Omar Castilla Romero
Hola a todos… mi
nombre… es Ernesto Vargas. Disculpen si hablo entrecortado… es que estoy
corriendo mientras una turba enfurecida me persigue. Se preguntarán por qué y
ya llegaremos a eso. Lo sorprendente es que ocurra ahora que las cosas no pueden
ir peor. Me levanté en la mañana con más sueño del habitual debido a que anoche,
después de mucho tiempo, decidí ver una película en Netflix donde el primer
ministro británico Neville Chamberlain trataba de evitar el inicio de la
segunda guerra mundial ante un Hitler impávido que se anexaba los Sudetes y de
paso medía el aceite a la adormecida Europa. Chamberlain se empecinó en evadir un
conflicto que reviviera las penurias de la gran guerra, sin embargo, la
confrontación igual llegó y hoy lo recordamos como un incompetente incapaz de
impedir que Hitler se fortaleciese. Yo en su lugar hubiera hecho lo mismo. Es
fácil mirar en retrospectiva y tildar de cobarde a alguien o incluso decir que está
bien que lo linchen.
Me alisté para
ir a trabajar y durante el desayuno tuve una charla con mi cuñado.
—¿Y cómo va tu
trabajo?, ¿muchos pacientes?
—¡Uff!, el
hospital está colapsado —respondí.
—Difícil la
situación, entonces.
—Es terrible.
—Ese es el
castigo de Dios por los pecados de este siglo.
—Cómo puedes
decir eso, no ves cuánta gente sufre, entonces Dios es un ser cruel.
—Cruel no, le da
a cada uno lo que corresponde —dijo mientras masticaba una tostada. Luego añadió
con la boca llena— Los sesenta estuvieron plagados de lujuria y sexo sin
control, por eso envió el sida como castigo y poco a poco la gente se enderezó.
Bueno más bien cambió de pecado, porque ahora es la gula la que impera y da la
casualidad que esta enfermedad ataca especialmente a los obesos.
—Déjate de
sandeces, esto era de esperar con la sobrepoblación humana y la invasión de territorios
silvestres lo cual facilita que un nuevo virus se propague al ser humano. Así
que no culpes a Dios del desastre que nosotros generamos.
Terminé de
desayunar y me dirigí al trabajo. Mientras manejaba, los tiernos rayos del sol matutino
se reflejaban en mi rostro a través del retrovisor. Escuchaba en la emisora un
vallenato que me hacía evocar los tiempos de parrandas inolvidables cuando creíamos
que todo siempre iría bien. No me malentiendan, no me ha ido mal y no me quejo,
pero de adolescente se tienen expectativas de un futuro perfecto y ni siquiera
alcanza uno a imaginar los baches que se encontrará en el camino. Pensaba en si
valía la pena seguirse exponiendo a esta enfermedad para que te hicieran una
calle de honor, dijeran unas palabras bonitas en tu tumba y luego se olvidaran
de ti, como sucedió a muchos fallecidos de mi gremio. La enfermedad era como
una ruleta rusa que cualquier día te podía tocar.
Cuando llegué al
hospital me recibieron con dos pacientes en parada cardiaca y después de
treinta minutos de reanimación logramos salvar a uno. El otro falleció.
Posterior a esto me dispuse a hacer ronda, en lo que me tardé toda la mañana.
Luego venía la difícil labor de dar informe a los familiares por vía
telefónica. Antes de la pandemia, cuando esto se hacía presencial, era difícil
de por sí, ahora imaginen lo impersonal que es hacerlo por teléfono. De pronto
me corrió un sudor frío por todo el cuerpo, se estremecieron mis músculos y caí
tirado en el mueble.
—¿Le pasa algo
doctor? —preguntó una enfermera.
—Nada, debe ser
agotamiento de tanto trabajar.
—Si le sirve de consuelo,
así estamos todos. ¿Por qué no se recuesta ahora que termine las llamadas?
—Buena idea, más
tarde lo haré.
Tomé el teléfono
móvil y procedí a marcar a los familiares. Teníamos un listado con los números en
una tabla de Excel que se actualizaba todos los días. Llamé al primero,
explicando que su ser querido seguía requiriendo oxígeno, pero se encontraba
estable. «¿Está seguro doctor?», oí desde el otro lado de la bocina. «Por
supuesto», respondí. «Entonces, ¿está bien?». «Bien, que se diga bien, no, pero
ahí va», contesté al fin. Cuando hablé con el segundo y le comenté que habíamos
podido retirar el oxígeno, me respondieron: «¡No entiendo doctor!», seguido de
un largo silencio y luego la llamada se cortó. Decidí marcar al tercer familiar
y mientras le decía que el paciente seguía ventilado y sin mejoría, escuché que
respondían: «Pero doctor si mi papá hace dos días está en casa». Fue cuando comprendí
que la lista era una de hacía dos semanas, copia de la que se actualizaba todos
los días y que se había guardado por error. Corrí a llamar para enmendar mi
falla y ahí comenzó mi infierno. «Yo sé lo que están haciendo —respondían—, tienen a mi mamá escondida para cobrar el seguro». «Pero señora cómo puede pensar eso,
qué ganamos con ocultar a su familiar si hasta tendríamos que alimentarlo de
gratis». Caso parecido me pasó en la segunda llamada. Ambos pacientes habían
fallecido una semana atrás y no culpo a los dolientes por su reacción. Pero
tampoco pueden juzgarme. Con jornadas de trabajo de hasta veinte horas,
sobrecarga en el número de pacientes y el dolor de ver partir a tantas personas
sin poder hacer más, era factible que algo sucediera.
Apenas había
terminado de almorzar cuando recibí una llamada de gerencia. Al llegar noté la
cara de preocupación de mi jefe.
—Buenas tardes,
doctor Vargas, tome asiento.
—Buenas jefe,
¿pasa algo?
—Verá, hemos
tenido una queja de varios usuarios, porque llamaron a darles informes de sus
familiares fallecidos. Dicen que van a interponer una demanda y desean inspeccionar
la unidad de críticos porque sospechan que los tenemos escondidos.
—Por Dios, solo
fue un error. Marqué a los números telefónicos equivocados.
—¿Y usted no
verifica los nombres?
—Claro que sí,
pero hoy recibí un turno como quien dice, cagado y sin papel higiénico. No se
imagina la fatiga física y mental a estas alturas. Lo que pasó es que empecé a
hacer las llamadas y solo a la tercera me di cuenta de mi equivocación. Les
aclaré que había sido un error y pedí excusas.
—Creo que lo más
prudente es que hable con ellos de manera personal.
—Por supuesto,
así lo haré.
Grave error.
Cuando salí los encontré exasperados. Dijeron toda clase de improperios y hasta
me tomaron fotos y las publicaron en redes sociales. Traté de explicarles de
nuevo, pero ante el hecho de que no me dejaban hablar, me fui. Esto no se
quedará así, alcancé a oír que decían. Mientras caminaba por el pasillo
sentí que halaron la manga de mi bata.
—Doctor, compréndalos,
están en pleno duelo y se exaltaron por su llamada —me dijo una mujer bajita y
regordeta.
—¿Y quién me
entiende a mí?, yo también estoy jodido —le respondí—. Por cierto, ¿quién es
usted?
—Una de las
difuntas era mi amiga. Haré todo lo posible para tranquilizar a la familia.
—Muchas gracias
—finalicé diciendo.
Se marchó y me
dirigí a la estación de trabajo para escribir las notas. Mis párpados se tornaron
pesados y me vi siendo Chamberlain ocultándose de una metralleta voladora que
disparaba a diestra y siniestra en un bosque oscuro. Las ráfagas me alcanzaron
sintiendo un dolor desgarrador mientras me iba diluyendo hacia la muerte, momento
en que unas manos me estremecieron.
«¡Doctor!, ha tenido una pesadilla —dijo la enfermera—, hágame caso y recuéstese un rato en el sofá».
Lo intenté, pero no pude volver a dormir y comprendí que mi pesadumbre se había traslapado al mundo onírico convirtiéndose en los balazos recibidos. Me levanté y seguí escribiendo. Al finalizar la jornada de trabajo me dispuse a regresar a casa. En el parqueadero encontré de nuevo aquella horda sedienta de sangre. La mujer que me había abordado antes fue la única que me vio. Le hice señas para que no me delatara y en respuesta dirigió su índice hacia donde yo estaba y dijo: «¡Ahí va el mequetrefe!, ¡todos a él!».
Aceleré el paso llegando a mi auto, pero en la prisa por abrirlo se me cayó la llave rodando debajo. Calculé que en el lapso entre recogerla y entrar al coche ya estarían encima de mí, así que decidí correr mientras la moribunda luz del sol me bañaba. Pasé por el frente de la portería del hospital y el vigilante se encerró en la caseta cuando nos vio. Aquí sigo corriendo y contando mi historia. Y aunque espero que ellos se cansen primero, soy consciente de que esto apenas comienza.
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