Doris Verónica Martínez Méndez
El camino polvoriento vibraba con el tropel de los niños que volvían de la escuela bajo el sol ardiente de la una de la tarde. Ráfagas de viento levantaban remolinos blancuzcos entre sus zancadas, la algarabía transitaba en aquel nubarrón salvaje, similar al paso de los pericos surcando el cielo del atardecer. Se fueron desprendiendo uno por uno de aquel cúmulo para perderse en el sendero de sus hogares. Adentrados en el campo, bajo el refugio de los árboles, desaceleraban sus pasos al primer crujido de las hojas secas apiladas y al respiro de los aromas frutales y resinosos de verano.
Joaquín y Magdalena eran los últimos en llegar a su casa. Debían rodear la llanura de los pastizales y luego subir la colina. Un cerco alambrado advertía sobre los límites de aquel terreno, sin embargo, aquella planicie acortaba el camino al menos media hora. Joaquín tenía diez años cumplidos y un ingenio agudo y atrevido. Se salió del sendero y se aventuró entre los alambrados.
—¿Qué haces, Quincho? —reprendió su hermana mirando nerviosa a todos lados—. Nos van a castigar si entramos por ahí.
—Hay un pozo y tengo mucha sed.
—Yo no iré, nos pueden tirar a balazos.
—No seas tonta, Nena, ¡vamos! Estoy cansado y ya quiero llegar a casa.
—¿Y si hay vacas?
—Corremos —respondió y abrió un espacio entre los alambres para que ella pasara.
Un
árbol de conacaste daba sombra al pozo que estaba a unos veinte metros del
cerco. Se apresuraron para escapar del sol abrasador y beber un poco de agua.
Un largo mugido los alertó: notaron varias vacas pastando cerca. Magdalena se pegó
a Joaquín, pero este se distrajo ante la visión de una pequeña que se acercaba al
pozo. Debió estar más asustada que ellos, pues enseguida se paralizó y dejó
caer el cántaro que traía en sus manos.
—Hola
—saludó Joaquín y le sonrió, pero ella no respondió.
—Vámonos,
Quincho —insistió Magdalena y haló su mano para alejarse, pero él no se movió.
—Soy
Joaquín y ella es mi hermana, Magdalena —explicó y no apartó la mirada de
aquella niña asustadiza—. Solo pasamos por un poco de agua, vivimos sobre esa colina.
¿Cómo te llamas?
—Soledad.
Joaquín
continuó mirándola sin pestañear, sus ojos eran de un azul tan profundo como nunca
había visto antes: «Ojos de bruja», decían los campesinos. Su voz era más un
susurro en sus labios sonrosados y trémulos.
—¿Vives
aquí? —preguntó, mientras su hermana insistía en halarle la camisa para
apurarlo—Nunca te había visto, ¿no vas a la escuela?
La
niña permaneció inmóvil y sin parpadear hasta que logró negar con la cabeza.
—¡Soledad!
— Aquel grito provenía del interior de la casa, la arrancó de su estupor y se
echó a correr, despavorida.
Joaquín
la siguió con la mirada hasta que desapareció por el patio lateral y recogió el
cántaro que había dejado caer. Tomó la cuerda sobre la polea y sacó un poco de
agua.
—¡Vámonos,
Joaquín!
—Espérate.
Los
mugidos de las vacas se hicieron más frecuentes y una brisa fría se deslizó entre
las ramas de aquel árbol y sacudió los cabellos de los dos. Joaquín levantó la
mirada y notó unas nubes grises opacando el azul del cielo. Volvió la vista a
la casa y se sonrió al notar que Soledad regresaba, a paso rápido, y se adelantó
a encontrarla para ofrecerle el cántaro lleno de agua.
—Aquí
tienes —dijo y borró su sonrisa al notarle los ojos húmedos y el rubor intenso de
una bofetada en el rostro—, ¿te ayudo a llevarlo?
Soledad
tomó aquel cántaro entre sus brazos y negó con una sonrisa agradecida. Unos
rayos de sol se colaron entre las hojas del árbol y ella regresó a su casa.
Pronto empezaron a caer gruesas gotas de lluvia, levantando el aroma del petricor
en el vapor del suelo. Joaquín y Magdalena corrieron por aquel prado hacia la
colina hasta llegar a su casa.
—Ya
era hora que vinieran —reprendió su madre quien los dirigió a la pileta para
que lavaran sus manos y caras salpicadas de tierra antes de comer—. Por un
momento pareció que iba a llover a cántaros.
Joaquín
y Magdalena se miraron un instante y él le hizo el ademán de que no dijera
nada.
Esa
noche fue el último viacrucis de la Cuaresma y Joaquín acompañó a su madre y su
abuela para poder acercarse a la casa de Soledad.
—Abuela,
¿por qué los Regalado nunca salen de su casa?
—Ramón
Regalado viaja mucho a la frontera y su mujer debe cuidar la casa... y a
Soledad.
Joaquín
no le apartó la mirada, esperando que ella continuara.
—Es
la hija mayor de Ramón. Tiene la edad de Nenita —siguió la anciana y se acercó
un poco más al niño para bajar la voz—. No la conoces. Vivía con su madre del
otro lado de la frontera. La pobre mujer murió, dicen que de tristeza, porque
Ramón se juntó con Lucila, pero estás muy tierno para entender esas cosas. Por
eso la niña vive aquí con ellos. Ayuda con los quehaceres de la casa, más ahora
que Lucila acaba de parir. Pero ¿tú por qué tan interesado?
—No,
yo no, usted me contó de más.
—Cipote
pícaro —reprendió con un cariñoso jalón de oreja—, no te aproveches de esta
pobre vieja, que es pecado.
Joaquín
sintió una brisa húmeda y miró el cielo atiborrado de estrellas. El viacrucis continuó
sus estaciones y solo pudo ver la luz del fogón en el patio de aquella casa de
la planicie.
Los
oficios religiosos iniciaron el domingo con la procesión de los ramos. Joaquín
aprovechó el gentío para escabullirse y entrar por los alambrados hacia el pozo
donde conoció a Soledad. Esperó varios minutos y decidió acercarse a la casa,
rodeándola con cuidado de no ser visto por Lucila Regalado. Pasando algunas zarzas
y escaramujos, encontró a la niña acurrucada detrás del muro de la letrina. El
olor fétido y fermentado de los deshechos, junto al zumbido continuo de las
moscas, no parecían distraerla de su faena. Entre su mano tenía una frágil
chiltota de tonos naranja a la que intentaba dar de beber agua, hablándole con
suaves palabras ininteligibles.
—¿Qué
haces? —preguntó, a sabiendas de que podría sobresaltarla.
Soledad,
por el contrario, se mantuvo en su afán sin prestarle atención hasta que logró que
la criatura tomara del refrescante líquido y levantó la mirada.
—La
encontré en la cocina, tiene el ala rota y no puede volar.
Joaquín
se acurrucó a su lado y pasó con cuidado su dedo sobre la cabeza de aquella
ave. El llanto de un bebé se escuchó al interior de la casa, sonaba como el
maullido de un gato y Soledad se levantó a prisa.
—¡Soledad!
¿Dónde te has metido, carajada?
—Llévatela
—susurró ella con su misma voz trémula y la entregó a Joaquín—, Lucila no me
dejará tenerla. Debo irme.
Él
no pudo decir nada más y la miró alejarse hacia su casa. Mientras se escabullía
con la chiltota entre sus manos, logró ver a una mujer menuda y de cuerpo
regordete salir al corredor. Tenía una cara redonda y mejillas flácidas, su frente
se ceñía llena de arrugas y su cabello negro dejaba ver hebras plateadas como
las que lucía su abuela. Cuando Soledad se apareció por el patio lateral,
Lucila la tomó del brazo como a una muñeca de trapo y la empujó al interior
entre reproches y groserías. Joaquín quiso correr en su ayuda cuando sintió
sobre su rostro unas gotas de lluvia que le supieron saladas al llegar a sus
labios.
—Y
tú, ¿dónde te habías metido? —preguntó Magdalena al encontrarlo a media
colina—. ¿Qué traes allí? ¿Dónde la encontraste? ¿Está muerta? Mamá está muy
enojada, te va a dar con la correa por escaparte de la iglesia.
Joaquín
podía sentir cómo batía el corazón de la chiltota entre sus manos y no le
importó lo que su madre pudiera hacerle, solo pensaba en Soledad y en la suerte
que tuviera a manos de Lucila Regalado.
Los
siguientes días fueron los más soleados y calientes de aquel verano. Tanto
Joaquín como Magdalena tuvieron que ayudar a su familia en los quehaceres de la
casa y del campo, recogiendo los frutos maduros que usarían para preparar los dulces
del Sábado de Gloria. La casa se llenó del aroma de la panela y la miel donde
se conservaban los mangos y el ayote. Joaquín cuidaba de la pequeña chiltota y
la alimentaba con semillas de maicillo que robaba de las gallinas.
Ramón
Regalado había vuelto de su viaje y encontró a su mujer enferma. La leche en
sus pechos se había secado y estos caían ahora flácidos sobre su abdomen. Caminaba
un poco más lento a causa del dolor en sus pies que se deformaban en una
artritis prematura. Soledad se había encargado de alimentar a su hermano con
leche de vaca, pues berreaba de hambre sin poderse saciar con el agua azucarada
que Lucila le daba a tomar.
Luego
de la vigilia pascual, Joaquín y Magdalena acompañaron a su abuela a casa de
los Regalado para llevarles conservas de mango en miel, torrejas y un caldo de gallina
para Lucila. Mientras hablaban los mayores, los niños se alejaron al corredor
para disfrutar los manjares e intercambiar anécdotas.
—¡Una
chinta de palo! —exclamó Magdalena al ver aquella muñeca tallada en un trozo de
madera, con chapas coloradas y unos enormes ojos azules.
—Era
de mi mamá —mostró Soledad con una sonrisa teñida de miel que hechizó a
Joaquín.
—¿Estás
contenta de que tu papá esté de regreso? —preguntó él con su buen ánimo.
—Me
ha dicho que va a quedarse.
—¿Entonces
irás a la escuela?
Soledad
levantó sus hombros y miró a su padre: Tenía miedo de creer sus promesas. Apretó
su muñeca entre sus brazos y pensó en su madre, que en vano creyó en su regreso.
Soledad
empezó a asistir a clases. Fueron días soleados que disfrutaba de la mano de
Joaquín, quien le ayudaba con las lecciones atrasadas y jugaban entre las vacas
en los pastizales. Magdalena apenas podía seguir el ritmo y prefería tumbarse a
la sombra de un amate en la colina.
Una
noche de mayo, mientras todos dormían, tronó el cielo en una tormenta
huracanada que amenazó con hacer volar las tejas de las casas. Joaquín pensó en
Soledad, algo le decía que era su tristeza la que había roto el cielo en aquel
raudal.
—Murió
el pequeño de Lucila —dijo su madre al amanecer de aquella mañana gris e hizo
la señal de la cruz—, dicen que fue mal de ojo. Que en paz descanse, pobre
inocente.
Ese
invierno fue copioso y fértil, todos alababan al Altísimo por la bendición de
la lluvia. Joaquín se desesperaba en su habitación por pensar en los ojos
tristes de Soledad.
—Yo
estaría igual si a ti te pasara algo —consoló Magdalena y le tomó la mano
mientras miraban caer la lluvia en una cortina densa que no dejaba ver la
planicie.
Los
días soleados llegaron de a poco, pero había noches en que sorprendían algunas
gotas de lluvia azarosa. Joaquín consolaba a Soledad y se atrevía a acariciar
los golpes que ella escondía de los demás. Lucila, por su parte, no podía ocultar
las canas y las arrugas que aparecían con cada agravio hacia la niña.
Los
años fueron pasando en un ir y venir de sol y lluvia. Joaquín se había
convertido en un joven recio y vigoroso. Su piel tostada por el sol ceñía su
cuerpo corpulento y viril. Soledad, una de esas noches de llovizna fría,
despertó al sentir el caudal entre sus piernas y un dolor punzante en su
vientre. Al ver sus sábanas empapadas de sangre gritó, afligida. Su padre no
pudo explicarle nada y dejó que su mujer hablara con ella. Lucila tenía la boca
arrugada y enjuta por la pérdida de algunos dientes, sus párpados flácidos caían
sobre sus ojos, los cuales tenían un arco grisáceo alrededor del iris y sus
pupilas se cubrían por un disco plateado. Su cabello era totalmente blanco y su
cuerpo corcovado emanaba un olor rancio y desagradable. Antes de decir palabra,
le dio una bofetada a Soledad que rompió sus labios y la tumbó al piso.
—Lava
eso, hija de mil putas —murmuró con una voz húmeda, cayendo de su boca un hilo
de saliva y dos dientes huecos y amarillentos que atrapó en su mano.
—No
pasa nada —consoló Magdalena ante las súplicas de Joaquín—, a mí me sucedió ya.
Dice mamá que es natural. Es para que un día puedas tener bebés.
Soledad
se fue acostumbrando a los cambios en su figura y a las molestias propias de
cada mes. Joaquín, por su parte, fue notando un poco más el contoneo de sus
caderas ensanchadas y la turgencia de sus pechos bajo su blusa, pero seguía fascinándose
en el azul intenso de sus ojos y, un poco más, en la carne de sus labios
trémulos.
Una
de esas noches veraniegas en las que el intenso calor sofocaba cada célula del
cuerpo, Joaquín se escapó de su casa para buscar a Soledad, movido por una necesidad
apremiante de estar cerca de ella. La llanura recogía el rocío de la madrugada
y se cargaba el aire con el aroma de la hierba. Soledad había salido a
disfrutar de aquella frescura en su camisola de manta blanca que traslucía su
figura. Joaquín la alcanzó a unos metros del pozo. Se miraron un momento, pero
ella tomó sus manos y lo haló hacia el cobijo del árbol de conacaste.
—Quiero
enseñarte algo —dijo y señaló lo que parecía un matate hecho de pelo y zacate colgando
en una de las ramas: un nido de chiltota—. Han puesto huevos, los vi ahora.
—Siempre
migran de regreso —sonrió él y notó las estrellas atrapadas en sus ojos
azules—. Te conocí un día como hoy.
Soledad
encontró su mirada y de inmediato sintió la humedad de sus labios en su boca. La
noche se llenó de suspiros entre el ulular de los búhos y el canto de las
chicharras haciendo eco en la llanura. El roce del pasto húmedo fue un bálsamo
bajo sus cuerpos. Los ojos de Soledad reflejaron las estrellas que caían,
fugaces, de un cielo totalmente plagado de ellas.
Fueron
días delirantes, entre los oficios que buscaban recoger piedad y penitencia por
la pasión de Cristo, sus encuentros alcanzaban los gozos de una gloria apenas terrenal,
teniendo al instinto como único maestro.
—Tengo
miedo de que esto acabe —confesó Soledad, tumbados bajo las pléyades, con la
luz plateada de la luna sobre sus cuerpos desnudos.
—Vas
a casarte conmigo, Soledad, esto acabará en mi tumba y solo ahí.
Justo
por esos días, los únicos restos mortales que recibió la tierra fueron los de
Lucila Regalado. Murió a sus escasos treinta y dos años. Nadie supo derramar
una sola lágrima por ella. El sol fue implacable y, más que tierra, lo que se
depositó sobre su tumba, fue polvo. Soledad y su padre regresaron en completo
silencio al refugio de su casa y, finalmente, sintieron paz dentro de ella.
Una
mañana estaba Soledad haciendo un poco de queso cuajado cuando llegó Magdalena
a visitarla. Hacía tanto calor que la jarra chorreaba gotas condensadas sobre
la mesa y la limonada, ya tibia, tenía un sabor acre.
—Soledad,
no ha llovido en meses —dijo Magdalena finalmente.
—Estamos
todavía en verano, Nena.
—Ya
deberíamos estar en invierno.
—Esto
no es mi culpa...
—No
digo que lo sea —dijo Magdalena y dio un suspiro—. Solo creí que la noticia de
Joaquín te pondría triste.
—¿Qué
noticia?
—Tiene
oportunidad de continuar sus estudios en la capital. No lo creo capaz de
desperdiciar algo así. ¿No te ha dicho?
Joaquín
fue a ver a Soledad aquella noche, como era su costumbre. Tomó un café con su
padre y jugaron una partida de dominó. Al quedar solos, se acercó a ella y
colocó un anillo dorado en su dedo.
—Sé
que no es mucho, pero quería dártelo. Me lo dio mi abuela, nos traerá buena
fortuna.
Soledad
apretó su dedo y se levantó del catre para alejarse de él.
—No
ha llovido en meses.
—¿Qué?
¿Y eso qué? No es tu culpa.
—Que
te quedes sería mi culpa.
—¿De
qué estás hablando, Soledad?
—Debes
irte —dijo ella y se quitó aquel anillo para dárselo.
—La
Nena te dijo, la muy metiche.
—Quiero
que te vayas. No voy a impedírtelo y no me pidas que te espere.
—¿Qué
estás diciéndome?
—Que
se acabó.
Joaquín
se mantuvo con el ceño fruncido y una mirada vacía. Tomó el anillo y salió echo
una furia colina arriba. Sin poder correr por tener los ojos mojados, a unos
pocos pasos de llegar a su casa, lo alcanzó una lluvia torrencial. De inmediato
volteó a ver hacia la planicie y quiso regresar con Soledad, pero apretó el
anillo en su mano y reprimió aquel impulso.
Llovió
durante cinco meses continuos, entre algunas treguas en las que el cansancio
vencía a Soledad en un letargo profundo.
—¿Ya
no me quieres? —le preguntó Joaquín una mañana gris que la buscó junto al pozo.
—Tú
te irás, Joaquín, es tu anhelo ser médico y es un sueño muy noble que debes
seguir.
—Sí,
pero no significa que debamos renunciar a nosotros.
—No
quiero dividirte entre dos mundos distintos. Tarde o temprano uno arrebatará al
otro, como les pasó a mis padres. No quiero estar atada a ti y morir de tristeza
cuando encuentres a tu «Lucila» y no regreses. Prefiero que sea ahora, Joaquín,
cuando duele menos.
Llegó
el día de irse a seguir sus estudios en la capital y Joaquín se mantuvo lejos
de aquella tierra de caminos polvorientos, llanos reverdecidos y noches
estrelladas. Todo el tiempo pensaba en Soledad y se preguntaba si era posible que
las noches veraniegas o los días de lluvia solo fueran una larga añoranza entre
los dos.
Cinco
años pasaron y, tal como dijo Soledad, aquel mundo fue arrebatando los sueños
del campo. Joaquín conoció otros brazos y otras bocas, pero ninguna mirada
tenía el hechizo de aquellos «ojos de bruja» llenos de cielo. Un día recibió
una carta de Magdalena: Ramón Regalado había muerto. Las lluvias ahora eran
chubascos ocasionales y no faltaban los temporales continuos de abril a mayo. No
mencionó a Soledad, pero no hizo falta.
El
último viernes de Cuaresma llegó con la tradicional procesión del viacrucis.
Soledad salió al pozo, pero se distrajo con el revoloteo entre las ramas del
árbol de conacaste: una bandada de chiltotas había migrado de regreso. Entonces
escuchó el chirrido de la polea y volteó para encontrarse con la figura de
Joaquín frente a ella. De inmediato soltó el cántaro y sus labios temblaron sin
poder decir palabra.
Joaquín
lo recogió y llenó de agua, acercándose a ella.
—Te
equivocaste. No hay mundo allá afuera que me arrebate de ti.
—La
vida debió intentarlo, ¿o no? —murmuró ella y Joaquín asintió con la cabeza.
—También
dijiste que no ibas a esperarme, pero he oído que los inviernos han sido
puntuales y generosos desde entonces —dijo y apartó algunos cabellos de su
rostro para ver el azul de sus «ojos de bruja»—. Si me quedo, ¿podría seguir
siendo así?
—No
lo sé. No me veo llorando a tu lado, Joaquín.
—¿Y
tú crees que no se puede llorar, también, de felicidad?
Los
ojos azules de Soledad se llenaron de lágrimas y Joaquín sintió algunas gotas
de lluvia cayendo del cielo despejado. Ambos rieron y se estrecharon con fuerza
para unir sus labios, entre el jolgorio del canto de las chiltotas y la llovizna
resonando entre las ramas.