Bérnal Blanco
En el empedrado General Viejo,
nuestra finca era la última al final del camino. El mismo río que hoy bordea el
pueblo, en alguna época remota serpenteó el valle entero creando aquel peculiar
paisaje pedregoso. Al recorrer el pastizal o los cafetales, aparecen dispersas,
por aquí y por allá, piedras de todo tipo. Unas pequeñas, como bolas de fútbol;
otras grandes, tanto que por las noches de luna sirven a los chiquillos para
jugar escondido. Entre ellas guarda silencio, eternamente, el eco de enredos,
penas y alegrías de las familias del pueblo que cobijó nuestra infancia.
Eran días en los que la pérdida
de los dientes de leche nos dibujaba portoncillos
en la sonrisa. Vivíamos como espíritus libres sólo perturbados por las historias
de espantos que contaban los mayores y por el río que, enfurecido por las
lluvias, arrastraba animales, piedras y árboles con todo y raíz.
Un lunes, antes del amanecer, las
voces de papá y mamá nos despabilaron —como de costumbre— al momento de despedirse.
Una cilampa casi imperceptible al
oído invitaba a seguir acurrucado bajo las cobijas.
—¿Cómo
a qué hora llega el sábado? –preguntó ella, con un dejo de tristeza.
—Después del mediodía –respondió
él–. Tengo que hacer unos mandados —agregó, parcamente.
Dábamos inicio a otra semana en
la que los días alcanzaban para hacer de todo pero en los que nada de
trascendencia —para los mayores— ocurría. Sin embargo, antes de que papá
regresara el sábado siguiente un evento inesperado habría de cambiar nuestra
rutina.
§
Vivíamos en una casa diminuta
—que papá había construido— sembrada en el corazón mismo de la finca. Las
tablas usadas en sus cuatro paredes eran toscas y deformes. A falta de cielo
raso, el zinc del techo se proponía asarnos vivos bajo el ardiente sol del verano.
Montada sobre bases de guachipelín, aquella
morada sorteaba la furia del río, con nosotros adentro, desbordado en épocas de
temporal. Un solo aposento —en el que sin intimidad alguna compartíamos espacio
con las camas, el fogón, la mesa y otros chunches—
nos amparaba.
Frente a la casa se extendía el potrero,
cercado en pequeñas secciones con alambre de púas. Allí pastaba una docena de
vacas lecheras, las crías y un toro semental. El corral, próximo a la casa, era
utilizado para atender al ganado enfermo y ordeñar las vacas.
Salvo en contadas excepciones,
éramos despertados por mamá a las cuatro de la mañana con la misión de arriar
las vacas hacia el corral donde ella las ordeñaba. Durante el día debíamos
estar pendientes del ganado surtiéndole de miel diluida en abundante agua. En
medio de aquellos quehaceres teníamos muy claro que a una novilla en particular
debíamos prestar especial cuidado: «¡Chiquillos, metan a Mariposa al corral!»,
ordenaba mamá al anochecer. «¡No veo a Mariposa, vayan a ver ‘ónde está!», nos exigía
en cualquier momento. ¡Y ay de quien no hiciera caso!
Nosotros tuvimos buena
participación en la crianza de Mariposa.
Su pelaje sedoso al tacto nos cautivó de inmediato. Durante sus primeros meses
de vida le dimos a tomar leche en chupón y la mantuvimos dentro de un albergue
bien protegido detrás del corral. Más tarde debimos darle alimento seco. Luego,
poco a poco, la llevamos a pastar con el resto de las vacas para que se
acostumbrara a estar con ellas.
Papá fue el único miembro de la
familia para quien Mariposa pasó, al
principio, desapercibida, quizá porque para él aquella no era más que una ternera
común y corriente. Sin embargo, Mariposa cambiaba
conforme crecía: el marrón de su pelaje se intensificaba; sus ojos saltones tomaban
un brillo más intenso aún; sus orejas le daban un aire de inteligencia intrépida
y parecían estar siempre atentas a escuchar. Esto despertaba cierto interés en papá.
—Esa novilla parece de buena
raza —comentaba, mientras sorbía aguadulce
caliente y rascaba su barba, observando la bella estampa de Mariposa desde la ventana.
—Jovino dice qu’es una jersey —decía
ella sin prestar la menor atención.
—¿De veras?
En efecto, Mariposa resultó ser una jersey magnífica: fuerte, dócil y sana.
Fue parte del pago con el que una vecina, al quedar viuda, canceló a mamá una
vieja deuda. Nos entregó la cría poco antes de ser destetada ante la prisa por deshacerse de cuanta
cosa tenía e irse a vivir a la capital. Ella obvió contarnos que la becerra era
de buena estirpe.
Por aquel tiempo Mariposa contaría a lo sumo con año y
medio pero ya prometía convertirse en una gran productora de leche y en una
mamá abnegada.
—Apenas esté más grande l’echamos
el toro jersey de los Navarro. Ya me imagino las crías que v’a tener esa novilla
—decía papá como hablándole al viento, mientras cruzábamos el río seco, saltando
de piedra en piedra, camino a la milpa.
§
Los abuelos vivían cerca, pero
suficientemente lejos como para no poder visitarlos con frecuencia. Cuando
íbamos a verlos, empezábamos la caminata al amanecer y el sol nos veía llegar a
la vieja casona —donde mamá había crecido— a eso de media mañana. Habían tenido
muchos hijos pero para entonces la mayoría estaban casados haciendo vida aparte
y sólo los tres tíos menores aún vivían con ellos.
Nos querían mucho. El abuelo, viejo
flaco y de piel seca, era particularmente alcahuete y nos consentía al extremo.
Él mismo esculpió en madera dos hermosos cuchillos que amanecieron bajo
nuestras almohadas un veinticinco de diciembre. Con esos juguetes en mano nos
convertíamos en papá, en el mismo abuelo o en los peones: cortábamos árboles,
matábamos serpientes o peleábamos a machete limpio.
El abuelo era panadero de profesión.
Cuando íbamos de visita a su casa, nos escurríamos furtivamente a la panadería donde
hacíamos diabluras. Era tal el alboroto que armábamos que poco nos faltaba para
meternos dentro del horno de barro y tirarnos boca arriba, sobre los ladrillos,
a disfrutar de un tostel preparado
por el abuelo.
Algunas veces nos quedábamos a
dormir en casa de los abuelos. En esas ocasiones, por la madrugada, la abuela nos
preparaba café y nos permitía acompañar al viejo mientras horneaba los productos
que luego los tíos, a caballo, salían a repartir por las pulperías. Del viejo horno
de barro veíamos nacer, con el alba, pan de leche, bizcotelas, gatos, galletas dulces y pan francés.
Para afinar la masa, el abuelo había
comprado un dinamo cuya electricidad hacía girar una rueda, la que a su vez
movía el roche. El roche era una especie de manivela —similar
a la de las máquinas de moler maíz— que al ser accionada manualmente giraba los
bolillos que se encontraban por encima de la mesa de trabajo. Después de haber
instalado aquel sistema, el abuelo no requería pedir ayuda a los tíos para mover
el roche a mano sino que él podía
afinar la masa por sí mismo.
Tristemente, por aquella época el
abuelo tuvo que clausurar la panadería. La decisión la tomó debido a que sus ya
casi setenta años no le permitían trabajar como antes y los tíos, queriendo
dedicarse a cualquier otra profesión, se negaban a heredar el negocio. Fue
entonces cuando el dinamo, pieza valiosa y en excelente estado, sobró. Por
suerte para el abuelo un aprendiz de mecánico se interesó en comprar aquel
artefacto por el que acordaron un precio de setenta y cinco colones. A falta de
dinero con el que pagar, el comprador convenció al viejo de recibir una vaca
como prenda de pago.
Aun hoy, cuatro décadas después,
seguimos sin explicarnos cómo el abuelo, viejo zorro en el mundo de los
negocios, aceptó semejante trato.
El animal pronto recibió el
apodo de «la Vacona» debido en parte
a ser muy alta pero principalmente por fea. La
Vacona era de color barcino y su contextura flaca la hacía parecer
desnutrida. Su ubre le colgaba de tal manera que las tetas casi rozaban el
suelo; bajo el rabo mostraba una especie de protuberancia similar a una
horrible llaga cicatrizada. Ver a la
Vacona rumiando en el pastizal atraía un solo sentimiento que se clavaba en
el estómago del que la miraba: ¡asco!
Las cosas buenas que tenía, como
un bumerán, se devolvían en su contra. Era un animal de carácter fuerte y de
gran determinación; era ágil y tenía mucha flexibilidad. Todo esto la convertía
en una vaca de ímpetu… pero rompedora. Y entre los dueños de ganado es sabido
que nadie quiere una vaca que reviente el alambre de púas de las cercas. A la Vacona teníamos que ir a buscarla siempre
al pueblo o río abajo, donde se escapaba a rumiar sus penas tras romper las
cercas del potrero.
§
El lunes, tras despedir a papá,
transcurrió sin alteraciones y al amanecer del martes fuimos a visitar a los
abuelos. Nos encontramos con la noticia de que La Vacona estaba recién llegada y el abuelo se sentía muy
angustiado por no tener potrero suficiente donde alimentarla.
—¡Capaz que aquí se me muere la
vaca! –dijo el abuelo a mamá–. Déjesela unos días en la finca de ustedes.
—¡Dios libre! —respondió la voz
frágil de mamá, nerviosa de aceptar aquella proposición, más aún sin el
consentimiento de nuestro padre.
—Sólo unos diitas. Va’ver que yo
vendo esa vaca rápido –insistió el viejo–. Yo l’explico a su marido. ¡Hágame el
favor!
Las
súplicas del abuelo surtieron efecto. Así que los tres –cuatro, contando a la
vaca– recorrimos el camino de regreso a la finca, pasando por el pueblo, sin
percatarnos que a la vez que arriábamos aquella «cosa» también nacía todo tipo
de suspicacias entre los vecinos que nos veían pasar.
Tal como lo había anunciado,
papá regresó el sábado después del mediodía. Antes de saludarnos él solía pasar
por el potrero reconociendo el ganado. Siempre se detenía —sin que supiésemos
por qué— a revisar con sumo cuidado a Mariposa.
Le revisaba los dientes, las orejas, las pezuñas. Le acariciaba el lomo de
líneas largas y delicadamente rectas mientras la alegría se dibujaba en su
rostro. Sin embargo, al continuar y toparse con el adefesio de la Vacona mezclado con el resto del
ganado, se puso como los diablos.
—¿¡Qu’está haciendo esta vaca
aquí!? –gritó. Y hasta las matas del cafetal agacharon sus hojas.
A mamá le tocó, como era de
esperar, pagar los platos rotos.
Fue de esa manera como los
problemas entre ellos comenzaron. Discutían
día y noche. Toda conversación terminaba irremediablemente en el infeliz animal.
Papá se avergonzaba ante la protesta del peón por tener que cuidar de aquella bestia,
razón por la cual también reclamaba a mamá.
Los pleitos no solo subían de
tono en el seno matrimonial sino que se extendían. No faltó el fin de semana
que nosotros, los chiquillos, también sufriéramos las consecuencias.
—¡Levántesen, carajo! –ordenaba
papá a las cuatro de la mañana de un domingo.
Así éramos obligados a madrugar justo
cuando se suponía que podíamos dormir un ratito más. Debíamos soportarle su mal
genio durante toda la jornada. Parecía que se quitaba la cólera con nosotros. En
esos días coleccionamos muchos chilillazos
que todavía hoy nos duelen en la espalda.
Las semanas pasaron y en mamá era
evidente el abatimiento. En silencio trataba de soportar a papá y no encontraba
la forma de presionar al abuelo para que cumpliera, de una vez por todas, su
promesa de vender a la Vacona. Para
colmo de sus males —y de los nuestros— los pocos vecinos que compraban algo de
leche decidieron no hacerlo más.
—No Lupe, m’ijita, hoy no voy a
dejar leche.
—¡Pero ’ña Mencha no se
preocupe… me la paga después! –suplicaba mamá.
—¡Ay gracias, pero no! ¡Un día d’estos
le compro!
Nadie nos lo dijo nunca directo a
la cara. Fue por Jovino, el peón, que supimos que los vecinos no querían
comprar nuestra leche por temor a que estuviese mezclada con leche de la Vacona.
Nosotros, poco entendidos en
asuntos de mayores, percibíamos problemas.
—Tengo uno maduritico. ¡Apañe
Adolfo! –gritaba Jovino, mientras lanzaba un jocote desde la rama más alta del árbol.
Mientras el joven peón buscaba
los mejores frutos, nosotros cuchicheábamos.
—Juan, mamá ayer pasó llore que
llore todo el día.
—Es por culpa de la Vacona.
—¿Ajá?
—¡Sí! Pero ella dice que tiene
un plan.
—¿¡Un plan…!?
—¡Pelen el ojo! –nos sorprendía
Jovino desde lo alto, lanzándonos jocotes,
uno detrás de otro, para que los atrapáramos en el aire.
En efecto, con tal de salir del problema
mamá visitó al abuelo y le hizo el ofrecimiento que había venido rumiando días
atrás: le propuso cambiar a la Vacona
por Mariposa, taco a taco. Ni lerdo
ni perezoso el abuelo aceptó el negocio. Ni lerda ni perezosa mamá pidió a un
vecino sacrificar de inmediato al mísero animal.
En un santiamén la bestia fue
degollada, aprovechándose muy poco de ella y enterrándose la mayoría. Ni
siquiera para carne sirvió la inocente Vacona.
La tarde del sábado siguiente
escuchamos un rugido más fuerte que el estruendo del río en noches de temporal.
Era papá, encachimbado, que volvía a
casa y que recién se enteraba del negocio hecho por mamá. Pese a la cólera no
pudo reclamar nada a sabiendas de que ella tenía el derecho de hacer lo que
bien quisiera con Mariposa.
Sin embargo el asunto no se quedó
allí.
—¿Cuánto le costó la Vacona a mi
suegro? –preguntó él a mamá.
—¡Diay no sé! Me parece que
setenta y cinco pesos.
Y como alma que lleva el diablo papá
se puso en marcha a casa de los abuelos.
El viejo, conocedor de la buena raza
de Mariposa, no aceptó el ofrecimiento
que papá le hizo, así que ambos se enfrascaron en un largo regateo por la vaca.
Por último, el abuelo accedió cuando la oferta llegó a ciento veinticinco pesos.
A pesar del mal negocio para papá algo positivo resultó de todo aquello dado
que la paz y la calma finalmente encontraron reposo en el seno familiar.
§
Varias semanas después, un amanecer
lento de domingo, mamá palmeaba tortillas y un aroma intenso de café recién
chorreado nos hacía volver del letargo. De repente, como venido de ultratumba,
el eco de un mugido lúgubre se quedó retumbando en la casa. Parecía venir del
corral así que fuimos de prisa sabiendo que algo malo pasaba. El estruendo de un
golpe seco, como el de un tambor que cae a tierra desde lo alto, nos alarmó más
aún mientras corríamos. El día apenas empezaba a clarear.
—¡Hijuemialma! –dijo papá al
llegar al corral.
Él recurrió a cuanta pirueta veterinaria
conocía. Mamá le ayudaba. Nosotros, invadidos de terror, llorábamos. La movían
para un lado y para el otro pero ella no respondía. Sacudía sus patas en
espasmos fuertísimos como los de un pez cuando es sacado del agua. Y sus ojos, más
saltones que nunca, parecían a punto de estallar en sus cuencas. Su hermosa
banda de pelaje claro alrededor del hocico se cubrió de babas y en medio de un bramido
melancólico sus luminosas manchas blancas se apagaron para siempre ante
nuestros ojos.
—¡Todo esto es por culpa de la
condenada Vacona! –decía papá, dejando al descubierto un timbre de voz quebrada
que no le habíamos escuchado nunca.
—¡Qué culpa tuvo la Vacona de
que Mariposa se hartara el estañón de miel entero! –replicaba mamá, con ojos lluviosos
clavados en la panza, indigesta e inflada como un globo, de la novilla.
Jovino llegó más tarde justo a
tiempo para ayudar a papá quién, tras la resignación que solo la muerte
produce, buscaba afanoso un lugar donde cavar el hueco.
Entonces mamá nos llevó a la
casa para evitarnos la pena del entierro. Desde allí escuchamos el rencor de las
piedras heridas por las macanas, cediendo espacio poco a poco para finalmente dar
cabida a Mariposa bajo el pastizal.
Mariposa:
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