Manuel Quezada
Día
1
Llevó
su mano derecha al mentón y luego fue rozando toda la cara. Pensó que ya era
hora de rasurarse, pero debía hacerlo con una máquina vieja, oxidada, que
lastimaba su piel, ya que no tenía dinero para comprar una nueva. Abrió los
ojos en medio de la oscuridad de su cuarto. Su cama estaba cerca de la ventana
y se sentó en la orilla del mugriento colchón para apreciar las luces de las
casas que estaban frente a la playa. Él había decidido vivir en un poblado ubicado
en las costas del océano Pacífico. Encendió el único foco que proveía una luz
amarilla y revisó su cara en un pequeño espejo. Las arrugas eran tantas como
cabellos blancos en su cabeza. Apagó la luz. Se dirigió a la ventana y ,a pesar
de la oscuridad, era perceptible el blanco de las olas al reventar, siempre era
así a cualquier hora de la noche y madrugada. Eso lo intrigaba. El sol daba las
primeras señales con su tonalidad roja sobre la línea de casas. Había dormido
mejor que otras noches y eso lo ponía de buen humor. La mayoría de las veces no
dormía bien y se levantaba a la una o dos de la madrugada creyendo que saldría
el sol en pocos minutos. El insomnio le dejaba un mal carácter y día.
Amancio
no perdía la costumbre: por las mañanas se sentaba en la arena, cerca de la
orilla del mar, a ver los pelícanos que viajaban alineados sobre las olas. Le
asombraba la precisión y orden del vuelo. Levantó su mano derecha imaginando una pistola,
apuntando con el dedo índice y el pulgar funcionó como una mirilla, para
capturar a cada ave, cuando se posicionaban diminutas en el vuelo. Cerró su ojo
izquierdo. «Bang», se decía, y cada pelicano caía al mar.
El
agua comenzó a llegar hasta el sitio donde está sentado. Se levantó y se
dirigió a su casa que estaba cerca. A los pocos minutos traía una pala y una
escoba vieja de madera. Comenzó a abrir un hoyo de un metro de profundidad y, después
de lograrlo, se introdujo para seguir observando a los pelícanos. Tomó el palo
de escoba para simular un rifle, apuntar y disparar. «Bang», se dijo varias
veces. Mató varios. Dejó la escoba y extendió su mano derecha hasta formar con
sus dedos un revólver. Ya no vio a ninguna de las aves, pero recordó a los
amigos que en la adolescencia lo sometían a acoso físico o psicológico y en sus
pensamientos fue matando uno a uno con el arma de su mano derecha. «Ya es
suficiente», se dijo, porque estaba de mal humor de solo recordar su estado de
ánimo vengativo. «Ya es suficiente», se volvió a decir, pero su mal humor no
cambió.
Día
2
Al
día siguiente volvió a la playa muy temprano a la espera de los pelícanos.
Divisó una línea de aves que se aproximaba. Las olas del mar movían un cuerpo
sin vida a la orilla hasta quedar sobre la arena sin movimiento más que el agua
que pasaba por encima. Se levantó y caminó para revisar el cuerpo. Avisó a la policía para que lo retiraran, lo
que ocurrió una hora después. Amancio levantó la vista. El cielo estaba limpio
de nubes y de aves, lo que le provocó mal humor.
Día
3
El
amanecer estaba perfecto y se levantó animado. Tomó asiento frente al mar que
estaba violento. Las aguas llegaban hasta sus pies sin incomodarlo. «Desayunaré
en una hora», se dijo. Al ver al poniente advirtió la presencia de sus presas,
«allí vienen», y formó con su mano derecha la figura del arma. Aún estaban
lejos, cuando las olas arrastraban con fuerza un cuerpo inerte hasta hacerlo
llegar a la arena. La piel era amarilla, sus ojos y boca diminutos. Buscó a la
policía para que se encargara de retirarlo de su vista. Pasaron casi dos horas.
Al estar despejada la escena, ningún pájaro se asomó a la playa.
Día
4
Anoche
durmió mal. Despertó indispuesto y no tenía más opciones que ir a la playa,
como todos los días. No levantó la vista ni al poniente ni oriente para revisar
si asomaban las aves. Sus ojos dirigieron una mirada sin ninguna expectativa. Las
suaves olas hacían flotar un cuerpo que lentamente llegó a la orilla. Era una
mujer de piel trigueña que comenzaba a hincharse. Amancio fue a la policía para
notificar lo sucedido y retiraran el cuerpo a la brevedad. El sol calentaba la
mañana. Una vez despejada la escena, miró a toda la playa, comprobando que los
pelícanos no aparecían.
Día
5
Volvió
a madrugar. El agua apenas hacía ruido con su lento oleaje, parecía que el mar estaba
adormitado. Suaves como una caricia las olas llegaban a los pies del viejo
Amancio para darle los buenos días. Caminó. Dio unos pasos a su costado
izquierdo y topó con lo que sería una piedra, pero no estaba tan dura. Luego de
tocar la superficie varias veces con su pie derecho advirtió las malas
noticias. Los primeros rayos de sol se lo fueron confirmando: era un niño con
pantalón corto, camisa roja y aun con sus zapatos puestos. El pequeño cuerpo inmóvil
presagiaba la peor de las noticias. Amancio corrió a la policía para avisar del
aparecimiento de un nuevo cuerpo a la orilla de la playa. Lo retiraron. El
viejo esperó una hora más para divisar pelícanos, pero no tuvo suerte.
Día
6
Este
día Amancio decidió ir a misa. Quería escuchar la palabra de Dios que le caía
bien de vez en cuando. Después de los actos religiosos decidió visitar a su
amigo Oseas, al curador de pelícanos, y preguntarle por la ausencia de las aves
en el mar. Los ojos se le abrieron al entrar a la casa y ver que estaba llena
de pelícanos en proceso de recuperación. Había jaulas por todos lados ocupadas
con aves.
—Mañana
saldrán varias de ellas —le dijo Oseas.
—Qué
buena noticia —respondió.
Algunos
pelícanos fueron sacados de sus jaulas y caminaron en el suelo arenoso. La
cabeza era sobresaliente y parecía que perdían el equilibrio al caminar
pacíficamente frente a Amancio, quién se sintió culpable del daño que podría
provocar a esas especies por sus intentos diarios de cazarlos. Se divertía derribándolos
con sus armas imaginarias y luego mostraba preocupación al verlas bajo el
cuidado de su amigo. Dejó el lugar.
Día
7
El
viejo Amancio está por cumplir ochenta años y camina todos los días vestido con
un pantalón corto. No quiere usar camisa para no tener que estar lavando ropa
porque le quita el tiempo. Ese día camina con chancletas. La piel arrugada en su
cara no permite distinguir si ríe o llora. Fue francotirador en el conflicto
bélico interno, y lo único que quiere es seguir practicando y por ello vuelve
todos los días para encontrar sus pelícanos y seguir disparando a cada uno
pensando que ha dado en el blanco. Ahora le irritan las malas noticias y no les
pone atención. El solo quiere ser feliz con lo que sabe hacer porque dice que
tiene pocos años de vida.
La
mañana de ese día, cerca de las siete, había fotos de mujeres esparcidas a la
orilla de la playa con un listón negro en las esquinas de cada foto. Amancio las
revisó una a una y se irritó de ver eso a la orilla, pero rápidamente cambió y
tuvo un momento de compasión. Suspiró. Levantó la vista con la esperanza de que
los pelícanos salieran esa mañana del hospital para ver si cazaba alguno de
ellos. A lo lejos divisó unos, venían en formación de una línea y expectante y
feliz levantó su fusil de madera a la espera que pasaran frente a él.
«Bang»,
«bang» «bang».
Caminó hacia dentro del mar y se lanzó para flotar como un tronco abandonado y a la deriva del movimiento de las aguas. Dejaba su vista perdida en el cielo que apenas se interrumpía con los golpes de las pequeñas olas a su cuerpo. Luego de unos minutos volvió a su cuarto para dormir un poco.
***
Mi responsabilidad era visitarlo una vez al mes y llevarle las medicinas para sus tratamientos contra la depresión; al llegar a su cuarto, revisaba y comprobaba que estaba dejando de tomarlas y poco a poco sus facultades físicas y mentales estaban disminuyendo. Decidí llevarlo a un asilo para su cuidado, y a los pocos días fue notoria la mejoría del aseo físico. Comía mejor, estaba más limpio y tomaba a la hora sus medicamentos. Sin embargo, el mal humor creció exponencialmente: gritaba y se quejaba de cualquier malestar, amenazaba de muerte a las mujeres que lo atendían, y a todas las visitas. Comenzó a golpear al personal sanitario. Con el asilo ganamos en atenciones hacia él, pero su estado anímico se desmoronó. Allí reconocí por primera vez los beneficios de estar cerca del mar: el baño de las aguas salinas y ver los pelícanos eran su habitualidad. Solo interactuaba con los vecinos para lo indispensable: comprar alimentos, visitar ocasionalmente la iglesia y al curador de pelícanos. Después de una evaluación con varios médicos decidí devolver a Amancio, mi padre, a su morada natural.
***
Hoy
lo visito con un poco más de frecuencia. Está sentado, como siempre, a la
orilla del mar sin camisa ni chancletas, únicamente con un pantalón corto. Su
espalda está cada vez más encorvada y su piel parece quemada. Alza su brazo
izquierdo cuando dispara con el imaginario fusil de madera, o extiende su mano
derecha gatillando el dedo índice. La línea de aves pasa muy cerca y esta vez
dice que no tuvo suerte.
A
veces lo veo tirado en la orilla rodando con los golpes que recibe de las
aguas, la corriente parece sacarlo y de repente lo arrastra adentro. Su mirada
la mantiene atenta hacia el cielo. Se relaja y luego se levanta de buen humor,
conversador, animado, como un niño alegre que visita el mar después de mucho
tiempo.
Mi
padre chorrea agua y arena negra que le queda pegada por todo su cuerpo, parece
salido de un pantano. Me sonríe y camina hacia su champa que llama «mi casa».
Solo es una habitación de lámina galvanizada. No le veo signos de depresión a
pesar de que olvida tomar sus medicinas. Amancio solo quiere ser feliz y el mar
le ayuda.
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