lunes, 5 de agosto de 2024

Identidad

Rosario Sánchez Infantas


No vi los ojos anegados de impotencia y desolación de mi madre.

Salí de casa hacia la una de la madrugada cuando todos dormían. Caminé cuesta abajo por el camino de herradura en la noche andina, gélida y estrellada. El ulular del viento, el ladrido lejano de algún perro y uno que otro ruido en las laderas de los cerros me hacían pensar que seguían mi rastro. Dos horas después, cuando llegué a la carretera polvorienta, quedé más tranquilo. El único camión, que comunicaba mi pueblo con otros poblados y con la costa peruana, pasaría por allí hacia las ocho de la mañana. Quizás fuera el medio para subsistir en un mundo desconocido en este año 1943 que empezaba de manera tan peculiar.

El billete de diez soles encontrado la mañana anterior, debajo de mi almohada, fue muy elocuente. Me dijo que mi madre no podía hacer nada más para impedir que mi padrastro me siguiera moliendo a palos con cualquier pretexto. Ella y mis medio hermanitos de siete y cinco años también eran víctimas de su ira que parecía desencadenarse con mi permanencia en su casa. El mensaje también parecía decir que mis trece años me darían el tino necesario para usar el dinero que le había costado una oveja y una paliza de su esposo a mi madre.

Encaramarme al camión significó ingresar a un mundo paralelo respecto a la vida sencilla y pobre del caserío en el que vivía. En la carrocería viajábamos ovejas, gallinas, pequeños cerditos, costales de alimentos y aproximadamente quince personas. Un par de vendedores y un policía hablaban acerca de ciudades, negocios, el mar, los diarios, el correo, el telégrafo. Se ufanaban de conocer Lima, la capital peruana, y daban indicadores reales de lo que en mi pueblo era solo un vago rumor: la segunda guerra mundial. Conversaban sobre aviones, barcos y submarinos, como yo de semillas o yerbas medicinales.


Tras nueve horas la sinuosa carretera atravesó la vertiente occidental de la cordillera de los Andes y nos condujo hasta Pisco. Esta ciudad a la ribera del océano Pacífico contaba con electricidad, servicios básicos, un hospital, y sobre todo llamaron mi atención los barcos nacionales y extranjeros en su puerto.


Cinco días estuve comiendo muy poco para que no se acabara el dinero, y buscando ayudar en tareas sencillas en el mercado a cambio de una fruta, un pan o un refresco. Había personas generosas, así como hostiles y desconfiadas. Dormía sobre unos cartones en el zaguán de una casa que se calentaba con el horno de una panadería vecina. El sexto día muy temprano me encontraba doblando mi cama improvisada cuando se detuvo a mi lado un hombre delgado, de unos sesenta años, con el cabello muy corto, vestido sobriamente con colores oscuros. Se anteponían unas gruesas gafas a los primeros ojos rasgados que vi en mi vida. Al parecer esperaba que abriera la panadería para comprar en ella.

–¿Duermes aquí? ¿Dónde están tus padres? ¿Quién eres? –preguntó, en un español muy extraño, mirando cómo ataba mi manta, una chompa y un par de plátanos.     

Tanta novedad y trances que enfrentar no me habían permitido darme cuenta cabal de mi situación. La pregunta del hombre mayor hizo desbordar mi desolación. Lloré agitadamente unos minutos. Cuando me restablecí, dudé unos instantes en hablar. Yo era un aborrecido, un estorbo, que no valía ni lo que comía. Esa era la identidad que había logrado hasta ahora. Le conté brevemente mi vida justificando, en la extrema pobreza familiar, la decisión de mi madre.

–Es decir, ¿no conoces a nadie aquí? –interrogó.

–No, patroncito, no conozco a nadie.

–¿Me quisieras ayudar a cambio de comida y alojamiento?

Nuevamente las lágrimas acudieron a mis ojos. Mi madre debe estar orando mucho por mí, pensé. Acepté sin dudarlo.

Así fue como llegué a ser aprendiz en la Imprenta Nagami y ayudante en las actividades domésticas de este parco y solitario hombre de buenas maneras que vivía en la trastienda de su pequeño negocio. Al parecer le agradó mi diligencia, limpieza y gratitud. Elaborar calendarios, tarjetas, formatos de recibos, pagarés y documentos estatales dejaba intervalos libres en los cuales me instruía sobre las artes gráficas, expresiones en español, una alimentación adecuada y recomendaciones para templar el carácter. Dado mi interés por aprender, un día me prestó un diccionario ilustrado, más adelante me explicaba historia, geografía y culturas diferentes en su mapamundi. Posteriormente cogía una enciclopedia, seleccionaba una sección, me ordenaba leerla y luego lo comentábamos. Paulatinamente me fui identificando como habitante del mundo. El señor Nagami mencionaba cada capacidad que yo ponía en práctica cuando hacía mis tareas asignadas: tolerancia, humildad, laboriosidad, orden, respeto, prudencia; así fue como me construí otra identidad.

Al concluir las vacaciones escolares, este respetado artesano me preguntó si deseaba continuar estudiando. Maravillado por las cosas que me sucedían, en abril de 1943 empecé a cursar el tercer año de primaria, como alumno libre, pues no tenía mis documentos personales. Fue entonces cuando supe que mi apoderado se llamaba Hanzō Nagami Sato.

La radio estaba encendida desde el amanecer hasta que nos íbamos a dormir, difundiendo música y los boletines noticiosos por la mañana, en la tarde y por la noche. Los aliados enfrentaban al eje Lobelto: Loma, Belín y Tokio, decía el señor Nagami, al no pronunciar correctamente la letra erre. El mundo se hizo diverso, complejo pero próximo. En el mapamundi, Guadalcanal, donde se libraban batallas terrestres, navales y combates aéreos, estaba a la misma latitud que Perú. Imaginaba cómo sería sobrevivir en Leningrado sitiada, a treinta grados bajo cero. Tenía sentimientos encontrados, me alegraba que el Ejército rojo hubiera roto el sitio nazi de esa ciudad; pero me sentía obligado a optar por los amigos de este hombre bueno, incluso sabiendo que los Estados Unidos de Norteamérica tenían mucha influencia económica y política en el gobierno peruano, y que el Perú había decidido apoyar a los aliados. Era como ver una película: submarinos hundiendo convoyes de barcos, desembarcos aquí y allá, la destrucción del Afrika Korps, bombardeos de fábricas de armas, capitulaciones. 

La vida me había cambiado. Retomé con gusto mis estudios escolares, a pesar de las burlas de mis compañeros costeños, por ser mayor que ellos y por el dejo propio de mi comunidad. El director y los docentes me identificaron como responsable y diligente. El señor Nagami también confiaba mucho en mí y cuando iba a realizar diligencias o en sus breves y esporádicos viajes me dejaba en la imprenta.

Por lo que escuchaba, y el señor Nagami me explicaba, entendí que los enfrentamientos se daban por varios océanos y países. Comprendí por qué la Marina de Guerra peruana protegía más que nunca nuestro litoral, especialmente la refinería de Talara que producía tanto recursos energéticos para la maquinaria bélica de los aliados, como para el consumo nacional. Bolivia y Colombia eran beligerantes con Alemania. Al año siguiente, en Panamá, un destructor colombiano vencía en batalla al submarino alemán U-154. Sentía que la guerra se acercaba.

Seguramente antes hubo terremotos, erupciones de volcanes, maremotos, independizaciones de colonias o se descubrieron antibióticos, pero hasta ahora me enteraba. Comenzaríamos 1945 sabiendo que las tropas soviéticas liberaron a cinco mil prisioneros en el campo de concentración de Auschwitz, que los aliados lanzaron tres mil toneladas de bombas sobre Berlín, que los Estados Unidos bombardearon Tokio, que Argentina le declaró la guerra a Alemania y a Japón. En este año, culminaría mis estudios primarios que inicié con mucho entusiasmo.

La tarde del miércoles nueve de mayo regresé del colegio y hallé cerrada la imprenta. No estaba el señor Nagami, cené como siempre y me puse a hacer los deberes escolares. Me quedé dormido esperándolo. A la mañana siguiente tampoco llegó; pensé que quizás hubiera enfermado. Quise ir a buscarlo, pero temía que regresara y necesitara mi ayuda. También me preocupaba no asistir al colegio. No llegó ese día ni los dos siguientes. El sábado lo busqué en el hospital y salí a preguntar a los vecinos y conocidos. El lunes fui a conversar con el director llevándole un paquete de libretas de notas que habíamos imprimido. Me atendió inmediatamente, cerró la puerta de su oficina, con gesto de gran preocupación y bajando la voz me dijo:

–Un familiar militar me ha informado que Nagami no es su verdadero apellido… y que es un espía japonés. No sabemos dónde está. ¡No deben relacionarte con él!

–¿A dónde iré, maestro? Mi padrastro no me quiere en su casa. Si vuelvo le va a pegar a mi mamita. ¿Y las propiedades del padrecito Nagami? Todas sus máquinas y sus cositas están ahí.

–Ya no vuelvas a la imprenta. Es peligroso. Hoy día puedes dormir aquí. Te buscaré donde alojarte –musitó moviendo la cabeza con preocupación.

De esta manera recalé, como jardinero y ayudando en tareas domésticas, en casa de una pareja italiana amiga suya, la cual al año siguiente se fue a vivir a la capital. Trabajando para ellos terminé la educación secundaria y luego me formé como suboficial de la Guardia Civil del Perú. Tras quince años de ejercicio profesional me destacaron a Pisco. En el lugar donde estaba la imprenta, hay una apacible placita con grandes árboles y ornamentos sencillos de piedra y hierro forjado. Me senté en una banca y agradecí al hombre desconocido que me dio otra identidad. Tratado con dureza e injusticia, pero ningen, humano, igual que él.

2 comentarios:

  1. Manuel E DOUAIHI Toledo10 de agosto de 2024, 14:06

    Admirable! Un buen ejemplo de lo que es querer superarse sin dar excusas, la constancia es la base del éxito.

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  2. Este cuento me gusto mucho! Felicidades

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