Víctor Mondragón
En
un nublado día de invierno Sixto y sus
compañeros de clase caminaban por un
desnivel de tierra hacia una ribera del río Rímac, no muy lejos divisaron ratas
y gallinazos disputándose restos de
animales muertos y devueltos por un río que en invierno tiene poco caudal; Sixto,
era delgado, de acento andino al hablar, raya al
medio en un cabello indígena sometido
con gomina.
El más alto de sus compañeros trazó con un palo una línea sobre el
suelo, entre la muchachada Sixto dio un
paso al frente, se bajó tímidamente la bragueta de su pantalón, con sus dos
manos levantó su miembro viril, apunto
hacia el pico de una botella en el suelo y con un chorro de orines intentó
llenarla; a continuación un compañero con cara de matón, más ducho en estas competencias,
llenó mayor volumen de orines en otra botella.
-¡Apanado,
apanado! – fue la palabra que invadió el
ambiente, rápidamente sus compañeros
conformaron dos filas de lo que solían
llamar callejón oscuro, Sixto miró al cielo, respiró profundamente, se dio
valor y cubriéndose la cabeza con sus manos se precipitó a pasar rápidamente entre sus amigos soportando
una lluvia de manotazos que caía sobre él.
-¡Déjenlo
carajo! –gritó un anciano que al ver lo
ocurrido, corrió con un palo seguido por su escuálido perro mientras los
agresores se diseminaban entre ladridos y una nube de polvo.
Para
Sixto el olor nauseabundo del lugar fue embargado por una pestilencia superior:
el olor de la mofa de sus compañeros, lo ocurrido era algo común en novatadas de escolares con prejuicios
tribales.
-Debes
aprender a ser macho, si no abusarán de
ti –dijo el anciano.
Caminaron
unos metros, había una covacha y a un costado, sobre unos maderos ardientes vieron
una
lata vestida de hollín y que fungía de olla.
-¿Qué
está cocinando?
-Hoy
comeré tallarines con pichones –respondió el anciano.
-¿Y
dónde están los pichones?
–En
el cielo, la divina providencia me echará una mano –añadió el menesteroso.
Después
de un rato, el muchacho se despidió del
anciano y enrumbo hacia su casa, corría
la década de mil novecientos sesenta, el invierno de aquel año fue uno de los
más húmedos que se recuerda, el padre de Sixto, Apolinario,
había conseguido su ansiado traslado laboral a la capital.
-Siéntate
a comer –dijo la madre de Sixto.
-No
tengo hambre –contestó el adolescente y se encerró en su dormitorio.
A
escondidas el muchacho se afanó en cocer
un botón de su camisa y en remendar la rodilla de su pantalón de uniforme
escolar.
-Nuestro
hijo no nos habla, se esconde en su cuarto, todas las semanas se pelea con
alguien del colegio, se ha vuelto
desobediente y respondón, debes hablar con él –dijo la madre.
-¡Goool!
–gritaron unos alumnos en una cancha a la espalda del colegio Santo Tomás de
Aquino, era el día siguiente en el centro de Lima.
-La
cagaste otra vez –gritó un compañero de Sixto.
-¡Cholo
de m…! -dijo otro.
Bajo
una ligera llovizna, en una cancha de tierra -lugar donde años después sería
Polvos Azules- Sixto perdió
el balón y el equipo contrario había aprovechado
para anotar su primer gol.
A
cierta distancia contemplaba la escena el padre de Sixto acompañado de Fray
Antonio Domingo.
-La
integración en un grupo requiere paciencia y comunicación -dijo el fraile.
-Permítame
hablar con esos muchachos –dijo don Apolinario quien creía entender la razón de que su hijo tuviera una
creciente tendencia hacia la introspección. Tras concluir el partido de fútbol, el fraile ordenó la formación del alumnado en aquella terrosa
cancha de fútbol y presentó al padre de
Sixto.
-Quiero
contarles unos hechos que acontecieron en estas calles hace más de cuatro
siglos, sucesos poco recordados, enterrados por falta de difusión más que por otras
razones, me refiero a la contra ofensiva incaica tres años después de la muerte
de Atahualpa: nos repiten que un puñado de españoles conquistó el Tahuantinsuyo
sin ahondar en las circunstancias en que aquello ocurrió, la llegada de los
europeos fragmentó cerca de doscientos reinos nativos que creyeron ver en los hispanos una
liberación de la dominación cuzqueña; sin embargo hubo un grupo que se rehusó al conformismo y lucho tercamente por
más de treintaicinco años, se llamaron los incas de Vilcabamba, el primero fue Manco Inca, hermano de Huáscar
y Atahualpa. En el año mil quinientos treinta y seis sus tropas sitiaron el
Cuzco y ordenó a su tío Quizo Yupanqui, hijo menor del gran Túpac Yupanqui, que
expulsara a los hispanos asentados en la
Ciudad de los Reyes, hoy conocida como Lima.
El
general inca organizó su fuerza en dos grupos, uno controlaba los accesos a la
ciudad del Cuzco y con el otro se dirigió hacia la nación huanca para
reprimirla por haberse aliado con los
españoles. Avisado por indios amigos, Pizarro envió cuatro expediciones de auxilio al Cuzco; caballos y
armas de fuego poco pudieron y los europeos terminaron masacrados en los valles interandinos, las tropas incaicas
buscaban el lugar e instante propicio para mostrar que también sabían guerrear.
Muchos reinos andinos, indiferentes a la pretensión cuzqueña, confiaban en una tímida opresión barnizada de
alianza con los hispanos; el fuerte régimen de control y planificación cuzqueña
había dado paso a las reivindicaciones regionales que no vislumbraban que aquellos
pocos europeos pronto se transformarían en
docenas de miles. Tras aniquilar una guarnición española aliada con naturales
huancas, Quizo Yupanqui desaprovechó un valioso mes reclutando tropas, apresó al cacique huanca
Guacra Paucar y obligó a centenares de lugareños a unirse a su causa –dijo el
padre de Sixto que denotaba tono
provinciano, mostraba ademanes y acento de maestro de escuela mientras los muchachos lo examinaban con sus miradas.
-¿Realmente
la lucha en Lima fue de un puñado de españoles contra miles de indios?
–preguntó Fray Antonio.
-Muchas
veces la verdad es la primera víctima de una guerra, en la difusión de lo
ocurrido han colaborado la resignación y la indiferencia, si bien en Lima habían
unos quinientos hispanos, éstos contaban con miles de naturales aliados; los días
previos al sitio de Lima fueron de tira y afloja entre los cuzqueños y los pueblos
del Chinchaysuyo que se negaban a seguir pagando tributo a los quechuas, las
negociaciones se tradujeron a un asunto político de -dame que te doy- donde los
peninsulares aprovecharon para desnivelar la balanza con una sutil inclinación
hacia sus intereses.
Por
esos días, aborígenes yungas acudían a Lima quejándose de que indios serranos
se acercaban reclutando por la fuerza a los naturales y saqueaban los tambos y almacenes a su paso. El
curaca de lo que es hoy Magdalena, Cristóbal Wakay, refirió que Pizarro convoco
a los curacas vecinos de Lima y les ofreció privilegios camuflados de solidaridad, por su parte, la
imposición de los cuzqueños hizo volver
en su contra a los pobladores de Lurigancho, Surco, Pachacamac, Chilca,
Collique y Huarochirí que tomaron partido por los hispanos no por servilismo
sino por oposición a los quechuas. Marka Yuto, noble orejón impuesto a dedo por
Pizarro persuadió a parte de los curacas de Huarochirí, la instrucción era de
oposición a los incas o de neutralidad en el peor de los casos – contestó don
Apolinario.
-Tropas
de la nación huanca también defendieron Lima tal como cientos de jatunsausinos
comandados por Luna Willka, noble de Jauja,
otros tantos hanan-huancas comandados por el curaca Apo Alaya Chuquillanqui y al final cientos de lurinhuancas que se escaparían de Quizo Yupanqui junto con su cacique Guacra Paucar. Durante
ese mes de julio, la ciudad de Los Reyes se apertrechó de alimentos, elevaron los
muros que rodeaban la ciudad y enviaron a las mujeres, niños y riquezas a resguardarse en los buques
anclados en el puerto del Callao –narró el padre de Sixto.
Un
testigo presencial de los hechos, Juan
Tanta Xulca, refirió que Mama Kuntur Guacho,
suegra de Pizarro había enviado con el curaca Korima un contingente de cuatro
mil indios y en los primeros días de agosto ella misma se presentó ante Pizarro con mil soldados y bastimentos. Las
huestes peninsulares fueron apoyadas también por indios yanaconas, indios Nicaragua y negros guineos. Otros
aliados de los hispanos, los indios de Maranga, Magdalena y Piti piti defendían
el camino que unía Lima y el puerto del Callao –añadió el maestro quien
seguidamente condujo a los alumnos hacia la ribera del río Rímac.
La
pausa fue aprovechada por los muchachos para pendenciar, al escuchar el
murmullo del agua no faltaron quienes cogieron piedras y las arrojaron al río
probando su puntería sino asustando a algún gallinazo que revoloteaba por la
ribera, otros pretendían coger con sus manos los
pececillos del río mientras otros lo intentaban cruzar caminando sobre piedras grandes, no faltaron
quienes se mojaron los pies en el intento. Don Antonio, perspicaz lector del
alma adolescente sabía perfectamente hasta donde darles margen de
libertad.
-El
papá de Sixto habla como serrano –comentó un alumno.
-Sí,
son cholitos –respondió otro.
-Pero
no visten como pacharacos –dijo un condiscípulo en tono burlón.
-¿Qué
nos querrá decir este señor? –dijo otro alumno con la curiosidad natural con
que cuestionan los adolescentes, los muchachos mantenían una expectación
contenida por el recelo y el desconcierto.
Don
Apolinario conocía los límites entre la travesura, el desatino, la mofa y la idiotez,
comprendió que tales actitudes no eran
tanto de burla como de prejuicio; pidió
a los alumnos divisar la cruz sobre el cerro San Cristóbal, rocoso, gris, empinado sin vegetación, como la mayoría de cerros que se ven desde el centro de
Lima, luego les indujo a apreciar el fuerte
desnivel que hay entre una y otra orilla del río Rímac, -el hoy palacio de
gobierno tiene una defensa natural -comentó
e inmediatamente retomó su narración.
-Se estima que las tropas incaicas bordearían unos diez mil
efectivos, gran parte de ellos mujeres y
gente de abastecimiento, llegaron a Lima
por tres frentes: uno por el sur,
Cieneguilla, conformado por
naturales huancas, angaraes, yauyos y chahuirco, otro por el camino de Quives,
dirigido por Illa Túpac, conformado por
aborígenes tarmas, huánucos, atabillos y huaylas y el tercer grupo conformado
por quechuas, por la quebrada del río Rímac, comandado por Quizo quien pronto tomo posesión del cerro San Cristóbal y
derribó la cruz de su cima; al día siguiente otros cerros cercanos se llenaron
de indios procedentes de los Atavillos, se desconoce por qué razón las tropas
que llegaron por Cieneguilla se retrasaron unos días en llegar, se especula la
doble intencionalidad de algunas etnias,
esto fue determinante pues un ataque por dos flancos hubiese sido definitorio.
-¿Cómo
fueron las batallas? –preguntaron unos curiosos alumnos.
-Tras unas escaramuzas en Ate, las luchas principales
se dieron entre el dieciséis y el veintiséis de agosto, una vez cumplidos los
ritos del plenilunio las tropas incaicas cruzaron el río Rímac y se ubicaron
donde hoy es Barrios Altos, como buen
estratega Quizo había ordenado ganar los terrenos en declive y evitar los llanos, se parapetaron en lo que es hoy
el barrio de Santa Ana en unos edificios
ruinosos del cacique del valle Gonzalo Taulishusco y desde allí salían
escuadrones que se turnaban en la pelea, los peninsulares por su parte
realizaban cargas de caballería con retrocesos, nuevas cargas y relevos de sus
aliados, pese a ello, terminaban
refugiándose dentro de los cercos de la ciudad – contestó don Apolinario.
Tras
lo escuchado, los alumnos retornaron a las calles de la ciudad, en la primera
cuadra del jirón Ancash, Fray Antonio les pidió que apreciaran las casonas coloniales y republicanas de la zona, altos
portones y balcones de fina caoba parecían retar el paso del tiempo, seguidamente caminaron hacia la plazuela de la iglesia de San Francisco, los
muchachos hicieron una señal de la cruz más de memoria que por respeto, elevaron sus miradas, las cúspides de las
amarillas torres de la iglesia se
desvanecían por la fuerte neblina de aquella mañana, los techos aledaños dejaban
ver gallinazos velando por desperdicios y en la explanada, docenas de palomas buscaban
alimento; a continuación los jóvenes se acercaron a unos vendedores ambulantes
que se afanaban en ofrecer sus productos, sonrieron a medias, juntaron las
pocas monedas que disponían y compraron
chicha morada y turrones; entre bocado y bocado comentaban lo escuchado.
-Lo
que están consumiendo es producto de la fusión hispana con los ameri-indios
–comentó fray Antonio Domingo.
En
esos momentos Sixto reconoció al anciano menesteroso del día anterior, llevaba
una caja con dos palomas, éste le sonrió y le dijo:
-Es
la divina providencia…
-Siga
contando –pidieron unos alumnos.
-El
clima en esos días era sumamente húmedo y pródigo en garúas y neblinas,
propicio para la proliferación de virus y bacterias que enfermaron a gran parte
de las huestes incaicas poco acostumbradas a estar frente al mar. Al tercer día
la osadía e intrepidez de los hispanos los llevó a intentar tomar por asalto el
cerro San Cristóbal, es decir pasar de atacados a atacantes, confeccionaron
tablones para cubrirse de hondas y saetas, avanzaron sorpresivamente de noche pero su
caballería en terreno inclinado era ineficaz, tuvieron que replegarse prontamente
–narró el profesor de historia.
A
continuación pidió que un alumno leyera unas citas, el más pequeño de la clase asintió
de buena gana y recibió un libro:
-Al
amanecer del sexto día de asedio, Quizo Yupanqui comprendió que enfrentaba una
situación que reclamaba grandeza, mandó llamar a sus capitanes y los arengó:
“Yo quiero entrar hoy en el pueblo y matar a todos los españoles que están en
él, y tomaremos sus mujeres con quien nosotros nos casaremos y haremos
generación…Los que fueren conmigo han de ir con esta condición, que si yo
muriese mueran todos, e si yo huyere que huyan todos.”
Los
quechuas repitieron su grito de guerra: a la mar barbudos, a la mar…
A
continuación, don Antonio y el padre de
Sixto condujeron a los alumnos hacia la esquina de los hoy jirones Junín y
Lampa, a cien metros de la casa del marqués Pizarro, en el centro de Lima, los muchachos
se ubicaron en un pasaje aledaño mientras eran iluminados
por la narración de don Apolinario.
-Quizo
Yupanqui cruzó en andas el río Rímac y alentó a sus tropas, tras sucesivos avances de
sus escuadrones tomaron posesión del barrio de Santa Ana y desde allí fueron
avanzando hacia el damero de Pizarro.
Las cargas de caballería y los relevos de sus aliados mataron muchos naturales
pero no pudieron detener la invasión que abría numerosos frentes, los cuzqueños consiguieron abrir boquetes en los
cercos de los hoy jirones Amazonas, Ancash y Junín mientras que la caballería
hispana se multiplicaba para atender los diversos frentes de batalla. Los incaicos
treparon a los techos de las casas desde
donde los honderos y flecheros avanzaron casa por casa, cientos de defensores
naturales fueron cediendo metro a metro las primeras calles del damero hasta
parapetarse a doscientos metros de la casa del marqués Pizarro, la toma de la
ciudad era cuestión de tiempo. La lucha
se hizo cruel con grandes pérdidas en ambos bandos, las horas pasaban y los
brazos pedían ya descanso. Quizo Yupanqui rodeado de sus mejores efectivos ingresó por el hoy jirón Junín, tras cruentos
minutos de lucha y sobre docenas de cadáveres, bajó de sus andas, acompañado de su guardia personal encabezó valerosa
y temerariamente la primera línea de
ataque hasta alcanzar esta esquina donde estamos; sorpresivamente fue impactado
por un arcabuz y seguidamente fue arremetido por cargas simultáneas de
caballería, una por el hoy jirón Junín y dos por el jirón Lampa, desde sentidos
opuestos.
¡Fue
una trampa!, los sitiados habían fingido un retroceso incluso con la pérdida de
naturales que fueron abandonados a su
suerte, el objetivo había sido atraer al orejón para arremeterlo desde tres
frentes. Los lanceros se precipitaron sobre un objetivo común: Quizo Yupanqui. Pedro Martín de Sicilia asestó una certera
lanzada en el pecho del noble general; docenas de orejones cuzqueños murieron
tratando de defender el cuerpo de su líder, tal como juraron, sus sangres se derramaron en esta esquina
y murieron como prometieron, ocurrió un
jueves a media tarde.
Sixto
no pudo contener la inquietud de
preguntar:
-¿Y
qué paso después?
-Aquel
atardecer fue muy triste, tras contar sus pérdidas los capitanes Illa Túpac y Puyo Vilca renovaron su juramento ante los líderes de los
escuadrones incaicos. Al amanecer del siguiente día recibieron noticia de deserciones
huancas, huarochiríes y de otras etnias, el cacique Guacra Paucar y sus
lurin-huancas se escaparon y se unieron a los hispanos, aun así los quechuas lucharon
dos días más en tercos intentos por tomar la ciudad pero
fueron infructuosos pues un sitio de tal naturaleza requería ventaja numérica y
las cifras de los contrincantes estaban
equilibradas. Illa Túpac y Puyo Vilca sabían que era época de siembra y que sus
tropas, más que soldados eran agricultores y que si no sembraban sus familias
padecerían hambre, también fueron alertados de que se aproximaban fuerzas hispanas
de auxilio por tierra y mar. Los capitanes incas decidieron replegarse a Jauja
para castigar por su defección a los huancas, tarmas y chinchaycochas, llevaron
a la sierra el cuerpo herido de su general Quizo quien agonizante no dejaba de infundirles ánimo, suplicando
fuerzas a Dios para seguir luchando pero
finalmente expiró frente al lago
Chinchaycocha –narró don Apolinario.
Iba
a ser la una de la tarde, bajo una persistente llovizna los alumnos se encaminaron
de regreso a su colegio y se detuvieron en la pequeña plazuela ubicada a un
costado de la casa de Pizarro, hoy Palacio de gobierno, los muchachos rodearon instintivamente la estatua del conquistador extremeño que se
lucía montando sobre un caballo andante.
-¿Los monumentos son solo para los vencedores? –preguntó uno de los
alumnos.
-Les
he narrado estos sucesos pues pasados cuatro siglos nuestro pueblo sigue
buscando su identidad, erigimos monumentos a los vencedores y nos negamos a reconocernos con los vencidos.
El sacrificio de Quizo Yupanqui y de muchos otros puede terminar evolucionando
hacia un estado más crítico: el olvido; el
noble orejón murió defendiendo lo suyo y los incas terminaron aislados y luchando solos contra sus hermanos de sangre –dijo el padre de
Sixto, los jóvenes levantaron la mirada hacia el conquistador con un desconcierto que más parecía un
remordimiento.
Aquel
relato caló en la razón y en el sentimiento de los alumnos, vestidos aún con camisetas depositarias de
arduos sudores procedieron a cuchichear sobre lo escuchado. Don Apolinario fijó
una mirada severa y cambio de tono:
-A
ustedes les parece rara la forma en que hablamos mi hijo y yo, somos andinos, tenemos el apellido Yupanqui y estamos
orgullosos de nuestra sangre.
Los
compañeros de aula quedamos suspendidos
en el remanso deslumbrante que hallamos al otro lado de la verdad, no esperábamos
que nuestro condiscípulo tuviera a su favor un apellido tan ilustre, unos se
acercaron tímidamente, otros más
efusivos le dimos palmadas en el hombro cuando no una mano, sino un abrazo.
Minutos
después pasamos frente a la iglesia de
Santo Domingo, de regreso al campo de fútbol miramos nuevamente el cerro San Cristóbal, don
Apolinario repasó unas citas que duermen
acurrucadas casi a la sombra del olvido.
-Consta
en los registros que el veintiocho de setiembre de aquel año el curaca
Alanquiya de Pachacamac hizo probanza de su apoyo en la recuperación del peñón
del cerro San Cristóbal, por su parte el marqués Pizarro agradeció a Guacra Paucar, hatum curaca lurinhuanca y le
llamó ”buen indio”, años después, éste viajó a España y en recompensa a
sus acciones obtuvo escudo de armas y una cedula real que prohibía latifundios y
encomenderos en tierras huancas. Semanas después del sitio llegaron a Lima refuerzos
españoles desde Puerto Viejo, Guayaquil, Quito y Chachapoyas, el catorce de
setiembre el Pizarro repuso la cruz en
la cima del cerro San Cristóbal.
El
padre de Sixto nos narró todo eso con la
ilusión de que llegara a las nuevas
generaciones y que no lo tocara el olvido, en aquellos años nuestras
vidas eran lentas, lo narrado hoy se diluye en la bruma de mis recuerdos, han
pasado cincuenta años de aquella mañana,
con el tiempo Sixto se convirtió en mi mejor amigo. Ayer caminé por esas calles
de Lima y vi un monumento al curaca Taulishusco, encontré avenidas y plazas
alusivas a personajes de guerras menos
honorables y sentí desconcierto porque muy pocos recuerdan el nombre del precursor de la liberación
americana, el valeroso orejón Quizo
Yupanqui.
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