Karina Bendezú
Sí que habían transcurrido
los años, Pablo era ya un anciano que andaba muy despacio por el patio conversando
con los niños más pequeños, eso sí, siempre derrochando amabilidad y
generosidad. Manolo, sentado en el banco no muy lejos de allí, observaba a su
amigo el conserje con mucho cariño, recordando el primer día que se conocieron
y cómo fue que llegó a parar al orfanato Buenaventura. Un repentino flashback y
las lágrimas empezaron a correr por el rostro del ahora adulto Manolo.
Sentado sobre el
sardinel de la calle y tiritando de frío muy cerca de la costa, Manolo, con tan
sólo ocho años de edad, se agarraba fuertemente la barriga, abrazándola, le
dolía el estómago. Manolo tenía varios días sin comer. Sí, no le había quedado
de otra, tuvo que huir de la casa de su tía, una tirana, una bruja malvada que
lo maltrataba y le obligaba a realizar los quehaceres y mandados de la casa,
todos los días de la semana, sin descanso, gritándole y pegándole, habrase visto
no más, qué mujer tan cruel.
A la edad de siete
años, la infancia de Manolo se había tornado muy difícil. Al morir su madre de cáncer,
el niño lloró mucho su pérdida y a pesar de que vivía con su padre, se sentía
muy solo en el mundo. Toribio, así se llamaba su papá, no le quería, no se
ocupaba de Manolo, prácticamente ni lo registraba. Al año del fallecimiento de
la madre de Manolo, Toribio decidió llevarlo a vivir con su cuñada. Y ese mismo
día por la mañana, padre e hijo se dirigieron rumbo a la casa de la tía
Herminia. Al salir, Toribio llevaba una pequeña valija con las pertenencias de
Manolo, el pequeño niño no entendía lo que pasaba.
Con mucha insistencia, Toribio
tocó el timbre de la casa de Herminia, quien abrió la puerta quedándose sorprendida
al ver a Toribio y al pequeño niño al lado de una valija.
-¿Qué estás tramando Toribio?
–preguntó Herminia frunciendo el ceño.
-Hola Herminia, te dejo
a tu ahijado. Se llama Manolo. Ponlo a trabajar y a estudiar que yo no puedo
con mi vida y mucho menos con la de él, algo de ayuda te dará para la casa –le
dijo Toribio.
Toribio dio media
vuelta y se fue, sin darle tiempo a Herminia a que pronunciar alguna palabra,
partió sin despedirse de su hijo. Manolo al escuchar lo que su padre decía y
con la cara llena de lágrimas, recordaba que la hermana de su mamá no era una
buena persona. Parado frente a la puerta y tieso como una estatua, no podía
moverse, no quería entrar.
Pasaron las horas, los
días y los meses, un año y Manolo no tenía noticias de su padre,
definitivamente se había olvidado de él. Manolo vivía muy cansado, trabajaba
mucho y hacía días que no iba a la escuela. De tantas labores que realizaba,
Manolo terminaba el día exhausto. Por las mañanas, Herminia lo zamarreaba y le gritaba
tildándole de holgazán, obligándolo a trabajar desde muy temprano.
-¡Levántate bueno para
nada, son las seis de la mañana y tienes muchas cosas por hacer! ¡Vamos y date
prisa! –le gritaba Herminia.
Sí que era una
pesadilla vivir con esa mujer. En esos momentos y más que nunca, Manolo
extrañaba terriblemente a su madre.
Demasiados males para
un niño tan pequeño. Manolo no aguantaba más el maltrato de su horrible tía y
durante varios meses pensó escaparse e irse muy lejos de allí. Y llegó ese día.
Una medianoche, Manolo agarró panes y frutas y las metió en su mochila, se
abrigó lo más que pudo y a las doce en punto de la noche, cuando su tía estaba
profundamente dormida, ya que escuchaba sus fuertes ronquidos, salió de la casa
en puntas de pie. Manolo abrió la puerta de la calle y huyó velozmente,
corriendo sin parar.
Sin aliento, Manolo llegó
a la playa, se subió a un bote anclado en la orilla del mar y se recostó quedándose
profundamente dormido. Al día siguiente al despertar, la brisa movía sus finos cabellos.
Manolo tenía hambre. Abrió la mochila y comió algo de lo que había llevado. Durante
el día, se dedicó a pasear por la playa y jugar a la pelota con algunos niños que
vivían por la zona. Llegó la noche y otra vez a dormir en el bote. Pasaron los
días y ya no tenía nada para comer. Manolo pedía alimentos, monedas, lo que
fuera, pero sólo le daban céntimos que no alcanzaban para calmar su penuria, la
gente lo mandaba de regreso a su casa, con sus padres, si supieran...
A la mañana siguiente,
Manolo decidió caminar un poco más lejos y ver qué encontraba por otros lares. Luego
de veinte kilómetros de caminata, Manolo llegó a un pequeño pueblo y recorrió sus
calles. Cansado, desolado y hambriento, se detuvo frente a un portón antiguo de
color verde que le trajo su atención. Levantó la mirada y en lo alto, leyó un
letrero que decía: “Bienvenidos al Orfanato Buenaventura”. Manolo escuchó risas
que provenían del interior y como el portón estaba entreabierto, ingresó para
ver de qué se trataba. Le sorprendió ver la inmensa casona colonial de dos
pisos y de grandes ventanales. En el patio, un hermoso jardín, niños por
doquier jugando a la pelota, divirtiéndose, jugando a las escondidas, riéndose,
charlando y leyendo, en fin, muchos niños de todas las edades que al parecer
disfrutaban estar allí. De repente, sin darse cuenta, se le acercó un señor alto
y barrigón que muy amablemente lo saludó.
-¡Hola jovencito! ¿Estás
perdido? ¿Te puedo ayudar en algo? –le preguntó el hombre.
-¿Tiene algo de comer
señor? –fue lo primero que se le ocurrió decir a Manolo.
-¡Claro que sí!, vamos
al comedor, allí tenemos mucha comida.
El señor y Manolo ingresaron
a un gran salón comedor, con muchas bancas como para cientos de personas. Sentado
en un rincón, Manolo esperaba al buen hombre con algo de comida para poder
saciar al fin su hambre. A los pocos minutos, el señor llegó con un plato de sopa.
Manolo agarró la cuchara y sin parar y a toda prisa se comió y bebió la suculenta
sopa llena de verduras y carne sin dejar ningún resto en ella.
-¡Pero caramba que apetito
tiene este jovencito! Creo que no nos hemos presentado aún, me llamo Pablo y
soy el conserje del orfanato Buenaventura, lugar donde te encuentras.
Dime, ¿cómo te llamas y
qué haces por aquí?, y tus padres ¿dónde están? –preguntó el buen conserje.
Manolo se quedó
pensando unos segundos qué respuesta le daría a Pablo. Son muchas preguntas que
me hace este hombre. Si mi madre murió, de mi padre no sé nada y mi tía Herminia,
mejor ni recordarla, mejor decir que no tengo familia. Pero al ver la mirada
dulce del conserje y lo gentil que había sido con él al brindarle un plato de
comida, decidió contarle su historia, desde el fallecimiento de su madre hasta
cómo fue que llegó a Buenaventura.
Al día siguiente muy
acurrucado entre las sábanas blancas, sobre un re confortable colchón, Manolo despertó
enceguecido por los primeros rayos del sol que se colaban por la ranura de la vieja
ventana. Manolo compartía la habitación con dieciséis niños más. Un dormitorio
de paredes blancas con catres enfilados un al lado del otro. Algunos de los
niños ya se habían levantado muy temprano dejando sus camas tendidas, el resto dormía
o estaba recostado en la cama al igual que él.
-¡Levántate que nos han
servido el desayuno y debemos asistir a horario! –le dijo uno de los niños del
orfanato.
-Está bien, voy contigo
–le contestó Manolo al mismo tiempo que se incorporaba de la cama para
alistarse.
Don Pablo, le había
dado unos pijamas para que pudiera dormir por la noche y sobre su cama le había
colocado un uniforme bien planchado y doblado para que se lo pusiera al día
siguiente: un polo y unos pantalones cortos, ¡ah!, y unas zapatillas azules y
medias debajo del catre. Ya en el comedor, estaban todos los niños y niñas sentados
en una mesa larga enfrente de un grupo de adultos. Los adultos eran: la rectora
del orfanato sentada en el centro, cuatro profesores y don Pablo. La señora rectora
se puso de pie y todos los niños y niñas hicieron silencio.
-Buenos días a todos,
como verán, tenemos un nuevo integrante en nuestra familia, su nombre es Manolo
y llegó ayer para quedarse con nosotros –dijo la señora.
Todos los niños le
aplaudieron con mucha alegría. Manolo, se sintió muy sorprendido al ver el
entusiasmo de los niños que lo ovacionaban. Y pensar que recién llegaba al
orfanato. Los días siguientes pasaron rápidamente y Manolo iba creciendo y cultivándose
en los estudios y en la vida personal compartiendo con sus nuevos compañeros y hermanos,
los niños del orfanato Buenaventura.
El domingo era un día muy
especial para los que vivían en Buenaventura, ya que venían organizaciones no
gubernamentales a brindar talleres educativos, artísticos y creativos a los
niños. Manolo estaba muy entusiasmado de asistir a los talleres. Había un
taller de música donde les enseñaban a tocar muchos instrumentos, como la
flauta dulce, el cajón, la guitarra, el violín y el piano. Manolo, prefería tocar
la flauta, por el sonido melodioso que emitía. Había talleres de danza y de artes
plásticas. Para los más grandes, talleres de planes, así se llamaban, les
enseñaban a desarrollar proyectos ecológicos y proyectos de carácter social.
Los voluntarios de la organización venían muy temprano a dictar sus clases y
los niños y niñas hacían cola para anotarse en las distintas actividades que
les ofrecían.
En ocasiones, Manolo pensaba
mucho en su madre y recordaba lo dulce y buena que había sido con él. También
pensaba en su padre y en su tía y cómo logró escapar de esa horrible pesadilla.
Sentado en el banco del salón, se alegraba tanto de haber encontrado el
orfanato Buenaventura y conocer a don Pablo, quién lo alimentó y le abrió las
puertas del lugar. No se imaginó nunca que al llegar allí, cambiaría por
completo su vida.
Manolo pasaba las
tardes en el patio del jardín tocando la flauta dulce. Bajo la sombra del viejo
ombú, Manolo interpretaba las canciones que iba aprendiendo en el taller. Cada
día se perfeccionaba más, los niños del orfanato se agrupaban para verlo y
escucharlo tocar, le pedían que tocara nuevas canciones y juntos bailaban al
compás de la música, zapateando hasta levantar polvo del suelo. Era tal la
alegría que irradiaba Manolo, que hasta él mismo bailaba al tiempo que tocaba su
flauta. A esta fiesta, se sumaban sus tres mejores amigos: Marco, Max y
Felicia, con sus respectivos instrumentos: Felicia con la pandereta, Marco tocaba
el cajón y Max la guitarra. Así transcurría la vida de Manolo en el orfanato
Buenaventura, enlazando almas al ritmo de su música. Manolo sentía que
Buenaventura, era su nueva casa y los que vivían allí eran su nueva familia y
no deseaba irse a ningún otro lugar.
Al pasar los años,
Manolo creció y al cumplir quince, se había convertido en un buenmozo adolescente,
inteligente y amante de la música. Manolo realizaba una actividad nueva, colaboraba
con las organizaciones no gubernamentales en los talleres de enseñanza para los
más pequeños. Había aprendido mucho desde entonces, los niños y niñas le
querían mucho porque le conocían y por la confianza que trasmitía al enseñarles,
guiándolos a alcanzar sus propios sueños.
Llegaron días arduos
para Manolo, de mucho estudio y concentración, ya no solía tocar la flauta
todos los días, ahora estaba preparando su ingreso a la universidad del estado,
quería estudiar ciencias de la administración y como era difícil su ingreso,
debía capacitarse. Manolo quería ver realizado su más preciado sueño, llegar a
dirigir su propia organización y poniéndole el mayor de los esfuerzos sabía que
lo lograría.
Pasaron los años y muchas
cosas sucedieron, como la repentina muerte de Toribio, el padre de Manolo.
Toribio murió en un accidente de tránsito, él estaba borracho y en ese penoso estado
cruzó la calle con el semáforo en rojo, siendo arrollado por un colectivo que
iba a gran velocidad. Un día, por la tarde, la rectora del orfanato llamó a Manolo
a la dirección. Pablo se encontraba allí. Él fue el encargado de entregarle el
comunicado que emitió el Hospital Central, confirmando el fallecimiento de
Toribio. Manolo leyó el documento sin emitir ningún comentario. Manolo se
apenaba mucho del tipo de vida que había elegido su padre y el desenlace que
había sufrido.
Al cumplir la mayoría
de edad, Manolo sabía que tenía que partir de Buenaventura, esta vez, ubicado
en una buena familia que velaría por su bienestar y su formación. Sus nuevos
padres, le ofrecían a Manolo amor y muchos cuidados. Al saber de la partida de
Manolo, los niños del orfanato le organizaron una fiesta sorpresa para su
despedida. Se llevaron a cabo todos los preparativos correspondientes: la torta
decorada, el bufet y el arreglo del salón comedor con guirnaldas de colores y
con un gran cartel que decía: “Hasta siempre Manolo, te queremos”.
Llegada la noche y después
de la cena, los niños le pidieron a Manolo que los deleitara una vez más con el
sonido de su flauta dulce. Corrieron las mesas del comedor y todos los niños y
niñas, jóvenes y adultos pasaron al centro del salón a zapatear y a bailar al compás
de la música. Para sorpresa de Manolo, sus amigos Marco, Max y Felicia llegaron
al convite. Los tres amigos vivían con otras familias, pero al saber de la despedida
que se organizaba para Manolo, decidieron participar y no perderse el momento. Sus
amigos habían llevado sus instrumentos musicales y como en los viejos tiempos,
animaron la fiesta y se quedaron hasta el amanecer.
Los niños del orfanato
recibían las cartas que Manolo enviaba y que eran leídas por Pablo. Allí les
contaba sobre sus avances y estudios en la Universidad. Sí, había ingresado en
el primer puesto en la carrera de ciencias de la administración. Manolo les
contaba de sus viajes de estudio y lo mucho que aprendía en cada ciudad que
visitaba. Con el tiempo, llegó a recibirse con honores y a formar una bella
familia.
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