lunes, 26 de agosto de 2024

Locos de amor

Amanda Castillo


Asomada sobre la baranda de hierro del balcón, Isabela disfrutaba del aire cálido que acariciaba su rostro. El sol matutino bañaba el paisaje del valle con una luz dorada y los sonidos de la ciudad despertándose llenaban el aire. Le encantaba levantarse temprano y contemplar la vista que se extendía más allá de los edificios, un pequeño ritual que le daba paz. Sentía que, por fin, después de mucho tiempo, los dolorosos recuerdos de su divorcio empezaban a desvanecerse. Las noches de insomnio eran menos frecuentes, y la melancolía, que había sido su fiel compañera, se desvanecía paulatinamente. Su proceso no había sido fácil, le había costado meses de terapia sanar sus heridas.

Ya no dolía el recuerdo de Fabián, con quien había estado casada por quince años, y al que consideraba el amor de su vida. El divorcio la había dejado devastada. La traición de su marido con una de sus amigas y la forma en que ambos confabularon para mantener su relación en secreto durante cuatro años fue difícil de asimilar. Al principio, estaba resentida, se sentía humillada y con un ferviente deseo de vengarse.

Una de las decisiones que tomó fue volver a enfocarse en su apariencia física. Aunque seguía siendo una mujer atractiva, el embarazo de su último hijo, que ya tenía doce años, la hizo aumentar de peso y le costó recuperar su esbelta figura. Logró bajar diez kilos y estaba inmensamente feliz. Renovó su vestuario, cortó y tinturó su cabello y se sometió a un procedimiento estético para mejorar la apariencia de su piel. Se sentía bella de nuevo.

En esta nueva fase de su vida, la embargaba una inmensa necesidad de ser amada y deseada otra vez. Aunque había hombres en su círculo cercano que mostraban interés romántico, le costaba sentirse atraída por alguno de ellos. En realidad, nadie le generaba emoción, y definitivamente no quería estar con alguien solo por temor a la soledad. Buscaba algo más que una aventura o una noche de pasión.

Un día, mientras revisaba su perfil de Facebook, le llegó un anuncio publicitario de una aplicación para encontrar pareja. Los perfiles de hombres que ahí se mostraban llamaban la atención de cualquier mujer: tipos con gran atractivo físico y con estilos de vida interesantes. Isabela lo pensó mucho antes de registrarse, pero finalmente decidió hacerlo. Se tomó un par de fotografías en las que se veía hermosa y las subió a la página. Su éxito fue rotundo. En poco tiempo, recibió decenas de solicitudes de amistad y mensajes de hombres interesados en ella.

Isabela coqueteaba con varios de ellos a la vez y dedicaba una buena cantidad de tiempo a conocerlos. Sin embargo, el uso del chat de la aplicación debía pagarse y el costo era alto. A pesar de esto, estaba feliz, aunque se preocupaba por los cargos en su tarjeta de crédito.

Prosiguió con su aventura de encontrar a ese hombre encantador que lograría enamorarla y hacerla creer en el amor de nuevo. Sin embargo, aunque los perfiles eran interesantes en apariencia, era evidente que a ninguno le importaba el compromiso. Eran huidizos y evasivos. Cuando llegó el primer corte de la tarjeta, Isabela se alarmó. Había gastado una cantidad importante de dinero en esas citas virtuales y ninguno de sus amagos de relación prosperaba al ritmo que ella deseaba. No trascendían más allá del mero flirteo.

Isabela no se dio por vencida. «Tengo un presentimiento. En alguna parte está una persona especial esperando por mí». Convencida de ello, se inscribió en cuantas aplicaciones para encontrar pareja ofrecía el internet. En algunas tenía más éxito que en otras y, por supuesto, el gasto en sus tarjetas de crédito crecía cada vez más. Cuando se dio cuenta, había llegado al tope de endeudamiento y no tuvo más remedio que cancelar sus suscripciones.

Pero no desistió de su propósito y se registró en una aplicación donde podía hablar gratis con hombres de diferentes partes del mundo. A los pocos días, entabló amistad con tipos de diversas nacionalidades, casi todos en búsqueda de sexo virtual, encuentros casuales o incluso ofrecían dinero a cambio de fotografías o videos pornográficos. Isabela tenía claros sus objetivos. No estaba allí por eso; solo deseaba encontrar a un hombre que la amara y a quien corresponder. Pero también la impulsaba la necesidad de demostrarle a su exmarido que, así como él consiguió a quien querer, ella también podía. Deseaba restregarle en la cara a su nueva pareja y que también lograría ser feliz con alguien más.

Transcurridos algunos días, la contactó Jacobo, un hombre argentino de cuarenta y cinco años. Ella aceptó la solicitud y la conexión fue inmediata. Empezaron a conocerse poco a poco. Cada uno le regalaba al otro cuanto tiempo libre tenía disponible. Compartieron sus miedos, frustraciones, anhelos y sueños. Él, un hombre solitario, arquitecto de profesión, hijo único y huérfano de padre y madre. Nunca se había casado y vivía solo desde los quince años, según le contó a Isabela. A raíz de la pandemia trabajaba desde casa y tenía escasa vida social.

Isabela, por su parte, se sentía muy contenta con la compañía que él le proporcionaba cada tarde. Podían hablar de cualquier cosa. En ocasiones tenían largas disertaciones sobre política y dinámicas socioculturales de sus respectivos países. Otras veces, hablaban de algún clásico del cine o de una famosa obra literaria.

En este trasegar fue creciendo el amor y la pasión. Empezaron a hacerse videollamadas y a tener sexo virtual algunas veces. A las pocas semanas, Isabela se sentía enamorada de Jacobo. Pero fue él quien primero confesó su amor hacia ella.

—Te amo tanto, mi amada Isabela.

—Yo te amo a ti mi vida, mi amado Jacobo.

—Gracias por tu amor, por tu apoyo, por animarme cada día. No veo la hora de estar entre tus brazos. Ese sueño es el que me alienta cada día.

—También quiero estar contigo mi vida. No te imaginas cómo lo ansío, Jacobo.

El vacío que Jacobo llenaba en su vida era tal que ella prefería enfocarse en lo que él le ofrecía, más allá de sus propias dudas y desconfianza. Él se convirtió en un nuevo soporte en el proceso de recuperación emocional, estuvo animándola y sosteniéndola en su duelo por la muerte de su hermana y la acompañó cada minuto en su recuperación cuando enfermó de COVID. Él estuvo ahí, a través de una pantalla, pero siempre presente, y esto había anclado los sentimientos de Isabela en esa relación, convencida de que él era su alma gemela. Nunca se sintió tan querida y admirada por alguien.

Isabela amaba todo de aquel hombre, solo había un pequeño detalle que le disgustaba: únicamente hablaban vía Skype, él le había dicho que el número de celular que manejaba era de su empresa y que no lo usaba para temas personales y tampoco tenía redes sociales. Además, después de varios meses de haberse conocido, él solo estaba disponible de lunes a viernes. Los fines de semana desaparecía del radar. Cuando Isabela le cuestionaba al respecto, él le argumentaba que sábados y domingos los dedicaba a organizar su hogar, ir de compras y a encontrarse con unos primos, sus únicos familiares.

Pero ella, extrañaba saber de él durante ese par de días. «¿Dónde estará, con quién estará, será que tiene a otra persona?»

La llama de los celos la devoraba, pero la esperanza de reencontrarse con su amado el lunes siguiente le daba cierta tranquilidad.

Fue ella quien mencionó que debían empezar a planear su primer encuentro. Él estuvo de acuerdo y quedaron en que sería a finales de ese mismo año. Isabela estaba muy ilusionada; sin embargo, al notar que él no volvió a hablar del tema, decidió abordarlo. Cuando lo hizo, Jacobo le mencionó que no podría para la fecha prevista. Le argumentó que la situación económica en su país estaba muy difícil y que se le complicaría viajar.

Isabela se molestó tanto que dejó de hablarle por unas semanas, no sin antes expresarle su desilusión y la sensación de burla que sentía. Ella intuía que él no era sincero, algo dentro de sí le decía que había una verdad que ella desconocía. Quería terminar con esa relación, no obstante, Jacobo se negaba a aceptarlo. Le prometió que lo harían a mediados del año siguiente. Jacobo se dedicó a reconquistarla, le escribía cada día, expresándole cuánto la amaba y lo mucho que ella significaba en su vida. Su enojo pasó rápidamente y retomaron la relación con más fuerza que antes.

Pero ella luchaba entre sus sentimientos y la razón. Si bien estaba muy enamorada, el comportamiento de Jacobo la desconcertaba. Transcurrían los meses y no había indicios de planes para encontrarse. Decidió no volver a tocar el tema. Quería comprobar si él manifestaba algún interés evidente en hacerlo. Pero no fue así, se acercó el tiempo previsto y no sucedió nada. «Esto no va a ningún lado, es mejor terminar de una vez por todas». —Se repetía de manera constante. Pero no era capaz. Sus palabras solo se quedaban en deseos.

La vida de Isabela seguía su curso sin grandes alteraciones: Tenía un gran empleo que le generaba buenos ingresos económicos, su hijo crecía sano y feliz, estaba rodeada de familiares y amigos que la querían y con quienes podía contar cuando los necesita, sin embargo, ella sentía que su vida no era completa.

Su relación afectiva estaba en un círculo vicioso. Se molestaba con Jacobo y le reclamaba su desidia, se enojaba y terminaba con la relación; sin embargo, él enseguida echaba mano de toda su artillería de halagos y romanticismo y ella volvía a ceder a sus encantos.

Habían pasado tres años desde que se conocieron y todo plan de encontrarse personalmente quedaba solo en eso, en expectativas. Siempre había justificaciones de parte de Jacobo para dilatar este encuentro. Hasta que un día de repente él no se volvió a conectar y ella se desesperó. Imaginó los peores escenarios. Su mayor preocupación era que él se hubiera enfermado o sufrido algún accidente.

Entonces Isabela tomó una decisión radical, impulsada por la angustia y la incertidumbre. La única forma de contacto que tenía era el nombre de la empresa donde él trabajaba. Tomó varios días de vacaciones, dejó su hijo bajo el cuidado de sus padres y se fue a Buenos Aires. Logró encontrar la dirección de aquella empresa y se dirigió hasta allí.

Al preguntar por él, la recepcionista le informó que no tenía acceso a la información del personal, pero revisando el registro de ingresos, no aparecía nadie con el nombre de Jacobo Corbellini. La insistencia de Isabela fue tan intensa que la recepcionista llamó a la gerente de recursos humanos para ponerla al tanto de la situación.

—¿De qué se trata su búsqueda, señora?

—Estoy buscando a una persona que trabaja aquí. Se llama Jacobo Corbellini.

—Él ya no trabaja aquí, ¿cuál es su vínculo con él?

Isabela dudó antes de contestar, pero al final se animó a decir la verdad.

—Es mi novio.

La encargada la miró sorprendida y guardó un incómodo silencio.

—Ya veo —dijo la gerente, un tanto pensativa.

—Ayúdeme a encontrarlo, por favor. Vengo desde Colombia y no estaré muchos días aquí.

—La persona que usted menciona sí trabajó aquí, pero hace rato que no sabemos nada de él.  Lo sucedido fue muy lamentable para la compañía.

Isabela se alarmó. Estaba confundida.

—¿Lo despidieron?

—Fue licenciado de nuestra empresa a causa de su enfermedad. Aún continúa ingresado en un sanatorio.

El corazón de Isabela se aceleró, respiraba con dificultad.

—¿Cómo en un sanatorio?

—Sí, tuvo problemas con su salud mental.

«Problemas de salud mental, sanatorio». —Se repetía a sí misma mentalmente.

—Debe haber un error. No puede ser la misma persona.

—Espéreme un momento —dijo la gerente.

Hizo una llamada y le trajeron una carpeta. Abrió el documento y extrajo un par de fotografías.

—Mírelo bien, ¿es el mismo?

Isabela sintió como si todo daba vueltas. Le faltaba el aire, se puso pálida y un sudor frío le corría el cuerpo.

En una  de las fotografías estaba Jacobo, vestido de traje, prolijo y con su encantadora sonrisa. En la otra, el mismo hombre, pero esposado, con los ojos rojos y desorbitados.

—Venga, siéntese por aquí —dijo la gerente, conduciéndola hasta un mullido sillón y pasándole un vaso con agua.

Isabela no supo cuánto tiempo escuchó a la mujer. Salió del lugar sintiéndose morir por el desaliento, la amargura y la frustración. Según le explicó la gerente, Jacobo Corbellini había empezado a presentar cambios drásticos en su comportamiento, en especial hacia las mujeres, a quienes agredía verbalmente sin causa aparente. Un día tuvo una discusión muy fuerte con una de sus colegas, y cuando todos creían que la situación estaba calmada, Jacobo se dirigió a la cocina, extrajo un cuchillo y sin pronunciar palabra la degolló frente a los presentes.

Fue declarado inimputable por trastorno mental transitorio. Le impusieron una medida de internación en un establecimiento psiquiátrico para recibir tratamiento. Padecía de episodios psicóticos y aún se encontraba internado.

«No puede ser, no puede ser… Dios Santo, ¿cómo pude ser tan ciega? ¿Qué hice? ¡Es un asesino! ¿Por qué me pasan estas cosas, qué tipo de persona soy?».

Isabela deambuló por horas y sin rumbo por las calles de Buenos Aires. Al llegar a la Avenida Corrientes, el bullicio de los transeúntes la aturdía. Los carteles luminosos y las marquesinas de los teatros brillaban intensamente, anunciando las últimas obras y películas. Las librerías de la zona todavía estaban abiertas, invitando a los noctámbulos a perderse entre los estantes llenos de libros.

En medio de la multitud, Isabela se sentía terriblemente sola. Una presión subía desde su pecho hacia la garganta; hasta ese momento, no había llorado. La sensación de pesadez en el cuerpo y la insoportable sequedad en la boca la obligaron a detenerse y buscar a su alrededor un lugar para sentarse. No pudo contenerse. El llanto afloró con tal fuerza que los sollozos sacudieron su cuerpo a manera de convulsiones.

La gente que pasaba por el lugar la veía de reojo. La abrazó la oscuridad de la noche y por fin salió de su ensimismamiento. Respiró profundo y se puso de pie. Debía volver al hostal, todavía tenía una tarea pendiente. Al día siguiente buscó el número de teléfono del sanatorio y llamó para averiguar los horarios de visita.

—Hospital San Rafael, buenas tardes.

—Buenas tardes. Llamo para averiguar por los horarios de visita.

—Las visitas se permiten ´sábados y domingos en horas de la tarde.

—Por favor, vengo de otro país para visitar a un familiar.

—Lo siento mucho, es una política de la institución. Los fines de semana se destinan para que los pacientes socialicen entre sí y con los visitantes.

—¿Pero puedo hablar por teléfono con la persona?

—No, tampoco. Unos pocos pacientes autorizados tienen computadoras en sus habitaciones y desde ahí se comunican con el exterior. Pero la red de wifi se desconecta los fines de semana.

Isabella guardó silencio al otro lado de la línea. Debía tomar una decisión. Su vuelo de regreso era al sábado siguiente.

Oyó la voz que le decía: 

—Hola, ¿sigue ahí?

—Sí… Yo volveré a llamar. Gracias.

Isabela cavilaba sobre lo que debía decidir. Su mente era un torbellino de preguntas sin respuestas: «¿Acaso tiene algún sentido confrontarlo?». «¿Será mejor regresar y olvidarme de todo?». «¿Será que todo fue producto de su mente enferma?». «¿Por qué me mintió, por qué se dedicó a enamorarme sabiendo que lo nuestro no sería posible?».

Aun sin tener una respuesta a sus interrogantes se quedó dormida. Al día siguiente se levantó con la claridad de lo que debería hacer: 

Isabela decidió no visitar a Jacobo. Reflexionó sobre todo lo sucedido y entendió que, aunque la verdad era dolorosa, confrontarlo no cambiaría nada. Regresó a su país, cerró todas las cuentas en redes sociales y aplicaciones de citas y se enfocó en sanar por completo. Aceptó que todo ese tiempo había actuado impulsada por la necesidad de ser  aceptada por otras personas. Con el tiempo y gracias a la ayuda profesional pudo procesar lo vivido y finalmente encontró la paz en la aceptación de su propia compañía.

Gracias a Jacobo, por fin entendió que, la primera y más importante de todas las relaciones, era la que podía tener consigo misma.

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