jueves, 12 de septiembre de 2024

Una aventura en Rishikesh

Elena Virginia Chumpitazi Castillo


Había soñado con este viaje durante años. Siempre quise experimentar la espiritualidad y la paz de Rishikesh, en la India. Era temporada alta y, al llegar, me di cuenta de que encontrar alojamiento sería más difícil de lo que pensaba.

Bajé del tren aquella mañana, siendo recibida por la cantidad impresionante de turistas y locales que alimentaban el gran bullicio, el calor era abrumador y el aroma a incienso y especias llenaba el aire. Decidida, comencé mi búsqueda de alojamiento.

Me dirigí a un acogedor hostal cerca del Parmarth Niketan Ashram, conocido por su tranquilidad y hermosos jardines. Al llegar, una amable recepcionista me dio la bienvenida con una sonrisa apenada, me informó que todas las habitaciones estaban ocupadas.

—Lo siento mucho, pero no tenemos disponibilidad hasta dentro de una semana.

—Gracias de todos modos —le respondí.

Las calles estaban llenas de mercados y tiendas de artesanías. A medida que caminaba me maravillaba con la belleza y la energía reinante, aunque la preocupación por encontrar un lugar donde quedarme no me abandonaba.

Pasé por varios hostales y hoteles, pero en todos recibí la misma respuesta: no había habitaciones disponibles. Me detuve en una cafetería local para descansar y tomar un chai. Allí conocí a un mochilero australiano llamado Jack, que también estaba buscando alojamiento. Conversamos y me dio algunas recomendaciones.

—Es un alojamiento humilde, pero la gente es muy acogedora.

—Entonces iré, ¿me puedes dar las indicaciones de cómo llegar?

—¡Vamos juntos! —me dijo.

Al llegar descubrimos que la habitación ya había sido alquilada a otra persona. Nos miramos con frustración, sin darnos por vencidos. Luego nos dirigimos al río Ganges, esperando que el sonido del agua y la tranquilidad que ofrecía nos ayudaran a pensar con claridad.

Sentados sobre una gran roca junto al río, cerré los ojos y respiré profundamente, justo cuando comenzaba a relajarme, un amable monje se nos acercó y nos preguntó si necesitábamos ayuda. Le expliqué nuestra situación y nos sugirió que visitáramos un pequeño ashram al otro lado del puente Lakshman Jhula. «Es un espacio acogedor y muy tranquilo», nos dijo. «Tal vez encuentren lo que buscan allí».

Agradecidos por la sugerencia, nos levantamos y cruzamos el puente. La vista panorámica del río y las montañas nos llenó de esperanza. Al llegar al ashram, fuimos recibidos por un hombre mayor que parecía estar esperando nuestra llegada. «Bienvenidos», nos dijo con una sonrisa. «¿En qué puedo ayudarles?».

Le explicamos nuestra necesidad de encontrar alojamiento. El hombre nos escuchó y nos dijo que, por casualidad, tenía una última habitación disponible. En ese momento una señora de edad avanzada llegó y no nos quedó más remedio que ceder ante su necesidad de alojamiento. La situación nos dejó desanimados y agotados.

Decidimos explorar otros destinos. Caminamos hacia otro ashram que nos recomendaron. Al llegar, nos encontramos con un gran evento que ocupaba todas las habitaciones. Con las piernas cansadas y el ánimo decaído, seguimos buscando. En una esquina del mercado, conocí a Priya, una joven india que estudiaba en la universidad local. Nos pusimos a hablar y me contó sobre su pasión por el yoga y la meditación. Nos dirigimos a las orillas del río, ya que estaba por empezar a dar una clase de yoga, me invitó a participar y heme ahí «aprendiendo a respirar» algo que había hecho toda mi vida en forma automática, pero esta vez tomando conciencia de ello, una de sus frases fue: «La verdadera paz viene de dentro». La frase resonó profundamente en mí, llenándome de tranquilidad y esperanza para continuar con nuestra búsqueda.

Caminábamos cansados, poco a poco el sol se iba escondiendo, Jack y yo decidimos probar suerte en un último hospedaje. Nos dirigimos a un pequeño hotel boutique que habíamos visto desde el río. Al llegar, la dueña nos recibió amablemente.

—Solo me queda una habitación individual —nos dijo.

—Tómala tú, yo pasaré la noche al aire libre, bajo las estrellas —me dijo Jack, haciendo gala de su caballerosidad.

Mientras me preparaba para dormir, sentí mucho agradecimiento por haber encontrado finalmente alojamiento; si bien es cierto, no había habitación para Jack, las noches eran cálidas al aire libre y pronto se desocuparía alguna para él.

Al día siguiente, me levanté temprano y fui a explorar los alrededores, Jack decidió descansar en la terraza del hotel. Caminando por la selva cercana, me encontré con una pequeña cascada. Al llegar, me detuve para meditar. Cerré los ojos y dejé que el sonido del agua me envolviera. Sentí una conexión profunda con la tierra, una sensación de pertenencia y paz interior.

De regreso al hotel, conocí a Suresh, un anciano sabio que había vivido allí durante décadas. Cada noche, se sentaba alrededor de una fogata y compartía historias y enseñanzas con los residentes. Una noche, me habló de la importancia del desapego y me dijo que la felicidad no venía de poseer cosas, sino de liberar el corazón de los deseos innecesarios. Sus palabras me hicieron reconsiderar mis prioridades y la manera en que me aferraba a ciertos aspectos de mi vida.

Las estrechas calles llenas de vida eran una caja de sorpresas, un día me encontré con un grupo de jóvenes artistas callejeros. Se reunían cada tarde para tocar música y bailar. Me uní a ellos y, en ese momento, entendí la verdadera esencia de la cultura india: la alegría, la comunidad y la celebración de la vida. La música resonaba en mi corazón y los ritmos me conectaban profundamente con el lugar y su gente. Una de las chicas, llamada Asha, me enseñó algunos pasos de baile tradicional. Sentí cómo mi espíritu se liberaba a través del movimiento.

Luego de unos días conseguí alojamiento en un pequeño ashram donde conocí a Arjun, un joven monje que había renunciado a su vida material para dedicarse al servicio. Pasamos varias tardes conversando sobre filosofía y espiritualidad. Arjun me habló de la importancia de vivir en el presente y de aceptar la brevedad de la vida. Esta enseñanza me ayudó a dejar ir el miedo al futuro y disfrutar más de mis vivencias en el mismo momento.

Un día, durante una ceremonia de fuego en el ashram, experimenté una epifanía. Mientras las llamas danzaban y los mantras resonaban en el aire, sentí una profunda gratitud por todo lo que había vivido hasta ese momento. Comprendí que los obstáculos y desafíos que enfrenté me habían preparado para este viaje. La incertidumbre, la desesperación y la perseverancia fueron parte del proceso de crecimiento y descubrimiento personal.

Cada mañana, despertaba con el sonido suave de los cantos devocionales que se elevaban desde el templo cercano. El aire fresco de la montaña y el aroma a sándalo me llenaban de una paz indescriptible. Caminaba descalza hasta el Ganges y, junto a otros peregrinos, me sumergía en sus aguas sagradas. Sentía cómo el río lavaba no solo mi cuerpo, también mis preocupaciones y ansiedades.

A medida que los días pasaban, fui conociendo a más personas en el ashram. Compartíamos nuestras historias, risas y sueños. Había viajeros de todo el mundo, cada uno con su propio camino y búsqueda.

Cuando llegó el momento de partir, me sentí triste pero llena de muchas experiencias inolvidables que me acompañarían por mucho tiempo.

Me despedí de mis nuevos amigos. Llena de gratitud, me subí al tren que me llevaría a mi próximo destino, con un pedazo de este pueblo en mi corazón.

miércoles, 11 de septiembre de 2024

El taxista

Doris Verónica Martínez Méndez


La suave melodía de un piano recorría los rincones del restaurante, mezclándose con las voces y las risas amortiguadas del grupo de caballeros en el salón presidencial. Disfrutaban, avorazados, de los manjares dispuestos sobre la mesa. Los cubiertos de plata rechinaban sobre la vajilla cuando cortaban la carne, tan blanda como mantequilla, que se deshacía en sus bocas soltando su sabor ahumado y suculento. Se relamían sus labios y volvían a tintinear las copas en brindis superfluos. Los meseros se afanaban en ir de aquí para allá con servilismo impecable, ofreciendo vino y trayendo más pan para que terminaran de limpiar los jugos en sus platos y llevar el sabor del ajo y las hierbas de nuevo a su paladar.

Esteban se mantenía abstraído y miraba su comida a medio terminar. Se negó varias veces a que le sirvieran más licor y prefirió tomar un poco de agua de una copa cubierta de gotas condensadas. Julián Ayala notó su preocupación y se inclinó hacia él.

—No me digás que no te gustó la comida —dijo con un tono burlón—, ¿preferís un plato de frijoles y tortillas?

Esteban torció una sonrisa condescendiente y de inmediato recordó el platón rebosante de frijoles enteros, crema agria y queso fresco que le preparaba Catalina, su primera mujer, junto al rimero de tortillas hechas a mano y en comal de barro. El recuerdo del humo de la leña lo devolvió a aquella mesa y negó con la cabeza.

—Es solo que es un poco tarde y no hemos hablado nada del problema que tenemos con el dengue y las lluvias.

—El ministro ya se está encargando de eso, no te preocupés, debe estar esperando el dinero de las donaciones internacionales. Vos solo tenés que pensar en la próxima asamblea y en dar tu voto para los cambios que proponga el gobierno. Hemos recuperado el país de manos de los burgueses, Esteban, debemos hacer todo para mantenerlo.

—Debo irme, Julián —se disculpó Esteban y dejó la servilleta de tela sobre el plato—, Samuelito tuvo fiebre anoche y me gustaría llegar temprano a casa.

—¿No tiene a su nana para que lo cuide?

—Patricia debería ser quien lo cuide —reprochó sin darse cuenta y negó con la cabeza—. Mejor no me hagás caso, Julián, pasé mala noche.

Esteban salió y lo sorprendió la tormenta que se sacudía sobre la ciudad. Acomodó su abrigo de cachemir e hizo el ademán para que el valet trajera su vehículo. Ráfagas de viento empujaban la lluvia sobre su rostro y la calle principal parecía la corriente de un río revuelto. Los vehículos pequeños se habían detenido con sus luces intermitentes para evitar el raudal en la intersección y los motociclistas se refugiaban debajo del baipás dos cuadras adelante. Pronto llegó una imponente camioneta BMW y Esteban agradeció al empleado con una propina de veinte dólares, haciéndolo sonreír. Condujo con precaución para esquivar los baches que ya conocía de memoria. Se detuvo en el semáforo donde notó a un hombre luchando por cubrir la mercadería que buscaba vender. No muy lejos de él, dos niños, artistas callejeros de rostro pintado, se refugiaban bajo una vieja parada de autobús, tiritando de frío.

—Hoy no pude vender mucho —le dijo su joven esposa mientras servía la cena: un plato de huevos revueltos, frijoles y plátano frito—, llovió durante horas y tuvimos que cerrar nuestros puestos.

—Tampoco tuve suerte con el taxi —se lamentó y partió una tortilla—, las calles estaban inundadas, no podía arriesgarme a ahogar el motor.

—Bueno, no te preocupés, no puede llover para siempre.

Esteban notó algunas gotas cayendo sobre su plato y miró al techo.

—No podemos tener tan mala suerte, Catita.

—Pasate acá —señaló ella con buen humor y colocó una olla de aluminio para recoger el agua que caía cada vez con más prisa—. Iré a ver a Mateo, terminá de comer.

Esteban detuvo su auto frente a una residencia de dos pisos y fachada francesa. Oprimió un botón que abrió el portón eléctrico. Varios empleados lo recibieron al entrar a la casa, una le retiró el abrigo y el otro le ofreció el periódico.

—¿Dónde está Patricia?

—Salió —respondió la mucama sin esconder un rostro afligido—. Señor, Samuelito ha seguido con fiebre y no ha querido comer.

—¿Le han dado su medicina? —preguntó y se apresuró a las escaleras.

—Sí, Margarita logró que la tomara hace poco. Ahora duerme.

Esteban entró a la habitación del niño y encontró el televisor encendido y varios juguetes dispersos por el piso. Un pequeño de cuatro años dormía hecho un ovillo, tenía una tableta digital a su lado y vestía un pijama del Hombre Araña. Se acercó y notó el rubor febril en su rostro, quemaba al tacto, por lo que se levantó para buscar su celular y hacer una llamada, sin poder evitar que los recuerdos se abarrotaran en su cabeza.

—Mateo está prendido en calentura, Esteban —le dijo Catalina al salir del cuarto y buscó en la alacena un frasco de medicina, encontrándolo vacío—. Mejor vamos al hospital.

Esteban se levantó de la mesa y salió al cuarto a buscar al niño. La habitación estaba fría y se sentía el olor de la humedad en el ladrillo rojo de las paredes. Levantó al pequeño de dos años y lo cargó contra su hombro derecho, quemándole la piel. Tenía el suave perfume de la colonia de bebé que le ponía Catalina y el olor ahumado de su ropa a causa de la cocina de leña. Su mujer le puso una manta encima y salieron bajo la lluvia hacia el centro de salud. Esperaron cuatro horas para ser atendidos, entre el llanto interminable de otros niños, toses y mocos, vómitos en proyectil y evacuaciones fétidas. Catalina amamantaba a su hijo mientras le recitaba canciones y melodías con una sonrisa que en vano intentaba esconder su aflicción.

En menos de una hora, Samuel se encontraba en una habitación privada del hospital. Patricia llegó y dejó el bolso sobre un mueble y resonaron sus brazaletes al acomodarse los cabellos rizados y rubios en un moño alto.

—¿Esta era la mejor habitación disponible? —preguntó mientras daba un vistazo alrededor.

—¿Dónde demonios estabas? —reprochó Esteban.

—Tenía un almuerzo con unas amigas y la lluvia me retuvo, ya te lo dije.

—¿No vas a preguntar por tu hijo?

—Ya me has contado todo por teléfono, Esteban, pienso que estás exagerando —murmuró y se acercó al niño, quien jugaba despreocupado en su tableta digital, para darle un beso sobre sus cabellos rubios.

El médico entró a la habitación y tomó una media hora en dar explicaciones detalladas sobre el estado de salud de su paciente y hacer algunos comentarios zalameros. Esteban se mantuvo ensimismado, en su cabeza solo escuchaba la melodía rota que tarareaba Catalina años atrás a su hijo enfermo.

—Hay que esperar —explicó el médico del centro de salud al revisarlo en un viejo diván de tela rasgada, usando una lámpara de mano que apenas encendía con algunos golpes—. Solo pueden usar paracetamol, pero van a tener que comprarlo porque se ha agotado en este centro.

—¿Cómo siguió tu hijo? —preguntó Julián mientras tomaban un café en un bistró cerca del centro legislativo.

—El médico dice que es dengue. Te dije, Julián, no están haciendo ni mierda para enfrentar la epidemia. No me quiero imaginar cómo estarán los hospitales públicos.

—Samuelito no está en un hospital público.

—Mateo lo estuvo —recordó él con sus ojos húmedos—. Cuando acepté trabajar contigo para levantar este gobierno, Julián, me dijiste que las cosas iban a cambiar.

—Están cambiando, Esteban, pero no es algo de la noche a la mañana —insistió Julián y se acercó en confidencia—. Lo que no podemos permitir es que interrumpan los avances que se están haciendo. El viernes es la asamblea y debemos lograr la mayoría de los votos para prolongar el mandato. Necesitamos otro periodo o los hambreados de la oposición harán de las suyas.

Esteban tomó de aquella minúscula taza y echó de menos el aroma del café de olla en su tazón de barro. Salieron de aquel sitio y un mendigo en la calle se les acercó.

—¿Una monedita, patroncito?

—No tengo —negó Julián sin darle una mirada y acomodó su saco.

Esteban buscó en sus bolsillos y le extendió un billete de cincuenta dólares, dejando a aquel hombre, harapiento y sucio, con una expresión atónita.

—Que no te vea Patricia malgastando el dinero así —recomendó Julián y puso la mano sobre su hombro para caminar con él—. Mirá, Esteban, yo te conozco. Tenés esa misma mirada que tenías hace diez años cuando me subí a tu taxi. Tu suerte era otra, la misma de muchos que buscaban un cambio. No te fallé cuando te dije que harías la diferencia. Mirate ahora, no podés comparar tu vida a la que tuviste. No te das cuenta, pero estoy seguro de que mucha gente dice lo mismo, gracias a lo que hemos hecho. Tenemos que ir por más.

Esteban llegó al hospital y encontró a su hijo dormido en su cama. Patricia estaba recostada en el sillón, viendo su celular.

—¿Cómo ha seguido?

—Bien, ya no tuvo fiebre. Tuvo dolor de estómago, pero luego se quedó dormido —dijo y se levantó para desperezarse—. Creo que hoy podría ir a dormir a la casa, Margarita puede venir a cuidarlo.

—¿Cómo decís eso? Una desconocida no puede quedarse con Samuelito.

—Es su nana, Esteban, no sería primera vez —insistió y se arregló frente al espejo—. Yo estoy agotada, necesito ir a casa y descansar un poco.

—Entonces vete, yo me quedo con él.

—Tienes trabajo mañana, Esteban, la asamblea es en dos días. Julián dice que es muy importante tu voto. De eso depende que otros te sigan.

—¿Cuándo hablaste con Julián?

—Llamó para saludar y preguntarme por el niño, lo has puesto nervioso exagerando las cosas.

Esteban le dio un beso a su hijo. Notó sus manos frías y pálidas y lo abrigó con una manta.

—La habitación es cómoda, Patricia, estaré bien.

Después de un rato llegó el servicio de alimentación. Esteban se acercó a Samuel para intentar despertarlo y notó su respiración agitada. Tocó su rostro: no había fiebre. Sus labios se veían azulados y llamó al médico con urgencia.

—¿Hace cuánto está así? —preguntó al examinarlo.

—Hará una hora vine y sentí sus manos heladas, pero pensé que era por el aire acondicionado.

En un parpadeo fue trasladado a cuidados intensivos. Esteban caminaba de un lado a otro con el celular en la mano: no podía contactar a Patricia. Su mente viajaba a los rincones que había querido enterrar.

—Su hijo está muy delicado, crítico, pero no hay cupos en cuidados intensivos —dijo una doctora en el hospital nacional de niños diez años atrás y él solo pudo sostener el cuerpo frágil de Catalina.

Aquella sala de emergencias estaba desordenada y llena de infantes que compartían camas, por no haber más espacios. Los médicos residentes iban de un lado a otro, con sus batas desarregladas y rostros agotados. Se escuchaba una sinfonía de llantos, risas, pitidos de aparatos y teléfonos timbrando. Detrás de las cortinas yacía el pequeño Mateo perdiendo la batalla, pese a la ayuda del practicante inexperto que apretaba el dispositivo manual de ventilación para insuflar sus pulmones enfermos.

La lujosa sala de espera afuera de cuidados intensivos se hacía más grande y fría con el paso de las horas. Aquel desasosiego y soledad lo llevaban al recuerdo de su primera mujer.

—Me voy, Esteban —dijo Catalina una noche, después de que él llegó en un traje elegante y con olor a trago—. No puedo vivir así.

—¿Cómo decís eso? La vida nos está cambiando, Catalina.

—Te está cambiando a vos y yo no puedo seguir viendo cómo lo hace.

—No lo entendés, ¡estamos cerca de tener el poder de ayudar a otros!

—Todos llegan al poder diciendo eso, pero se estancan en ayudarse a sí mismos y es lo que te está pasando.

—¿Qué tiene de malo? No quiero que nos vuelva a pasar lo mismo.

—El dinero no puede deshacer lo que ocurrió y tampoco podrá evitar que suceda lo que sea de Dios que pase, Esteban.

—Si es de Dios que te vayás, entonces vete.

Esteban condujo enloquecido hasta su casa, después de la terrible noticia. No se detuvo a estacionar el auto en la cochera y entró por la puerta de servicio sin notar los platos y las copas de vino sobre la mesa. Subió con largas zancadas y abrió la puerta de su habitación. Julián y Patricia se sobresaltaron y antes de que pudieran reaccionar, Esteban salió de la casa y nadie pudo encontrarlo ni para darle razón del funeral de Samuel.

La tarde del viernes, reunidos todos en la asamblea del palacio legislativo para definir la nueva ley de los mandatos presidenciales, se presentó Esteban ante la sorpresa de muchos. Su voto logró que los detractores tomaran ánimo y se salvaguardara la constitución, prevaleciendo la democracia. Pasado un tiempo, se dedicó a exponer la realidad de los centros asistenciales que colapsaban por los casos de dengue y la malversación de fondos y donaciones destinados para mitigar desastres por lluvias, fracturando la credibilidad del gobierno. Luego de dejar a escrutinio público aquella delegación, Esteban abandonó su carrera política.

—Por supuesto que lo persiguieron. Hay quienes dicen que lo hicieron desaparecer, otros aseguran que la oposición lo ayudó a huir del país —contó aquel taxista a la mujer que había transportado al hospital.

—¿Usted qué cree?

—¿Yo? No soy el más adecuado para suponer su destino.

—Pues yo espero que se haya redimido y tenga paz, o ¿qué sentido tendría todo lo sucedido?

—Quizás el propósito de la historia es explorar lo que haríamos si tuviéramos el poder sobre otros, por mucho o poco que sea.

La mujer sonrió y se bajó del auto para entrar al hospital. Sonó el teléfono del taxista y dibujó una sonrisa al ver el nombre en la pantalla: «Catita».

—Estoy saliendo para la casa en este momento —dijo al contestar y miró alrededor para dar la vuelta al bulevar—. ¡Frijolitos con tortilla me parece perfecto!

lunes, 2 de septiembre de 2024

Mala hierba

Lucía Yolanda Alonso Olvera


Calculo que llevo al menos tres días tirado sin poder levantarme, me duele todo el cuerpo, huelo mal, no he tenido fuerza ni para ir al baño. Me he orinado en la cama varias veces. Estoy hecho una mierda, siento la cara hinchada de la madriza que me dieron. Recuerdo que me pateó fuerte en el estómago, lo siento inflamado y me punza cuando respiro. No hay un solo pedazo de mi ser que no sienta dolor. Sin duda esto es lo que me merezco. He escuchado en sueños a mi madre repitiéndome que estoy pagando todo el daño y el mal que he hecho a los que me rodean. Maldita sea esa voz que me retumba cuando trato de descansar. Me lo dijo muchas veces y ahora no tengo manera de callarla en mi cabeza.

Quisiera morirme, no tengo fuerzas ni para levantarme de esta asquerosa cama que huele tan mal y está húmeda de tanto mearme encima.

Estoy solo, en este cuarto de azotea oscuro y espantoso donde vivo desde hace varios años, escucho a las ratas chillar y correr debajo de la cama, ¡qué repulsión!, ya no tengo a nadie y he perdido todo de nuevo. Las lágrimas no paran de brotar de mis ojos, me doy lástima.  

Lo único que me queda es hacer un recuento y arrepentirme para morir, si es que tengo suerte y acaban pronto mis días aquí como un perro abandonado.

No sé cuándo empecé a ser un gañán, desde muy chico he tenido muy mal carácter y siempre fui grosero con las mujeres, nunca las aprecié ni las respeté, excepto a mi madre que me consentía y me toleró toda clase de majaderías con las sirvientas y con mis hermanas.

¿Qué será de ambas víboras a quienes les hice tanto daño? Seguro que estarán bien, las dos consiguieron tener vidas prósperas, son profesionistas exitosas, unas burguesas de mierda a las que aborrezco. No son como yo, que tiré mi existencia al basurero, y estoy aquí en esta cloaca muriéndome del asco, en la pobreza y en la soledad más absoluta.

¿Dónde torcí el camino? ¿Por qué me empeñé en arruinarme la vida sabiendo que lo estaba haciendo?

Mis padres tuvieron gran parte de culpa, de niño me permitieron ser un patán, solo porque fui el alumno más destacado de la escuela y les llevaba las calificaciones más altas de la clase. Recuerdo al maestro Feliciano que tuve en la primaria, siempre me ponía de ejemplo en matemáticas y física, porque todos los problemas los resolvía en un santiamén. Nunca fui un pendejo, ni un mediocre, todos me envidiaban por mi talento e inteligencia. Pude haber llegado muy lejos si no me hubiera topado con tanta gente estúpida y viejas aprovechadas.

Recuerdo la cantidad de maldades que les hice a mis hermanas cuando éramos niños y lo que las disfrutaba. Les pegaba en la cabeza, las hacía tropezar y las insultaba cuando pasaban cerca de mí. Creo que fue en la niñez cuando aprendí a odiar a las mujeres, a maltratarlas, a aprovecharme de mi fuerza física para agredirlas y gozaba sabiendo que mi presencia les daba miedo. Repasando la historia de mi vida, mis hermanas y las sirvientas de la casa fueron mis primeras víctimas, las primeras mujeres a las que ofendí y luego odié con todas mis fuerzas. Mis hermanas también me aborrecen, sobre todo la mayor que fue la primera mujer con la que me di de golpes. Nunca olvidaré esa santa madriza que nos dimos y que fue la razón por la que nunca más me dirigió la palabra. Bueno, esa bruja, no me dejó de hablar para siempre, tan solo durante treinta años, porque fue quien me llamó para que fuera a ver a mamá cuando ya estaba en las últimas y no podía morir porque tenía pendiente despedirse de mí, su primogénito.

Ay, mamá. ¡Cuánto me amaste de niño y cuánto me rechazaste de adulto! Fuiste como dos madres. La tierna y adorable defensora del niño consentido a quien le permitiste todo y la progenitora severa que me despreció en la vida adulta cuando empecé a tirarlo todo por la borda.

Me voy a tratar de levantar a bañar, para luego comerme el yogur y el pedazo de torta de milanesa que dejé el otro día en el refrigerador, a ver si todavía están buenos, ya tengo hambre y creo que me puedo mover. Aprovecho a ver si puedo quitar las sábanas viejas y orinadas de esta asquerosa cama para tirarlas a la basura y oreo un poco el colchón antes de volver a acostarme. No me quiero asomar al espejo porque me imagino que debo parecer un monstruo. Tengo el ojo tan hinchado que no lo puedo abrir, ¡pinche guamazo que me dio en la cara ese cabrón!

¿Qué será de Carmina?, mi primera mujer. Era buena persona, pero tan sosa y mojigata en la cama. Pobre vieja, ¡cómo la hice sufrir!, nunca me porté bien con ella, la desprecié tanto. Los tres años que duramos casados le hice la vida imposible. Solo recuerdo sus reclamos porque siempre la dejaba plantada, terminábamos insultándonos y dándonos de golpes y ella encerrada en el cuarto llorando. Hasta que tuvimos a Jordi, mi hijo mayor, fue cuando decidí que esa existencia aburrida y llena de pleitos no era para mí. Los abandoné, sin ninguna culpa ni remordimiento. Me fui, no sin antes vaciarle el departamento y dejarla colgada con el pago de la hipoteca. Pobre inútil. Obvio tuvo que irse con el niño a vivir a casa de su madre, la bruja esa que jamás me trató bien. De lo que sí me arrepiento es de no haberme hecho cargo de Jordi. Por estas fechas andará cumpliendo los treinta. La última vez que lo vi fue en el velorio de mi padre. Me sorprendió que se parezca a mí físicamente, aunque dudo que sea tan mala persona como yo. Menos mal que su madre se hizo cargo de él. Ese día que nos vimos apenas y me saludó, por supuesto que está lleno de resentimientos y de rencor, todo eso se lo ha inculcado la mustia de Carmina.

Luego vino la debacle de mi vida, al lado de mi segunda mujer, Marlene, esa vieja que me engatusó en la cama y con quien tuve nada más y nada menos que cinco hijos. Esa cabrona me llevó a la ruina, me hizo hundirme en el fango. Con ella perdí el negocio que empecé cuando dejé a Carmina. Me endeudé hasta las chanclas pagando los gastos que teníamos con todos esos hijos que decidió tener. Acabé rematando las máquinas y quedándome sin la fábrica.

¡Ay! Cómo recuerdo mi pequeña fábrica de tapas de plástico, cuántos sueños tuve de hacerme millonario y todos se quedaron frustrados en el camino, todo por culpa de esa pinche Marlene que nunca me apoyó.

Mi madre me lo dijo muchas veces y no le hice caso: «Esa mujer no es de tu clase y te va a dejar en la ruina». Pero mientras más me lo decía más me encapriché en quedarme al lado de esa fodonga.

¡Ah!, porque esa sí que era floja y fodonga, tenía la casa toda puerca, llena de ropa y trastes sucios y los chamacos con los mocos verdes colgándoles, bien cochinos y apestosos, chillando día y noche. Quién sabe qué estaba pensando en esos momentos que me dejé hundir en la mierda de Marlene. Y es que esa vieja, como decía mamá, me arrastró al inframundo.

Haber estudiado ingeniería, becado en la mejor universidad privada de este país, no me sirvió de nada, terminé arruinado por culpa de la puta Marlene que no paraba de parir cada nueve meses y se sentía la mamá de los pollitos. Tanto pinche chamaco chillón que mantener me ponía siempre de malas, por eso les pegaba, sobre todo cuando vendí las máquinas del negocio y tuve que ponerme a trabajar de repartidor de pan Bimbo. Ese trabajo de mierda fue una tortura, todo el día en el tráfico lidiando con puro pendejo y ganando una miseria que apenas y nos alcanzaba para la comida. Fue entonces que Marlene puso su puesto de quesadillas al lado del zaguán de la casa y todas las noches cuando llegaba muerto de cansancio, todavía quería que le ayudara. Vaya vida de mierda la que tuvimos, puras penurias. Siempre de mal en peor, hasta que acabamos yendo a vivir a Chalco a la casa que se construyó Lalo, el hermano de Marlene porque ya no nos alcanzaba ni para la renta del departamento y además no cabíamos, ya estábamos llenos de escuincles mugrosos.

Allá en Chalco todavía empeoró más la situación familiar, Kevin y Alison mis hijos mayores abandonaron la secundaria y se metieron a trabajar en el maldito Ferrari Bar, ese antro de quinta al que iban los mafiosos del barrio. Mi pobre Alison se enamoró perdidamente del peor de todos y salió con su domingo siete. Al año de haber llegado a Chalco, acababa de cumplir quince cuando nació Zoé, mi primera nieta. Otra chamaca más para mi colección, porque de inmediato el muy ojete del Cristian se fue de mojado y nunca mandó dinero ni le volvimos a ver el pelo. Ya no teníamos cinco hijos, sino seis.

Ahí fue cuando empezamos a juntar los ingresos de todos y así a duras penas pagábamos los gastos de la tropa. A pesar de todas las penurias, esos años fueron los mejores porque todavía no nos caía la peor de las catástrofes.

Alison se metió a la venta de drogas por culpa del Cachuchas, ese muchacho que tenía la cara de mandril y era un verdadero rufián. Cuando descubrimos las bolsas de pastillas escondidas en el cajón de su ropa fue demasiado tarde para salvarla. Unos días después de cacharle la droga, Alison desapareció y luego de tres días espantosos de buscarla hasta por debajo de las piedras la encontraron con un balazo en la cabeza aventada en un terreno baldío cerca de la carretera a Puebla.

Ahí sí que todo se torció, la pinche Marlene, se puso como loca, me echó la culpa de todas las desgracias que habíamos vivido. Nos insultamos como nunca y nos dimos una golpiza suprema. Los niños se asustaron tanto, al ver como sangraba la cara de su pinche madre de los golpes que le di, que fueron a buscar a Kevin, que recién se había ido de casa con su novia, la Yoselyn, para que viniera a parar la bronca y esa noche la pasamos en el ministerio público para resolver la separación.

Obviamente, todos se pusieron del lado de Marlene, el abogado me acusó de violento y desde ese día me prohibieron legalmente acercarme a la casa y a mis hijos. Entonces decidí ya no volver nunca y dejarlos a que se las arreglaran ellos solos, así me libré de Marlene y de los chamacos mugrosos que viven envenenados por su madre contra mí.

Como no tenía donde vivir, me fui unos días a quedar con Kevin y Yoselyn que habían alquilado un cuarto y fue él quien me trajo mis cosas. No olvidaré las dos bolsas de basura de plástico negro con las que llegó, una con mi ropa arrugada y sucia y la otra con mis documentos oficiales hechos trizas. En venganza por la madriza que le puse, Marlene hizo pedazos mi título, mis actas de nacimiento, mi cartilla militar y todos los papeles que tenía guardados en el cajón del ropero que me heredó mi tía.

Pero yo también la jodí, decidí dejar el miserable trabajo de repartidor que tenía, porque si seguía ahí, me iban a descontar más de la mitad de mi salario para dárselo a Marlene y primero muerto que darle un centavo a esa hija de puta y a sus escuincles mugrosos. Por eso le fui a pedir trabajo al ojete de Pérez, que me había comprado las máquinas por tres pinches pesos cuando andaba ahorcado de deudas y me contrató de obrero para la producción de tapas de plástico para cartones de leche. Ahí fue cuando tuve que ayudarle a Kevin con los gemelos recién nacidos, porque la Yoselyn lo abandonó. Pobre de mi Kevin, que tuvo que hacerse cargo de los bebés durante el día mientras yo trabajaba y luego yo me quedaba con ellos en la noche cuando él se iba al bar. Fueron años duros. Mi mamá me decía que los gemelos estaban pagando el daño que le hice a Jordi al abandonarlo, y pues tal vez tenía razón.

Cuando Kevin encontró a Delfina y se juntó con ella me tuve que ir de ahí, y fue cuando empecé esta vida de perro que tengo y encontré esta inmunda pocilga llena de ratas y cucarachas en donde vivo desde entonces, si es que a esto se le puede llamar vida. Aquí he pasado los peores momentos solo y pobre. Pero ya no hay remedio, tengo sesenta y dos años y no puedo corregir nada de lo que hice. Estoy derrotado.

Hace cuatro años murió mi padre, que siempre fue un ejemplo de rectitud y responsabilidad. Cuando pienso en él, me siento avergonzado, por eso prefiero no traerlo a mis recuerdos, porque su imagen me juzga y condena. Siempre hice lo contrario de lo que me enseñó y sé que fui la principal razón de su depresión, sólo le di decepciones. Pero en este tema tengo mala conciencia y mejor ni acordarme.

Al año de morir mi padre, falleció mi madre. Fue cuando volví a ver a las desgraciadas de mis hermanas. Mis padres, al contrario de lo que soy, siempre fueron gente de bien, responsables y trabajadores.  Hasta nos dejaron dinero y bienes como herencia.

Con la lana que me dejó mi mamá y que me dieron las miserables de mis hermanas, pensé que podía rehacer mi vida, me compré el coche y me metí a trabajarlo de Uber. Pero como siempre, con mi mala suerte, este proyecto tampoco resultó.

Hace tres días andaba de madrugada trabajando, subí al fulano ese medio borracho a la salida de la cantina y ya íbamos llegando al destino cuando sacó la pistola y me encañonó. Qué pinche susto, pensé que me iba a dar un plomazo, pero el muy cabrón no quería matarme, me bajó a madrazos y como lo insulté y me puse muy gallito, me dio una santa golpiza que casi me quedo tieso. Se llevó el coche, mis tenis, mi cartera y mi celular y me dejó tirado en la banqueta.

No sé qué hubiera pasado si no me recoge el camionero que se apiadó de mí y me trajo hasta acá, tal vez ya estaría muerto y hubiera sido lo mejor. Ahora tengo que pensar cómo salir de esta pinche situación. Mañana que me sienta mejor voy a buscar entre los cachivaches que me traje de la casa de mi madre. Ahí tengo guardados los relojes de mi papá y los anillos de oro que les chingué a las brujas de mis hermanas cuando me quedé solo a cuidar a mi mamá antes de que muriera. Los voy a llevar a empeñar para ir tirando con ese dinero y ya veré qué me invento. Le pediré a Rosa, la dueña de la tienda de abajo, que le llame a Kevin para que venga y me traiga comida, y algo se me ocurrirá, porque, como me repetía mi mamá: mala hierba nunca muere y tengo que seguir viviendo esta pinche vida de mierda.