Margarita Moreno
Cuando
por fin nos mudamos a una casa propia, la familia y los amigos preguntaron:
— ¿Por
qué eligieron una casa tan lejos de la ciudad? Y luego a quinientos metros de las vías donde
pasa el ferrocarril ¿Logran dormir con el ruido? Mi marido sonriente alardeaba:
— ¡Bueno
amigos míos! Nosotros como hacen los
europeos, gustamos de trabajar en la ciudad y vivir en el campo; además el rítmico
sonido del paso del tren, nos aporta un
arrullo delicioso.
La
verdad era que el crédito bancario apenas alcanzó para una modesta casa de
interés social en los suburbios. Para llegar al trabajo cada mañana invierto cincuenta
minutos cruzando por caminos rurales, aunque sinceramente esto de ir
"puebleando" resulta muy grato.
Atravesar
esos senderos apenas amaneciendo es una caricia visual; parece que me interno
en otra época, ahí la vida transcurre con paciencia, la gente me mira pasar
como buscando un rostro conocido, si sonrío o saludo me devuelven la cortesía,
como reflejo del mejor espejo; almas reflejando almas.
Me
hacen recordar algunos sitios que visité de niña con mi padre, él me llevó a
conocer pequeños pueblitos de Jalisco, viajábamos en algún tren de segunda
clase, que obligadamente se detenía en cada uno de estos maravillosos rincones
del país; igual que entonces la mirada se me pierde con los verdes del paisaje
campirano, árboles, arbustos, pastizales de trajes diversos muy a la moda, colecciones primavera-verano, otoño-invierno,
cerros y montes que año con año se inventan tonos verdes y ocres irrepetibles
resaltando el rubor de las casitas perfectas y curiosas que no pierden detalle
de la vida en el lugar y lo comentan entre ellas y lo consideran con las dos
iglesias de modestos claustros que son como de cuento; sus cúpulas pajizas se
alzan orgullosas por entre el paisaje para refrendar la fe que guarda de todo
mal a estos lugares. Un silencioso panteón se observa en un declive de la
cañada vistiendo a diario de uniforme gris, pero en noviembre el día de
muertos animado se engalana con flores,
ofrendas, voces, música y se colma de color. Las noches se impregnan con
fragancias de nardos, jazmines, violetas, rosas y cempasúchil; las veladoras, candelas y cirios se encienden
y pareciera que la Virgen tendió a secar sobre las tumbas su manto recién
lavado, que bordado de luceros cintila al murmullo del rezo de los grillos y
las almas que llegan al convite en su día; es un espectáculo magnífico,
cautivador, una deliciosa acuarela para los ojos y un recreo para el espíritu.
También
están los perros que son los que más asoman a las veredas, de rostros y
actuares tan originales y hasta extravagantes; no falta el bravucón que ataca
sin piedad el aire a tarascadas feroces
cuando se juega la vida por alcanzar el auto que pasa por su vera, y que
triunfante al ver huir aterrados a los autos, se vuelve en leves trotes
moviendo orgulloso el rabo. Son tan fantásticos que alguien debería de darse a
la tarea de escribir o inventar una historia que inmortalizara a estos leales
compañeros de planeta.
Hace
pocos días transitando hacia mi casa he visto aparecer en los “topes” hombres y
jóvenes con apariencia de “fuereños”;
pocos nos detenemos a darles una moneda que ellos piden de limosna y
mucho escucho que son vagos, drogadictos, alcohólicos o tantos otros
calificativos que, siendo en la
actualidad nuestros compatriotas tan
poco ocupados de aprender y decir más
allá de dos o tres palabras que utilizan de "comodín", tengan tanta
sabiduría para juzgar la condición de estos congéneres con solo una mirada.
Confieso
que yo no siempre los ayudo, sé bien que ciertamente es la temporada en que
estos amigos viajan con todas las penas y peligros inimaginables para llegar al
sueño de trabajar para los gringuitos y ganar en dólares; escuché en algún
noticiero que descarriló “La Bestia”, el tren que cruza todo el país hasta la
frontera con nuestros vecinitos gringos, y lleva literalmente sobre su lomo a
todos estos soñadores ingenuos y optimistas,
desde la otra frontera con Belice y también, que para su desgracia cerraron uno de los
albergues que
asistía a estos migrantes, cerrando con
ello un oasis de esperanza y consuelo; pero ellos siguen luchando, creyendo,
esperando, siguiendo una ilusión, cayendo y extendiendo de vez en cuando sus
manos a pedir ayuda.
Recordé
todo esto de golpe cuando un hombre se acercó a mi auto pidiendo una moneda
para comer, su voz sonó melodiosa con el mismo acento que muchos años
antes, en una fiesta de la preparatoria
escuché de un chico que se acercó a pedirme que bailara con él.
¡No gracias! —le
dije.
—
¿Por qué no bonita? ¿Porque soy catracho?
—preguntó.
—
¿Eres qué?
¡Hondureño, bonita!
Y, bailamos ¡Claro!
Pues
este hombre sonaba igual, entonces busqué monedas en el cenicero del auto y las
puse en su mano.
—
¡Gracias, gracias! Te bendice este catracho. —
agradeció.
—
De Honduras, ¿verdad? —pregunté.
—
¡Bendita tierra! —dijo sonriendo.
Me
fui con su acento en la mente y recordando mil cosas de mi tiempo en
Guadalajara, la preparatoria y la vida de entonces; revisando recuerdos volví a
casa con la noche y el cansancio no quiso detenerse, me anegó los ojos de sueño
hasta que el nuevo día apareció sonriente.
El
sábado por la mañana subí a mi auto y retomé el caminito a la ciudad que estaba
muy transitado. Al llegar a un tope al fondo de una calle, vi un hombre que
caminaba sacudiendo con rabia una cobija vieja y rasgada, barboteando un remedo
de grito ronco y apagado, vestía de todo, no faltaba en su atuendo ni una sola
pieza diferente, similar o combinada, ataviado con delirio, de colores que un
día fueron, pringado con el barro de todos los caminos andados portaba su
existencia en aquella cobija y un morral con sus exiguas posesiones; lucía
menesteroso, agotado y contaba con tan pocos años. Con rostro adusto él miraba
a una joven de semblante tristísimo que lo seguía a poca distancia, caminaron
un poco y ella tomó la acera a mi derecha; él enrolló con rapidez la cobija en
su brazo y se colocó sobre el tope a mi izquierda. Mi auto seguía en la fila; él unió sus dedos
y los llevó a su boca haciendo señas de ayuda para comer; busqué rápidamente en
el monedero, solo encontré un peso y no quise darle nada más una monedita así
que no me detuve y solamente los miré al pasar; la chica era bellísima pero
lucía tan cansada y tan abatida que su longo vestido y su larga cabellera
parecían lloverla de polvo y desconsuelo; seguramente que en alguna otra vida
fue una bella rama de un sauce llorón; el rostro del hombre lucía un bronceado
perfecto, amplia frente en forma de
diamante, rizos castaños cubriendo sus sienes y grandes ojos color miel anegados de fracasos; ese aire extraño en su
mirada me hizo percibir que se arropaba en grados respetables de locura. Sentí
un gran deseo de ayudarlos con algo más que una moneda, así que decidí acelerar un poco para dar espacio y volver
enseguida; pasé el lugar me estacioné adelante y busqué con calma en mi
cartera; presto asomó un billete de cien pesos, emocionado por irse a la
verdadera aventura. Estar conmigo para ser gastado en verduritas ¡Qué
desperdicio! creo que hasta pude oírlo musitar: ¡Al fin voy a ser útil,
compraré tabaco, un poco de “yerba” o algo de “coca” o compraré…
siguió susurrando el “chapeado”
billetito.
Emocionada
retomé el camino y me acerqué a la pareja, deseaba poner el billete aventurero
en la mano de la chica, pero ella de súbito despegó su espigado cuerpo del
suelo y “voló” con gracia y bajito para posarse en la acera a mi derecha, él se
quedó parado sobre el tope, tenía el rostro vuelto al otro lado sin verme
llegar, mi paso sería breve y no atiné a otra idea que accionar el claxon para
que atendiera la mísera ayuda. La bocina sonó, él encogió los hombros y
estrujando la cobija contra su pecho giró despacio la cara y arqueando las cejas me miró sin verme, creí que lo había asustado y apenada
extendí el billete hasta su mano, lo estreché contra su palma y me escuché
decirle: ¡Perdóname hermano!
Seguí
mi camino, no entendí lo que él me dijo, la expresión en sus ojos de infinito
desamparo caló mi corazón y me llenó de llanto; este hombre realmente esperaba
ser golpeado por mi auto; deseaba que lo atropellara, ansiaba morir, añoraba
descansar.
No
logro explicar con fidelidad lo que vi en ese hombre, sentí que me estremeció
la conciencia y la razón; esa expresión, la mirada de quien ya no espera más
alivio que la muerte, me hizo palpar la derrota escondida en su locura, la
desesperanza que torció la sonrisa en su rostro me dolió tanto, su dolor me
hirió... y hoy aún escucho mi voz
cobarde diciendo: ¡Perdóname hermano!
Creo no va a perdonarme, a perdonarte a perdonarnos… ¡Nunca!
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