Teresa Kohrs
¡Jala el hilo! ¡Ahora
Gabriel! ¡Tira de él! Gritaba esa parte traviesa dentro de mí. Lo tenía entre
los dedos, todavía no lo había tensado. Emocionado pero inseguro, pensando que
tal vez sería divertido, planeé cuidadosamente una broma para uno de mis
vecinos.
En ese tiempo, vivía
junto con mis padres en un edificio de departamentos cerca del centro de la
ciudad. La construcción era antigua y se notaba en los elegantes acabados de
madera que hoy en día se mostraban decaídos por falta de mantenimiento. Constaba
de cinco pisos y la única forma de llegar a ellos era a través de pasillos
comunes unidos por una escalera que formaba una espiral. Para evitar
accidentes, tanto el pasillo como las escaleras estaban resguardados por un
alto barandal.
Desde muy chico
destaqué por mi inteligencia. Con frecuencia me sentía aburrido pues todo parecía
demasiado fácil. Dentro de mis juegos mentales, solía pasar el tiempo
clasificando pensamientos. Un día decidí que todos los que catalogaba como “dañinos”,
se los atribuiría a un personaje imaginario al que llamé Lucien, aludiendo al
concepto del ángel caído y a mi propio nombre: Gabriel, el ángel de Dios.
Amarré el hilo en la
parte baja del barandal y me escondí detrás de la gruesa columna al otro lado
del pasillo. Desde ahí tenía la vista perfecta. El sonido de una puerta
golpeándose fue lo primero que escuché. Después los pasos firmes del señor
Pierre, conocido carpintero de la colonia, quien cargaba con sus pesadas
herramientas a todas partes. La madera del piso crujía conforme se iba
acercando. El olor a tabaco lo acompañaba.
Por un instante dudé.
Desde que tengo memoria, Lucien tenía ideas descabelladas. Siempre animando a
hacer alguna travesura, jalarle el pelo a la niña del pupitre de enfrente,
pegarle un chicle al profesor, cosas así. Tan sólo visualizarlas hacía que muriera
de risa. En doce años nunca le había hecho caso, tachando las ideas de locas, pero
me gustaba el desafío que estas presentaban. En esos días de vacaciones, sin
hermanos ni amigos, Lucien era lo único entretenido. En algún punto entre la
ociosidad y la curiosidad, acepté el reto. No era momento de echarse para
atrás.
Después de esa pequeña vacilación
le di el tirón al hilo. El señor Pierre tropezó con él perdiendo el paso. Salió
volando por los aires. Sus herramientas escaparon hacia todas direcciones en
cámara lenta, como si fueran gotas de agua saliendo de un rehilete. Una de
ellas cayó fuertemente sobre su cabeza produciendo un ruido de roca partiéndose
en dos, al tiempo que su voluminoso cuerpo azotó en el suelo como saco de
patatas. La escena fue escalofriante. Mi corazón se detuvo, la sangre se me
heló en las venas. Yo había causado esto. El hombre estaba tirado,
inconsciente, quizás muerto, y yo lo provoqué.
Solté el hilo como si
estuviera caliente y lo aventé tratando de esconderlo. Corrí hacia el lado
contrario con la vista nublada, entre pasillos y escaleras, llegando justo a
tiempo a la puerta de mi departamento para correr al baño y perder toda mi
comida en el escusado. No recuerdo haber sentido esto jamás. La culpa me comía
por dentro y esa noche no pude dormir. Cada que cerraba los ojos visualizaba la
caída y las náuseas volvían.
Al día siguiente regresé
al lugar del crimen. Desde mi escondite recé para que apareciera el señor
Pierre. Se escuchó el portazo y el alivio que sentí fue liberador. El buen
carpintero estaba vivo, sólo que ahora, no se escuchaban pasos sólidos, sino el
sonido de un pie arrastrándose y los quejidos de dolor. La culpa retornó como
el golpe de un mazo en el pecho. No pude más. Con sigilo le di vuelta a la
columna e hice parecer que andaba por ahí. Cuando lo vi batallando para cargar
sus herramientas al tiempo que utilizaba las muletas, ofrecí ayudarlo. Repetí
la acción cada vez que el señor Pierre entraba y salía del edificio durante dos
meses. Tiempo que tardó en recuperase.
Ese día juré que jamás
le volvería hacer caso a Lucien. Esos pensamientos negros seguían en mi mente,
incitando acciones negativas, buscando convencerme de hacer locuras. Yo aprendí
la lección. Jamás lo volví a tomar en serio.
Conforme fui creciendo,
Lucien se volvió más atrevido. Cuando cumplí dieciocho años estuve a punto de
caer de nuevo en su encantamiento. Me sentía ya un adulto pues había conseguido
mi identificación que lo certificaba. Una noche, entré a un bar y pedí alcohol mostrándola
con orgullo. Iba por la segunda bebida cuando una mujer mayor se acercó. Vestía
de esas faldas pequeñitas con altos tacones y su blusa tan abierta que con cada
movimiento parecía que un seno se iba a salir. No había duda de sus
intenciones. Platicaba con su cálido aliento en mi oído, acariciando mis
muslos, rozando en ocasiones otra parte más sensible. Empecé a sentir como mi
cuerpo reaccionaba a las sutiles caricias, pero al mismo tiempo su perfume y
sudor me causaban una cierta repulsión.
Lucien estaba conmigo,
incitando, estimulando más mi imaginación con sus palabras eróticas, animándome
a tocarla y llevarla a un lugar sombrío para tener sexo con ella. Mi cabeza se
nubló entre las necesidades del cuerpo y las palabras de “mi amigo”. Estuve a
punto de caer, pero ese olor a rancio que ella trataba de disimular con la fragancia
dulzona, ayudó a que recordara lo que pasó la última vez que le hice caso.
Gracias a eso pude separarme de la neblina que borraba mi juicio. Me di cuenta
que en realidad yo no deseaba tener relaciones con esa mujer. Salí de aquel bar
sintiéndome vencedor.
Tres años más viví con
aquella batalla en mi cabeza, constantemente luchando contra los pensamientos
negativos, reprimiéndolos. En esa época yo empezaba a trabajar en un hospital
como enfermero. La primera ocasión que visité uno fue cuando tenía alrededor de
quince años y lo que más recuerdo de aquella experiencia fue el olor a limpio,
la predominancia del color blanco y las diferentes emociones expresadas por las
personas que deambulaban el lugar. Quedé fascinado. No tenía interés de
convertirme en doctor, lo mío era ayudar de cerca, en las labores más difíciles,
contactando las necesidades del paciente.
Durante una de mis rondas nocturnas, mientras checaba el respirador de una anciana, Lucien sugirió que la desconectara y la dejara morir. El simple hecho de haber considerado la idea me dejó helado.
Furioso, apretando la
quijada y murmurando entre dientes, salí corriendo del hospital por la parte de
atrás, hacia los basureros de material orgánico. Un lugar que la gente evitaba
a toda costa pues había riesgo de contagio, además de que el olor putrefacto
que salía de los quemadores era insoportable. Entre el crujir de las flamas
calentando el hierro, el sofocante calor y los humores que nublaban mi vista, busqué
la concentración necesaria. Reuní toda la voluntad de la que era capaz, y con
un grito mental que contenía la fuerza de una bomba atómica hice callar a Lucien.
El esfuerzo me dejó drenado,
caí de rodillas sobre el cemento humedecido por el vapor que salía de los
incineradores, con la respiración laboriosa como si hubiera corrido por varios
kilómetros, atragantándome aquel asqueroso aire.
Supe que había sido
exitoso porque de inmediato sentí un vacío. Regresé a mi trabajo y a la normalidad.
Desde que tengo memoria, él siempre estuvo ahí, pero ahora sólo había un
silencio. Dormía esperándolo, despertaba hablando con él. Lo buscaba en todo
momento, pero ya no estaba. La depresión me asaltó.
Un día, terminando mi
turno en el hospital, salí de madrugada. Parecía que el cielo se caía de golpe.
No iba preparado para la tormenta, pero no tuve la paciencia de esperar. Corrí
bajo la lluvia sintiendo los golpes de las gotas como si fueran pequeñas
piedras. El viento me empujaba y batallaba para caminar. Decidí ir por el callejón
pensando que las paredes altas servirían de protección contra el viento helado.
No había dado ni dos pasos dentro de él cuando resbalé y caí de espaldas
golpeando mi cabeza.
Me levanté a tientas,
estaba obscuro. Seguí caminando hasta el fondo donde había una hendidura entre
dos edificios que acortaba la distancia hacia el departamento. Al llegar a ese
punto me sentí desorientado. La hendidura no aparecía. Estiré mis manos en la penumbra
para tratar de encontrarla. Las puntas de mis dedos chocaron con una textura
lisa y fría. Mi reacción fue retraerlos. La luz de un rayo iluminó el tiempo
suficiente para ver de qué se trataba. Era un gran espejo.
Otro rayo se escuchó volteé
hacia atrás asustado, pues con él se encendió la única bombilla del alumbrado
público. Me recuperé relativamente rápido del sobresalto. Giré hacia el espejo y
entonces supe lo que era sentirse paralizado por el miedo.
El joven que se veía
reflejado tenía un gran parecido conmigo. Sentía el corazón palpitando en mis
oídos y por un instante dejé de respirar. La figura del otro lado no se movía.
También me observaba. Tragué bilis e inhalé tomando valor. Di pasos tentativos
hacia él. Sus movimientos eran iguales a los míos. Noté que el otro hombre
estaba tan asombrado como yo. Toqué el espejo con la mano derecha. Él también
colocó una mano frente a la mía separadas sólo por aquella capa fría. Mis ojos
claros se clavaron en los suyos que eran tan negros que parecían violetas. No
pude evitar notar las diferencias. Cabello negro en lugar de rubio, tez color
sepia, en vez de rosada. Daba la impresión de estar viendo un negativo de mí
mismo. Moviendo solamente los labios dije mi nombre: Gabriel. Al mismo tiempo
él pronunció en silencio: Lucien. En ese segundo entendí, el espejo mostraba una
fotografía de mi interior.
Otro relámpago cayó y
el espejo se rompió en mil pedazos. Cubrí mi rostro con el brazo para evitar
los afilados cachos y cuando levanté la vista el paso estaba despejado. Del
otro lado del espejo ya no estaba Lucien, sino un amplio valle, completamente
nublado, en cuyo centro había un gran árbol. La curiosidad me atrapó. Con
cuidado para no cortarme levanté primero una pierna y luego la otra al cruzar.
La suavidad de la hierba fue inesperada, casi una invitación a marchar sobre
ella. Al principio avancé con cautela. Más adelante sentí el impulso de ir más
rápido.
El sonido de mis pies sobre
un tapete de hojas secas rompió el absoluto silencio. La falta de viento y la neblina
emulaban la sensación de estar dentro de un baño sauna. Pequeñas gotas se
adhirieron a mi piel mojando la ropa. Los pasos me llevaron poco a poco más
cerca del árbol. Levanté la vista hacia él y los escasos rayos del sol que atravesaban
el espeso follaje lastimaron mis ojos. Al cerrarlos, diminutos puntos de luz
bailaron ante mí. Parpadeé varias veces antes de dar el siguiente paso. Tropecé
ligeramente con algunas raíces que salían de la tierra las cuales dibujaban un
complicado y hermoso grabado. Conforme avanzaba la brisa se hacía presente y
secaba la humedad en mi piel. El ambiente se volvía cada vez más agradable. Era
como si al aproximarme al centro del valle, el clima buscara también un balance.
Con cautela estudié el
gran árbol. Estaba tan cerca que podía tocarlo con tan sólo estirar la mano. El
tronco era muy grueso, la corteza antigua y en ciertos puntos lloraba resina. Olía
a madera y a hierba fresca. La cantidad de ramas y hojas que salían de él eran
alucinantes y la sensación de estar frente a un gigante fue abrumadora. Dando
vueltas a su alrededor noté que bajo las hojas secas había algo. Me agaché para
investigar. Curiosamente descubrí un camino de pequeñas piedras negras. Algo
blanco captó mi atención más adelante. Emocionado limpié sobre esa zona… otro camino,
este construido con piedras grandes.
Busqué si había más,
pero sólo encontré esos dos, los cuales parecían girar alrededor del tronco en
forma de espiral perdiéndose a la distancia. Me pregunté qué querría decir todo
eso. No descarté que fuera alguno de los juegos de mi imaginación con los que
solía entretenerme. Evidentemente estas dos vías tenían que ver una vez más con
el concepto del bien y del mal. Lo lógico sería pensar que el negro conduciría
al mal… sin embargo recordé que una compañera del hospital, siempre hacia
limpiezas energéticas clandestinas a las habitaciones antes de admitir un
paciente. Ella utilizaba una piedra negra llamada turmalina. Bajo ese principio,
el negro sería entonces el del bien.
—Supongo
que tendré que elegir —dije
suspirando—. ¿Negro o blanco?
Empecé a respirar
agitadamente. A pesar del buen tiempo, gotitas de sudor empaparon mi frente.
Cerré los párpados
buscando inspiración. Cavando en lo profundo de mi memoria, traté de encontrar alguna
clave. Curiosamente mi cerebro viajó a un tiempo no muy lejano. La pequeña Elionore
de siete años, una prima a la casi nunca veía, jugaba rayando el patio de su casa
con gises de colores. Yo estaba ahí por encargo de mi madre recogiendo un
paquete.
Mientras mi tía iba por
él, Elionore me llamó.
—Ven
—dijo con una suave voz
moviendo su manita.
A pesar de ser mi prima
la conocía poco, pero no pude decir que no a unos ojos brillantes que miraban
con expectación. Me acerqué a ella tocando ligeramente sus suaves rizos.
—Hola
—le dije tentativamente— ¿a qué juegas?
Viéndome como si fuera
el tonto más grande del mundo señala con desesperación aquellos dibujos hechos
de gis en el piso.
—A
los caminos —contestó frunciendo
el entrecejo—.
No sabes jugar —afirmó
desilusionada.
Algo en su mirada avivó
mi nerviosismo. Yo no sabía nada de niños. Sólo porque que era mi pariente hice
un esfuerzo. Intenté sonreír mientras me hincaba para quedar a su altura.
—Pues
no, pero si me enseñas…
Reapareció esa luz en
sus ojitos y el nerviosismo volvió.
—Este
es mío —dijo señalando unas
extrañas rayas que yo supuse eran un camino—
y ese de allá es el tuyo —añadió
sonriendo de oreja a oreja con su dedo apuntando otro conjunto de extrañas
culebras y líneas rectas.
—Vamos
—exclamó tomando mi mano.
Comenzamos a transitar
sobre sus raros dibujos. Cuando llegamos al otro lado del patio se giró y
levantó su cara buscando la mía. Volvió a fruncir el entrecejo. Su expresión
parecía decir: este pobre idiota no entiende nada. Me resultó divertido que una
niña tan pequeña pudiera hacerme sentir así.
—No,
no, no. Mm mm —dijo
regañándome—
no es así —aseguró soltando
mi mano. Imitándome se movió como un orangután alrededor mío.
—Es
así… —añadió. Avanzó dando pasos
fuertes con la columna recta y la mirada al frente, exagerando su sonrisa.
—Ahora
tú —me dijo mirándome
fijamente.
Suspiré profundo
queriendo de verdad hacerlo bien. Copié su postura erguida, los pasos de
soldado y su gran sonrisa. La volteé a ver con la pregunta en los ojos,
elevando mis cejas. De pronto la niña soltó una carcajada y no pude evitar reír
con ella. Se acercó y extendió los brazos. Con un poco de trepidación la alce torpemente
y quedamos frente a frente. Se inclinó hacia mi oído para hablarme en secreto.
—Tú caminas… así no es.
—¿No?
—pregunté.
—Mm
mm —me dijo cantarina moviendo
sus rizos de lado a lado.
—¿Entonces
cómo? —volví a preguntar.
Se acercó de nuevo a mi
oído.
—El
camino eres tú —dijo tan
bajito que sentí la piel de gallina.
—¡Elionore! —exclamó su mamá divertida desde
la puerta del patio— bájate
del pobre Gabriel que ya pesas mucho.
Ella se deslizó hasta
el suelo, tomé el paquete de mi tía todavía intrigado por sus palabras, di las
gracias y partí. No había vuelto a pensar en ellas y sin embargo, cuando necesitaba
con urgencia una guía para salir de este insólito lugar, lo único que llegaba a
mi mente era la frase de Elionore “el camino eres tú”. Todavía concentrado busqué
más detalles de aquel día al tiempo que esas cuatro palabras se repetían en mi
cabeza como un mantra. La insistencia de la niña en la forma de andar… de
pronto lo entendí.
—El
camino soy yo —dije
en voz alta—
no, no, no, no soy yo… Soy Yo. Expresé con mayor fuerza, interrumpiendo el
silencio del valle.
Observé con
detenimiento el camino negro e inmediatamente lo descarté, lo mismo hice con el
blanco. Me acerqué al tronco desde el cual nacían estas dos rutas y lo toqué
sin pensarlo mucho. La emoción que sentí indicaba que estaba en lo correcto. ¡Debía
subir! Tomar cualquiera de ellos significaría una separación. No se trataba de
elegir. Si quería caminar el sendero, tenía que Ser el sendero.
Una energía empezó a
circular por mis venas y músculos. Inicié el ascenso apoyando firmemente mis
pies y manos en las ramas, las cuales estaban distribuidas de tal manera que
parecían construidas especialmente para trepar. Subí con determinación. El
árbol parecía no tener fin. Cansado, recargué mi peso en el tronco. No resistí
la tentación y miré hacia abajo. Desde esa altura se podía observar la
trayectoria de los dos caminos. En un principio ambos giraban alrededor del
árbol pero después, cada uno tomaba vías distintas, uno al este y el otro al
oeste. Por lo que se alcanzaba a ver, estos se entrecruzaban más adelante y se
volvían a separar. No pude evitar pensar en todas las personas que andamos
inconscientes por la vida, entrecruzándonos por temporadas para luego volvernos
a alejar unos de otros.
Seguí escalando
mientras meditaba las palabras de mi pequeña prima, hasta que tuve que parar,
pues el espacio entre rama y rama era muy grande. Alargué el brazo estirando el
cuerpo desde la punta de los pies. No fue suficiente. Desesperado, después de
varios intentos, me sobresalté al ver aparecer delante de mí una mano. Era una
que yo conocía bien… Lucien. Al elevar la mirada me cegó la brillante luz que
lo envolvía. Su postura claramente invitaba a confiar.
Dudé por tan solo unos
segundos, pero finalmente extendí la mía tomándolo con seguridad. Al momento
del contacto ese vacío que aún continuaba dentro de mí, se llenó. Desde que le
grité que se callara y saliera de mi vida me sentía mutilado. Ahora comprendía
que al rechazar los pensamientos que Lucien representaba lo único que logré fue
vivir a medias, odiando una importante parte de mí.
Lucien jaló con
sorprendente fuerza y logre subir. Esa misma luz que lo cubría me rodeó. Juntos,
iluminados, llegamos a la cima. Desde ahí, abrazados como los mejores amigos
del mundo, disfrutamos del paisaje. Ninguno habló. No hacía falta, pues elevados
a esa altura, completamente bañados por el sol, ni él ni yo teníamos necesidad
de dominar al otro. Estábamos unidos.
La imagen se desvaneció
de pronto y desperté tirado en la calle. Un dolor agudo hizo que tocara mi
cabeza. Los dedos se deslizaron en sangre que salía de la herida. Permanecí unos
minutos más recostado en el piso encharcado de aquel callejón, entre el lodo y
el ruido lejano de la ciudad. Todo fue una alucinación. A pesar del malestar y
el frío, una sonrisa me tomó por sorpresa. Había sido el mejor sueño de mi
vida.
A partir de ese día mis
pensamientos negativos dejaron de llamarse Lucien. Ahora simplemente los aceptaba
como míos. Sabía que si yo quería, tenía el poder de transformarlos en algo
positivo. Durante el sueño, al reunirme con él en la luz, recuperé el balance
que había perdido al rechazar mi obscuridad. La sensación de bienestar con la
que desperté aquel día permanecía conmigo, a veces muy clara, otras no tanto,
pero siempre a mi alcance.
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