Érika L. Ramírez Levín
Mientras descansaba en la cama del hospital, se
recriminaba a sí misma por haberse desmayado. ¿Y ahora? ¿Con qué corazón habrá
nacido?, se preguntaba. La habitación lucía vacía, blanca, sin algún vestigio
que le permitiera adivinarlo. Comenzaba a desesperarse cuando una enfermera
entró empujando un carrito que transportaba, envuelto en una mantita de color
entre azul y verde, a un bebé dormido.
—¿¡Turquesa!? —gritó con emoción desbordada.
Se olvidó de lo adolorida que estaba y estiró los
brazos para recibir al bultito que la había estado pateando cada día con
singular fuerza el último trimestre. Su mirada se perdió sobre él en tanto que
percibía ese dulce aroma «a bebé» tan característico de los recién nacidos. Hola,
mi hermoso hijito, soy mamá, le susurró con una enorme sonrisa.
Los años pasaron y el pequeño con corazón de
turquesa se tornó en un joven protector, equilibrado y muy sano, tal como se
esperaba por las propiedades de su piedra. Sin embargo, no era feliz. Lo
intentaba, es verdad, pero en el fondo de su ser algo le faltaba. Y no era un
padre, opinión de varios sin ser preguntados. Su madre, astuta y con los
sentidos tan agudos como los de un gato (no en vano su corazón de actinolita),
le había brindado todo cuanto él había necesitado, y no existía amor, educación
ni cosas que alguien más hubiera podido complementar. No… ese algo era
otra cosa, y ambos lo sabían.
Un día, cuando la madre regresaba a su casa del
mercado, escuchó al sabio del pueblo hablar sobre alguien que hacía milagros.
Un verdadero prodigio, decía entusiasmado, mientras los demás cuchicheaban
sorprendidos e incrédulos ante lo que el anciano con corazón de amatista les
decía.
—¡Se los digo yo que soy incapaz de mentir! —se
desgañitaba a fin de que nadie quedara sin oírlo.
Su curiosidad la llevó a acercarse al cúmulo de
gente y fue cuando supo que tal vez, afuera de las enormes y gruesas paredes
que rodeaban a su aldea, se hallaba una esperanza.
—¡Y mañana llegará a nuestro poblado! —continuaba
gritando el viejo.
Con los rayos del sol iluminando su emoción, caminó
rápido la vereda que conducía a su modesta pero hermosa casita. Cocinó el
estofado de verduras que tanto le gustaba a su hijo, puso la mesa con la
vajilla de cerámica que se usaba solo en ocasiones especiales y lo esperó
impaciente, preparando las lecciones de matemáticas que impartiría al día
siguiente en el colegio.
¡Mamá!, gritó al tiempo que abría la puerta de la
casa, ¿te has enterado? ¿Entonces ya lo sabes?, le replicó su madre entusiasmada
y ambos se abrazaron llenos de júbilo. Dicen que su reputación le precede y va
de pueblo en pueblo realizando algunos procedimientos, expresó el muchacho con
la voz chillona por la emoción. ¡Sí!, lo mismo escuché, respondió su madre
también exaltada.
Se sentaron a la mesa a degustar el delicioso
platillo mientras platicaban a fondo de las posibilidades que tenía el hijo de
apuntarse como candidato; analizaron los pros y contras que cada uno encontraba
y, al final, decidieron que debía de arriesgarse. Oportunidades así no se
presentaban todos los días.
En cuanto la noche dio paso al día, recopilaron los
documentos que se solicitaban y los llevaron al hostal donde les indicaron que el
prodigioso hombre se había hospedado. Ahí, con los papeles y las entrevistas
que él realizaría a cada candidato, determinaría quiénes serían elegibles para
ser operados. Diez. Ni uno más. Los procedimientos eran laboriosos, delicados,
cansados y, sobre todo, debían ser en extremo específicos. Es decir, las
personas que fueran seleccionadas necesitaban asumir que el cirujano de
corazones solo pondría en práctica lo que cada persona eligiera; él no
intervendría en la más mínima de las decisiones. Su labor era seguir
instrucciones, mas no opinar al respecto. Y, por ende, no podría haber
reclamaciones.
Día tras día el sujeto misterioso recibía en su
habitación a las personas que hacían fila en espera de su turno. No importaba
el hambre, la insolación, las tempestades sorpresivas del verano; todo valía la
pena para hablar con quien podría cambiarles la vida.
Por fin llegó el momento del joven corazón de
turquesa. Con paso decidido ingresó al cuarto; era mediodía y los rayos cálidos
del exterior se filtraban tímidos por las cortinas semitransparentes que
cubrían las ventanas abiertas de par en par.
El hombre levantó la vista de los documentos que
tenía entre las manos y esbozó una sonrisa que el joven no logró comprender.
Turquesa, ¿eh?, comentó el cirujano viéndolo a los ojos. Sí, señor, turquesa,
confirmó el joven. Y cuéntame, prosiguió intrigado, ¿por qué quieres mi ayuda? Se
ve que te va bien, tu familia, bueno, tu madre, te ama y no te falta nada,
preguntó con especial interés.
El joven dejó escapar un suspiro antes de ofrecer
una respuesta. Verá, comenzó un tanto inseguro, todo lo que usted menciona es
cierto… ¿Pero?, lo interrumpió el hombre haciendo que el muchacho se
sobresaltara y sonriera de manera humilde. Pero siempre he sentido que algo me
falta y no logro ser feliz; como si estuviera encerrado en una jaula… como si,
¡eso! Como si fuera un ave encerrada. No logro encontrar esa valentía, esa
determinación que me lleve a ir más allá de esta barrera… imaginaria, lo reconozco,
dijo con tono dubitativo. Aunque para mí es tan real, que aquí sigo sin saber
qué hacer para liberarme.
Hijo, ¿has oído hablar de los vencejos?, preguntó sin
quitarle la vista de encima. Sí, señor. Son unas pequeñas aves que creo no
dejan de volar más que para poner sus huevecillos. Correcto, contestó el
cirujano complacido por la respuesta. Cuéntame: cuando piensas en ellos, ¿qué
te hacen sentir?
La pregunta lo desconcertó, pues nunca había
meditado acerca de esas aves ni la manera en que se sentía acerca de eso. Respiró
profundo y cerró los ojos. Imaginó de manera vívida lo que sería navegar el
aire por tantos días y entonces, de súbito, se dejó llevar abriendo sus manos
como si fueran alas, planeando por la habitación, olvidándose de que sus
piernas eran quienes lo llevaban por encima de la cama, sobre el tapete,
alrededor de la pequeña alcoba. Después de unos minutos, mareado por dar
vueltas en un espacio tan chico, abrió los ojos y sintió que una ola de calor
lo inundaba de pies a cabeza.
Vencejo será, dijo sonriendo sin hacer otra
pregunta y por completo seguro de la decisión. Te espero el día de mañana en
cuanto claree el día. El joven con corazón de turquesa agradeció entusiasmado por
la oportunidad y salió corriendo en busca de su madre para darle la gran noticia.
Sin embargo, en la habitación, el ánimo era
diferente. ¿Envidia? Tal vez. ¿Cómo es que sus manos lograban realizar
semejantes milagros y él, conforme el tiempo pasaba, se sentía cada vez más
desdichado? Lo había pensado tantas veces, que estuvo a punto de proceder en
más de una ocasión. El riesgo era gigantesco, además de que tendría que
removerlo por completo de sí mismo para proceder. ¿Y si ocurría algún
contratiempo que le impidiera regresarlo a su cavidad? ¿Y si, por las
modificaciones realizadas, no lograra embonar de nuevo? ¿Y si…? ¡No! ¡Basta! Mientras
más preguntas se hacía, menos sentido tenían y además… podría perder la vida,
que no era poca cosa.
Se sacudió esas ideas que lo cazaban día y noche
para concentrarse en el procedimiento que realizaría a la mañana siguiente.
«Turquesa. Mineral poco frecuente que presenta una dureza entre cinco y seis»,
leía en su libro, haciendo anotaciones sobre el corazón que al día siguiente
esculpiría. Asimismo, buscó la fotografía de un vencejo y la contempló largo
rato. Finalmente, en su cuaderno, anotó a lo largo de varias páginas todo
cuanto necesitaba para sentirse preparado. Cuando el cansancio lo venció y
estaba satisfecho con los preparativos, se entregó a un sueño profundo entre
las sábanas color gris que lo envolvieron.
Dos días posteriores a la operación, el joven se
incorporó en su cama tras haber estado dormido. Junto a él, sobre la mesita de
noche, había una fotografía de una hermosa ave esculpida, color turquesa, con
las alas extendidas y el pico ligeramente abierto; casi se le podía oír cantar
mientras planeaba a través del vasto aire repleto de libertad. ¡Mi corazón,
mamá! ¡Es un vencejo!, exclamó el joven sintiendo que su interior se renovaba
con cada respiro. Me siento tan libre, tan pleno y seguro. Es un ánimo
indescriptible. ¡Es un milagro! ¡Jamás había experimentado algo similar! La
madre y el hijo celebraron el éxito de la operación y quisieron agradecer en
persona al autor de semejante acción. No obstante, al llegar a la posada unos
días después, les informaron que el escultor había partido aquella mañana.
Las semanas pasaron veloces; la vida de quienes
fueron elegidos en ese pequeño poblado había sido modificada de una forma que
jamás se hubieran podido imaginar. Rosa, una joven que solía ser agresiva,
ahora era tierna y simpática gracias a su corazón de esmeralda en forma de
conejo; Miguel, asustadizo y temeroso, hoy contaba con una gran valentía y
ferocidad por el oso esculpido dentro de su pecho de turmalina. Luis, antes
desidioso y flojo, hoy ayudaba a la comunidad entera por la forma de hormiga
con que ahora tenía su corazón de rubí. Pese a esto, el vencejo de turquesa
latía inquieto; necesitaba hablar con el escultor, agradecerle, hacerle saber
que no solo había modificado la forma de su corazón, sino que había cambiado su
vida. Fiel a su nuevo sentir, decidió partir al día siguiente para encontrarlo.
Luego de varios días de recorrer el amplio bosque
que rodeaba su pueblo, el joven se topó con una cueva iluminada en el interior.
¡¿Señor escultor, está ahí?!, clamó y esperó. Repitió la pregunta en dos
ocasiones más y decidió aventurarse hacia la garganta de la guarida al no
recibir respuesta. Poco a poco, conforme avanzaba, fue encontrando en el piso
hojas arrancadas de algún cuaderno que contenían trazos a lápiz de varias
formas geométricas y de dibujos de animales, todos con anotaciones incomprensibles
junto a ellos.
De pronto, al fondo, vio al hombre parado frente a
un espejo de cuerpo completo con un escalpelo en la mano derecha trazando sobre
el lado izquierdo de su pecho una línea vertical, gesticulando de manera
grotesca por el dolor que de seguro sentía a falta de anestesia. Sin embargo,
lo que pareció generar más dolor no fue la incisión, sino lo que extrajo de su
cavidad torácica.
¡¡¡Una roca!!!, ¡¿mi corazón es una roca?!, repetía incesante y decepcionado a la vez, sin darse cuenta de que alguien lo observaba en silencio, azorado por la escena.
Disculpe, señor, masculló el joven, tratando de no asustarlo.
¿Se encuentra bien?, inquirió, aproximándose despacio. ¿Lo puedo ayudar en
algo? Pero el escultor estaba abstraído con la roca que sostenía en su mano
izquierda. ¿Será posible que por eso sea mi sentir?, reflexionó el hombre con
voz suave. Como despertando de un sueño, al fin notó la presencia de alguien
junto a él, mas no se sobresaltó. Tú me vas a ayudar, a ver, sostén esto,
ordenó el cirujano al joven entregándole la roca, voy por mis herramientas.
Al cabo de varias horas, la roca estaba
transformada en un hermoso ciervo cuyas astas majestuosas denotaban una gran
fuerza de solo verlo. Vamos niño, ayúdame con cuidado a meterlo a mi pecho,
así, bien, que no se atoren los cuernos, iba diciendo mientras ambos acomodaban
la roca esculpida. El ciervo representa renovación para algunos, y eso es para
mí, musitaba. Estaré renovado cuando… despierte. En cuanto el corazón quedó
acomodado dentro del pecho, se desplomó. El joven lo llevó al lecho improvisado
junto a una de las paredes de la cueva y lo cuidó el tiempo que estuvo
inconsciente.
Un par de días pasaron desde el incidente. El joven
había ido a su pueblo por alimento y bebida para ambos. El cirujano abrió
despacio los ojos y sonrió al recordar su proeza. Lo hice, al fin lo hice y se
siente tan bien, dijo extasiado. Podré continuar con mi labor sin sentir ese
vacío que me perseguía a diario. Señor, comenzó a decir el muchacho, ¿será
posible que lo acompañe en sus viajes? Mi corazón desea volar a otras tierras y
usted hace tanto bien a los demás, que anhelo ser su ayudante, su compañía. El
escultor lo pensó un momento y accedió. El chico avisó a su madre su decisión y
ambos partieron rumbo a lo desconocido.
Conforme los meses avanzaron el hombre comenzó a
sentirse extraño. Se le fijó en la mente la idea que quizás podría hacer unos
ajustes a su corazón esculpido en forma de ciervo. Sentía que le faltaba
valentía para enfrentar nuevos retos, por lo que ahora con ayuda del joven con
corazón de turquesa, removió de nuevo su propio corazón y esculpió la cara del
venado para que pareciera un oso. ¡Sí!, no importa que no exista un animal así,
lo importante son las características contenidas en la pieza, se convenció
reingresando la roca por segunda ocasión a su pecho. Después de dos días
despertó emocionado sabiendo que aquella percepción que hinchaba su interior
había valido la pena.
Visitaron muchos pueblos y ayudaron a bastantes
personas a renovar su vida. Pero el escultor seguía alterando su corazón,
tomando ideas que iba recolectando en sus viajes. Poco a poco la roca de su
pecho se iba desgastando con las transformaciones que sufría. Quiso darle alas
y sacrificó parte del cuerpo para obtenerlas, modificó las patas en garras
porque deseaba aferrarse mejor a las oportunidades, extendió la cola en una
aleta con la idea de que nadar complementaría su libertad, y así, cambiando
otras vidas y la suya propia, el escultor enseñó al joven el oficio y los
secretos envueltos en ello.
Una mañana de invierno, el escultor no pudo levantarse de la cama. Se sentía agotado como si no hubiera dormido en toda la noche. Hijo, ven, quizás necesito un ajuste a mi corazón, dijo con un hilo de voz. El muchacho, convertido en un estupendo escultor, removió dentro de la cavidad torácica hasta que logró sacar una piedra del tamaño de una nuez, deforme, triste, distante de aquel ciervo majestuoso que fue alguna vez. Con razón, meditó el viejo con su rostro triste y arrepentido. Nunca estuve conforme y, volteó la mirada hacia su compañero, se me fue la vida intentando cambiar mi esencia destruyendo en el camino a mi pobre corazón.
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