Gil Ostria
Había huellas en
todo el pasillo al que daba la entrada. La confusión me poseía. Mi casa era
grande, su único habitante: mi persona. Y yo jamás había dejado tales
barbaridades.
Eran huellas
blancas, como si alguien –quizás un niño, por el tamaño de las huellas– hubiera bañado sus pies en talco o harina y luego hubiese caminado por mi casa
con ellos. Luego de seguirlos con interés de investigador, averigüé que en
realidad no llevaban a ninguna parte, que solo daban vueltas de un lado a otro,
sin sentido alguno.
Llamé a la
policía y el encargado vino para solo decirme:
–Eso es un
fantasma don Pablo, yo que usted me mudo de casa hoy mismo. –Yo lo miré sin
creerle ni una sola palabra, en esos tiempos tenía cincuenta y seis años, y en
toda mi vida jamás había creído en esas inmaduras historias.
–Mejor usted se
marcha y tenga claro que yo no lo haré… –hice una pausa y con mal humor
agregué–: Y menos por algo que no existe.
–Está bien don
Pablo, pero ya verá que yo tenía razón. A mis vecinos les pasó lo mismo…
Dejó un silencio
enfático en el aire y se marchó, lo miré con odio contenido, ¿¡quién era ese
para advertirme de cosas sobrenaturales!? Entonces insistí, el culpable de esas
huellas era un mocoso, y yo no iba a permitir que un pillo cualquiera entre a
mi casa a hacer de las suyas. Por lo cual contraté un guardia, lo dejé dentro
de la casa, justo al lado derecho de la puerta principal que daba, por un lado,
a un amplio jardín, en su tiempo lleno de flores y árboles, hoy seco y
marchito. Por el otro, al pasillo que terminaba en las amplias escaleras de
mármol blanco. Al frente suyo había una pequeña estatua de un buda y un gran
espejo, luego estaba la gran puerta de madera, rematada con detalles de vidrio
y posteriormente, al lado derecho estaba una silla, donde él pasaba todo el
día, sentado sin hacer nada más que asustar a cualquiera que quisiera entrar.
Aunque de vez en
cuando iba a “estirar las piernas” por el jardín, daba una vueltita y volvía.
Yo lo dejaba ahí
y él dormía, se sentaba, leía cómics y una que otra revista. Cuando un día
volví, el guardia, cuyo nombre era Eduardo, estaba dormido. Y todo el pasillo
estaba lleno de huellas blancas. Ese era un pasillo bastante amplio y ancho, a
los bordes había sillas muy antiguas que eran puramente decorativas, si uno se
sentaba ahí, la silla se rompía. Mi punto es que es demasiado ancho como para
que alguien lo llene de huellas y mi guardia, sentado en ese mismo pasillo no
lo note.
–¡EDU! –grité
enojado– ¿¡Qué es esto!?
Él despertó
desconcertado, y gritó como por reflejo:
–¡Asesino!
–No, Edu
–respondí, obviamente, intentando calmarlo–, no es un asesino, tú dime qué es…
–¡Ay! Señor, lo
siento, perdón, lo siento…
–¡Ya! –lo
interrumpí– estás perdonado, pero dime: ¿Por qué hay huellas en todo mi
pasillo, si te encargué que nadie pase por él sin mi permiso?
–No señor, cómo
cree. Si aquí no hay ninguna hue… –se interrumpió y miró el suelo– ¡Carajo! Eso
de los fantasmas en esta casa había sido verdad, porque señor, ¡le juro!, eso
no estaba ahí hace pocos segundos.
–¡Ya, y yo soy
Satán!
–¡Ay no!
Blasfemo, ay no…
–Ya cálmate –le
dije y por suerte era bueno obedeciendo–
estaba bromeando, yo no soy Satán.
–Pero señor,
debería mudar…
–¡No! –grite,
interrumpiéndolo otra vez. Mi orgullo era muy grande– no nos vamos a mudar, tú
no vas a poder dormir en horas de trabajo y ahora, si aparece alguien que
quiera dejar huellitas en mi casa tú lo moleras a golpes. Le enseñaras a no
meterse en propiedad ajena.
Eduardo asintió
con la cabeza.
–Y como castigo
por dormirte tú limpiarás mi piso.
Eduardo volvió a
asentir con la cabeza, y se marchó por
una escoba.
Yo miré el piso,
me sentí triste pues esa casa había sido de mi familia por generaciones, tenía
cuatro cuartos y alguna vez todos estuvieron llenos, hoy solo están ocupados
por una simple cama, sus paredes de color amarillento, que hace décadas solían
ser blancas, me dan un gran asco que me provoca salir corriendo, por eso es que
rara vez las visito y si lo hago es para depositar algún objeto que ya no me
sirva, una lavadora rota, tal vez una mesa o una silla que se quedó con
únicamente tres patas. Pero además, hay que resaltar una grandiosa sala de
estar, donde en los inviernos se encendía un fuego majestuoso y alguno, –quizá
mi tío–, de mis parientes tocaba el piano, era uno de cola, totalmente negro y
de una hermosura inigualable, cuyo sonido era tan perfecto que, en sus tiempos,
llenaba la casa de bellas melodías.
La casa en su
totalidad, apestaba a flores, mi abuela se encargaba de eso, plantándolas, o
poniendo floreros delante de cada espejo y ventana, ahora esos detalles están
únicamente en mi memoria… Ahora la casa es más vacía, más sucia y bueno, a mí
no me importa y de hecho, me gusta vivir así, tal vez me lo merezco.
Ahora era una
casa habitada solo por mí, y bueno, ahora Edu. Mi familia había ido separándose
poco a poco, mis padres y tíos habían fallecido, algunos en trágicos accidentes
que no vale la pena mencionar, otros por causas naturales, mi hermana se había
suicidado y mi hermano estaba en algún lugar de Europa y ya no hablaba conmigo
desde hace ya muchas décadas.
Me miré en el
espejo y vi a un hombre mayor, con el pelo totalmente negro, pero que ya
escaseaba, con una que otra arruga y con un mal temperamento que sobresalía en
los ojos, pero de pronto había algo más. La cara de mi hermana apareció en el
espejo, me sonrió, se rió un poco, –tal vez de mis pensamientos, tal vez de mi
cara de viejo–, y desapareció, yo pensé por un momento que me estaba volviendo
loco, luego me aseguré a mí mismo que solo era mi cabeza, que, tras pensar en
toda mi vida, me mostró imágenes en el espejo.
Luego me calmé y
a los minutos el hecho ya estaba olvidado.
Entonces llegó
Eduardo con un trapeador medio húmedo y lo limpió todo, yo me marché a dormir,
muchas cosas habían pasado ese día y estaba agotado.
Toda la semana
salí y volví a casa, Eduardo ya no dormía y ya no había huellas en mi pasillo,
todo iba tal y como yo lo esperaba. Pero un día, ese mismo mes, llegué a casa y
Eduardo estaba aterrado, el pasillo volvía a tener huellas.
–¿Qué pasó? –le
pregunté, pero él temblaba demasiado como para darme una respuesta.
Di unos pasos
internándome en el pasillo, escuché risas, muchas risas, y eran extrañas, eran
como un ruido ensordecedor, que parecía venir primero de derecha, luego de
izquierda, de adelante, de atrás y luego de todos lados al mismo tiempo.
Pero las risas
no estaban tan mal, porque a los pocos segundos se convirtieron en un llanto
que hizo que me caiga de rodillas. Intente taparme los oídos con las manos,
pero de nada servía, el ruido parecía estar en mi cabeza, y yo me volvía loco,
intentaba moverme, pararme o hacer cualquier cosa, pero no podía.
Entonces Eduardo
corrió y me sacó de ahí hasta el jardín. Ambos caímos en el pasto, sin importar
que estaba mojado.
–¡La niña! –dijo
él con notable temblor en su cuerpo, y posiblemente en su interior también, en
su alma, el miedo lo tenía controlado.
–¡¿Qué niña!?
–pregunté enojado, estaba cansándome de cuentos de fantasmas, aunque cada vez
me parecían menos cuentos y más reales.
–Una niña
apareció, era blanca, tan blanca como un cadáver, saltaba alrededor del
pasillo, con cada salto dejaba huellas blancas, yo le grité: “¡¿Qué haces
aquí?!”, pero mi pregunta no tuvo respuesta. Ella solo saltaba, y luego el
piano empezó a tocarse, me acerqué a la niña, intente agarrarla, pero mis manos
no pudieron sostenerla, fue como… como si en realidad no estuviese ahí.
Miró al suelo,
luego volvió a mirar a mis ojos.
–Pero luego de
llenar todo de huellas, como siempre lo hace, –continúo su relato– me miró, me
miró fijamente a mis ojos, sus ojos eran color avellana, parecidos a los tuyos,
pero con un toque más claro. Y de pronto se puso a reír, le pregunté qué le
parecía tan chistoso.
Hizo una corta
pausa, luego siguió:
–“Tú.”, fue su
seca respuesta y dejó de reír, para empezar a llorar, el piano se volvió loco y
empezó a tocar muchas teclas juntas, pero yo me acerqué a la sala de estar y no
había nadie ahí. Luego la niña corrió hacia mí, pero desapareció y yo me quede
sentado en mi silla, porque si me acercaba a esos asientos antiguos entonces
solo escuchaba risas y llanto. Como a usted le pasó hace unos segundos.
–No me pasó
nada. –dije con frialdad, no podía admitir tal barbaridad.
–Pero…
–¡Nada de peros!
–Le dije y lo mandé a trabajar nuevamente, él, obviamente, se rehusó–. No
puedes decirme que no, ¡soy tu jefe!
–Ni siquiera
pagas bien… –susurró, ofendido y cambiando su tono servicial por uno más
rebelde.
–¿Y qué tal si
te subo el sueldo? –ofrecí.
–Mi esposa está
enferma, necesito el dinero, pero creo que prefiero no ver esos fantasmas…
–No hay ningún
fantasma, y además te lo duplico. –Sentencie con más seguridad de la que en
realidad sentía.
Al ver que no
había ninguna respuesta verbal alcé mi mano, el otro miró hacia un lado, como
para evitar ver mi cara y alzó su mano para estrechar la mía, era un trato
hecho.
Él volvió a su
puesto, pero desde esa noche nada fue normal.
Me marché a
dormir y el guardia a su silla. Esa noche soñé con ella…
Recuerdo bien
ese día, caminábamos por una calle, en estos momentos no puedo recordar cuál.
Pero puedo traer a mi mente un fuerte olor a comida, para ser más exactos,
comida chatarra. Hamburguesas, salchichas, sándwiches, pizzas y miles de otras
cosas más, cada lugar con su respectivo letrero luminoso. Ella andaba de mi
brazo, pero yo andaba recto, de una manera fría, calculadora, completamente
formal, pero ella… Ella era asombrosa, ella sonreía a todo mundo y todo mundo
le correspondía su inocente sonrisa, ella andaba entre saltos y juegos. Miraba
todo como si fuera la primera vez, y también como si fuera la última.
Yo, ¿qué podía
hacer? Solo caminar, y un tanto avergonzado de mi hermana menor. Pero en verdad
yo la amaba, entonces empezó a llover, yo le dije que deberíamos buscar
refugio, me dijo que no. Que en realidad deberíamos quedarnos donde estábamos y
disfrutar de la lluvia, era un día frío y obviamente yo no quería enfermarme,
le dije en seguida que no. Me miró con esos ojitos hermosos, me pidió y me rogó
que me quedara con ella bajo la lluvia.
Ya no había
nadie en la calle, éramos los dos únicos locos, entonces acepté su propuesta. Ella
con una sonrisa que hacía que todo valga la pena, empezó a saltar en los
charcos, y en uno de sus saltos gran cantidad de agua llegó a mi ropa, yo la
miré con fingido enojo.
¿Cómo alguien
podía enojarse con ella?
Era simplemente
absurdo hacerlo, pero para mí era imposible. Entonces yo salté en un charco,
¡yo salte en un charco! Fue la primera vez que lo hice y la última, y la viví
así, lo disfrute desde lo más profundo de mi alma, y ella quedó totalmente
mojada, su sonrisa creció de tamaño. ¡Me gritó que yo era un niño!
Y lo gritó con
tanta alegría que no fui quién para negarlo, no pude hacerlo, simplemente no
pude…
Pero mi sueño
saltó de esa escena a una más desagradable:
Primero ella
saltaba en el pasillo que ya tantas veces he nombrado, estaba casi exactamente
como hoy en día, tal vez con más vida, más energía y alegría. Pues ella llenaba
ese pasillo de amor, del verdadero significado de hogar. Pero fue en ese mismo
pasillo donde se suicidó.
Con el tiempo
ella empezó a dejar de ver motivos para vivir en todo lo que veía, se volvió
más fría, tal vez aprendió de mí y me maldigo por eso. A todo empezó a verle lo
malo, defectos por aquí y por allá. Nadie sabe en realidad por qué empezó a
hacer eso, por qué cambió y se volvió más sombría, yo creo que fue por mi
culpa. Pero me estoy desviando del tema.
Tanto en esos
días como en el presente, y siempre desde que ha existido esa casa, construida
por mi bisabuelo y mis abuelos, hay un balcón que da exactamente a ese pasillo.
En su época
estuvo lleno de vida, mi abuela –honorable dama– solía poner miles y miles de plantas
y árboles en él; pero con el tiempo se volvió lo que es: un lugar sombrío, que
me da escalofríos al pensar en lo qué pasó ahí.
El balcón, para
evitar caídas y hacerlo seguro, tiene una baranda, compuesta principalmente de
rejas de madera. Antes olían a delicioso jazmín. Hoy, al igual que toda mi
casa, solo huelen a polvo y vejez.
En una de esas
barandas ella ató una soga, que era la misma que antes utilizábamos para saltar
en el jardín.
Y ahí se ahorcó.
Yo lloré, sentí
culpa durante meses, ya que ese mismo día, en la mañana, ella me pidió que la
acompañe a dar un paseo por el parque, yo me rehusé, le dije que ninguno de los
dos estaba para paseos en el parque, que eso era un desperdició de tiempo y que
en realidad no valía la pena.
Se lo dije
porque en realidad tenía una cita con mi amor, quien falleció meses después,
dos días antes de nuestra boda en un accidente automovilístico, pero no hablaré
más de eso... Mi punto es que yo simplemente debería haberle dicho a mi hermana
la verdad, que iba a salir con una chica,
y que no podía. Así no la habría tratado tan mal, y si le hacía prometer que al
día siguiente saldríamos, tal vez ella seguiría conmigo. Pero me dio vergüenza
decirle la verdad, yo era y soy muy tímido, decirle a mi hermana que iba en una
cita hubiera hecho que me ponga rojo como un tomate, y ella, posiblemente, me
habría molestado el resto del día.
Pero le habría
salvado la vida.
Aunque tal vez
fue obra del destino, todo tenía que pasar así, o tal vez no, tal vez el
destino no es más que otro absurdo. Nadie lo sabe, yo solo sé que está muerta.
Y me culpo y me
culpo y me culpo mil veces por eso, y tal vez es por eso mismo que mi cabeza
juega conmigo, haciéndome ver huellas, escuchar risas y llantos y el piano que
ella tanto amaba, aunque nunca aprendió a tocar.
De repente desperté,
un ruido extraño… Baje corriendo las gradas, el suelo volvía a estar lleno de
huellas. Mi guardia roncaba como un oso, entonces entré en la sala, el lugar de
donde provenía dicho ruido. Las luces estaban apagadas, pero en el centro del
lugar, al lado de mi mesa de madera favorita había una especie de brillo. Un
resplandor extraño que desde un principio llamó mi atención, entonces me
acerqué a él.
Lo toqué, pero
sin en verdad poder tocarlo, fue como atravesar algo, pero mi mente insistía en
que en verdad sentía algo, y me miró. Era mi hermana, pero me daba la espalda,
entonces se dio la vuelta y me miró directamente a los ojos, como cuando me
pedía algo, y a esos ojos no les podía negar nada.
Tal vez en esa
ocasión me pedía que no corra a por ayuda, y no lo hice. Al poco tiempo me
sonrió y habló, habló con la voz tan dulce y melodiosa que tanto extrañaba. Con
esa voz que yo tantas veces había escuchado, en momentos tristes, felices,
momentos de enojo y hasta de amor. Una lágrima resbaló por mi mejilla, hace
tanto que no lloraba…
–¡Ay hermano…!
Sigues siendo tan predecible. –Yo al principio no pude creerlo y no respondí,
pero mi imaginación no era tan fuerte, mi imaginación no podía crear tales
cosas, entonces me animé y le respondí:
–Tanto tiempo…
–Tú –empezó
ella a sermonearme, añoraba eso– siempre pensando en el pasado, en el tiempo
que no nos vemos, no puedes vivir mucho en el presente…
–Te extrañaba.
–Yo hablaba, pero era como hablar conmigo mismo, como dándome cuenta de que en
verdad la extrañaba.
–Y me seguirás
extrañando, no he revivido ni nada por el estilo. Solo vengo a decirte algo,
para que vuelvas a tu vida, saliendo adelante, y así, puedas escapar de ese
hoyo que te has cavado.
–¿Qué…? –mi voz
era suave, interrumpida, mis ojos estaban muy abiertos, mis oídos muy atentos,
mis mejillas húmedas por las lágrimas.
–Mi repentino
cambió de humor fue tu culpa, siempre quise ser un poco más como tú. Te
admiraba, obviamente la soledad en la que me sumí no ayudó en nada. Siempre
deseé el cariño de los demás, especialmente el tuyo; mas de nadie lo conseguí.
Mis ojos se
nublaron por la tristeza.
–Mi depresión
también fue tu culpa. Y al final el suicidio. –Ella bajó su mirada–, o eso fue
lo que pensé a un principio, pero luego de reflexionar me di cuenta de la
verdad…
No sabía que
decir en ese momento, viejas culpas llenaron mi alma, pero al mismo tiempo una
luz de esperanza alumbró mi mirada.
–Hermano, yo he
venido a decirte que no fue tu culpa, pues tuve mucho tiempo y tengo mucho más
para pensar que en realidad fue mi decisión prestarte tanta atención, darte
tanta importancia en mi vida, darte tanto poder sobre mí, y fue realmente
relevante si tú lo ejercías o no. Y, solo te pido una cosa: vive en paz…
Entonces me
abrazó y como si el aire se la llevará, desapareció. Nada volvió a ser normal. Llené
mi casa de plantas, le di una buena limpieza y un sentimiento de amor y de
alegría volvieron a llenar su lugar en mi hogar.
Ella nunca
volvió, Eduardo se quedó trabajando conmigo, ahora definitivamente sin
fantasmas y con su nuevo sueldo que lo mantenía activo y servicial todo el día,
no sé qué hubiera hecho sin él.
Yo adopté una
hija, la llamé como a mi hermana: Carla y a ella le enseñe a ver todo como la primera y última vez. Ella fue quien llenó
mi vida de felicidad y le agradezco profundamente por todos esos momentos en
los que, bajo la lluvia, saltamos en charcos, hasta quedar completamente
mojados…
Saltar más, gritar menos...gracias por la bella historia.
ResponderEliminarGracias por el comentario :)
EliminarMe encantó! Linda historia y lindos mensajes... Sigue escribiendo más para disfrutarlas...
ResponderEliminarGracias, ¡lo seguiré haciendo!
EliminarPrecioso.
ResponderEliminar¡Gracias!
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