Néstor Caballero
Cuando
le propongo a Yoko fugarnos antes de que termine el primer recreo ella acepta
de inmediato.
—De todas formas no entiendo nada de lo que
explica la vieja de química —me asegura como si necesitara alguna
justificación.
En los
portones nadie nos detiene. Con más de dos mil alumnos bajo su responsabilidad,
las autoridades del colegio se dan por satisfechas si sus pupilos no se
acuchillan ni drogan dentro del predio de la magna casa de estudios.
Marchamos
juntos algunos pasos pero enseguida Yoko se adelanta. Siempre camina de
prisa como si estuviera llegando tarde a su destino. Aprovecho que no me ve para
examinarla. Está lejos de ser una belleza, es bajita y le sobra carne en las
nalgas y en el abdomen. Además se tiñe el cabello de un color rosa
fosforescente que aleja la atención de un rostro ya de por sí ordinario. Hoy
viste unos jeans azules desteñidos que le quedan grandes y una remera blanca
que en el centro tiene dibujado un signo de exclamación también rosado. Tampoco
camina de un modo muy femenino, ya que pisa primero con el pie derecho y luego
con el izquierdo.
—Dejá de mirarme el culo, Roberto.
En realidad estoy
pensando en otra cosa.
Mis
padres la detestan y si tienen la oportunidad se lo demuestran sin ambages. Llama
a casa y mamá le dice que no estoy y que no estaré nunca. En el rostro de papá
se dibuja un rictus de asco cada vez que posa la mirada sobre su colorida cabellera.
Sin
embargo a mí no me dicen nada, así que puedo llevarla a casa cuando se me da la
gana.
En
realidad, ahora que lo pienso, entre ellos tampoco se dicen nada.
Todos sus intercambios se limitan a unas interpelaciones
sobre la disponibilidad de las comidas (papá) o del dinero para los gastos de
la casa (mamá). No puedo recordar una cena en la que no haya imperado un
silencio glacial mitigado únicamente por el sonido de la omnipresente
televisión.
Estoy
casi seguro que tampoco cogen desde que me concibieron pero Yoko no lo cree
así.
—Es muy probable que lo hagan los domingos a la noche
con la luz apagada, la tele encendida y sin decirse nada. Te apuesto que si te
acercas a su puerta lo único que vas a escuchar van a ser los gruñidos de tu
papá y la respiración ansiosa de tu vieja.
A Yoko
sí que le gusta coger. No tiene reparos para hacerlo cuando le vienen las ganas
sin importar el lugar en el que se encuentre. Es realidad me parece que le
excitan más los lugares públicos, sobre todo los cines. En los seis meses que
andamos juntos, creo que no pudimos completar una sola película, aunque esto no
importa ya que se trata de películas muy malas o que ya están saliendo de
cartelera y que por lo tanto atraen a una minoría, lo que hace que sólo haya
dos o tres parejas más en la sala, y estoy casi seguro de que ninguna de ellas
está ahí para disfrutar del film.
Ahora
mismo iríamos al cine pero las funciones matutinas sólo se ofrecen los sábados
y como a esta hora mamá enseña en un colegio muy parecido al nuestro y papá arredra
a sus subalternos en la comisaría, decidimos hacer nuestras porquerías en mi
casa, y más específicamente en el cuarto de mis viejos.
La
primera vez que estuve en casa con Yoko cogimos en mi cuarto, y realmente fue muy
incómodo porque mamá dormía en el suyo, que queda enfrente, así que no podíamos
hacer ruido. Además apenas cabíamos en la cama, por lo que nos limitamos a
hacer la misionera hasta que el soporte de la base cedió. Tras el grito que nos
fue imposible sofocar, permanecimos en silencio unos minutos, rogando que a
mamá no le diera curiosidad. Escuchamos que su puerta se abría, aunque
probablemente lo pensó mejor porque enseguida la cerró de nuevo.
Es por
ello que, si tenemos la oportunidad, usamos la cama de mis viejos, capaz de
soportar cualquier movimiento brusco así como también los constantes choques de
su cabecera contra la pared.
Además,
cualquier psicólogo afirmaría que hacerlo en la cama queen size de tus padres constituye un sacrilegio extremadamente
afrodisíaco.
Entramos
a casa, y tan pronto como llaveo la puerta ella entrelaza su lengua con la mía.
Estoy toda mojada por tu culpa me
susurra mientras me baja el cierre del pantalón y con su mano derecha empieza a
hacerme una paja.
Olvido
el cabello exótico, el sobrepeso y la manera machona de caminar. Me excita
tanto que sólo quiero estar dentro de ella. No me considero un gran amante, no
sé muchas posiciones y algunas veces termino demasiado rápido pero con ella eso
no importa porque es ella la que
dirige todo, la que me dice qué tengo que hacer y cómo hacerlo.
Ya en el
cuarto de los viejos, un último atisbo de razón me recuerda que debo buscar la
caja de preservativos de mi dormitorio pero Yoko me dice que ya no hay tiempo. Quiero que me la metas ahora mismo, no te
preocupes, sabés que me cuido. Se la meto con rabia, como más le gusta, y
ella entonces empieza a gemir por lo que tengo que desviar mi mente hacia otra
cosa, cualquier cosa, porque sus gemidos y susurros me excitan en demasía y
temo largar antes de tiempo.
Se da
vuelta y apoya las manos sobre la cabecera de la cama, ofreciéndome un culo que
la calentura convierte en la visión más hermosa del mundo. Pongo mis manos en
sus caderas y la penetro mil veces hasta que termino dentro. Nos quedamos un
buen rato en esa posición, con mis brazos rodeando su cuerpo, sintiendo cómo el
ritmo de nuestra respiración se va apaciguando.
Antes
de Yoko, había cogido con otras dos chicas y cada vez que terminábamos sentía
una urgencia irreprimible por escaparme de ellas al instante. Al segundo de
haber largado ya quería estar en otro lugar, en otro universo. Con Yoko es
distinto. Me gusta relajarme a su lado, recorrer con mi dedo su espalda, escuchar
su evaluación de mi performance.
—Mejoraste mucho pero todavía te falta trabajar en la
duración.
Yo
consulto el reloj de mi celular y advierto apesadumbrado que tan solo pasaron diecisiete
minutos desde que cruzamos la puerta de casa.
—No importa —me
asegura con tono conciliatorio— lo que
más me gusta de vos no es cómo coges —se interrumpe
como si estuviera buscando las palabras correctas—
sino cómo me siento cuanto estoy contigo.
De
inmediato detengo mis caricias sobre su espalda y la miró intrigado. Si la
leyera en una novela, me parecería una declaración tan cursi y trillada que la
desecharía de inmediato. Pero por la situación en que nos encontramos y el tono
con el que me lo dice, no puedo evitar que la emoción me embargue.
—Bueno… —continúa
diciendo, cada vez más insegura— sé que voy a sonar como una de esas
pelotudas de las telenovelas, pero creo que estoy completamente enamorada de
vos.
Justo
en ese momento, escuchamos la puerta del vestíbulo que se abre y a continuación
la voz de papá preguntando si hay alguien en casa.
Sin
pensarlo salto de la cama, recojo nuestras ropas y un segundo después entramos
corriendo a mi pieza; en ese instante Yoko me susurra que en el montón no
está su corpiño, así que regreso al cuarto de los viejos, echo una mirada
desesperada pero el puto corpiño no está por ningún lado. Entonces escucho los pasos
de papá y de alguien más subiendo por la escalera. Justo en ese momento veo que
el corpiño está colgando de una de las aspas del ventilador de techo. Lo
recojo, me vuelvo hacia la puerta y debido a que los pasos ya se escuchan desde
el pasillo no me queda más remedio que esconderme en el ropero que está frente
a la pared sur del cuarto.
—Mmm, raro que Doris no arregló la cama —refunfuña papá tan pronto como
ingresa en su dormitorio. Dentro del ropero, estoy en la oscuridad más profunda.
—¿Cuándo vas a dejar a esa vieja chota? —pregunta la otra voz, y lo que más
me asusta, lo que me aterra, es que
se trata de una voz masculina, una que conozco muy bien.
—¿Por qué no te callás un rato y me das un
beso? —le contesta papá con
un dejo juguetón que me cuesta reconocer en él.
Y
entonces llega a mis oídos el inconfundible sonido de labios que se unen y se separan,
se unen y se separan, se unen y se separan…
Luego
escucho (o tal vez solamente imagino) risas y susurros, ropas que caen al suelo
y gemidos masculinos.
Empiezo
a sentir náuseas, el interior del ropero parece encogerse, no puedo respirar.
El sudor baña mi cuerpo en un instante.
Trato de pensar en algo que me lleve a otro lugar, lejos, muy lejos de
esa habitación, pero no se me ocurre nada. El vómito sale sin que tenga
oportunidad siquiera de pensar en lo que estoy haciendo.
No
puedo dejar de vomitar, sobre todo porque el olor es tan fuerte que me provoca
todavía más náuseas.
Entonces
una luz me golpea los ojos.
La luz
es casi cegadora aunque me permite distinguir la figura de mi tío José, mi
padrino, el mejor amigo de mi padre y además su subcomisario, que me mira con
ojos incrédulos, la boca abierta y el pene todavía erecto.
—¡Pero Robertito, que puta estás haciend...!
Escucho
una detonación y al mismo tiempo la luz blanca que casi me enceguece, se tiñe
de rojo. El chorro me salpica la cara. Frenético, me limpio los ojos y mientras
lo hago escucho un ruido seco que probablemente sea el de mi tío cayendo al
suelo. Cuando recupero la visión alcanzo a verlo acostado boca arriba. En su frente
advierto un hueco enorme. Luego veo a mi padre, con su pistola reglamentaria
apuntándose las sienes.
—Lo
siento tanto, hijo mío.
Dispara.
Algunos
minutos después Yoko llama a la policía. Me viste y cubre los cuerpos con unas
mantas. Cuando llegan los oficiales, nos encuentran sentados en un rincón de la
habitación donde están los cuerpos. Ninguno emite palabra, aunque sabemos que
es inútil callar. Hay cosas que el silencio no permite esconder.
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