miércoles, 11 de septiembre de 2024

El taxista

Doris Verónica Martínez Méndez


La suave melodía de un piano recorría los rincones del restaurante, mezclándose con las voces y las risas amortiguadas del grupo de caballeros en el salón presidencial. Disfrutaban, avorazados, de los manjares dispuestos sobre la mesa. Los cubiertos de plata rechinaban sobre la vajilla cuando cortaban la carne, tan blanda como mantequilla, que se deshacía en sus bocas soltando su sabor ahumado y suculento. Se relamían sus labios y volvían a tintinear las copas en brindis superfluos. Los meseros se afanaban en ir de aquí para allá con servilismo impecable, ofreciendo vino y trayendo más pan para que terminaran de limpiar los jugos en sus platos y llevar el sabor del ajo y las hierbas de nuevo a su paladar.

Esteban se mantenía abstraído y miraba su comida a medio terminar. Se negó varias veces a que le sirvieran más licor y prefirió tomar un poco de agua de una copa cubierta de gotas condensadas. Julián Ayala notó su preocupación y se inclinó hacia él.

—No me digás que no te gustó la comida —dijo con un tono burlón—, ¿preferís un plato de frijoles y tortillas?

Esteban torció una sonrisa condescendiente y de inmediato recordó el platón rebosante de frijoles enteros, crema agria y queso fresco que le preparaba Catalina, su primera mujer, junto al rimero de tortillas hechas a mano y en comal de barro. El recuerdo del humo de la leña lo devolvió a aquella mesa y negó con la cabeza.

—Es solo que es un poco tarde y no hemos hablado nada del problema que tenemos con el dengue y las lluvias.

—El ministro ya se está encargando de eso, no te preocupés, debe estar esperando el dinero de las donaciones internacionales. Vos solo tenés que pensar en la próxima asamblea y en dar tu voto para los cambios que proponga el gobierno. Hemos recuperado el país de manos de los burgueses, Esteban, debemos hacer todo para mantenerlo.

—Debo irme, Julián —se disculpó Esteban y dejó la servilleta de tela sobre el plato—, Samuelito tuvo fiebre anoche y me gustaría llegar temprano a casa.

—¿No tiene a su nana para que lo cuide?

—Patricia debería ser quien lo cuide —reprochó sin darse cuenta y negó con la cabeza—. Mejor no me hagás caso, Julián, pasé mala noche.

Esteban salió y lo sorprendió la tormenta que se sacudía sobre la ciudad. Acomodó su abrigo de cachemir e hizo el ademán para que el valet trajera su vehículo. Ráfagas de viento empujaban la lluvia sobre su rostro y la calle principal parecía la corriente de un río revuelto. Los vehículos pequeños se habían detenido con sus luces intermitentes para evitar el raudal en la intersección y los motociclistas se refugiaban debajo del baipás dos cuadras adelante. Pronto llegó una imponente camioneta BMW y Esteban agradeció al empleado con una propina de veinte dólares, haciéndolo sonreír. Condujo con precaución para esquivar los baches que ya conocía de memoria. Se detuvo en el semáforo donde notó a un hombre luchando por cubrir la mercadería que buscaba vender. No muy lejos de él, dos niños, artistas callejeros de rostro pintado, se refugiaban bajo una vieja parada de autobús, tiritando de frío.

—Hoy no pude vender mucho —le dijo su joven esposa mientras servía la cena: un plato de huevos revueltos, frijoles y plátano frito—, llovió durante horas y tuvimos que cerrar nuestros puestos.

—Tampoco tuve suerte con el taxi —se lamentó y partió una tortilla—, las calles estaban inundadas, no podía arriesgarme a ahogar el motor.

—Bueno, no te preocupés, no puede llover para siempre.

Esteban notó algunas gotas cayendo sobre su plato y miró al techo.

—No podemos tener tan mala suerte, Catita.

—Pasate acá —señaló ella con buen humor y colocó una olla de aluminio para recoger el agua que caía cada vez con más prisa—. Iré a ver a Mateo, terminá de comer.

Esteban detuvo su auto frente a una residencia de dos pisos y fachada francesa. Oprimió un botón que abrió el portón eléctrico. Varios empleados lo recibieron al entrar a la casa, una le retiró el abrigo y el otro le ofreció el periódico.

—¿Dónde está Patricia?

—Salió —respondió la mucama sin esconder un rostro afligido—. Señor, Samuelito ha seguido con fiebre y no ha querido comer.

—¿Le han dado su medicina? —preguntó y se apresuró a las escaleras.

—Sí, Margarita logró que la tomara hace poco. Ahora duerme.

Esteban entró a la habitación del niño y encontró el televisor encendido y varios juguetes dispersos por el piso. Un pequeño de cuatro años dormía hecho un ovillo, tenía una tableta digital a su lado y vestía un pijama del Hombre Araña. Se acercó y notó el rubor febril en su rostro, quemaba al tacto, por lo que se levantó para buscar su celular y hacer una llamada, sin poder evitar que los recuerdos se abarrotaran en su cabeza.

—Mateo está prendido en calentura, Esteban —le dijo Catalina al salir del cuarto y buscó en la alacena un frasco de medicina, encontrándolo vacío—. Mejor vamos al hospital.

Esteban se levantó de la mesa y salió al cuarto a buscar al niño. La habitación estaba fría y se sentía el olor de la humedad en el ladrillo rojo de las paredes. Levantó al pequeño de dos años y lo cargó contra su hombro derecho, quemándole la piel. Tenía el suave perfume de la colonia de bebé que le ponía Catalina y el olor ahumado de su ropa a causa de la cocina de leña. Su mujer le puso una manta encima y salieron bajo la lluvia hacia el centro de salud. Esperaron cuatro horas para ser atendidos, entre el llanto interminable de otros niños, toses y mocos, vómitos en proyectil y evacuaciones fétidas. Catalina amamantaba a su hijo mientras le recitaba canciones y melodías con una sonrisa que en vano intentaba esconder su aflicción.

En menos de una hora, Samuel se encontraba en una habitación privada del hospital. Patricia llegó y dejó el bolso sobre un mueble y resonaron sus brazaletes al acomodarse los cabellos rizados y rubios en un moño alto.

—¿Esta era la mejor habitación disponible? —preguntó mientras daba un vistazo alrededor.

—¿Dónde demonios estabas? —reprochó Esteban.

—Tenía un almuerzo con unas amigas y la lluvia me retuvo, ya te lo dije.

—¿No vas a preguntar por tu hijo?

—Ya me has contado todo por teléfono, Esteban, pienso que estás exagerando —murmuró y se acercó al niño, quien jugaba despreocupado en su tableta digital, para darle un beso sobre sus cabellos rubios.

El médico entró a la habitación y tomó una media hora en dar explicaciones detalladas sobre el estado de salud de su paciente y hacer algunos comentarios zalameros. Esteban se mantuvo ensimismado, en su cabeza solo escuchaba la melodía rota que tarareaba Catalina años atrás a su hijo enfermo.

—Hay que esperar —explicó el médico del centro de salud al revisarlo en un viejo diván de tela rasgada, usando una lámpara de mano que apenas encendía con algunos golpes—. Solo pueden usar paracetamol, pero van a tener que comprarlo porque se ha agotado en este centro.

—¿Cómo siguió tu hijo? —preguntó Julián mientras tomaban un café en un bistró cerca del centro legislativo.

—El médico dice que es dengue. Te dije, Julián, no están haciendo ni mierda para enfrentar la epidemia. No me quiero imaginar cómo estarán los hospitales públicos.

—Samuelito no está en un hospital público.

—Mateo lo estuvo —recordó él con sus ojos húmedos—. Cuando acepté trabajar contigo para levantar este gobierno, Julián, me dijiste que las cosas iban a cambiar.

—Están cambiando, Esteban, pero no es algo de la noche a la mañana —insistió Julián y se acercó en confidencia—. Lo que no podemos permitir es que interrumpan los avances que se están haciendo. El viernes es la asamblea y debemos lograr la mayoría de los votos para prolongar el mandato. Necesitamos otro periodo o los hambreados de la oposición harán de las suyas.

Esteban tomó de aquella minúscula taza y echó de menos el aroma del café de olla en su tazón de barro. Salieron de aquel sitio y un mendigo en la calle se les acercó.

—¿Una monedita, patroncito?

—No tengo —negó Julián sin darle una mirada y acomodó su saco.

Esteban buscó en sus bolsillos y le extendió un billete de cincuenta dólares, dejando a aquel hombre, harapiento y sucio, con una expresión atónita.

—Que no te vea Patricia malgastando el dinero así —recomendó Julián y puso la mano sobre su hombro para caminar con él—. Mirá, Esteban, yo te conozco. Tenés esa misma mirada que tenías hace diez años cuando me subí a tu taxi. Tu suerte era otra, la misma de muchos que buscaban un cambio. No te fallé cuando te dije que harías la diferencia. Mirate ahora, no podés comparar tu vida a la que tuviste. No te das cuenta, pero estoy seguro de que mucha gente dice lo mismo, gracias a lo que hemos hecho. Tenemos que ir por más.

Esteban llegó al hospital y encontró a su hijo dormido en su cama. Patricia estaba recostada en el sillón, viendo su celular.

—¿Cómo ha seguido?

—Bien, ya no tuvo fiebre. Tuvo dolor de estómago, pero luego se quedó dormido —dijo y se levantó para desperezarse—. Creo que hoy podría ir a dormir a la casa, Margarita puede venir a cuidarlo.

—¿Cómo decís eso? Una desconocida no puede quedarse con Samuelito.

—Es su nana, Esteban, no sería primera vez —insistió y se arregló frente al espejo—. Yo estoy agotada, necesito ir a casa y descansar un poco.

—Entonces vete, yo me quedo con él.

—Tienes trabajo mañana, Esteban, la asamblea es en dos días. Julián dice que es muy importante tu voto. De eso depende que otros te sigan.

—¿Cuándo hablaste con Julián?

—Llamó para saludar y preguntarme por el niño, lo has puesto nervioso exagerando las cosas.

Esteban le dio un beso a su hijo. Notó sus manos frías y pálidas y lo abrigó con una manta.

—La habitación es cómoda, Patricia, estaré bien.

Después de un rato llegó el servicio de alimentación. Esteban se acercó a Samuel para intentar despertarlo y notó su respiración agitada. Tocó su rostro: no había fiebre. Sus labios se veían azulados y llamó al médico con urgencia.

—¿Hace cuánto está así? —preguntó al examinarlo.

—Hará una hora vine y sentí sus manos heladas, pero pensé que era por el aire acondicionado.

En un parpadeo fue trasladado a cuidados intensivos. Esteban caminaba de un lado a otro con el celular en la mano: no podía contactar a Patricia. Su mente viajaba a los rincones que había querido enterrar.

—Su hijo está muy delicado, crítico, pero no hay cupos en cuidados intensivos —dijo una doctora en el hospital nacional de niños diez años atrás y él solo pudo sostener el cuerpo frágil de Catalina.

Aquella sala de emergencias estaba desordenada y llena de infantes que compartían camas, por no haber más espacios. Los médicos residentes iban de un lado a otro, con sus batas desarregladas y rostros agotados. Se escuchaba una sinfonía de llantos, risas, pitidos de aparatos y teléfonos timbrando. Detrás de las cortinas yacía el pequeño Mateo perdiendo la batalla, pese a la ayuda del practicante inexperto que apretaba el dispositivo manual de ventilación para insuflar sus pulmones enfermos.

La lujosa sala de espera afuera de cuidados intensivos se hacía más grande y fría con el paso de las horas. Aquel desasosiego y soledad lo llevaban al recuerdo de su primera mujer.

—Me voy, Esteban —dijo Catalina una noche, después de que él llegó en un traje elegante y con olor a trago—. No puedo vivir así.

—¿Cómo decís eso? La vida nos está cambiando, Catalina.

—Te está cambiando a vos y yo no puedo seguir viendo cómo lo hace.

—No lo entendés, ¡estamos cerca de tener el poder de ayudar a otros!

—Todos llegan al poder diciendo eso, pero se estancan en ayudarse a sí mismos y es lo que te está pasando.

—¿Qué tiene de malo? No quiero que nos vuelva a pasar lo mismo.

—El dinero no puede deshacer lo que ocurrió y tampoco podrá evitar que suceda lo que sea de Dios que pase, Esteban.

—Si es de Dios que te vayás, entonces vete.

Esteban condujo enloquecido hasta su casa, después de la terrible noticia. No se detuvo a estacionar el auto en la cochera y entró por la puerta de servicio sin notar los platos y las copas de vino sobre la mesa. Subió con largas zancadas y abrió la puerta de su habitación. Julián y Patricia se sobresaltaron y antes de que pudieran reaccionar, Esteban salió de la casa y nadie pudo encontrarlo ni para darle razón del funeral de Samuel.

La tarde del viernes, reunidos todos en la asamblea del palacio legislativo para definir la nueva ley de los mandatos presidenciales, se presentó Esteban ante la sorpresa de muchos. Su voto logró que los detractores tomaran ánimo y se salvaguardara la constitución, prevaleciendo la democracia. Pasado un tiempo, se dedicó a exponer la realidad de los centros asistenciales que colapsaban por los casos de dengue y la malversación de fondos y donaciones destinados para mitigar desastres por lluvias, fracturando la credibilidad del gobierno. Luego de dejar a escrutinio público aquella delegación, Esteban abandonó su carrera política.

—Por supuesto que lo persiguieron. Hay quienes dicen que lo hicieron desaparecer, otros aseguran que la oposición lo ayudó a huir del país —contó aquel taxista a la mujer que había transportado al hospital.

—¿Usted qué cree?

—¿Yo? No soy el más adecuado para suponer su destino.

—Pues yo espero que se haya redimido y tenga paz, o ¿qué sentido tendría todo lo sucedido?

—Quizás el propósito de la historia es explorar lo que haríamos si tuviéramos el poder sobre otros, por mucho o poco que sea.

La mujer sonrió y se bajó del auto para entrar al hospital. Sonó el teléfono del taxista y dibujó una sonrisa al ver el nombre en la pantalla: «Catita».

—Estoy saliendo para la casa en este momento —dijo al contestar y miró alrededor para dar la vuelta al bulevar—. ¡Frijolitos con tortilla me parece perfecto!

No hay comentarios:

Publicar un comentario