Rosario Sánchez Infantas
Aun cuando el
deshielo continuaba, los siete nativos caminaban descalzos, apenas cubiertos
por precarios taparrabos y un capote marino sobre los hombros. Aquella mañana
del 31 de marzo de 1493, cuando comenzaba la primavera en Sevilla, Bartolomé,
el niño de nueve años, no pudo evitar estremecerse. Lo deslumbró aquel séquito
inaudito: unas enormes y coloridas aves exóticas, impresionantes máscaras de
conchas de caracoles gigantes, aquellas plantas y frutas extrañas. Pero, la
desnudez ajena le dejó ardiendo el rostro y el espíritu. Intuyó el pecado, la
ignorancia, la inferioridad, la necesidad que tenían de ser conversos, de ser
salvados aquellos indígenas de piel morena.
Ese mismo año su
padre, Pedro Las Casas, y su tío, Francisco de Peñalosa, se
embarcaron hacia el Nuevo Mundo en el segundo viaje de Cristóbal Colón. Tres
años después, al regresar, su padre trajo un indio esclavo desde América; el
adolescente Bartolomé se reafirmó en la idea, genuinamente bondadosa, de
acercar esa alma impía a Dios. Reconoció en el nativo algunas manifestaciones
de generosidad innata; de integridad que a él mismo le costaba conservar; y de
inteligencia que se abría paso entre el desarraigo y la quiebra de lo que había
sido su mundo originario. Sin embargo, el joven sevillano, era un ferviente y
dogmático devoto de la verdad absoluta católica, romana y apostólica, aquella
que excluía a los herejes, a quienes San Ignacio de Antioquía llamara fieras en forma humana. Además, el
adolescente había sido educado en una religión que veía en el cuerpo y sus
manifestaciones la mejor ocasión del pecado. Por todo ello, se reafirmó en la
necesidad que tenían los cristianos de salvar a estas almas impías.
Con la visión de Cristo como el señor del mundo entero,
en 1500 participó en las milicias sevillanas que sofocaron la rebelión de los
moriscos. En 1502 partía para América como un colono de los tantos que hubo,
pues fue minero y luego encomendero en la isla La Española. No obstante que en
1507 regresó al Viejo Mundo y fue ordenado sacerdote en 1510, todavía el reino
de este mundo era su prioridad, pues en 1512 vendió su hacienda y marchó como
capellán de los conquistadores de Cuba, por lo cual recibiría una buena
encomienda que atendió hasta 1514.
Tras
treinta y tres años de cerrada defensa de los indios americanos, en 1547 Fray
Bartolomé de las Casas había decidido regresar a España para continuar su lucha
por el bienestar de los indios desde la metrópolis. Corría
1553; el azar había permitido que, en su labor de investigación de lo que sería
su "Apologética historia
sumaria",
coincidiera con Juanillo en la Biblioteca Colombina de Sevilla. Aquel muchacho
provenía de la nobleza quechua y había sido enviado desde Perú a España, como
parte de los súbditos al servicio de Francisca Pizarro Yupanqui, la hija del
conquistador del Tawantinsuyo. La corona española quería poner a buen recaudo
la herencia de Huayna Cápac, el soberano inca, abuelo de Francisca; y también
resguardar el legado de su famoso padre extremeño.
—Cuánto debe
haber cavilado usía en esos dos años de su vida, Fray Bartolomé —dijo reflexivo el joven moreno que compartía la
mesa con el monje—. Habéis dicho que ya
en diciembre de 1511 escuchasteis el sermón de adviento de Fray Antonio de Montesinos,
allá en La Española. Pero, dos años más su merced recibió los tributos de esa
pobre gente, humillada, oprimida, esclavizada, desarraigada. Dos años deben
haber retumbado en vuestros oídos las palabras del fraile dominico: “Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia
tenéis en tan cruel y horrible servidumbre estos indios? ¿Esto no entendéis?
¿Esto no sentís? Conociendo toda vuestra obra, quiero creer que pensasteis
que conquistar Cuba era una nueva oportunidad de hacer bien las cosas, de
armonizar la conquista con el trato bondadoso. O quizá, os tomó dos años
aceptar que mis hermanos indios tenían
alma.
El
sacerdote se abstrajo de lo que decía el muchacho, recordó cómo en 1511 los sacerdotes
dominicos no se había amilanado ante las protestas de los encomenderos
españoles por el mencionado sermón ni ante el pedido del propio gobernador
Diego Colón de expulsar a Fray Antonio de Montesinos. Los sucesivos mensajes de
los dominicos le habían producido una disonancia cognitiva que le robó la paz.
De no restituirse los bienes de los indígenas no tendrían absolución, habían
dicho los monjes; y él seguía con su doble rol: predicador y encomendero. Pese
a ello, de las Casas aún creía que podría evangelizarse y extender el reino de
Dios en Cuba. Es así que avanzaban conquistando pueblos,
cristianizándolos y extendiendo el dominio de dios y de España. Él siempre enviaba
a un indio amigo a parlamentar con los indios, por lo cual era llamado el behique bueno. Estos logros se sucedían con violentas arremetidas de los
conquistadores, tras las cuales se requería a Las Casas para buscar la
reconciliación entre ambos bandos. Sintió un nudo en la garganta cuando recordó
el banquete con el que fueron recibidos en 1513 por los nativos de la localidad de Caonao. Abruptamente, los españoles habían
creído que iban a ser atacados y comenzaron a matar indios con sus espadas; él había
intentado detener la matanza sin éxito. El sudor frío corrió por su rostro cuando
recordó a un pequeño niño correr a abrazar a su hermano, un hermoso joven
moreno, que caía apuñalado por un soldado español. El pequeño, con el llanto
mojando su delicado rostro, había mirado al cielo y exclamado en su lengua
nativa. Fray Bartolomé sintió como un latigazo en el rostro cuando el indio lengua tradujo lo que el niño había
preguntado: ¿esto es lo que quieres Dios nuevo? La palabra cómplice había estremecido la conciencia del sacerdote y lo haría
renunciar a su hacienda y emprender la cerrada defensa de los indios.
—Lo que vuestros múltiples viajes, cerradas e incomprendidas defensas
de los nativos de Las Indias, proyectos de conquista pacífica, febriles
escritos testimoniales y las logradas
Nuevas leyes de Indias dejaron sin remozar fue la fe ciega en el dios cristiano
—decía
su interlocutor en ese momento que Fray Bartolomé volvía al presente—. Nunca entendisteis
nuestro derecho a la libre conciencia.
Cuestionabais las prácticas de los invasores pero vuestras gentiles formas dejaron intacta
la creencia de que era el supuesto dios,
verdadero y superior, quien había dispuesto conquistar estas tierras para el
engrandecimiento de su reino
y nombre.
Dice su merced que
no es civilizado ser profuso en dioses, mas deseaba fervientemente reinara
vuestro dios en nuestra religiosidad fecunda. ¿Fecunda pero mal orientada dice
usía? Que, ¿cómo adoramos a la tierra, al sol, a la luna, al relámpago, si solo
hay un dios verdadero? Fray Bartolomé, sois muy inteligente y bien
intencionado; pero es preciso que abra el ojo a la esencia. Sí, a la esencia, a
lo que está más allá de lo aparente: ¡nosotros nunca necesitamos dioses!
Vosotros aceptaron, nosotros conocimos. Honraron la fe, nosotros honramos la
realidad.
Un anciano, padre
del hijo, sin necesidad de una madre. Un hijo concebido, sin que lo sepa su
carpintero padre. Un pajarillo fecundador de esposa ajena, madre y virgen. ¡Uf!
En la pacha todo existe o ha
existido, con su sombra, masa y peso específicos. No creemos en arcángeles de
bordados faldellines, botines militares, y complicaciones para dormir: ¿dónde
duermen los humanos alados, en una cama o en un palo como vuestras gallinas? Nosotros
experimentamos los principios cósmicos: El principio ordenador: Wiracocha. La sabiduría
y la capacidad cósmica de enseñar: Pachayachachic. Pachacamac es el principio que
opera el cosmos. Y el principio de la reproducción cósmica es la Pachamama.
Entonces ¿Cuáles dioses Fray Bartolomé? ¿Por qué nos llaman herejes? ¿Dónde
está la idolatría? No necesitamos de un anciano quitándole la costilla a nadie
para crear otro ser. Nosotros disfrutamos cuando, de a dos, decidimos hacer un
hijo. ¡Habrá de perdonar la austeridad su merced!
Fray
Bartolomé de las Casas sonrió; por un instante se abstrajo de su cosmovisión fundamentalista y
teocrática, y entendió la forma de razonar de Juanillo. Pero inmediatamente se
repuso: era el enemigo el que había
hablado por el muchacho. No pudo sin embargo, dejar de apreciar la fluidez con
la que se expresaba en español, su impecable lógica, y la profundidad de sus
análisis. Como hijo de un cacique indiano había recibido una buena educación,
pero eran otras características personales las que, a pesar del choque de las
dos civilizaciones y la necesidad de declinar toda su cosmovisión, le permitían
al muchacho mantener la dignidad.
De
pronto Fray Bartolomé de las Casas recordó el citado sermón que Fray Antonio de
Montesinos pronunciara en 1511 en La española, en defensa de los indios. ¿Éstos, no son hombres? Había dicho. Miró
los ojos vivaces e inteligentes de Juanillo.
—¡Perdón! —dijo,
desde el fondo de su alma, el hombre mayor.
—¡Gracias! —dijo
el muchacho, luego del desconcierto inicial.
Recién se
encontraban los dos mundos.
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