Elena Virginia Chumpitazi Castillo
Había soñado con este viaje durante
años. Siempre quise experimentar la espiritualidad y la paz de Rishikesh, en la
India. Era temporada alta y, al llegar, me di cuenta de que encontrar
alojamiento sería más difícil de lo que pensaba.
Bajé del tren aquella mañana,
siendo recibida por la cantidad impresionante de turistas y locales que
alimentaban el gran bullicio, el calor era abrumador y el aroma a incienso y
especias llenaba el aire. Decidida, comencé mi búsqueda de alojamiento.
Me dirigí a un acogedor hostal
cerca del Parmarth Niketan Ashram, conocido por su tranquilidad y hermosos
jardines. Al llegar, una amable recepcionista me dio la bienvenida con una
sonrisa apenada, me informó que todas las habitaciones estaban ocupadas.
—Lo siento mucho, pero no tenemos
disponibilidad hasta dentro de una semana.
—Gracias de todos modos —le
respondí.
Las calles estaban llenas de
mercados y tiendas de artesanías. A medida que caminaba me maravillaba con la
belleza y la energía reinante, aunque la preocupación por encontrar un lugar
donde quedarme no me abandonaba.
Pasé por varios hostales y hoteles,
pero en todos recibí la misma respuesta: no había habitaciones disponibles. Me
detuve en una cafetería local para descansar y tomar un chai. Allí conocí
a un mochilero australiano llamado Jack, que también estaba buscando
alojamiento. Conversamos y me dio algunas recomendaciones.
—Es un alojamiento humilde, pero la
gente es muy acogedora.
—Entonces iré, ¿me puedes dar las
indicaciones de cómo llegar?
—¡Vamos juntos! —me dijo.
Al llegar descubrimos que la
habitación ya había sido alquilada a otra persona. Nos miramos con frustración,
sin darnos por vencidos. Luego nos dirigimos al río Ganges, esperando que el
sonido del agua y la tranquilidad que ofrecía nos ayudaran a pensar con
claridad.
Sentados sobre una gran roca junto
al río, cerré los ojos y respiré profundamente, justo cuando comenzaba a
relajarme, un amable monje se nos acercó y nos preguntó si necesitábamos ayuda.
Le expliqué nuestra situación y nos sugirió que visitáramos un pequeño ashram
al otro lado del puente Lakshman Jhula. «Es un espacio acogedor y muy tranquilo»,
nos dijo. «Tal vez encuentren lo que buscan allí».
Agradecidos por la sugerencia, nos
levantamos y cruzamos el puente. La vista panorámica del río y las montañas nos
llenó de esperanza. Al llegar al ashram, fuimos recibidos por un hombre
mayor que parecía estar esperando nuestra llegada. «Bienvenidos», nos dijo con
una sonrisa. «¿En qué puedo ayudarles?».
Le explicamos nuestra necesidad de
encontrar alojamiento. El hombre nos escuchó y nos dijo que, por casualidad,
tenía una última habitación disponible. En ese momento una señora de edad
avanzada llegó y no nos quedó más remedio que ceder ante su necesidad de
alojamiento. La situación nos dejó desanimados y agotados.
Decidimos explorar otros destinos.
Caminamos hacia otro ashram que nos recomendaron. Al llegar, nos
encontramos con un gran evento que ocupaba todas las habitaciones. Con las
piernas cansadas y el ánimo decaído, seguimos buscando. En una esquina del
mercado, conocí a Priya, una joven india que estudiaba en la universidad local.
Nos pusimos a hablar y me contó sobre su pasión por el yoga y la meditación. Nos
dirigimos a las orillas del río, ya que estaba por empezar a dar una clase de
yoga, me invitó a participar y heme ahí «aprendiendo a respirar» algo que había
hecho toda mi vida en forma automática, pero esta vez tomando conciencia de
ello, una de sus frases fue: «La verdadera paz viene de dentro». La frase
resonó profundamente en mí, llenándome de tranquilidad y esperanza para
continuar con nuestra búsqueda.
Caminábamos cansados, poco a poco
el sol se iba escondiendo, Jack y yo decidimos probar suerte en un último hospedaje.
Nos dirigimos a un pequeño hotel boutique que habíamos visto desde el río. Al
llegar, la dueña nos recibió amablemente.
—Solo me queda una habitación
individual —nos dijo.
—Tómala tú, yo pasaré la noche al
aire libre, bajo las estrellas —me dijo Jack, haciendo gala de su
caballerosidad.
Mientras me preparaba para dormir, sentí
mucho agradecimiento por haber encontrado finalmente alojamiento; si bien es
cierto, no había habitación para Jack, las noches eran cálidas al aire libre y
pronto se desocuparía alguna para él.
Al día siguiente, me levanté
temprano y fui a explorar los alrededores, Jack decidió descansar en la terraza
del hotel. Caminando por la selva cercana, me encontré con una pequeña cascada.
Al llegar, me detuve para meditar. Cerré los ojos y dejé que el sonido del agua
me envolviera. Sentí una conexión profunda con la tierra, una sensación de pertenencia
y paz interior.
De regreso al hotel, conocí a
Suresh, un anciano sabio que había vivido allí durante décadas. Cada noche, se
sentaba alrededor de una fogata y compartía historias y enseñanzas con los
residentes. Una noche, me habló de la importancia del desapego y me dijo que la
felicidad no venía de poseer cosas, sino de liberar el corazón de los deseos
innecesarios. Sus palabras me hicieron reconsiderar mis prioridades y la manera
en que me aferraba a ciertos aspectos de mi vida.
Las estrechas calles llenas de vida
eran una caja de sorpresas, un día me encontré con un grupo de jóvenes artistas
callejeros. Se reunían cada tarde para tocar música y bailar. Me uní a ellos y,
en ese momento, entendí la verdadera esencia de la cultura india: la alegría,
la comunidad y la celebración de la vida. La música resonaba en mi corazón y
los ritmos me conectaban profundamente con el lugar y su gente. Una de las
chicas, llamada Asha, me enseñó algunos pasos de baile tradicional. Sentí cómo
mi espíritu se liberaba a través del movimiento.
Luego de unos días conseguí
alojamiento en un pequeño ashram donde conocí a Arjun, un joven monje
que había renunciado a su vida material para dedicarse al servicio. Pasamos
varias tardes conversando sobre filosofía y espiritualidad. Arjun me habló de
la importancia de vivir en el presente y de aceptar la brevedad de la vida.
Esta enseñanza me ayudó a dejar ir el miedo al futuro y disfrutar más de mis
vivencias en el mismo momento.
Un día, durante una ceremonia de
fuego en el ashram, experimenté una epifanía. Mientras las llamas
danzaban y los mantras resonaban en el aire, sentí una profunda gratitud por
todo lo que había vivido hasta ese momento. Comprendí que los obstáculos y
desafíos que enfrenté me habían preparado para este viaje. La incertidumbre, la
desesperación y la perseverancia fueron parte del proceso de crecimiento y
descubrimiento personal.
Cada mañana, despertaba con el
sonido suave de los cantos devocionales que se elevaban desde el templo
cercano. El aire fresco de la montaña y el aroma a sándalo me llenaban de una
paz indescriptible. Caminaba descalza hasta el Ganges y, junto a otros
peregrinos, me sumergía en sus aguas sagradas. Sentía cómo el río lavaba no
solo mi cuerpo, también mis preocupaciones y ansiedades.
A medida que los días pasaban, fui
conociendo a más personas en el ashram. Compartíamos nuestras historias,
risas y sueños. Había viajeros de todo el mundo, cada uno con su propio camino
y búsqueda.
Cuando llegó el momento de partir,
me sentí triste pero llena de muchas experiencias inolvidables que me
acompañarían por mucho tiempo.
Me despedí de mis nuevos amigos. Llena
de gratitud, me subí al tren que me llevaría a mi próximo destino, con un
pedazo de este pueblo en mi corazón.
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