Rosario Sánchez Infantas
No vi los ojos anegados de impotencia y desolación de mi madre.
Salí de casa hacia la una de la madrugada cuando todos dormían. Caminé
cuesta abajo por el camino de herradura en la noche andina, gélida y estrellada.
El ulular del viento, el ladrido lejano de algún perro y uno que otro ruido en
las laderas de los cerros me hacían pensar que seguían mi rastro. Dos horas
después, cuando llegué a la carretera polvorienta, quedé más tranquilo. El
único camión, que comunicaba mi pueblo con otros poblados y con la costa
peruana, pasaría por allí hacia las ocho de la mañana. Quizás fuera el medio
para subsistir en un mundo desconocido en este año 1943 que empezaba de manera
tan peculiar.
El billete de diez soles encontrado la mañana anterior, debajo de mi
almohada, fue muy elocuente. Me dijo que mi madre no podía hacer nada más para
impedir que mi padrastro me siguiera moliendo a palos con cualquier pretexto.
Ella y mis medio hermanitos de siete y cinco años también eran víctimas de su
ira que parecía desencadenarse con mi permanencia en su casa. El mensaje
también parecía decir que mis trece años me darían el tino necesario para usar
el dinero que le había costado una oveja y una paliza de su esposo a mi madre.
Encaramarme al camión significó ingresar a un mundo paralelo respecto a
la vida sencilla y pobre del caserío en el que vivía. En la carrocería
viajábamos ovejas, gallinas, pequeños cerditos, costales de alimentos y
aproximadamente quince personas. Un par
de vendedores y un policía hablaban acerca de ciudades, negocios, el mar, los
diarios, el correo, el telégrafo. Se ufanaban de conocer Lima, la capital
peruana, y daban indicadores reales de lo que en mi pueblo era solo un vago
rumor: la segunda guerra mundial. Conversaban sobre aviones, barcos y
submarinos, como yo de semillas o yerbas medicinales.
Tras nueve horas la sinuosa carretera atravesó la vertiente occidental de la cordillera de los Andes y nos condujo hasta Pisco. Esta ciudad a la ribera del océano Pacífico contaba con electricidad, servicios básicos, un hospital, y sobre todo llamaron mi atención los barcos nacionales y extranjeros en su puerto.
Cinco días estuve comiendo muy poco para que no se acabara el dinero, y buscando ayudar en tareas sencillas en el mercado a cambio de una fruta, un pan o un refresco. Había personas generosas, así como hostiles y desconfiadas. Dormía sobre unos cartones en el zaguán de una casa que se calentaba con el horno de una panadería vecina. El sexto día muy temprano me encontraba doblando mi cama improvisada cuando se detuvo a mi lado un hombre delgado, de unos sesenta años, con el cabello muy corto, vestido sobriamente con colores oscuros. Se anteponían unas gruesas gafas a los primeros ojos rasgados que vi en mi vida. Al parecer esperaba que abriera la panadería para comprar en ella.
–¿Duermes aquí? ¿Dónde están tus
padres? ¿Quién eres? –preguntó, en un español muy
extraño, mirando
cómo ataba mi manta, una chompa y un par de plátanos.
Tanta novedad y trances que enfrentar no me habían permitido darme cuenta
cabal de mi situación. La pregunta del hombre mayor hizo desbordar mi
desolación. Lloré agitadamente unos minutos. Cuando me restablecí, dudé unos
instantes en hablar. Yo era un aborrecido, un estorbo, que no valía ni lo
que comía. Esa era la identidad que había logrado hasta ahora. Le conté
brevemente mi vida justificando, en la extrema pobreza familiar, la decisión de
mi madre.
–Es decir, ¿no conoces a nadie
aquí? –interrogó.
–No, patroncito, no conozco a
nadie.
–¿Me quisieras ayudar a cambio de comida
y alojamiento?
Nuevamente las lágrimas acudieron a
mis ojos. Mi madre debe estar orando mucho por mí, pensé. Acepté sin dudarlo.
Así fue como llegué a ser aprendiz
en la Imprenta Nagami y ayudante en las actividades domésticas de este parco y
solitario hombre de buenas maneras que vivía en la trastienda de su pequeño
negocio. Al parecer le agradó mi diligencia, limpieza y gratitud. Elaborar
calendarios, tarjetas, formatos de recibos, pagarés y documentos estatales
dejaba intervalos libres en los cuales me instruía sobre las artes gráficas,
expresiones en español, una alimentación adecuada y recomendaciones para templar
el carácter. Dado mi interés por aprender, un día me prestó un diccionario
ilustrado, más adelante me explicaba historia, geografía y culturas diferentes
en su mapamundi. Posteriormente cogía una enciclopedia, seleccionaba una
sección, me ordenaba leerla y luego lo comentábamos. Paulatinamente me fui
identificando como habitante del mundo. El señor Nagami mencionaba cada
capacidad que yo ponía en práctica cuando hacía mis tareas asignadas: tolerancia,
humildad, laboriosidad, orden, respeto, prudencia; así fue como me construí
otra identidad.
Al concluir las vacaciones
escolares, este respetado artesano me preguntó si deseaba continuar estudiando.
Maravillado por las cosas que me sucedían, en abril de 1943 empecé a cursar el
tercer año de primaria, como alumno libre, pues no tenía mis documentos
personales. Fue entonces cuando supe que mi apoderado se llamaba Hanzō Nagami
Sato.
La radio estaba encendida desde el
amanecer hasta que nos íbamos a dormir, difundiendo música y los boletines
noticiosos por la mañana, en la tarde y por la noche. Los aliados enfrentaban
al eje Lobelto: Loma, Belín y Tokio, decía el señor Nagami, al no
pronunciar correctamente la letra erre. El mundo se hizo diverso,
complejo pero próximo. En el mapamundi, Guadalcanal, donde se libraban batallas
terrestres, navales y combates aéreos, estaba a la misma latitud que Perú.
Imaginaba cómo sería sobrevivir en Leningrado sitiada, a treinta grados bajo
cero. Tenía sentimientos encontrados, me alegraba que el Ejército rojo hubiera
roto el sitio nazi de esa ciudad; pero me sentía obligado a optar por los
amigos de este hombre bueno, incluso sabiendo que los Estados Unidos de
Norteamérica tenían mucha influencia económica y política en el gobierno
peruano, y que el Perú había decidido apoyar a los aliados. Era como ver una
película: submarinos hundiendo convoyes de barcos, desembarcos aquí y allá, la
destrucción del Afrika Korps, bombardeos de fábricas de armas, capitulaciones.
La vida me había cambiado. Retomé
con gusto mis estudios escolares, a pesar de las burlas de mis compañeros
costeños, por ser mayor que ellos y por el dejo propio de mi comunidad. El
director y los docentes me identificaron como responsable y diligente. El señor
Nagami también confiaba mucho en mí y cuando iba a realizar diligencias o en
sus breves y esporádicos viajes me dejaba en la imprenta.
Por lo que escuchaba, y el señor Nagami
me explicaba, entendí que los enfrentamientos se daban por varios océanos y
países. Comprendí por qué la Marina de Guerra peruana protegía más que nunca
nuestro litoral, especialmente la refinería de Talara que producía tanto
recursos energéticos para la maquinaria bélica de los aliados, como para el
consumo nacional. Bolivia y Colombia eran beligerantes con Alemania. Al año
siguiente, en Panamá, un destructor colombiano vencía en batalla al submarino
alemán U-154. Sentía que la guerra se acercaba.
Seguramente antes hubo terremotos,
erupciones de volcanes, maremotos, independizaciones de colonias o se
descubrieron antibióticos, pero hasta ahora me enteraba. Comenzaríamos 1945
sabiendo que las tropas soviéticas liberaron a cinco mil prisioneros en el
campo de concentración de Auschwitz, que los aliados lanzaron tres mil
toneladas de bombas sobre Berlín, que los Estados Unidos bombardearon Tokio,
que Argentina le declaró la guerra a Alemania y a Japón. En este año,
culminaría mis estudios primarios que inicié con mucho entusiasmo.
La tarde del miércoles nueve de
mayo regresé del colegio y hallé cerrada la imprenta. No estaba el señor Nagami,
cené como siempre y me puse a hacer los deberes escolares. Me quedé dormido
esperándolo. A la mañana siguiente tampoco llegó; pensé que quizás hubiera
enfermado. Quise ir a buscarlo, pero temía que regresara y necesitara mi ayuda.
También me preocupaba no asistir al colegio. No llegó ese día ni los dos
siguientes. El sábado lo busqué en el hospital y salí a preguntar a los vecinos
y conocidos. El lunes fui a conversar con el director llevándole un paquete de
libretas de notas que habíamos imprimido. Me atendió inmediatamente, cerró la
puerta de su oficina, con gesto de gran preocupación y bajando la voz me dijo:
–Un familiar militar me ha
informado que Nagami no es su verdadero apellido… y que es un espía japonés. No
sabemos dónde está. ¡No deben relacionarte con él!
–¿A dónde iré, maestro? Mi
padrastro no me quiere en su casa. Si vuelvo le va a pegar a mi mamita. ¿Y las
propiedades del padrecito Nagami? Todas sus máquinas y sus cositas están ahí.
–Ya no vuelvas a la imprenta. Es
peligroso. Hoy día puedes dormir aquí. Te buscaré donde alojarte –musitó
moviendo la cabeza con preocupación.
De esta manera recalé, como
jardinero y ayudando en tareas domésticas, en casa de una pareja italiana amiga
suya, la cual al año siguiente se fue a vivir a la capital. Trabajando para
ellos terminé la educación secundaria y luego me formé como suboficial de la
Guardia Civil del Perú. Tras quince años de ejercicio profesional me destacaron
a Pisco. En el lugar donde estaba la imprenta, hay una apacible placita con
grandes árboles y ornamentos sencillos de piedra y hierro forjado. Me senté en
una banca y agradecí al hombre desconocido que me dio otra identidad. Tratado
con dureza e injusticia, pero ningen, humano, igual que él.
Admirable! Un buen ejemplo de lo que es querer superarse sin dar excusas, la constancia es la base del éxito.
ResponderEliminarEste cuento me gusto mucho! Felicidades
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