Juana Ortiz Mondragón
Era un día como cualquiera, de esos en los que Pecas
se levantaba como de costumbre, se bañaba aprisa y peinaba sus rojos y
ensortijados cabellos. Tarde de nuevo para la escuela, su madre no comprendía
qué pasaba con Pecas en las mañanas, ¿por qué el tiempo no le alcanzaba, si
tenía más de una hora para tomar un baño, ponerse el uniforme, desayunar y
empacar un par de cuadernos?
-¡Mamaaa, no
quiero ir al colegio!, allí nadie me quiere
-decía Pecas mientras se retorcía en la cama.
-Debes ir, aunque te sea difícil, pronto estarás en
casa -le respondía su madre con
dulzura.
-Está bien, espero que el tiempo pase rápido.
Y se levantaba
arrastrando los pies hasta el cuarto de
baño. Era cosa de todos los días, tenían que perseguir el bus escolar por
cuadras, para que no dejara a Pecas, quien subía en él con el desayuno en las manos.
Innumerables problemas tenía en el colegio, parecía no
mostrar interés en lo que le enseñaban
sus maestros. Sus cuadernos estaban llenos de ilustraciones, intentaba tomar
notas, pero para esta dulce niña, estudiar era un tormento.
Cuando Pecas cumplió seis años, los abuelos paternos
que eran un poco conservadores, se encargaron de buscar y pagarle la educación.
Llegaron a la institución Margarita María por recomendación de varias personas,
ya que ese lugar era reconocido y brindaba buenas bases en literatura y
matemáticas. Fer y Matilda no estaban del todo de acuerdo, pero
no querían despreciar el gesto de los abuelos, a pesar de que ellos siempre
habían soñado una educación diferente para Pecas, incluyente, con énfasis en el
arte.
Pecas tenía siete años, ojos verdes, piel blanca, y un
montón de sueños para compartir. Aunque era pequeña, mostraba amor por el
teatro y los buenos libros, en cambio poco gusto y dificultades por los
números. El colegio no le agradaba: un espacio oscuro, triste, sin árboles y
repleto de niños gritones. Los salones eran pequeños, atiborrados con libros,
paredes decoradas con mapas descoloridos. En verano el calor se hacía
insoportable, la edificación era tan antigua que los sistemas de ventilación
funcionaban poco. El patio estaba rodeado por salones, así los docentes y
directivas siempre tenían control de sus alumnos.
Pecas no veía la hora de llegar a casa, allí sus padres la comprendían y la rodeaban
de amor. Esta era de dos plantas, con amplios jardines. Las habitaciones
estaban decoradas con exquisitez, blancas paredes reflejaban la luz del sol. La
guarida de la pequeña Pecas, era un lugar
multicolor, adornado con juguetes que ella había hecho con sus padres. Tenía un
rincón de lectura, ocupado por libros infantiles y novelas cortas… Princesas, castillos
encantados y bosques repletos de animales. Fuera de casa contaban con un amplio
lugar para acampar y montar en bicicleta, también tenía árboles, en los que
Pecas solía trepar. En los días de descanso, compartir en familia era la meta.
Empacaban un libro, algo rico para comer, un frisby, juegos de mesa y se
dirigían a un lugar en las afueras de la ciudad para pasar el día. También
disfrutaban las buenas películas, el teatro y conciertos una vez al mes. En las
tardes, se sentaban juntos a la mesa a compartir una cena deliciosa y
saludable: verduras, pastas con queso y cerezas en almíbar. Todo cocinado con
amor por Fer, el padre de Pecas que era un reconocido chef. Un hombre
musculoso, trigueño, de cabello rizado y ojos miel. Medía un metro ochenta y siete centímetros. Dulce como ninguno. En su tiempo libre, además de cocinar en casa, le
leía cuentos a la amada Pecas. Mientras
Pecas estudiaba con su madre, Fer trabajaba en un restaurante a las afueras de
la ciudad. Matilda, que así se llamaba la madre de Pecas, llevaba a la espalda
un hermoso cabello rizado y rojo, sus ojos verdes destacaban en la blanca piel,
unas cuantas pecas jugueteaban en su rostro. Tuvo dificultades en el colegio,
porque no se concentraba. Ella recuerda con dolor que sus maestros la
reprendían fuertemente: se tenía que
sentar mirando para un rincón durante horas, o quedarse de pie. En casa sus
padres no le creían, le decían mentirosa. Por eso, estudió pedagogía infantil,
para ayudar a los niños, empezando por su hija. Tenía un taller creativo, en el
que por medio del juego y las artes, los niños aprendían y desarrollaban otras
habilidades.
Y así pasaba las tardes Pecas leyendo y, en compañía
de su madre, se desatrasaba a regañadientes de lo visto en el colegio. Al otro
día, la misma historia: crespos enredados, cuadernos perdidos, una media blanca
y la otra… dos, tres cuadras tras el bus escolar, llamados de atención en la
escuela, cinco minutos del descanso en el salón, mientras los demás jugaban en
el patio. Ceros en los cuadernos, hojas arrancadas por sus maestros, notas para sus padres.
-¡Pecas! de nuevo estás atrasada, mira qué desorden, vas
a tener que quedarte en descanso -le
decía su maestra.
La maestra se llamaba doña Pepa, una señora robusta,
alta, de lentes gruesos. Se distinguía por su carácter fuerte.
-Deme una oportunidad,
por favor señorita, es que no sé cómo evitarlo -le pedía Pecas con lágrimas en los ojos.
Y la maestra
tomaba el cuaderno de ilustraciones de Pecas y hoja por hoja las arrancaba. Las
directivas del colegio no sabían qué hacer con chicos como Pecas, depositaban
toda la confianza en un maestro “regañón”, “castrador”, olvidando cuál era el
fin de las instituciones, dejando de lado la felicidad de los alumnos.
Pecas, la niña incomprendida, la desatenta, la mala
estudiante. Así se referían a ella sus maestros y algunos compañeros porque no
comprendían los maravillosos universos que se gestaban en esa cabecita. Al
finalizar el año escolar, a pesar de los esfuerzos de sus padres para que Pecas
saliera adelante, los maestros sugirieron que era mejor que repitiera el grado,
según ellos, Pecas aún estaba muy
inmadura para pasar a segundo, había
perdido matemáticas y ciencias. Ninguno de sus maestros se tomaba el tiempo
para hablar con ella, revisar sus cuadernos o indagar los motivos de su
desinterés. Desconocían las actividades de esta pequeña en las tardes: en su cuaderno de
ilustraciones escaseaban las hojas blancas y los libros de la biblioteca de casa deambulaban ahora por su cabeza.
Cansados de esta situación, de ser llamados al colegio
varias veces al mes, de la incomprensión de los maestros, sus padres decidieron que Pecas merecía otro
espacio para estudiar, que era muy pequeña para ser tan infeliz. Pensaban que
en otro lugar podría ser valorada y amada.
Y empezó el año siguiente, una nueva experiencia, en
un colegio lleno de praderas, árboles donde Pecas podía treparse, animales que
llenaban de vida los días de los
niños, profesores que valoraban a sus
alumnos. Pecas empezó a recibir clases
de teatro, de pintura y literatura, a exponer en el colegio sus libretas de
dibujo. Aunque continuó teniendo dificultades con los números, siempre había
quién la ayudara. Allí conoció el significado de la amistad, ya que por primera
vez tuvo amigos con los que compartía juegos, sueños y los postres del
almuerzo. Siempre estaba rodeada por bellas personas de las que aprendía día a
día. Por fin fue feliz. Poco a poco descubrió que su camino era el teatro y la
literatura.
Al finalizar el año, escribió su primer cuento,
llamado “El conejito al que no le gustaban las matemáticas” y participó en la obra
escolar: “Romeo y Julieta”. Ella la
Julieta pecosa jamás vista.
-Romeo ¿Dónde estás que no te veo?...
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