viernes, 17 de junio de 2016

La partida

Nancy Oviedo


La ventana se abrió con el aire vespertino, Araceli entró a la casa. Todo lucía tal cual lo había dejado con las cosas regadas por todos lados, sin embargo aquel escenario le transmitía una sensación de oquedad. Contempló unos momentos el espacio, le pareció más oscuro incluso con las ventanas abiertas. Con calma caminó hacía la cocina atravesando el comedor de madera. Cerró la ventana. 

—¡Te vas a enfermar! —gruñó Araceli.

Soledad no se inmutó, siguió picando la cebolla. Los olores de la comida recién preparada llenaban el aire, Araceli sintió tanta nostalgia que se quedó un momento junto a Soledad para aspirar el olor de su guiso. El sonido de la cebolla en el aceite la sacó del trance gastronómico. Salió de la cocina, caminó despacio por el pasillo de la sala hasta el cuarto de Rosa, la miró parada frente al espejo. Estaba hermosa y hecha toda una adolescente, casi mujer. El suave rocío del perfume que Rosa esparcía por su cuello le recordó a Araceli cuando ella misma se arreglaba para salir con Martín, se acarició el pelo y una cana se quedó entre sus dedos como recordatorio del presente.

—No tanto, Rosita, vas a apestar.

Rosa colocó la botella sobre el tocador, salió de la habitación con aquel porte de mujer que ya se le veía con su figura de apenas quince años. Araceli escuchó cada paso que Rosa imprimía en la alfombra del corredor, recordó los primeros pasos de Rosa, extendió las manos para sostenerla, no era necesario, Rosa no caería, se sintió tranquila. Siguió su recorrido por la casa hasta la habitación de Sebastián, empujó la puerta.

—No sé cómo puedes estar así todo el día, Sebastián, ya te dije que limpies esta habitación. Nos vas a llenar de animales —ladró Araceli.

Sebastián tenía puestos unos audífonos de color amarillo que aprisionaban su cabello de largos rizos, mismos que se movían al ritmo de cada baquetazo. Araceli se sentó en la cama, lo observó detenidamente hasta detenerse en las manos de Sebastián que sin piedad sacudían contra los bordes de los platillos. 

—Ya deja esos palos, vamos a comer.

—Se llaman baquetas.

—Para mí son palos —Araceli soltó una carcajada.

—¿Dónde está mi saco azul? —gritó Martín desde el pasillo.

—¡Nunca encuentras nada aunque lo tengas enfrente, es el colmo! — escupió Araceli, salió. —Lo mandé a la tintorería, te dije que la nota estaba en tu cajón para que lo recogieras después del trabajo.

Martín sacó la nota del cajón y salió de la habitación. Araceli puso todo en su lugar y bajó al comedor. Soledad había puesto la mesa. Observó a Rosa que miraba su rebanada de pastel con añoranza.

—Rosita, te traigo leche, mi niña —dijo Soledad. 

Soledad dio media vuelta. Sebastián tomó la rebanada sin que Soledad lo advirtiera y la devoró. Rosa y Sebastián sonrieron cómplices.

—Se va a ahogar —dijo Araceli. 

—Siempre hace lo mismo, cree que no me doy cuenta —dijo Soledad —. En eso se parece a ti cuando eres niña, pero tú tirabas la comida a las macetas.

Araceli sonrió apenada, acomodó los cabellos canosos que estaban sueltos de la larga trenza de la vieja. Soledad recordó entonces la ternura de los días de infancia cuando Araceli le decía quería tener el cabello tan largo como ella «cuando crezcas, niña» pero no fue así. Un día al llegar del colegio Araceli fue a la cocina, tomó las tijeras y frente a Soledad se cortó las trenzas adornadas de listones rojos «solo las indias usan trenzas, yo no soy una india» dijo Araceli con los ojos amarillos de rabia. 

Efectivamente Soledad era una india de la sierra huasteca. Su pueblo sufrió las consecuencias de una sequía. La tierra dejó de producir sus frutos. Ella la menor de quince hermanos tuvo que abandonar su casa. Cuando sus padres murieron ninguno de sus hermanos se ofreció a recogerla. Soledad tomó su rebozo para cubrirse del sol, se ajustó los guaraches y caminó día y noche hasta que llegó a casa de Doña Rosa quien la recibió con un vaso de agua, gesto que conmovió a Soledad y que luego Doña Rosa le descontó del sueldo. Soledad no lo tomó a mal, era el primer gesto de humanidad que tenía en mucho tiempo. Araceli nació después de unos meses. Ese día el doctor del pueblo murió víctima de sus experimentos con una nueva medicina naturista que inventaba. Doña Rosa gritaba tan fuerte que dejó sin vidrios las casas del pueblo. Don Ufrano estaba de viaje porque le habían dicho que el parto tardaría dos semanas más. Soledad corrió desde la cocina hasta la recamara de Doña Rosa, cuando llegó la encontró sentada en medio de un montón de vidrios con Araceli en los brazos. Soledad tomó a la niña y la envolvió en su delantal. Fue la primera vez que Soledad experimentó la maternidad aunque fuera de forma ajena, se prometió que estaría junto a ella aunque fuera desde el otro mundo, pero fue Araceli quien murió primero dando a luz a Rosa. Por segunda ocasión Soledad se sintió madre única, soberana y poderosa. Soledad había estado al servicio de Araceli desde que Doña Rosa murió de gripa a los dos meses de dar a luz a Araceli. 

—Cuídala, Cholita, a mí la vida no me va a dar más licencia, por favor no te enfermes, prométemelo —imploró Doña Rosa con el hilo de voz que le quedó desde el parto. 

Don Ufrano de la pena se encerró en su despacho. Escuchaba los discos de ópera de su mujer desde el amanecer hasta la hora del almuerzo que terminaba de prisa para regresar de nuevo a su despacho evitando ver a la niña que se quedó al completo cuidado de la nana. Soledad cumplía su promesa. Todas las mañanas se sometía a una infusión de ajos con limón para mantener  así alejada a la muerte disfrazada de resfrío. Lo mismo hizo con la niña. 

—Apesta, Soledad —le decía Araceli, pero tragaba. 

Hasta el día que descubrió la diferencia entre la dueña de la casa y la servidumbre. 

—Está bien que la quieras y todo —dijo Don Ufrano —, pero recuerda siempre quién es el amo y quien el perro. 

Araceli no prestó atención durante sus primeros años; sin embargo cuando se fue al internado la diferencia entre ella y la servidumbre tomó su peso justo. Soledad no hacía caso de los desplantes de Araceli, sabía su lugar y se conformaba con estar cerca de ella para cumplir su promesa. Araceli creció y se convirtió en una joven encantadora con una voz angelical. Don Ufrano decía que había heredado el timbre de su madre. El día que Araceli iba a cumplir sus quince años conoció a Martín en la fiesta, era primo de unos de sus chambelanes. Luego cuando Araceli cumplió dieciocho años, Martín la pidió en matrimonio. Soledad sintió que su promesa estaba cumplida, después del viaje de bodas, durante el cual Don Ufrano murió no se sabe si de tristeza o de indigestión por el vasto banquete de la boda de su única hija. En cualquier caso Araceli regresó de inmediato para asumir el papel de dueña de la casa en la que sus padres habían muerto. Ese día llovió a cantaros y Soledad aguardaba a Araceli a la puerta para despedirse. 

—¿Qué haces ahí, mujer? —preguntó Araceli.

—Pues ya me voy, niña, usted ya está grande, ya se casó —dijo Araceli.

—¡Tú te quedas, vete a tu cuarto y prepara la cena!

Soledad fue a su cuarto, se cambió la ropa mojada y preparó la cena. 

—Soledad estoy embarazada, espero te acuerdes cómo cuidar a un niño porque yo no tengo idea —dijo Araceli. 

Soledad sintió que la alegría le recorrió todo el cuerpo. Durante meses se preparó para la llegada del niño que nacería el cuatro de mayo. Todo iba viento en popa hasta que Soledad vio el calendario una cruz, era el día que Doña Rosa había muerto. El terror invadió a Soledad pensando que tal vez Araceli podría morir durante el parto como su madre. De inmediato Soledad preparó la infusión con la que había burlado a la muerte hasta que Araceli se casó, pero ella se negó a beberla, entonces Soledad se sometió a dos tazas diarias. Una por ella y otro por Araceli.

—No sea supersticiosa, Soledad —le decía Martín en la sala del hospital. 

Para colmo con las prisas Soledad había olvidado el rosario en su cabecera e improvisó uno con las barbas de su reboso. Después de sesenta horas de trabajo de parto, en las que Soledad y Martín miraron enfermeras correr de un lado a otro, el doctor salió para anunciar que había nacido un varón. Soledad respiró aliviada. Soledad vivió tranquila sin tomar el brebaje amuleto hasta que cinco años más tarde Araceli anunció su nuevo embarazo, Soledad inmediatamente preparó la bebida salvadora. 

—¿Ya sabes qué será? —preguntaban las amigas de Araceli.

—No, quiero que sea sorpresa —respondía Araceli llena de calma. 

Sin embargo Soledad vivía presa de la angustia y la incertidumbre tomaba su poción hasta cuatro veces al día. Meses cerca del alumbramiento hubo una escasez en la cosecha de limón.

—No es tan necesario —decía Araceli

—Pero es bueno para que no te enfermes de gripa —respondía Soledad.

—También puede comer naranjas —inquiría Marín—. No exageres, Chole. 

Soledad buscó en la basura las últimas semillas del cítrico. Las plantó, pero tardarían mucho en dar sus frutos. Soledad recordó que su madre le decía que las lágrimas sinceras del campesino aceleran las cosechas y para Soledad ser hija de campesinos fue suficiente para llorar toda una noche hasta que llenó una cubeta de cinco litros con la que roció las semillas todas las noches antes de dormir. Cuando por fin el árbol asomó sus primeros limones Soledad preparó su poción de inmediato. El jugo era tan ácido que Soledad padeció de una gastritis muy dolorosa que la dejaba tumbada en la cama más tiempo de lo normal, sin embargo seguía tomando religiosamente la bebida. Un día que el médico llegó a realizar su visita de rutina con motivo del embarazo de Araceli notó que Soledad caminaba encorvada y tocándose el vientre. 

—¿Qué le pasa, Soledad? —preguntó el doctor.

—Nada, doctorcito —respondió Soledad—. Cosas de mujeres. 

—Eso tiene arreglo —dijo el médico mientras sacaba unas pastillas que le entregó a Soledad —. Con una de estas se sentirá mejor y avíseme cómo sigue.

Soledad lo miró agradecida, guardó el medicamento en la bolsa de su delantal y acompañó al médico hasta la puerta, ahí parada miró al hombre alejarse. La vista se le nubló y cayó al suelo. Cuando despertó la imagen del doctor la recibió. Soledad era víctima de una ulcera del tamaño de un melón y le prohibieron tomar cualquier alimento irritante. Araceli que sabía los hábitos de Soledad acerca de sus bebidas acidas, mandó cortar el limonero mientras Soledad se recuperaba en su cuarto. El primer golpe de hacha fue para Soledad el primero de los terribles dolores que la aquejaron aquella noche. Al día siguiente por fin pudo levantarse, fue directo al árbol, pero solo encontró un pedazo del tronco que seguía sangrando. 

—¡Soledad, pronto! —gritó Martín desde la recamara —. Llama al médico. 

El médico llegó justo a tiempo para recibir a Rosa ayudado de Soledad. Todo fue tan rápido que el médico no tuvo opción de consultar con Martín la gravedad del parto prematuro. Con la cabeza baja colocó a Rosa en los brazos de Martín.

—Lo siento mucho —dijo el médico.

Y salió de la casa para no volver jamás. Soledad seguía en la habitación junto a Araceli recordando la petición de Araceli.

—¡Tú no te puedes enfermar, Soledad, prométemelo —pidió Araceli entre lágrimas y gritos de parturienta —. Cuida de mis hijos, yo vendré por ti cuando Martín se case otra vez.

Las largas uñas de Araceli se clavaron en piel de Soledad que solo movió la cabeza para asentir, luego desprendió de sí las manos de Araceli que dejaron en las suyas la marca de su promesa. 


Soledad regresó al comedor con el vaso de leche. 

—¿Le traigo otra cosa, Don Martín? —preguntó Soledad. 

Martín negó con la cabeza.

—Ni ha comido, ándele solo un poquito; si no va a llorar —insistió Soledad. 

Martín volvió a negar, se levantó y salió.

Los chicos esperaron a que su padre desapareciera.

—¿Está aquí? —preguntó Rosa.

Rosa y Sebastián miraron a Soledad esperando la respuesta, pero no dijeron nada hasta que Sebastián tragó saliva como darle valor.

—¿Otra vez con eso? —reprendió Soledad.

—¿Volveremos a verla? —preguntó Sebastián algo tímido.

Soledad se persignó y siguió sus labores. 

—¿Por qué no podemos verla, Soledad? —preguntó Rosa.

Soledad sintió ganas de abrazarlos, pero se contuvo, después de todo solo era la sirvienta. 

—Los muertos son mañosos —respondió Soledad.

—Hoy estuvo conmigo mientras tocaba —dijo Sebastián —. Sigue diciéndoles palos a las baquetas. 

—¡No asustes a tu hermana! —gruñó Soledad. 

—No me asusta —dijo Rosa —. Yo también la sentí, pero no puedo verla. 

Soledad siguió lavando los trastes. 

—¿Ya es hora? —preguntó Soledad.

—Hoy nos vamos, Cholita —dijo Araceli.

Las primeras lágrimas de Soledad corrieron por sus mejillas ajadas por la edad, pero rápidamente se mojó la cara para ocultarlas. 

—No llores —dijo Araceli —. Ellos van a estar bien con su papá. 

—¿Por qué papá es tan serio? —preguntó Sebastián —. Parece que está enojado. 

—Está triste —respondió Soledad— la tristeza tiene muchas caras.

—¿Cómo era? —preguntó Rosa sin dejar de mirar las fotos. 

—Muy regañona, no creas, se la pasaba diciéndome que si esto para acá que si aquello para allá.

—En todas las fotos se ve feliz —replicó Sebastián. 

—Hasta el día que la velamos no dejó de sonreír —dijo Soledad—. La gente decía que era una muertita feliz.

Araceli miraba a sus hijos tan grandes y fuertes, miró a Soledad con orgullo. Se acercó a Rosa para acariciarle el pelo. La puerta de la entrada se azotó, era Martín.

—¡A dormir, mañana no se querrán levantar! —ordenó Martín.

Rosa y Sebastián cerraron el álbum. Martín apagó la luz, Araceli lo tomó de la mano. 

Soledad terminó de limpiar la cocina, colgó su delantal, fumó un cigarro, el último de la cajetilla. Apagó una por una las luces de la casa. Dio un beso a Rosa y otro a Sebastián. 

—¿Lista? —preguntó Araceli.

Ambas se tomaron de la mano y caminaron secas por la calle entre las gotas de lluvia. 

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