Marcela Royo Lira
Es de noche. Arrastrada por una fuerza que desconozco dejo la cama,
me cubro con el abrigo y salgo a la calle. Me encamino hacia la plaza. Mis
pasos en la vereda parece que no son míos, es más tengo la sensación que sigo
en mi cuarto y duermo. Pero no es un sueño. Lo confirma la brisa en mi piel, el
perro de la esquina que se levanta al verme y gruñe. Vivo una escena en
apariencia normal, aunque no es lógico que esté en la calle cuando todavía no
amanece. Quiero despertar, abrir los ojos, encender la luz del velador,
descubrir que allí está el libro de Andrea Jeftanovic que leía antes de
dormirme, la libreta y el lápiz donde anoté algunas ideas para el cuento que
debo escribir, como tarea, para la próxima clase de literatura.
No hay nadie en la plaza. Ni
siquiera los muchachos que a veces se amanecen bebiendo cerveza y drogándose.
Busco un escaño. Recién, en este momento,
me doy cuenta que tengo un libro en las manos y los lentes me cuelgan al
cuello. Es “Un cuarto propio” de Virginia Woolf. No recuerdo haberlo sacado de
la biblioteca estos últimos días. Creo que esta noche nada es normal.
Inesperadamente, la neblina se deja
caer. Densa, húmeda, diferente. Tiene algo de tenebrosa; sin embargo, no tengo
miedo. En la otra punta del banco hay una mujer. Y está desnuda. Llega un olor
fétido, alguien dijo una vez que es la esencia del mal o bien lo leí, no lo sé;
pero está aquí y temo que influirá en mí de alguna manera. Arrastra voces
airadas de hombres, palabras soeces, de mal gusto, risotadas que hacen daño. Un
niño canta. Miro a la desconocida, parece que no le importa lo que sucede más
allá de la niebla. Tampoco a mí me importa o no debería, por lo menos.
Entonces, con un atrevimiento que no sé explicarme, leo en voz alta una página
al azar. La luz es escasa, recito casi de memoria algunos párrafos, meses atrás
había escrito una crónica literaria del texto y lo leí varias veces. Recuerdo
que me ayudó un bibliotecario muy cortés y culto. Me invitó una taza de café y confesó
que vivía, entre los estantes repletos de libros, una pasión desenfrenada con
la mujer de un hombre violento y despiadado, dueño de un restorán de lujo.
Cuando notó mi expresión de enfado por romper un secreto de dos, me dijo que
algún día me podría servir para escribir una buena historia. Le había confesado
mi interés en ser escritora. Es raro, parece que esta misma hediondez que trae
la neblina, la olí cuando salí de la biblioteca y crucé cerca de unos hombres
que pateaban a otro en el suelo. Me dio miedo y corrí las cuadras que faltaban
hasta mi casa. Luego, bajo la ducha tibia estuve refregándome el cuerpo hasta
sacarme el hedor.
Sin decir nada, la mujer se acerca y
pone oído a lo que leo. Está tiritando. Cubro su desnudez con mi abrigo. Veo en
su rostro y en el cuerpo moretones y
marcas de látigo. La abrazo, ella descansa su cabeza en mi hombro y
llora. Nos quedamos así largo rato hasta que dice que debe volver al restorán,
en caso contrario su marido, la golpeará insultándola, como acostumbra.
Cuando la niebla desaparece, vuelvo
a casa.
Ahora sé por qué fui a la plaza cuando todavía era noche. Me indigna
una mujer ultrajada, sometida a vejámenes por un sádico. No sé en qué parte de
la ciudad queda el restorán que nombró, París está muy lejos para que sea cierto
como había insinuado: se halla frente a
la Torre Eiffel, fueron sus palabras. Quizás los golpes la trastornaron,
pienso, mientras preparo el desayuno para mi familia.
A la madrugada del día siguiente, voy otra vez a la plaza. La bruma
me recibe en la puerta de calle, arrastrando olores a comida descompuesta, a
carne nauseabunda. Me tapo nariz y boca y corro. Ella está allí. Viste un traje
elegante, de rojo encendido y sombrero negro, con un tul que le cubre el
rostro. Es atractiva, de porte distinguido. Apenas me ve, me cuenta de su amante bibliotecario
con quien vive un amor desenfrenado. No me gusta que dependa de los hombres, la mujer es capaz de valerse por sí misma,
le digo con fastidio y la incito a dejarlos a ambos. Que busque un modo de ser
independiente.
─¿Es usted, feminista? ─dice, arrugando la nariz.
─¿Yo? No, no lo creo… bueno,
quizás ─titubeo, pensando en Virginia Woolf.
Continúo leyendo parte del libro que había comenzado anoche. De vez
en cuando me detengo y recalco que lo importante no es ser mujer sino sentirse
como tal, con dignidad, orgullosa. Contra ataca, dice: ustedes viven envenenándose unos a otros, algunos endulzan el veneno en
palabras dulces. Su mundo, de
creyentes que se golpean el pecho, de misas diarias e hipocresía no es mejor,
insiste y me mira con sus ojos claros. Me traspone. Reconozco que hay algo de
cierto en ello, cuando juzgamos a los otros olvidamos que también pecamos. Luego
de un silencio incómodo, le confieso que me gusta leer y escribir, hasta le leo
uno de mis cuentos y la invito a que también lo haga. Quizás es interesante lo que puedas contarnos sobre esa otra orilla de la ciudad, le digo. Me
dice su nombre: Fernanda.
Durante semanas, nos citamos en la plaza a la hora en que los demás
duermen. Un día no volvió.
Esta mañana recibo una invitación especial, insisten en la importancia de mi asistencia al
evento.
Cuando llego el salón está lleno de poetas, escritores y periodistas,
incluso cámaras de la televisión. El público a mi alrededor cuchichea como abejorro
en un día de sol ardiente. No logro entender lo que dicen. Un niño de rizos
rubios entona con una bella voz áreas de óperas. En un rincón, una mesa llena
de libros. Leo el título: “La otra orilla”. Una imagen fugaz me advierte, la
desecho con brusco ademán.
Se hace silencio. Entra una mujer alta y delgada, elegante en su
traje de rojo encendido y un coqueto
sombrero negro con velo. Comienza, diciendo:
“Advierto que la historia
que les voy a contar tiene imágenes fuertes. Vengo de un mundo sádico, de una
crudeza de la que muchos sentirán repulsión y rechazo. Toda ciudad tiene su
lado oscuro, refugio de la maldad. Quienes lo conocen no pueden olvidar el olor
del mal. Allí, me desmoronaba poco a
poco hasta que alguien me indujo a recoger mis pedazos.
Los menos leerán mi novela hasta
el final, quienes lo hagan sabrán que en noches de bruma, en una plaza de un
barrio cualquiera, en un país cuyo nombre no importa, una mujer me leyó “El cuarto
propio” de Virginia Woolf. Mientras le escuchaba, por un instante, me sentí al
otro lado del que vivía. Limpia, con sueños y que contaba con la fuerza para
cumplirlos.
En casa, recogí mis cosas y
me eché a volar.
¡Construiría mi cuarto
propio!”.
-¡Fernanda! -grito, sin poder
contenerme.
Los demás asistentes, molestos, me hacen callar y sentarme. Ella
mira en mi dirección, no sonríe, cuando sus ojos claros se posan en los míos
sellan mis labios.
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