Amanda Castillo
Asomada sobre la baranda de hierro
del balcón, Isabela disfrutaba del aire cálido que acariciaba su rostro. El sol
matutino bañaba el paisaje del valle con una luz dorada y los sonidos de la
ciudad despertándose llenaban el aire. Le encantaba levantarse temprano y
contemplar la vista que se extendía más allá de los edificios, un pequeño
ritual que le daba paz. Sentía que, por fin, después de mucho tiempo, los
dolorosos recuerdos de su divorcio empezaban a desvanecerse. Las noches de
insomnio eran menos frecuentes, y la melancolía, que había sido su fiel
compañera, se desvanecía paulatinamente. Su proceso no había sido fácil, le
había costado meses de terapia sanar sus heridas.
Ya no dolía el recuerdo de Fabián,
con quien había estado casada por quince años, y al que consideraba el amor de
su vida. El divorcio la había dejado devastada. La traición de su marido con
una de sus amigas y la forma en que ambos confabularon para mantener su
relación en secreto durante cuatro años fue difícil de asimilar. Al principio,
estaba resentida, se sentía humillada y con un ferviente deseo de vengarse.
Una de las decisiones que tomó fue
volver a enfocarse en su apariencia física. Aunque seguía siendo una mujer
atractiva, el embarazo de su último hijo, que ya tenía doce años, la hizo
aumentar de peso y le costó recuperar su esbelta figura. Logró bajar diez kilos
y estaba inmensamente feliz. Renovó su vestuario, cortó y tinturó su cabello y
se sometió a un procedimiento estético para mejorar la apariencia de su piel.
Se sentía bella de nuevo.
En esta nueva fase de su vida, la
embargaba una inmensa necesidad de ser amada y deseada otra vez. Aunque había
hombres en su círculo cercano que mostraban interés romántico, le costaba
sentirse atraída por alguno de ellos. En realidad, nadie le generaba emoción, y
definitivamente no quería estar con alguien solo por temor a la soledad.
Buscaba algo más que una aventura o una noche de pasión.
Un día, mientras revisaba su perfil
de Facebook, le llegó un anuncio publicitario de una aplicación para encontrar
pareja. Los perfiles de hombres que ahí se mostraban llamaban la atención de
cualquier mujer: tipos con gran atractivo físico y con estilos de vida
interesantes. Isabela lo pensó mucho antes de registrarse, pero finalmente
decidió hacerlo. Se tomó un par de fotografías en las que se veía hermosa y las
subió a la página. Su éxito fue rotundo. En poco tiempo, recibió decenas de
solicitudes de amistad y mensajes de hombres interesados en ella.
Isabela coqueteaba con varios de ellos a la vez y
dedicaba una buena cantidad de tiempo a conocerlos. Sin embargo, el uso del
chat de la aplicación debía pagarse y el costo era alto. A pesar de esto,
estaba feliz, aunque se preocupaba por los cargos en su tarjeta de crédito.
Prosiguió con su aventura de
encontrar a ese hombre encantador que lograría enamorarla y hacerla creer en el
amor de nuevo. Sin embargo, aunque los perfiles eran interesantes en
apariencia, era evidente que a ninguno le importaba el compromiso. Eran huidizos
y evasivos. Cuando llegó el primer corte de la tarjeta, Isabela se alarmó.
Había gastado una cantidad importante de dinero en esas citas virtuales y
ninguno de sus amagos de relación prosperaba al ritmo que ella deseaba. No
trascendían más allá del mero flirteo.
Isabela no se dio por vencida.
«Tengo un presentimiento. En alguna parte está una persona especial esperando
por mí». Convencida de ello, se inscribió en cuantas aplicaciones para
encontrar pareja ofrecía el internet. En algunas tenía más éxito que en otras
y, por supuesto, el gasto en sus tarjetas de crédito crecía cada vez más.
Cuando se dio cuenta, había llegado al tope de endeudamiento y no tuvo más
remedio que cancelar sus suscripciones.
Pero no desistió de su propósito y
se registró en una aplicación donde podía hablar gratis con hombres de
diferentes partes del mundo. A los pocos días, entabló amistad con tipos de
diversas nacionalidades, casi todos en búsqueda de sexo virtual, encuentros
casuales o incluso ofrecían dinero a cambio de fotografías o videos
pornográficos. Isabela tenía claros sus objetivos. No estaba allí por eso; solo
deseaba encontrar a un hombre que la amara y a quien corresponder. Pero también
la impulsaba la necesidad de demostrarle a su exmarido que, así como él
consiguió a quien querer, ella también podía. Deseaba restregarle en la cara a
su nueva pareja y que también lograría ser feliz con alguien más.
Transcurridos algunos días, la
contactó Jacobo, un hombre argentino de cuarenta y cinco años. Ella aceptó la
solicitud y la conexión fue inmediata. Empezaron a conocerse poco a poco. Cada
uno le regalaba al otro cuanto tiempo libre tenía disponible. Compartieron sus
miedos, frustraciones, anhelos y sueños. Él, un hombre solitario, arquitecto de
profesión, hijo único y huérfano de padre y madre. Nunca se había casado y
vivía solo desde los quince años, según le contó a Isabela. A raíz de la
pandemia trabajaba desde casa y tenía escasa vida social.
Isabela, por su parte, se sentía muy
contenta con la compañía que él le proporcionaba cada tarde. Podían hablar de
cualquier cosa. En ocasiones tenían largas disertaciones sobre política y
dinámicas socioculturales de sus respectivos países. Otras veces, hablaban de
algún clásico del cine o de una famosa obra literaria.
En este trasegar fue creciendo el
amor y la pasión. Empezaron a hacerse videollamadas y a tener sexo virtual
algunas veces. A las pocas semanas, Isabela se sentía enamorada de Jacobo. Pero
fue él quien primero confesó su amor hacia ella.
—Te amo tanto, mi amada Isabela.
—Yo te amo a ti mi vida, mi amado
Jacobo.
—Gracias por tu amor, por tu apoyo,
por animarme cada día. No veo la hora de estar entre tus brazos. Ese sueño es
el que me alienta cada día.
—También quiero estar contigo mi
vida. No te imaginas cómo lo ansío, Jacobo.
El vacío que Jacobo llenaba en su
vida era tal que ella prefería enfocarse en lo que él le ofrecía, más allá de
sus propias dudas y desconfianza. Él se convirtió en un nuevo soporte en el
proceso de recuperación emocional, estuvo animándola y sosteniéndola en su
duelo por la muerte de su hermana y la acompañó cada minuto en su recuperación
cuando enfermó de COVID. Él estuvo ahí, a través de una pantalla, pero siempre
presente, y esto había anclado los sentimientos de Isabela en esa relación,
convencida de que él era su alma gemela. Nunca se sintió tan querida y admirada
por alguien.
Isabela amaba todo de aquel hombre,
solo había un pequeño detalle que le disgustaba: únicamente hablaban vía Skype,
él le había dicho que el número de celular que manejaba era de su empresa y que
no lo usaba para temas personales y tampoco tenía redes sociales. Además,
después de varios meses de haberse conocido, él solo estaba disponible de lunes
a viernes. Los fines de semana desaparecía del radar. Cuando Isabela le
cuestionaba al respecto, él le argumentaba que sábados y domingos los dedicaba
a organizar su hogar, ir de compras y a encontrarse con unos primos, sus únicos
familiares.
Pero ella, extrañaba saber de él
durante ese par de días. «¿Dónde estará, con quién estará, será que tiene a
otra persona?»
La llama de los celos la devoraba,
pero la esperanza de reencontrarse con su amado el lunes siguiente le daba
cierta tranquilidad.
Fue ella quien mencionó que debían
empezar a planear su primer encuentro. Él estuvo de acuerdo y quedaron en que
sería a finales de ese mismo año. Isabela estaba muy ilusionada; sin embargo,
al notar que él no volvió a hablar del tema, decidió abordarlo. Cuando lo hizo,
Jacobo le mencionó que no podría para la fecha prevista. Le argumentó que la
situación económica en su país estaba muy difícil y que se le complicaría
viajar.
Isabela se molestó tanto que dejó de
hablarle por unas semanas, no sin antes expresarle su desilusión y la sensación
de burla que sentía. Ella intuía que él no era sincero, algo dentro de sí le
decía que había una verdad que ella desconocía. Quería terminar con esa relación, no obstante, Jacobo se negaba a
aceptarlo. Le prometió que lo harían a mediados del año siguiente. Jacobo se
dedicó a reconquistarla, le escribía cada día, expresándole cuánto la amaba y
lo mucho que ella significaba en su vida. Su enojo pasó rápidamente y retomaron
la relación con más fuerza que antes.
Pero ella luchaba entre sus
sentimientos y la razón. Si bien estaba muy enamorada, el comportamiento de
Jacobo la desconcertaba. Transcurrían los meses y no había indicios de planes
para encontrarse. Decidió no volver a tocar el tema. Quería comprobar si él
manifestaba algún interés evidente en hacerlo. Pero no fue así, se acercó el
tiempo previsto y no sucedió nada. «Esto no va a ningún lado, es mejor terminar
de una vez por todas». —Se repetía de manera constante. Pero no era capaz.
Sus palabras solo se quedaban en deseos.
La vida de Isabela seguía su curso
sin grandes alteraciones: Tenía un gran empleo que le generaba buenos ingresos
económicos, su hijo crecía sano y feliz, estaba rodeada de familiares y amigos
que la querían y con quienes podía contar cuando los necesita, sin embargo,
ella sentía que su vida no era completa.
Su relación afectiva estaba en un
círculo vicioso. Se molestaba con Jacobo y le reclamaba su desidia, se enojaba
y terminaba con la relación; sin embargo, él enseguida echaba mano de toda su
artillería de halagos y romanticismo y ella volvía a ceder a sus encantos.
Habían pasado tres años desde que se
conocieron y todo plan de encontrarse personalmente quedaba solo en eso, en
expectativas. Siempre había justificaciones de parte de Jacobo para dilatar
este encuentro. Hasta que un día de repente él no se volvió a conectar y ella
se desesperó. Imaginó los peores escenarios. Su mayor preocupación era que él
se hubiera enfermado o sufrido algún accidente.
Entonces Isabela tomó una decisión
radical, impulsada por la angustia y la incertidumbre. La única forma de
contacto que tenía era el nombre de la empresa donde él trabajaba. Tomó varios
días de vacaciones, dejó su hijo bajo el cuidado de sus padres y se fue a
Buenos Aires. Logró encontrar la dirección de aquella empresa y se dirigió
hasta allí.
Al preguntar por él, la
recepcionista le informó que no tenía acceso a la información del personal,
pero revisando el registro de ingresos, no aparecía nadie con el nombre de
Jacobo Corbellini. La insistencia de Isabela fue tan intensa que la recepcionista
llamó a la gerente de recursos humanos para ponerla al tanto de la situación.
—¿De qué se trata su búsqueda,
señora?
—Estoy buscando a una persona que
trabaja aquí. Se llama Jacobo Corbellini.
—Él ya no trabaja aquí, ¿cuál es su
vínculo con él?
Isabela dudó antes de contestar,
pero al final se animó a decir la verdad.
—Es mi novio.
La encargada la miró sorprendida y
guardó un incómodo silencio.
—Ya veo —dijo la gerente, un tanto
pensativa.
—Ayúdeme a encontrarlo, por favor.
Vengo desde Colombia y no estaré muchos días aquí.
—La persona que usted menciona sí
trabajó aquí, pero hace rato que no sabemos nada de él. Lo sucedido fue muy lamentable para la
compañía.
Isabela se alarmó. Estaba
confundida.
—¿Lo despidieron?
—Fue licenciado de nuestra empresa a
causa de su enfermedad. Aún continúa ingresado en un sanatorio.
El corazón de Isabela se aceleró,
respiraba con dificultad.
—¿Cómo en un sanatorio?
—Sí, tuvo problemas con su salud
mental.
«Problemas de salud mental,
sanatorio». —Se repetía a sí misma mentalmente.
—Debe haber un error. No puede ser
la misma persona.
—Espéreme un momento —dijo la
gerente.
Hizo una llamada y le trajeron una
carpeta. Abrió el documento y extrajo un par de fotografías.
—Mírelo bien, ¿es el mismo?
Isabela sintió como si todo daba
vueltas. Le faltaba el aire, se puso pálida y un sudor frío le corría el
cuerpo.
En una de las fotografías estaba Jacobo, vestido de
traje, prolijo y con su encantadora sonrisa. En la otra, el mismo hombre, pero
esposado, con los ojos rojos y desorbitados.
—Venga, siéntese por aquí —dijo la
gerente, conduciéndola hasta un mullido sillón y pasándole un vaso con agua.
Isabela no supo cuánto tiempo
escuchó a la mujer. Salió del lugar sintiéndose morir por el desaliento, la
amargura y la frustración. Según le explicó la gerente, Jacobo Corbellini había
empezado a presentar cambios drásticos en su comportamiento, en especial hacia
las mujeres, a quienes agredía verbalmente sin causa aparente. Un día tuvo una
discusión muy fuerte con una de sus colegas, y cuando todos creían que la
situación estaba calmada, Jacobo se dirigió a la cocina, extrajo un cuchillo y
sin pronunciar palabra la degolló frente a los presentes.
Fue declarado inimputable por
trastorno mental transitorio. Le impusieron una medida de internación en un
establecimiento psiquiátrico para recibir tratamiento. Padecía de episodios
psicóticos y aún se encontraba internado.
«No puede ser, no puede ser… Dios Santo, ¿cómo pude
ser tan ciega? ¿Qué hice? ¡Es un asesino! ¿Por qué me pasan estas cosas, qué
tipo de persona soy?».
Isabela deambuló por horas y sin
rumbo por las calles de Buenos Aires. Al llegar a la Avenida Corrientes, el
bullicio de los transeúntes la aturdía. Los carteles luminosos y las
marquesinas de los teatros brillaban intensamente, anunciando las últimas obras
y películas. Las librerías de la zona todavía estaban abiertas, invitando a los
noctámbulos a perderse entre los estantes llenos de libros.
En medio de la multitud, Isabela se
sentía terriblemente sola. Una presión subía desde su pecho hacia la garganta;
hasta ese momento, no había llorado. La sensación de pesadez en el cuerpo y la
insoportable sequedad en la boca la obligaron a detenerse y buscar a su
alrededor un lugar para sentarse. No pudo contenerse. El llanto afloró con tal
fuerza que los sollozos sacudieron su cuerpo a manera de convulsiones.
La gente que pasaba por el lugar la
veía de reojo. La abrazó la oscuridad de la noche y por fin salió de su
ensimismamiento. Respiró profundo y se puso de pie. Debía volver al hostal,
todavía tenía una tarea pendiente. Al día siguiente buscó el número de teléfono
del sanatorio y llamó para averiguar los horarios de visita.
—Hospital San Rafael, buenas tardes.
—Buenas tardes. Llamo para averiguar
por los horarios de visita.
—Las visitas se permiten ´sábados y
domingos en horas de la tarde.
—Por favor, vengo de otro país para
visitar a un familiar.
—Lo siento mucho, es una política de
la institución. Los fines de semana se destinan para que los pacientes socialicen
entre sí y con los visitantes.
—¿Pero puedo hablar por teléfono con
la persona?
—No, tampoco. Unos pocos pacientes autorizados
tienen computadoras en sus habitaciones y desde ahí se comunican con el
exterior. Pero la red de wifi se desconecta los fines de semana.
Isabella guardó silencio al otro
lado de la línea. Debía tomar una decisión. Su vuelo de regreso era al sábado
siguiente.
Oyó la voz que le decía:
—Hola, ¿sigue ahí?
—Sí… Yo volveré a llamar. Gracias.
Isabela cavilaba sobre lo que debía
decidir. Su mente era un torbellino de
preguntas sin respuestas: «¿Acaso tiene algún sentido confrontarlo?». «¿Será
mejor regresar y olvidarme de todo?». «¿Será que todo fue producto de su mente
enferma?». «¿Por qué me mintió, por qué se dedicó a enamorarme sabiendo que lo
nuestro no sería posible?».
Aun sin tener una respuesta a sus
interrogantes se quedó dormida. Al día siguiente se levantó con la claridad de
lo que debería hacer:
Isabela decidió no visitar a Jacobo.
Reflexionó sobre todo lo sucedido y entendió que, aunque la verdad era
dolorosa, confrontarlo no cambiaría nada. Regresó a su país, cerró todas las
cuentas en redes sociales y aplicaciones de citas y se enfocó en sanar por
completo. Aceptó que todo ese tiempo había actuado impulsada por la necesidad
de ser aceptada por otras personas. Con
el tiempo y gracias a la ayuda profesional pudo procesar lo vivido y finalmente
encontró la paz en la aceptación de su propia compañía.
Gracias a Jacobo, por fin entendió que, la primera y más importante de todas las relaciones, era la que podía tener consigo misma.
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