miércoles, 24 de julio de 2024

Soledad

Doris Verónica Martínez Méndez


El camino polvoriento vibraba con el tropel de los niños que volvían de la escuela bajo el sol ardiente de la una de la tarde. Ráfagas de viento levantaban remolinos blancuzcos entre sus zancadas, la algarabía transitaba en aquel nubarrón salvaje, similar al paso de los pericos surcando el cielo del atardecer. Se fueron desprendiendo uno por uno de aquel cúmulo para perderse en el sendero de sus hogares. Adentrados en el campo, bajo el refugio de los árboles, desaceleraban sus pasos al primer crujido de las hojas secas apiladas y al respiro de los aromas frutales y resinosos de verano.

Joaquín y Magdalena eran los últimos en llegar a su casa. Debían rodear la llanura de los pastizales y luego subir la colina. Un cerco alambrado advertía sobre los límites de aquel terreno, sin embargo, aquella planicie acortaba el camino al menos media hora. Joaquín tenía diez años cumplidos y un ingenio agudo y atrevido. Se salió del sendero y se aventuró entre los alambrados.

—¿Qué haces, Quincho? —reprendió su hermana mirando nerviosa a todos lados—. Nos van a castigar si entramos por ahí.

—Hay un pozo y tengo mucha sed.

—Yo no iré, nos pueden tirar a balazos.

—No seas tonta, Nena, ¡vamos! Estoy cansado y ya quiero llegar a casa.

—¿Y si hay vacas?

—Corremos —respondió y abrió un espacio entre los alambres para que ella pasara.

Un árbol de conacaste daba sombra al pozo que estaba a unos veinte metros del cerco. Se apresuraron para escapar del sol abrasador y beber un poco de agua. Un largo mugido los alertó: notaron varias vacas pastando cerca. Magdalena se pegó a Joaquín, pero este se distrajo ante la visión de una pequeña que se acercaba al pozo. Debió estar más asustada que ellos, pues enseguida se paralizó y dejó caer el cántaro que traía en sus manos.

—Hola —saludó Joaquín y le sonrió, pero ella no respondió.

—Vámonos, Quincho —insistió Magdalena y haló su mano para alejarse, pero él no se movió.

—Soy Joaquín y ella es mi hermana, Magdalena —explicó y no apartó la mirada de aquella niña asustadiza—. Solo pasamos por un poco de agua, vivimos sobre esa colina. ¿Cómo te llamas?

—Soledad.

Joaquín continuó mirándola sin pestañear, sus ojos eran de un azul tan profundo como nunca había visto antes: «Ojos de bruja», decían los campesinos. Su voz era más un susurro en sus labios sonrosados y trémulos.

—¿Vives aquí? —preguntó, mientras su hermana insistía en halarle la camisa para apurarlo—Nunca te había visto, ¿no vas a la escuela?

La niña permaneció inmóvil y sin parpadear hasta que logró negar con la cabeza.

—¡Soledad! — Aquel grito provenía del interior de la casa, la arrancó de su estupor y se echó a correr, despavorida.

Joaquín la siguió con la mirada hasta que desapareció por el patio lateral y recogió el cántaro que había dejado caer. Tomó la cuerda sobre la polea y sacó un poco de agua.

—¡Vámonos, Joaquín!

—Espérate.

Los mugidos de las vacas se hicieron más frecuentes y una brisa fría se deslizó entre las ramas de aquel árbol y sacudió los cabellos de los dos. Joaquín levantó la mirada y notó unas nubes grises opacando el azul del cielo. Volvió la vista a la casa y se sonrió al notar que Soledad regresaba, a paso rápido, y se adelantó a encontrarla para ofrecerle el cántaro lleno de agua.

—Aquí tienes —dijo y borró su sonrisa al notarle los ojos húmedos y el rubor intenso de una bofetada en el rostro—, ¿te ayudo a llevarlo?

Soledad tomó aquel cántaro entre sus brazos y negó con una sonrisa agradecida. Unos rayos de sol se colaron entre las hojas del árbol y ella regresó a su casa. Pronto empezaron a caer gruesas gotas de lluvia, levantando el aroma del petricor en el vapor del suelo. Joaquín y Magdalena corrieron por aquel prado hacia la colina hasta llegar a su casa.

—Ya era hora que vinieran —reprendió su madre quien los dirigió a la pileta para que lavaran sus manos y caras salpicadas de tierra antes de comer—. Por un momento pareció que iba a llover a cántaros.

Joaquín y Magdalena se miraron un instante y él le hizo el ademán de que no dijera nada.

Esa noche fue el último viacrucis de la Cuaresma y Joaquín acompañó a su madre y su abuela para poder acercarse a la casa de Soledad.

—Abuela, ¿por qué los Regalado nunca salen de su casa?

—Ramón Regalado viaja mucho a la frontera y su mujer debe cuidar la casa... y a Soledad.

Joaquín no le apartó la mirada, esperando que ella continuara.

—Es la hija mayor de Ramón. Tiene la edad de Nenita —siguió la anciana y se acercó un poco más al niño para bajar la voz—. No la conoces. Vivía con su madre del otro lado de la frontera. La pobre mujer murió, dicen que de tristeza, porque Ramón se juntó con Lucila, pero estás muy tierno para entender esas cosas. Por eso la niña vive aquí con ellos. Ayuda con los quehaceres de la casa, más ahora que Lucila acaba de parir. Pero ¿tú por qué tan interesado?

—No, yo no, usted me contó de más.

—Cipote pícaro —reprendió con un cariñoso jalón de oreja—, no te aproveches de esta pobre vieja, que es pecado.

Joaquín sintió una brisa húmeda y miró el cielo atiborrado de estrellas. El viacrucis continuó sus estaciones y solo pudo ver la luz del fogón en el patio de aquella casa de la planicie.  

Los oficios religiosos iniciaron el domingo con la procesión de los ramos. Joaquín aprovechó el gentío para escabullirse y entrar por los alambrados hacia el pozo donde conoció a Soledad. Esperó varios minutos y decidió acercarse a la casa, rodeándola con cuidado de no ser visto por Lucila Regalado. Pasando algunas zarzas y escaramujos, encontró a la niña acurrucada detrás del muro de la letrina. El olor fétido y fermentado de los deshechos, junto al zumbido continuo de las moscas, no parecían distraerla de su faena. Entre su mano tenía una frágil chiltota de tonos naranja a la que intentaba dar de beber agua, hablándole con suaves palabras ininteligibles.

—¿Qué haces? —preguntó, a sabiendas de que podría sobresaltarla.

Soledad, por el contrario, se mantuvo en su afán sin prestarle atención hasta que logró que la criatura tomara del refrescante líquido y levantó la mirada.

—La encontré en la cocina, tiene el ala rota y no puede volar.

Joaquín se acurrucó a su lado y pasó con cuidado su dedo sobre la cabeza de aquella ave. El llanto de un bebé se escuchó al interior de la casa, sonaba como el maullido de un gato y Soledad se levantó a prisa.

—¡Soledad! ¿Dónde te has metido, carajada?

—Llévatela —susurró ella con su misma voz trémula y la entregó a Joaquín—, Lucila no me dejará tenerla. Debo irme.

Él no pudo decir nada más y la miró alejarse hacia su casa. Mientras se escabullía con la chiltota entre sus manos, logró ver a una mujer menuda y de cuerpo regordete salir al corredor. Tenía una cara redonda y mejillas flácidas, su frente se ceñía llena de arrugas y su cabello negro dejaba ver hebras plateadas como las que lucía su abuela. Cuando Soledad se apareció por el patio lateral, Lucila la tomó del brazo como a una muñeca de trapo y la empujó al interior entre reproches y groserías. Joaquín quiso correr en su ayuda cuando sintió sobre su rostro unas gotas de lluvia que le supieron saladas al llegar a sus labios.

—Y tú, ¿dónde te habías metido? —preguntó Magdalena al encontrarlo a media colina—. ¿Qué traes allí? ¿Dónde la encontraste? ¿Está muerta? Mamá está muy enojada, te va a dar con la correa por escaparte de la iglesia.

Joaquín podía sentir cómo batía el corazón de la chiltota entre sus manos y no le importó lo que su madre pudiera hacerle, solo pensaba en Soledad y en la suerte que tuviera a manos de Lucila Regalado.

Los siguientes días fueron los más soleados y calientes de aquel verano. Tanto Joaquín como Magdalena tuvieron que ayudar a su familia en los quehaceres de la casa y del campo, recogiendo los frutos maduros que usarían para preparar los dulces del Sábado de Gloria. La casa se llenó del aroma de la panela y la miel donde se conservaban los mangos y el ayote. Joaquín cuidaba de la pequeña chiltota y la alimentaba con semillas de maicillo que robaba de las gallinas.

Ramón Regalado había vuelto de su viaje y encontró a su mujer enferma. La leche en sus pechos se había secado y estos caían ahora flácidos sobre su abdomen. Caminaba un poco más lento a causa del dolor en sus pies que se deformaban en una artritis prematura. Soledad se había encargado de alimentar a su hermano con leche de vaca, pues berreaba de hambre sin poderse saciar con el agua azucarada que Lucila le daba a tomar.

Luego de la vigilia pascual, Joaquín y Magdalena acompañaron a su abuela a casa de los Regalado para llevarles conservas de mango en miel, torrejas y un caldo de gallina para Lucila. Mientras hablaban los mayores, los niños se alejaron al corredor para disfrutar los manjares e intercambiar anécdotas.

—¡Una chinta de palo! —exclamó Magdalena al ver aquella muñeca tallada en un trozo de madera, con chapas coloradas y unos enormes ojos azules.

—Era de mi mamá —mostró Soledad con una sonrisa teñida de miel que hechizó a Joaquín.

—¿Estás contenta de que tu papá esté de regreso? —preguntó él con su buen ánimo.

—Me ha dicho que va a quedarse.

—¿Entonces irás a la escuela?

Soledad levantó sus hombros y miró a su padre: Tenía miedo de creer sus promesas. Apretó su muñeca entre sus brazos y pensó en su madre, que en vano creyó en su regreso.

Soledad empezó a asistir a clases. Fueron días soleados que disfrutaba de la mano de Joaquín, quien le ayudaba con las lecciones atrasadas y jugaban entre las vacas en los pastizales. Magdalena apenas podía seguir el ritmo y prefería tumbarse a la sombra de un amate en la colina.

Una noche de mayo, mientras todos dormían, tronó el cielo en una tormenta huracanada que amenazó con hacer volar las tejas de las casas. Joaquín pensó en Soledad, algo le decía que era su tristeza la que había roto el cielo en aquel raudal.

—Murió el pequeño de Lucila —dijo su madre al amanecer de aquella mañana gris e hizo la señal de la cruz—, dicen que fue mal de ojo. Que en paz descanse, pobre inocente.  

Ese invierno fue copioso y fértil, todos alababan al Altísimo por la bendición de la lluvia. Joaquín se desesperaba en su habitación por pensar en los ojos tristes de Soledad.

—Yo estaría igual si a ti te pasara algo —consoló Magdalena y le tomó la mano mientras miraban caer la lluvia en una cortina densa que no dejaba ver la planicie.

Los días soleados llegaron de a poco, pero había noches en que sorprendían algunas gotas de lluvia azarosa. Joaquín consolaba a Soledad y se atrevía a acariciar los golpes que ella escondía de los demás. Lucila, por su parte, no podía ocultar las canas y las arrugas que aparecían con cada agravio hacia la niña.

Los años fueron pasando en un ir y venir de sol y lluvia. Joaquín se había convertido en un joven recio y vigoroso. Su piel tostada por el sol ceñía su cuerpo corpulento y viril. Soledad, una de esas noches de llovizna fría, despertó al sentir el caudal entre sus piernas y un dolor punzante en su vientre. Al ver sus sábanas empapadas de sangre gritó, afligida. Su padre no pudo explicarle nada y dejó que su mujer hablara con ella. Lucila tenía la boca arrugada y enjuta por la pérdida de algunos dientes, sus párpados flácidos caían sobre sus ojos, los cuales tenían un arco grisáceo alrededor del iris y sus pupilas se cubrían por un disco plateado. Su cabello era totalmente blanco y su cuerpo corcovado emanaba un olor rancio y desagradable. Antes de decir palabra, le dio una bofetada a Soledad que rompió sus labios y la tumbó al piso.

—Lava eso, hija de mil putas —murmuró con una voz húmeda, cayendo de su boca un hilo de saliva y dos dientes huecos y amarillentos que atrapó en su mano.  

—No pasa nada —consoló Magdalena ante las súplicas de Joaquín—, a mí me sucedió ya. Dice mamá que es natural. Es para que un día puedas tener bebés.  

Soledad se fue acostumbrando a los cambios en su figura y a las molestias propias de cada mes. Joaquín, por su parte, fue notando un poco más el contoneo de sus caderas ensanchadas y la turgencia de sus pechos bajo su blusa, pero seguía fascinándose en el azul intenso de sus ojos y, un poco más, en la carne de sus labios trémulos.

Una de esas noches veraniegas en las que el intenso calor sofocaba cada célula del cuerpo, Joaquín se escapó de su casa para buscar a Soledad, movido por una necesidad apremiante de estar cerca de ella. La llanura recogía el rocío de la madrugada y se cargaba el aire con el aroma de la hierba. Soledad había salido a disfrutar de aquella frescura en su camisola de manta blanca que traslucía su figura. Joaquín la alcanzó a unos metros del pozo. Se miraron un momento, pero ella tomó sus manos y lo haló hacia el cobijo del árbol de conacaste.

—Quiero enseñarte algo —dijo y señaló lo que parecía un matate hecho de pelo y zacate colgando en una de las ramas: un nido de chiltota—. Han puesto huevos, los vi ahora.

—Siempre migran de regreso —sonrió él y notó las estrellas atrapadas en sus ojos azules—. Te conocí un día como hoy.

Soledad encontró su mirada y de inmediato sintió la humedad de sus labios en su boca. La noche se llenó de suspiros entre el ulular de los búhos y el canto de las chicharras haciendo eco en la llanura. El roce del pasto húmedo fue un bálsamo bajo sus cuerpos. Los ojos de Soledad reflejaron las estrellas que caían, fugaces, de un cielo totalmente plagado de ellas.

Fueron días delirantes, entre los oficios que buscaban recoger piedad y penitencia por la pasión de Cristo, sus encuentros alcanzaban los gozos de una gloria apenas terrenal, teniendo al instinto como único maestro.

—Tengo miedo de que esto acabe —confesó Soledad, tumbados bajo las pléyades, con la luz plateada de la luna sobre sus cuerpos desnudos.

—Vas a casarte conmigo, Soledad, esto acabará en mi tumba y solo ahí.

Justo por esos días, los únicos restos mortales que recibió la tierra fueron los de Lucila Regalado. Murió a sus escasos treinta y dos años. Nadie supo derramar una sola lágrima por ella. El sol fue implacable y, más que tierra, lo que se depositó sobre su tumba, fue polvo. Soledad y su padre regresaron en completo silencio al refugio de su casa y, finalmente, sintieron paz dentro de ella.

Una mañana estaba Soledad haciendo un poco de queso cuajado cuando llegó Magdalena a visitarla. Hacía tanto calor que la jarra chorreaba gotas condensadas sobre la mesa y la limonada, ya tibia, tenía un sabor acre.

—Soledad, no ha llovido en meses —dijo Magdalena finalmente.

—Estamos todavía en verano, Nena.

—Ya deberíamos estar en invierno.

—Esto no es mi culpa...

—No digo que lo sea —dijo Magdalena y dio un suspiro—. Solo creí que la noticia de Joaquín te pondría triste.

—¿Qué noticia?

—Tiene oportunidad de continuar sus estudios en la capital. No lo creo capaz de desperdiciar algo así. ¿No te ha dicho?

Joaquín fue a ver a Soledad aquella noche, como era su costumbre. Tomó un café con su padre y jugaron una partida de dominó. Al quedar solos, se acercó a ella y colocó un anillo dorado en su dedo.

—Sé que no es mucho, pero quería dártelo. Me lo dio mi abuela, nos traerá buena fortuna.

Soledad apretó su dedo y se levantó del catre para alejarse de él.

—No ha llovido en meses.

—¿Qué? ¿Y eso qué? No es tu culpa.

—Que te quedes sería mi culpa.

—¿De qué estás hablando, Soledad?

—Debes irte —dijo ella y se quitó aquel anillo para dárselo.

—La Nena te dijo, la muy metiche.

—Quiero que te vayas. No voy a impedírtelo y no me pidas que te espere.

—¿Qué estás diciéndome?

—Que se acabó.

Joaquín se mantuvo con el ceño fruncido y una mirada vacía. Tomó el anillo y salió echo una furia colina arriba. Sin poder correr por tener los ojos mojados, a unos pocos pasos de llegar a su casa, lo alcanzó una lluvia torrencial. De inmediato volteó a ver hacia la planicie y quiso regresar con Soledad, pero apretó el anillo en su mano y reprimió aquel impulso.

Llovió durante cinco meses continuos, entre algunas treguas en las que el cansancio vencía a Soledad en un letargo profundo.

—¿Ya no me quieres? —le preguntó Joaquín una mañana gris que la buscó junto al pozo.

—Tú te irás, Joaquín, es tu anhelo ser médico y es un sueño muy noble que debes seguir.

—Sí, pero no significa que debamos renunciar a nosotros.

—No quiero dividirte entre dos mundos distintos. Tarde o temprano uno arrebatará al otro, como les pasó a mis padres. No quiero estar atada a ti y morir de tristeza cuando encuentres a tu «Lucila» y no regreses. Prefiero que sea ahora, Joaquín, cuando duele menos.  

Llegó el día de irse a seguir sus estudios en la capital y Joaquín se mantuvo lejos de aquella tierra de caminos polvorientos, llanos reverdecidos y noches estrelladas. Todo el tiempo pensaba en Soledad y se preguntaba si era posible que las noches veraniegas o los días de lluvia solo fueran una larga añoranza entre los dos.

Cinco años pasaron y, tal como dijo Soledad, aquel mundo fue arrebatando los sueños del campo. Joaquín conoció otros brazos y otras bocas, pero ninguna mirada tenía el hechizo de aquellos «ojos de bruja» llenos de cielo. Un día recibió una carta de Magdalena: Ramón Regalado había muerto. Las lluvias ahora eran chubascos ocasionales y no faltaban los temporales continuos de abril a mayo. No mencionó a Soledad, pero no hizo falta.

El último viernes de Cuaresma llegó con la tradicional procesión del viacrucis. Soledad salió al pozo, pero se distrajo con el revoloteo entre las ramas del árbol de conacaste: una bandada de chiltotas había migrado de regreso. Entonces escuchó el chirrido de la polea y volteó para encontrarse con la figura de Joaquín frente a ella. De inmediato soltó el cántaro y sus labios temblaron sin poder decir palabra.

Joaquín lo recogió y llenó de agua, acercándose a ella.

—Te equivocaste. No hay mundo allá afuera que me arrebate de ti.

—La vida debió intentarlo, ¿o no? —murmuró ella y Joaquín asintió con la cabeza.

—También dijiste que no ibas a esperarme, pero he oído que los inviernos han sido puntuales y generosos desde entonces —dijo y apartó algunos cabellos de su rostro para ver el azul de sus «ojos de bruja»—. Si me quedo, ¿podría seguir siendo así?

—No lo sé. No me veo llorando a tu lado, Joaquín.

—¿Y tú crees que no se puede llorar, también, de felicidad?

Los ojos azules de Soledad se llenaron de lágrimas y Joaquín sintió algunas gotas de lluvia cayendo del cielo despejado. Ambos rieron y se estrecharon con fuerza para unir sus labios, entre el jolgorio del canto de las chiltotas y la llovizna resonando entre las ramas.

lunes, 22 de julio de 2024

María Magdalena

Ruth Rosales


Su cuerpo se encontraba postrado entre el último escalón y el piso de madera. Tenía puesta aún la zapatilla que le había regalado su madre en el pie derecho, mientras que el izquierdo mostraba las uñas pintadas de rojo enmarcando su desnudez. Veía la inmensidad de la escalera que se proyectaba encima de ella. Ignoraba el dolor que le provocaban las costillas y el cráneo roto por la caída. Lo único que se preguntaba era en dónde podría estar la otra que completaba el par. ¿Así acabaría su vida? ¿Mostrándose desaliñada como lo estuvo su madre el día en que murió?

Treinta años antes de estar cuestionando en dónde estaba la zapatilla perdida, decidió abandonar la comodidad del vientre que la había cobijado durante siete meses. Lo hizo al sentir unos golpes que parecían anunciar la llegada de un intruso y la obligaron a salir huyendo de su acogedora guarida. Cuando sus pulmones empezaron a trabajar y cobró sentido de su presencia en el mundo abrió los ojos y vio a su madre tirada en el suelo. Sintió cómo la mano gigante de su padre la sostenía de los pies cual pollo en un escaparate, y de su boca grande enmarcada por un bigote delineado, salía una voz profunda que le decía tres palabras que ella reconocería años después antes de morir.

Esa imagen de su madre tirada en el suelo que vio al momento de nacer se le aparecería constantemente durante su niñez. Su madre en el piso rodeada de agua al lado del lavadero. «Me resbalé cuando quise levantar el jabón que se cayó», escucharía decir a su mamá mientras sus ojos creerían ver unas huellas de zapatos alejándose hacia la puerta trasera de la casa. Su madre con la pijama rota tumbada al pie de la cama y un hilito de sangre saliendo de su frente. «Me levanté muy rápido y me apoyé mal en el buró», se excusaría con una sonrisa semi dibujada en el rostro pidiéndole ayuda para levantarla. Su madre al pie de la escalera con el cuerpo contorsionado y múltiples manchas moradas en su piel casi transparente. «El maldito gato pasó corriendo entre mis piernas. Me hizo tropezar con el tapete y rodar por los escalones», diría sin aliento y con lágrimas en los ojos.

Cuando creció y empezó a ir a casa de su abuela para ayudarle con el quehacer, solía encontrarla tirada al lado de la mesita en donde tomaban el almuerzo el abuelo y ella. «Perdón me he resbalado levantando los trastes», oiría decirle asustada cuando ella entraba por la puerta y se acercaba para ayudarla a levantarse. Otras veces escucharía sus sollozos mientras se limpiaba las heridas de las rodillas. «Puedes creer que mis viejas piernas volvieron a fallarme y caí de bruces, como siempre».

El día en que se marchó para estudiar en la universidad, su mamá le regaló un par de zapatillas rojas que habían pertenecido a su abuela quien fue una gran bailarina de flamenco en España antes de quedar paralizada por haberse caído de las escaleras de su casa y morir semanas después. El abuelo le dijo a su madre que su esposa había resbalado con las puntas claveteadas de sus zapatos, por lo que se los quitó y se los regaló a su madre ya sin el peligro de los clavos. Cuando emigraron para irse a un país con mejores oportunidades, ese fue el único par con el que cargó y ahora formaban parte de su herencia. Le pidió que los usara siempre que estuviera deprimida o extrañara su casa, ya que eran parte de su linaje femenino. Ella se sintió conmovida por el regalo, pero cuando se fue olvidó meterlas en su maleta.

Un mes después de que partiera, un compañero de clase le enseñó una noticia que había salido en el periódico en donde se mostraba el cuerpo sin vida de una mujer entre los peldaños de una escalera de madera. Tenía puesta una zapatilla color rojo en su pie derecho mientras el izquierdo sobresalía desnudo. El titular mostraba en letras de color rojo: «Mujer muere después de tropezar con sus propios zapatos». Esa fue la última vez que vio a su madre tumbada en el piso. Cuando regresó al dormitorio llamó a su padre, pero este se negó a contestarle y el día del funeral se encerró en su cuarto alegando que estaba destrozado por la muerte de su esposa y desde entonces no supo nada más de él hasta el día en que volvió a encontrarse con las zapatillas rojas.

Tiempo después inició una relación con un hombre que la hacía sentir amada y protegida. La primera vez que recobró la consciencia yacía tirada debajo de la mesa en la cocina de su departamento. «¡Tonta de mí!», pensaría aturdida: «Ya estoy como mi madre cayéndome en todos lados». Las siguientes veces pediría perdón en voz alta a su novio por creer que se tropezaba cuando él aparentemente trataba de sostenerla. «Es algo de familia», le diría confundida por no recordar cómo se tropezó y cubriéndose la cara para que no la viera llorar, «nos pasa a todas las mujeres, somos muy torpes».

Así tuvo cinco relaciones y en todas terminaba en el piso de alguna forma u otra, hasta que se casó con el hombre del que se embarazó. Rentaron una casita de dos plantas en el centro de la ciudad para estar cerca del trabajo de su esposo. Todos los miércoles se ponía un mercado sobre ruedas en su vecindario y a ella le gustaba ir caminando para comprar frutas y verduras frescas. Una de las calles por las que tenía que pasar era la que utilizaban las prostitutas para ofrecer sus servicios y ella poco a poco se fue haciendo amiga de una que otra de las chicas.

Cierta tarde en que se quedó platicando en la banqueta con ellas, su marido se acercó y la jaló con brusquedad del brazo. Al llegar a la casa le dijo que no la quería volver a ver rodeada de esas mujerzuelas, a lo que ella respondió que solo eran sus amigas. Esa noche despertó en el sillón de la sala con un dolor de cabeza intenso y con moretones en sus piernas. «¡Vaya! ¿Y ahora qué me pasó?», pensó aturdida mientras trataba de levantarse. «Amor, tranquila. Te desmayaste de repente. Creo que fue la impresión que te dejaron esas mujeres de la calle», le dijo con dulzura el padre de su bebé llenándola de besos y caricias.

Ese día se preocupó por primera vez de la extraña propensión que tenía por perder la conciencia sin aparente motivo, tal y como su madre y abuela lo hacían. Empezó a tratar de recordar, cada vez que se caía, qué era lo que había pasado para que terminara así de golpeada; pero no fue hasta aquel día en que estaba en la regadera, cuando después de sentir unos golpes familiares sobre su vientre abultado a través de la cortina del baño, que tuvo un grado nuevo de consciencia y logró ver en la loseta unas huellas de agua alejándose hacia la puerta. «¿Amor?» murmuró llamando a su esposo antes de desvanecerse y alcanzar a percibir cómo las pisadas se detenían.

Al día siguiente se despertó en su cama, abrazada al cuerpo del hombre que la hacía sentir segura y feliz. «¿Amor? ¿Ayer entraste al baño mientras me duchaba?», le susurró al oído casi temiendo despertarlo. «Entré a levantarte. Te tropezaste otra vez con el tapete. Pero como siempre aquí está tu supermán para salvarte, mi bonita», concluyó abrazándola por la espalda para luego penetrarla con cuidado repitiéndole una y otra vez cuánto la amaba.

Sus amigas que habitaban en la calle que su esposo le tenía prohibido frecuentar, le empezaron a contar historias sobre mujeres que desaparecían para después ser encontradas abusadas y mutiladas en los terrenos baldíos. Algunas tenían la suerte de seguir con vida, pero la mayoría terminaban su martirio semienterradas por el polvo, las plantas y la basura. La invitaron a las reuniones y marchas que realizaban para pedirle a las autoridades justicia y protección, pero ella tenía miedo de que su marido la sorprendiera en las manifestaciones y solo las ayudaba haciendo panfletos o recolectando recursos para la causa. Sentía una profunda rabia por la injusticia que vivían esas mujeres y de vez en cuando compartía su sentir en la casa mientras cenaba con su pareja. «Eres muy buena, mi bonita», le decía con cariño «pero tu lugar está aquí conmigo en casa, además eres muy delicada de salud, ¿lo recuerdas? Tienes que cuidarte por nuestro hijo».

Un par de días antes de la fecha en que tenía programada la llegada de su bebé recibió un paquete de parte de su padre. Al abrirlo vio las zapatillas rojas que su madre le había regalado diez años atrás. Se las puso sintiendo un bulto de remordimiento. ¿Había muerto por culpa de esas zapatillas? Entonces sintió una punzada intensa en su vientre y su cuello uterino empezó a expandirse. Sonrió. En ese momento entró su esposo al cuarto y la vio sonriendo. Ella dirigió sus ojos hacia el vientre para indicarle que el bebé venía en camino, pero él desvió su mirada hacia los zapatos rojos y una vena gruesa partió su frente mientras fruncía el ceño. La tomó de los brazos y la estrujó con fuerza gritándole esas palabras que ahora se presentaban con claridad desde ese rincón en constante negación de su memoria; esas que tanto escuchó decir a su padre, abuelo y anteriores novios: «Eres una puta».

Corrió hacia las escaleras mientras oía cómo su marido le gritaba: «Con esas zapatillas pareces una puta. ¡Quítate esas mierdas, zorra asquerosa!». Sintió cómo una mano le jaló los cabellos mientras la otra la tomaba del cuello. En un intento por zafarse dirigió su brazo derecho hacia atrás logrando arañar el rostro de su agresor, pero eso la hizo perder el equilibrio y caer escaleras abajo.

Mientras seguía buscando con la mirada dónde estaba su otra zapatilla, vio las pisadas de su padre alejándose de su madre, al abuelo sentado leyendo el periódico en la silla de la cocina de la abuela y a su marido saliendo del baño y deteniéndose después de que ella lo llamara. Su vista se fue apagando y a lo lejos se escuchó el llanto de un bebé.

lunes, 15 de julio de 2024

Plagio de Amor

Lucía Yolanda Alonso Olvera


—¡Vero, ya he terminado! Te envío mi parte del documento final en dos minutos —exclama Nadia contenta mientras se abanica con una revista y observa el reloj de su computadora que marca las once cuarenta y ocho de la mañana.

—¡Qué rápida eres, querida! ¡En cambio yo soy lenta como una tortuga! Llevo apenas diez páginas corregidas y me faltan doce —responde Verónica angustiada sentada en su escritorio ubicado a unos cuatro metros frente al de Nadia.

—¡Ánimo, Verito!, tienes hasta el lunes a las diez y media de la mañana para enviarle a Carlos la versión final. No te agobies, aún te queda todo el fin de semana para acabar tu parte.

—Estoy aplicadísima y el lunes lo tendrá el jefe a primera hora de la mañana en su bandeja de entrada, para que lo envíe al cliente. Menos mal que ya terminamos este proyecto, ¡estuvo bien denso! —concluye Verónica mientras sigue tecleando.  

—Sí. Estuvo rudo, pero aprendimos muchísimo. Ojalá nos contraten para la segunda fase. A mí este tema del cambio climático cada día me aterra más, pero me gusta estudiarlo —responde Nadia en tanto ordena su escritorio y mete su laptop en su mochila—. Amiga, me voy corriendo. Estoy a muy buena hora para llegar a casa y ponerme a escribir.

Verónica deja de teclear, no puede creer lo que escucha. Es viernes al mediodía y no entiende lo que dice su compañera.  

—¿Qué onda, Nadia? ¿Estás trabajando de consultora por tu cuenta? No me habías contado nada —afirma desconcertada.

—¿Qué onda de qué, mi Verito? ¡Por supuesto que no! Con el trabajo que tenemos aquí en esta oficina me basta y me sobra ¡No alucines! —responde sorprendida—. No te había contado nada por la cantidad de chamba que hemos tenido. Ya sabes que mi pasión es escribir, por eso me apunté en un concurso literario y tengo el fin de semana para enviar mi relato. Así que me voy corriendo —dice levantándose de prisa echándose a la espalda la mochila.

—¡Ay, qué buena noticia! Pero cuéntame, ¿ya tienes la historia?, ¿de qué trata? —pregunta su amiga animada.

—Sí. ¡Ya la tengo aquí enterita en mi cabeza! —dice Nadia señalando su sien.

 —Ay, amiga, ¡cuéntamela! —suplica Verónica.

—¡Por supuesto que no! —afirma rotunda—. Me urge llegar a casa y sentarme a escribir. Solo te puedo decir que es sobre la terrible y bella vida de mis abuelos, que supimos gracias a las cartas que mi padre escondió.

—¿Qué cartas? ¡No puede ser que no me hayas contado nada! Me muero de curiosidad de conocer la historia. Mira, te propongo un trato —dice Verónica al apagar y cerrar su computadora—. Este documento lo puedo entregar el lunes y hoy solo vine a la oficina por el cargador de mi máquina que olvidé ayer, así que me llevo todo a casa para terminarlo el fin de semana. Hoy he traído el coche. ¿Te acerco a tu departamento y de camino me cuentas? ¿Cómo ves?

—¡Me parece perfecto! Mientras acabas de preparar tus cosas para irnos, voy rápido al baño, que con la emoción y los nervios del concurso literario ya me dieron ganas de hacer pis —concluye Nadia la conversación y sale corriendo hacia el sanitario del despacho.

La Ciudad de México está que arde desde que inició la primavera, la temperatura se ha disparado hasta los treinta y cinco grados Celsius. Un calor que nunca se había sentido en estas latitudes. Además, la prolongada sequía ha provocado que el ambiente se sienta denso y el aire esté muy contaminado. Verónica y Nadia avanzan lentamente en el tráfico característico del centro de la ciudad, llevan encendido el aire acondicionado para no sofocarse y evitar el apabullante barullo citadino.

—Ahora sí, cuéntame de qué va esa historia de las cartas escondidas que tenía tu papá —comenta Verónica sorteando el tráfico.

—Es una historia de amor increíble, Verito. No te la vas a creer.

»El relato narra la vida de Anselmo y Conchita, mis abuelos paternos, quienes se conocieron hacia fines del siglo diecinueve, en Galicia, cuando tendrían alrededor de dieciséis años y se enamoraron hasta la médula.  Eran muy pobres, pertenecían a familias de labradores oriundas de Carbia, en la comarca del Deza, muy cerca de Santiago de Compostela. No tenían un futuro prometedor en esos lares.

»En aquella época, Galicia era una zona rural sumida en la pobreza y el atraso, las actividades agrícolas estaban debilitadas o casi en ruinas debido a una tierra cansada, a las altas rentas forales y la división de la propiedad en minúsculas labranzas y excesivos impuestos.  Muchos hombres jóvenes decidieron irse a «hacer las Américas», buscar nuevas oportunidades para forjarse un futuro. Anselmo fue uno de esos aventureros, no había cumplido aún los dieciocho cuando se fue a la Coruña para embarcarse rumbo a México, no sin antes prometerle a Conchita que le enviaría el dinero para que lo alcanzara, o en cuanto pudiera volvería por ella.

—¡Qué vida tan dura la de los migrantes! —comenta Verónica consternada conduciendo hábilmente en el tráfico.

En el barco rumbo a México, Anselmo se hizo amigo de Jesús, otro pobre muchacho andaluz lleno de ilusiones. Tal vez, si Anselmo hubiera sabido que ese hombre algunos años después lo traicionaría, se hubiera abstenido de haberle contado la historia de su amor por Conchita. 

—Mira Jesús, ella es mi novia, Conchita. La fotografía se la hicieron el verano pasado que fuimos a Santiago de Compostela a las fiestas —explica Anselmo a Jesús, mostrándole la fotografía mientras descansan sentados en el piso del cuarto de máquinas del vapor que los lleva rumbo al puerto de Veracruz.

—¡Vaya que es guapa tu chica!, ¡qué suerte la tuya! —contesta Jesús, observando detenidamente la fotografía de Conchita que sostiene en sus manos.

El moderno puerto de Veracruz de finales del siglo diecinueve bullía de gente y de actividad comercial. Con su sofocante calor y su distintiva música tropical, le dio la bienvenida a ese par de gachupines ofreciéndoles la oportunidad de trabajar en un principio como estibadores, durmiendo en un viejo petate en las bodegas. Muy pronto sus destinos cambiaron. En el puerto conocieron a los hermanos Eusebio y Román Rodríguez, un par de prósperos empresarios cafetaleros que comerciaban varias toneladas de café veracruzano de primera calidad a España.

Anselmo de inmediato consiguió que lo contrataran de peón en una hacienda cafetalera al sur de Córdoba, mientras Jesús, que era, como buen andaluz, más extrovertido y desenvuelto, empezó a acompañar al patrón, Eusebio Rodríguez, en sus viajes a España como ayudante en las gestiones para comerciar el delicioso grano mexicano.

Anselmo aprovechaba los encargos que le hacía su patrón cordobés para ir al puerto para ver y entregar a Jesús la correspondencia de amor que le escribía a Conchita, porque en aquellos años una carta a España tardaba más de tres meses en llegar a su destino. Mi abuelo le escribió cantidad de cartas, prometiéndole que iría por ella para vivir juntos en Córdoba, donde él, cada día estaba más asentado forjándose una vida próspera. Conchita nunca le contestó.

Mientras tanto, Jesús, cada vez que veía a su amigo, le contaba que en cuanto llegaba a la península Ibérica echaba al correo su correspondencia. Lo cual eran puras patrañas.

Anselmo, pesaroso, se imaginó que Conchita, o nunca había recibido sus letras, o se había enamorado de otro hombre.

Pero nada de esto pasó, la verdad de la historia fue que, desde que Jesús le entregó en mano a Conchita la primera carta de mi abuelo, quedó prendado de esa bella y agraciada muchacha gallega.

Entonces Jesús, cada vez que Anselmo le entregaba una carta de amor para Conchita, la abría y la reproducía íntegra: la plagiaba. Luego, al llegar a España iba a buscarla al pueblo para entregársela y enamorarla con las letras de mi abuelo.

Después de muchas cartas escritas a lo largo de varios años por Anselmo y falsificadas por Jesús, mi abuelo se dio por vencido, dejó de escribirle, y no volvió a ir al puerto de Veracruz.

Mi abuelo se enamoró y se casó en Córdoba con Olivia, una veracruzana alegre y salerosa, con quien fue inmensamente feliz y tuvo sus dos primeros hijos; mis tíos Manuel y Juan.

Por su parte, Jesús, después de varios años logró enamorarla y convencerla de casarse con él, aunque en el fondo de su corazón Conchita nunca había amado a nadie como a Anselmo.

Tras la boda se afincaron en el puerto de Veracruz y tuvieron a mi tía Andrea.

—Pero ¿cómo es eso de tu tía Andrea? Ella era la hija del traidor de Jesús y Conchita. ¡Oye, me estoy haciendo bolas! —exclama Vero confusa.

—¡Calma, calma! Espera a que termine de contarte, para que entiendas por qué Andrea también es mi tía. Aún no acabo con este embrollo, ¡no comas ansias, Verito! —contesta Nadia sonriendo.

Cuando Manuel y Juan aún eran niños, su madre, Olivia, murió de fiebre amarilla, una epidemia que aún persistía a principios del siglo veinte en tierra caliente. Anselmo se quedó viudo con dos hijos en plena pubertad.

En el puerto de Veracruz, Conchita vivía largos periodos acompañada únicamente de su hija Andrea y de una fiel criada cordobesa llamada Micaela, mientras Jesús seguía en sus interminables viajes comerciando productos entre México y España.

En una de esas largas temporadas en que Jesús estaba de viaje, Micaela convenció a mi abuela de ir a Córdoba a la celebración de las Cruces de Mayo, una fiesta religiosa tradicional de esa provincia que conmemora la cruz en la que Cristo había muerto para salvarnos y que se organiza poco después de la Semana Santa en los patios de las casas céntricas y en algunas calles de los barrios más populares.

—¡Ay no me lo puedo creer! ¡Ya me imagino lo que pasó! —exclama emocionada Verónica llegando a casa de Nadia.

—Pues sí, ¡eso que te imaginas, pasó! Mira, allá adelante se está yendo un coche, ahí te puedes estacionar —señala Nadia el auto que está maniobrando para incorporarse a la calle.

—Pero me tienes que contar el final del relato antes de que te bajes. No me puedes dejar en ascuas —suplica Vero a su amiga.

Efectivamente, Anselmo, quien estaba con sus hijos disfrutando en primera fila la cabalgata de las Cruces de Mayo vio justo frente a él, del otro lado de la calle, a Conchita junto a su hija Andrea y a Micaela. Nos contaba mi papá, que mi abuelo relataba esta escena como una visión religiosa. Al principio, Anselmo pensó que no era verdad, pero cuando Conchita lo vio y se dirigió a él para abrazarlo y besarlo se dio cuenta de que era su amada en carne y hueso.

Mi abuela nunca volvió al puerto de Veracruz, le escribió a Jesús que no la buscara y le pidió el divorcio.

Conchita y Anselmo se quedaron juntos el resto de su vida, tuvieron a mi papá, se casaron cuando ella logró el divorcio y armaron una familia espectacular con todos sus hijos: Manuel, Juan, Andrea y mi papá.

Alrededor de diez años después, murió Jesús dejándole a su hija Andrea una abundante herencia, varias propiedades en el puerto y una próspera empresa comercializadora.

Mi tía Andrea encontró, en la caja fuerte de la oficina de su padre, las cartas que mi abuelo le escribió a Conchita durante todos esos años en los que confió en su amigo. Un año más tarde mi abuelo también murió.

Esas cartas nunca se las entregaron sus hijos a Conchita, para no lastimarla con ese recuerdo. Andrea decidió dárselas a mi padre, el único hijo fruto de este tremendo amor. Mi papá las escondió, y hace un año que falleció y nos repartimos los muebles, las encontramos mis hermanos y yo debajo del ropero de su habitación. Entonces fuimos a ver a mi tía Andrea, que a pesar de su avanzada edad nos contó este enredo.

—¡Qué bonito relato familiar! —afirma Verónica emocionada.  

—¡Sin duda, la historia de mis abuelos es como de película! Verito, muchas gracias por traerme a casa. Me voy volando que tengo el fin de semana para escribirla, corregirla y enviarla. ¡Qué nervios tengo! —contesta Nadia, mientras toma su mochila, abre la puerta y se baja del coche.

—¡Suerte, amiga! Nos vemos el lunes temprano en la oficina. ¡Disfruta tus letras!

lunes, 8 de julio de 2024

Sin retorno

Amanda Castillo


La noche estaba fría y las estrellas brillaban esplendorosas en el cielo. Rubiela se dirigía al aeropuerto para iniciar una nueva aventura. No le fue fácil tomar la decisión de irse de su natal Valparaíso y dejar atrás todo lo que la ataba a su pasado. Le dolía separarse de sus hijos. «Pero ellos ya son adultos y saben valerse por sí mismos. Yo necesito vivir». Se repetía con frecuencia para calmar su sentimiento de culpa.

A esa hora había pocos pasajeros, razón por la cual Alberto y ella se registraron de manera rápida en el módulo de viajes, y así tuvieron más tiempo para compartir con la familia. Decidieron tomar un café, antes de abordar. Los hijos de Rubiela y sus dos hermanas habían ido a despedirla. Era la primera vez que se separarían por tanto tiempo. Una mezcla de sonrisas forzadas y miradas tristes se reflejaban en los rostros de la familia. Conversaron de temas banales, hasta que llegó la hora de despedirse.

—Ya debemos pasar a la sala —anunció Alberto.  

Se levantaron con lentitud, como si les costara despegase de sus asientos. Rubiela y su familia se fundieron en un largo y cálido abrazo. Lloraron en silencio.

Alberto se alejó de ellos, entendía que debía darles su propio espacio.

—Mami, prométeme que me vas a llamar todos los días —le decía Juana, su hija menor.

—Lo haré mi amor, estate tranquila.

—Madre, cuídate mucho por favor, si las cosas no salen bien, regrésate de una. Dejá todo atrás y venite enseguida —le susurró Mateo mientras la abrazaba.

—Todo va a estar bien, te lo prometo, mijo.

Rubiela se alejó de ellos con los ojos llenos de lágrimas y un nudo en la garganta que le impedía pronunciar palabra. Atravesó el cordón de seguridad y se volteó para mirarlos por última vez. Puso sus dedos sobre los labios y les envió un beso.

A sus cincuenta y dos años, Rubiela no había tenido la oportunidad de viajar a otros países. Se casó siendo muy joven y se dedicó al hogar y a criar a sus dos hijos.  Cuando su esposo murió en un accidente de tránsito, ella solo contaba con veinticinco años y dos hijos pequeños por sacar adelante. Afortunadamente, la pensión que heredó de él, como empleado de una petrolera multinacional, era suficiente para que los tres vivieran con comodidad.

Con el paso del tiempo, empezó a sentir la necesidad de ser amada por un hombre y decidió darse una nueva oportunidad. Se dejó seducir por Carlo, un   reconocido pianista argentino. Sin embargo, la relación empezó a decaer después del primer año de matrimonio. Descubrió varias infidelidades y aunque sus hijos se sentían muy cómodos en el nuevo hogar, ella sufría en silencio. Pese a sus intentos y sacrificios, no pudo salvar la relación y decidió darle fin. 

Después de su divorcio se dedicó a estudiar, y a los cuarenta años se tituló como cosmetóloga y esteticista profesional. Con los ahorros que le había dejado su primer esposo, montó un centro de estética, y este se convirtió en un próspero y rentable negocio, del cual ya tenía varias sedes en las ciudades más importantes del país.

Dado sus conocimientos en belleza y la disciplina que desarrolló para practicar diferentes tipos de deportes, se conservaba joven y bella a pesar del paso del tiempo. Durante varios años se mantuvo soltera, aunque tuvo varios amantes, no lograba hacer conexiones profundas con ninguno de los hombres que se le acercaban. Todos terminaban alejándose de ella, situación que la desestabilizaba y le generaba recónditos cuestionamientos sobre su energía femenina: «¿Será que hay algo malo en mí? ¿Por qué nadie quiere estar conmigo?». Nunca lo había expresado, pero le aterraba la idea de envejecer sola. Sabía que sus hijos se tendrían que ir en algún momento y anhela con intensidad tener a su lado un hombre que la amara.

Dos años atrás, para su cumpleaños número cincuenta, su equipo de trabajo organizó una cena para agasajarla. A esta acudieron familiares y amigos, y también algunos invitados desconocidos para ella. Entre estos, se encontraba Alberto. Un atractivo hombre de veintisiete años, que trabajaba como jefe de seguridad de una compañía de productos cosméticos. Un conocido los presentó y de inmediato empezaron una animada charla. Él le contó que había migrado a Chile hacía cuatro años, motivado por un problema de seguridad que había tenido en su país natal.

Durante la fiesta bailaron varias veces. Las miradas intensas y las sonrisas de complicidad rebelaban el evidente magnetismo que había entre ellos.

A partir de ese día, se encontraban con frecuencia para charlar, ir a cine o tomar un trago. Al comienzo ella lo tomó como un entretenimiento, sin embargo, se inquietó al notar que lo empezaba a extrañar y que adoraba compartir con él diferentes momentos. Él era atento, amable y extremadamente cariñoso con ella. Para Rubiela la diferencia de edad era una barrera difícil de superar, pero Alberto insistía en que se trataba de solo un número y que para él no significaba nada.

Después de cinco meses de estar saliendo, se acostaron por primera vez y a partir de ese día comprendió que estaba enamorada perdidamente de Alberto, aunque esto significaba una lucha constante entre la razón y sus sentimientos. Había sido cuestionada de manera reiterada por sus hijos, quienes no aprobaban sus encuentros con aquel hombre, muchísimo menor que ella.

Su relación con Alberto cada vez era más sólida. Ambos se mostraban muy enamorados. Un día él le comunicó que debía viajar temporalmente a su país, para hacerse cargo de algunos asuntos familiares. Al cabo de un mes volvió.

—Muñeca hermosa, tengo que contarte algo.

—¿De qué se trata, mi vida?

—Me tengo que regresar a Colombia. Mi cucha está enferma y me necesita.

—¿Cómo así, mi amor? No me habías dicho nada.

—No te quería preocupar, pensé que se podía arreglar de otra manera. Pero ni modo.

Rubiela se incomodó ante esta decisión y no pudo disimularlo.

—¿Decidido?, ¿y qué hay de nosotros?, ¿qué pasará con lo nuestro?

Alberto guardó silencio y luego añadió:

—Lo único es que te vayas conmigo.

La propuesta la cogió por sorpresa. Todo lo que amaba y cuanto poseía estaba en Chile. Sin embargo, no podía imaginar vivir su vida sin Alberto. Cada día se sentía más enamorada de él, y se negaba a perderlo.

Después de unos días analizando detenidamente lo que debía hacer respecto a su negocio, tomó una decisión.

 Los hijos de Rubiela, Juana y Mateo, trabajaban en la empresa familiar. El disgusto fue mayor cuando su madre les comunicó su determinación.

—Pero, mamá, ¿cómo se te ocurre hacer eso? ¿Dejar todo por él?

—Hijo, entiéndeme, estoy luchando por mi felicidad.

—Mami, pero es que se llevan muchos años de diferencia. Ese hombre no te conviene, ¿por qué confías tanto en él? —inquirió su hija menor.

—Tenemos miedo de que te haga daño, mi hermana y yo lo hemos hablado.

—Yo sé que ustedes no confían en él. Pero crean en mí. Yo lo conozco, él me ama de verdad, me acepta tal como soy, y yo tampoco soy boba, mijo.

La noticia de la partida de Rubiela junto con Alberto causó revuelo en la familia y en el círculo más cercano de amigos. Todos estaban convencidos de que Alberto era un oportunista cazafortunas, sin embargo, nadie se atrevía a decírselo. Confiaban en su buen juicio e inteligencia para que lo descubriera por sí misma.

Rubiela se tomó un mes para dejar su negocio organizado, de tal manera que ella desde la distancia pudiera tener el control. Aunque confiaba en que su hijo mayor la representaría bien cuando se tratara de negociar con los proveedores y de atender otros asuntos que demandaran su presencia.

Durante las primeras semanas de su llegada a Bucaramanga, todo transcurrió con normalidad, visitaron familiares y amigos de Alberto. Rubiela se puso al frente de los asuntos médicos de su suegra y se hizo cargo de todos los gastos que su enfermedad demandaba.

A Rubiela le encantó Colombia.  Pensó en varios proyectos. Uno de ellos era montar una sede de su centro de estética. Sabía muy bien del gusto de las mujeres colombianas por cuidar su apariencia física, de hecho, el país era pionero en América Latina en procedimientos estéticos.

Aprovechó para viajar y conocer la región. Disfrutó el cañón de Chicamocha y de su majestuosidad, de los pueblos Santandereanos con su paisaje colonial y empedradas calles. Rubiela se maravillaba con los vibrantes colores de las flores en los balcones, el bullicio alegre de los mercados locales y de las delicias gastronómicas de la región. Fue a la costa atlántica y visitó Cartagena de Indias, Santa Martha y San Andrés Islas. No se arrepentía de haber tomado la decisión de marchar a ese hermoso país y recorrer aquellos lugares junto a su amando Alberto. Era una experiencia maravillosa para ella. 

Decidieron adquirir un apartamento en un exclusivo sector a las afueras de la ciudad. Alberto se había puesto al frente de todo. Era quien decidía qué comprar, donde deberían vivir e incluso le planteó la necesidad de conseguir un carro. Ella no lo había contemplado, sin embargo, no lo pensó mucho y accedió a comprarle una lujosa camioneta que Alberto había seleccionado previamente y la cual fue registrada a nombre de él.

Mientras tanto, Rubiela les había comunicado a sus hijos sus planes de montar una sede del centro de estética en Colombia, y les dio las instrucciones para iniciar con todo lo necesario. Ella, por su parte, se encargaría de adelantar todos los aspectos legales para los permisos de funcionamiento.

Transcurridas algunas semanas desde la compra del vehículo, ocurrió la primera pelea. Alberto se había ido de fiesta y no llegó en toda la noche. Ella, ansiosa, le escribió varios mensajes al celular, pero él no respondió a ninguno.

Alberto llegó a media mañana del día siguiente con un hermoso ramo de rosas amarillas, sus favoritas.

—Me entretuve con unos amigos, perdóname, amor —le dijo abrazándola y besándola por el cuello.

Como era costumbre, ella no pudo resistirse. La sensualidad y los deseos incontrolables que él despertaba con su cálido aliento y su varonil perfume eran su debilidad. Sabía que irremediablemente terminarían en la cama, y en efecto así fue.

Sin embargo, este episodio se repitió por varias ocasiones. Alberto se iba de fiesta y llegaba al día siguiente, siempre con una excusa. Al cabo de un tiempo Rubiela se sentía desolada, vacía y con una sensación permanente de que algo no marchaba bien. Ya habían transcurrido más de seis meses y todo estaba al revés. El negocio no había podido iniciar, su relación con Alberto no pasaba por el mejor momento. Él ahora llevaba una vida bohemia y desordenada. Había ido cambiando con el paso de los días. En ocasiones estaba ensimismado, callado y se había vuelto adicto al celular.

Rubiela había encontrado rastros de polvillo blanco en la ropa de él, lo cual le hacía temer que estuviera consumiendo cocaína. Pero además sospechaba que le era infiel, cuando ella le hacía reclamos él reaccionaba airadamente, la ignoraba y se iba a dormir a la sala. Sin embargo, el sexo seguía siendo fabuloso, y esto la hacía dudar de sí misma: «Si tuviera otra, no sería así conmigo en la cama».

Pero al darse cuenta del uso desmedido que él hacía de sus tarjetas de crédito, ella se alarmó y decidió confrontarlo.

—¡¡Yo soy joven, dejame vivir mi vida!! ¿Ahora me va a echar en cara las cosas?

La sospecha de Rubiela se había confirmado, al revisar los extractos de su tarjeta de crédito y encontrar un pago recurrente a una firma comercial.  Investigó y pudo comprobar que se trataba de pagos realizados en un motel de la ciudad.

Al día siguiente, Alberto le planteó que deseaba montar un negocio de compra y ventas de motos, y que para ello necesitaría un capital de cincuenta millones de pesos. Rubiela estaba muy molesta por el descubrimiento que acababa de hacer y reaccionó airadamente.

—No, yo ahora no tengo dinero para eso. He tenido muchos gastos desde que llegamos.

Él se sorprendió con su actitud, ella nunca le había negado nada. Sin embargo, se quedó callado. Estaba seguro de que tarde o temprano la convencería.

Rubiela reflexionaba sobre su vida y empezó a cuestionarse si su decisión había sido equivocada. Pero el temor a quedarse sola de nuevo, la paralizaba. Desistió de esos pensamientos y se enfocó en planear la forma de recuperar a Alberto. Había decidido no darse por vencida. Siempre fue una mujer optimista, por eso, optó por hacer algo y no quedarse en simples lamentos.

Creía que las cosas podían volver a ser como antes. Así que hizo las consultas respectivas y decidió realizarse un par de cirugías estéticas. Pensaba que se podría ver más joven y lograría que Alberto se olvidara de su amante.

Se lo dijo un día en que él veía un partido de fútbol en la sala de estar. Se le acercó, le llevó algo de beber y le dijo:

—Amor, mira que me voy a practicar una lipoescultura y a operarme los senos.

 La primera reacción de él fue de sorpresa, pero enseguida esta se transformó en enojo.

—¿De qué estás hablando? —respondió desencajado—. No me hagas enojar, Rubiela. ¿Te vas a gastar la plata en esa joda?

Ella se sorprendió. Jamás esperó esta reacción. Enmudeció desconcertada.

Él se puso de pie con el rostro desfigurado por la rabia y se fue dando un portazo.

Después de varios días de que Alberto le pidiera perdón insistentemente, se reconciliaron y decidieron pasar el fin de semana en un balneario en las afueras de la ciudad.  Él se la pasó durmiendo la mayor parte del tiempo. Hablaba solo lo necesario. Rubiela no estaba tranquila. Su intuición le decía que algo no andaba bien.

Al regreso, Alberto retomó el tema del dinero para su negocio. Y Rubiela se mantuvo firme frente a su decisión.

—Mira, Alberto, en serio, ahora no puedo darte dinero para el negocio. Tengo otros planes, ya te lo había dicho.

—¿Cómo, es que insistís en eso?

—¡Es mi dinero, y hago lo que me da la gana!

—Pues tú no te mandas sola. Yo soy tu marido.

—Yo no soy de nadie. Me mando sola, estoy bastante grande.

—¡Una vieja loca es lo que sos! —le gritó—. ¡No te vas a hacer ni mierda, ¡eso es para las jóvenes, no para vos!

 Ella empezó a llorar y también le gritó:

—¡Idiota, imbécil, ya sé que tienes una moza! ¡Ni creas que te voy a dar mi dinero para que goces con ella!

—Esa plata también es mía, me la merezco. Yo ya tengo derechos en lo tuyo. Ya bastante me he sacrificado. Mírate, puedes ser mi mamá.

Rubiela sintió esas palabras como un puñal clavado en lo más profundo. No podía contener el llanto. Estaba herida en su orgullo, en su dignidad de mujer. Sin dudarlo tomó la decisión de irse de aquel lugar. Se dirigió con pasos rápidos a su habitación, buscó las maletas y empezó a empacar sus pertenencias.

La furia de Alberto se exacerbó cuando, tras seguirla, vio el equipaje.

—¡No te vas a ningún lado, vieja hijueputa!

—Me largo de aquí, sinvergüenza desagradecido. Voy a vender todo. Ni te creas que te vas a quedar con mis cosas.

 Él guardó silencio por unos minutos y luego dijo:

—Te vas, pero me dejas las tarjetas y los papeles del apartamento. Ya son dos años juntos. Tengo derechos.

—No te voy a dejar nada, a ver si la zorra con la que andas te va a aceptar así.

Él la haló con fuerza y la obligó a mirarlo sosteniéndola de la mandíbula. Ella sintió miedo, pero lo enfrentó:

—Eres un desgraciado, me engañaste todo el tiempo.

—Eres una ilusa, ¿cómo crees que un hombre como yo va a estar solo contigo?

—¡Mentiroso, ladrón! —gritó Rubiela propinándole varias bofetadas.

Alberto la empujó y ella cayó de bruces en el piso.

—Te voy a denunciar, maldito estafador. Me largo de aquí y nunca más volverás a saber de mí.

Alberto, al escucharla, se lanzó violentamente sobre ella, la tomó por el pelo y la arrastró fuera de la habitación.

—¡¡Suéltame!! ¡¡Ayuda, auxilio!!

Él se detuvo por un momento pensando qué hacer, enseguida se inclinó y se sentó bruscamente sobre el cuerpo maltratado de Rubiela. Ella abrió los ojos aterrorizada. «Me va a matar… Me va a matar. Ayúdame, Dios mío».

Él, poseído por una ira irracional, golpeó su cabeza contra el piso con una violencia que resonó por toda la habitación. Al escuchar los gritos desgarradores, su rabia se intensificó y apretó con fuerza su garganta, sus dedos temblando por la furia. Sus ojos, inyectados de sangre, reflejaban una expresión desconocida y aterradora para Rubiela.

El entorno parecía encogerse, las paredes cerrándose a su alrededor mientras ella se resistía desesperadamente, pero no tenía ninguna posibilidad de soltarse. El peso de él la inmovilizaba completamente, cada movimiento suyo parecía inútil. Él siguió apretando su garganta con fuerza, sus músculos estaban tensos y la respiración agitada. Ella, con los ojos abiertos y la mirada incrédula, sintió cómo se le desvanecía la vida.

El tiempo pareció detenerse. Lo último que vio fueron esos desorbitados ojos negros, en los cuales se reflejaba su propia agonía. En ese instante final, antes de su último suspiro, toda esperanza se desvaneció y la oscuridad la abrazó irremediablemente.