miércoles, 17 de diciembre de 2025

Virgen de La Concordia

Ninfa Patiño Sánchez


El gallo suizo le decían porque a las seis, en punto, su canto se fundía con las campanadas de la capilla donde el padre Benito anunciaba el Ángelus.

Los hombres de La Concordia habían emigrado hacia los Estados Unidos; los pocos que quedaban debían levantarse para empezar la jornada, especialmente en mayo, mes del florecimiento del maracuyá. Teófilo Reyes de la Rosa, que ocupaba el puesto de alcalde como, sin elecciones, lo habían ocupado sus antepasados por innumerables generaciones, ocultaba tras su sombrero de ala ancha un adusto rostro, al que todo el pueblo temía.

La economía de las familias dependía de la siembra de la fruta y de las remesas del exterior. Decían que la tierra de La Concordia tenía un olor a sagrado y era considerada bendita porque allí se había aparecido La Virgen.  La devoción era tal que, en mayo de todos los años los emigrantes venían especialmente a agradecer y dejar sus ofrendas.

La calma de La Concordia se rompió con el regreso de Venecia Reyes. No volvió sola; traía de Brooklyn a su segundo marido, Barrabás. Era un hondureño de Olancho, «el oeste centroamericano», una tierra donde decían que la vida valía menos que la munición.

Venecia no tuvo niñez. Mientras otras niñas jugaban, ella aprendía a sobrevivir en un imperio de varones. Creció bajo la sombra de su padre y sus dos hermanos, quienes reclamaban su cuerpo con la misma rutina con la que labraban la tierra y la misma violencia que antes gastaban en los lupanares.

No conoció a su madre; murió pariéndola. Siendo muy niña, debió hacerse cargo de todas las labores de la casa. Por la mañana debía preparar el desayuno. Por la tarde les esperaba con la cena lista, ropa limpia y planchada.  Si algo fallaba, su padre la reprendía a correazos.

—Venecia, tráeme rápido la navaja de afeitar —gritaba el alcalde todas las mañanas, sentado sobre el inodoro.

—Ya voy, papá —respondía ella, bajando la vista e intentado controlar el temblor de sus manos.

 Después de la primera menstruación, el cuerpo de Venecia empezó a cambiar abruptamente.  El desarrollo de sus formas atrajo miradas que antes la ignoraban; su cabello castaño, espeso, enmarcó un rostro que perdía la niñez con una rapidez peligrosa; sus abultadas y rizadas pestañas se abanicaban cuando se ruborizaba y ponía nerviosa. 

Venecia no fue a la escuela; aprendió a leer y escribir por su cuenta.  Mientras su padre y hermanos iban a labrar la tierra, ella se escapaba e iba a la única escuela del pueblo y desde una rendija miraba lo que la maestra enseñaba. Aprendió a sumar, restar, multiplicar y dividir igual que una calculadora. 

Un día, el alcalde olvidó su reloj y regresó a casa; al no hallar a su hija, salió como endemoniado, la buscó hasta por debajo de las piedras.  Cuando la encontró, la golpeó en la cabeza, como si intentara vaciarle a golpes todo lo que había aprendido. Luego, la arrastró y la encadenó junto a su cama.

—¡De aquí no te mueves! —ordenó el furibundo padre con los ojos ardiendo en llamas.

Venecia escupió sangre, bajó la cabeza; con ojos llorosos, masculló: «¡Virgen de La Concordia, no me abandones ni de noche ni de día»! Aspiro profundo, y entre dientes masticó la promesa: el bastón de mando y la tierra de La Concordia serían suyos, ¡ya lo verían!

No pasó mucho tiempo antes de que la premonición de Venecia empezara a cumplirse. A su padre le mordió una culebra y tuvieron que amputarle la pierna derecha; desde ese día caminaba con un bastón y sus fuerzas ya no eran las mismas; daba órdenes desde una mecedora.  Venecia no perdió tiempo, se ingenió un plan de escape para continuar con su aprendizaje clandestino. Además de matemáticas, le fascinaba la literatura; se aprendió de memoria unos versos del poeta ecuatoriano ya fallecido Medardo Ángel Silva: “Cuando de nuestro amor la llama apasionada. Dentro tu pecho amante contemplas extinguida…".

Cuando Venecia cumplió dieciocho años, se fue con unas primas a Brooklyn e inició una nueva vida; debía acostumbrarse al nuevo entorno: una selva de ruidos que laceraban sus oídos, el olor a plomo que perforaba sus pulmones. Estaba obligada a dejar atrás, no solo una historia de crueldades, sino también el croar de las ranas, el viento alborotando su cabellera, el aroma dulzón de las acacias.

Aprendió el idioma en las calles, escuchando más que hablando, y consiguió dos trabajos. Por la mañana, sus manos se movían entre el brillo metálico de los dijes que armaba en una fábrica de joyas; por la tarde, entre el vapor de la cafetería de una gasolinera. Fue ahí que conoció a Jairo, un cliente habitual, cubano, con quien creyó poder olvidar sus angustias pasadas. Tuvieron dos hijas, Dayana y Michelle. Pero apenas nació la segunda, el cubano las abandonó. El segundo intento fue con Barrabás, el hondureño. Un tipo malencarado del que las conocidas de Venecia (porque amigas nunca tuvo) se preguntaban qué pudo ver ella en él. Con este tuvo a Deysi, su tercera hija.

Con sus hijas aprendió a descifrar la ternura y las caricias maternas que nunca recibió, pero también desarrolló una sobreprotección enfermiza. Dormía con un ojo abierto, se levantaba todas las noches a la una de la madrugada para asegurarse de que Barrabás estuviera lejos de las niñas. Una vez lo sorprendió mirando a Michelle con ojos lascivos. Enfurecida, lo golpeó hasta dejarle el rostro amoratado; el hondureño aprendió la lección, pero ella dejó de confiar en él. 

El mundo de Venecia parecía estar marcado por la violencia. Se vio obligada a defenderse como sea. Tomó clases de artes marciales y aprendió por su cuenta a manejar un rifle.  Un lunes le tocó hacer horas extras en la gasolinera; salió a las diez de la noche. Cuando estaba en la estación esperando el metro, un tipo se le acercó con una navaja.

 —¡Dame la billetera! —le dijo un mozalbete con acento mejicano.

 —¡Toma la billetera! —le contestó, haciéndole una llave que lo volteó, clavándose él mismo la navaja en su estómago.

Una mañana de enero, en pleno invierno, estaba trabajando en la fábrica cuando la llamaron de la recepción:

 —¡Venecia Reyes, tiene una llamada internacional! —gritaba la recepcionista por el altavoz.

 —¡Aló! ¿Quién habla? —preguntó un tanto agitada.

—Soy Geraldina, la hermana de tu padre —salió una voz entrecortada al otro lado del auricular—. Mataron a tu papá.

—¡Oh! ¿Cómo fue y quién lo hizo? —preguntó simulando asombro.

—Parece que unos sicarios —contestó sollozando la tía.

 «Por fin, alguien me ahorró ese trabajo» —susurró aliviada en su interior.

Después de escuchar la noticia, su rostro se iluminó; sentía que su cuerpo flotaba. No podía controlar sus músculos, sus células, su piel; toda ella empezó a inundarse de una especie de dulce sopor. Su corazón latía de manera inusitada. Su respiración tenía un agradable sabor a manumisión. Fue al parque, se acercó al primer árbol, lo abrazó y luego se fue a casa tranquila.  

—¡Mis princesas! —dijo abrazándolas—. ¡Preparen sus maletas con lo estrictamente necesario porque la Virgen de La Concordia nos ha mandado a llamar!

En ese momento llegó Barrabás.

 —¿A dónde vamos? —preguntó con ironía.

 —Debo ajustar cuentas en mi país y me voy con las niñas —le dijo, sin darle tiempo a que reaccione.

Venecia y sus hijas llegaron a La Concordia. El pueblo se mantenía casi igual. La tienda de la esquina, con maracuyás colgados en el tejado; las calles empedradas, el olor a plátano maduro, limón y mandarina.  La imagen de la Virgen que estaba antes en el centro de la plaza a la intemperie, ahora lucía encarcelada en una cabina de vidrio adornada con flores de plástico. Sus pies desnudos estaban cubiertos con billetes de diez, cinco y un dólar; de las rejillas pendían fotografías descoloridas con notas de agradecimiento.

La cantina, que antes tenía una vieja rocola, había sido reemplazada por unos parlantes desde donde salían estruendosos ritmos tropicales.

Venecia se encargó de poner en orden la casona que encontró en escombros. La buganvilla color cereza había crecido tanto que cubría la cornisa. En las telarañas de las esquinas se balanceaban unos escuálidos arácnidos, dotándola de un carácter siniestro de mansión abandonada. 

El alcalde, antes de que lo mataran, había dejado un testamento al escribano, que decía:

«Queridos hijos, siento que la muerte me acecha; como último deseo les pido que entierren mis cenizas bajo una mata de maracuyá; allí quiero estar vigilando que la tierra siga produciendo. Dejo mis propiedades en manos de Venecia; ella sabrá distribuir de manera justa; y podrá gobernar La Concordia con la bendición de La Virgen. Firma: Teófilo Reyes de la Rosa, el alcalde».

 Cuando el escribano terminó de leer el testamento, los ojos de los hermanos Reyes parecían reflectores incandescentes clavados en el rostro de Venecia. Ella sintió que se le helaban las manos. Recordó los correazos, las cadenas, la promesa murmurada cuando estuvo encadenada y sobre todo las veces que sus hermanos abusaron de ella.

—Así se hará —dijo al fin, con un agudo suspiro que nadie supo si era de alivio, de rabia o de ambas cosas.

Venecia, la alcaldesa, iba a cumplir cuarenta y ocho años, logró graduarse del colegio y había tomado cursos de Contabilidad a distancia. Su belleza adquirió un brillo especial, sus pestañas igual de ensortijadas ya no se movían cuando se ponía nerviosa, sino cuando se enfadaba, y su cabello empezaba a platearse con cierta elegancia de matrona de hacienda.

La Concordia dejó de ser el pueblo abandonado; la alcaldesa se concentró en su renovación; ahora las viviendas lucían como cajas de regalos, decoradas con luces intermitentes en forma de maracuyás. La plaza —con la imagen de la Virgen en el centro— parecía un parque de diversiones, con carritos repartiendo algodón de azúcar y manzanas enconfitadas.

Eran las dos de la mañana del primero de mayo, el silencio invadía a La Concordia, de pronto se escuchó una balacera. Era Barrabás, venía acompañado de los hermanos de Venecia, completamente borrachos.

—¡Venecia! ¡He venido a matarte a ti y a tus hijas! —gritaba mientras se tambaleaba y echaba disparos al aire.

La alcaldesa, al escuchar la balacera, tomó a sus tres hijas y las ocultó en un túnel construido debajo del piso del baño, como previendo que tarde o temprano lo iba a necesitar.

—¡Aquí me tienen! —gritó desde la ventana— ¡no les tengo miedo, cobardes, atrévanse a tocarme un pelo y no habrá quien se haga cargo de sus huesos!  

—Salió, derribando la puerta como un huracán, vestida con traje camuflado y cargando un rifle que retumbó con tres estampidos ensordecedores.

Nunca más se supo de Barrabás y de sus hermanos. Volvió la paz a La Concordia y el florecimiento del maracuyá.

14 comentarios:

  1. Enganchante. Me dio gusto leerlo. Gracias por compartirlo

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  2. Espectacular, conjuga con maestría el arte de la escritura y una historia vibrante que atrapa al lector desde el inicio, logrando una síntesis lograda entre sensibilidad estética y profundidad narrativa.

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  3. Una maravilla. Motiva e inspira a seguir en cada párrafo. Felicitaciones a la maestra Nin

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  4. Hermoso! Inspira a continuar leyendo

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  5. Interesante. Lo leo desde Honduras

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  6. Escritura fluida, hermosa y con aroma.

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  7. Precioso cuento!!! Me tranporta a los escenarios! Gracias por compartirlo. Lo Leo desde Suecia. ❤️

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  8. Muy interesante, una historia, muy comun en nuestra latinoamericana.

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  9. Precioso cuento. Observo un ambiente y simbología importante. Una protagonista compleja y bien construída. El cuento abarca temas muy presentes, especialmente la violencia patriarcal, la migración y el desarraigo. Me gustó. Beso gigante Nin desde Mar del Plata Argentina

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  10. Preciosa historia nos hace refrescar el fuerte machismo, el miedo y la desesperación de muchas mujeres por librarse del maltrato, pero también nos demuestra la valentía de las mujeres de luchar contra todo y todos los obstáculos que se presentan en el camino, gracias por incentivarnos a seguir siendo guerreras en este mundo que aún trata de anularnos. Felicitaciones y sigue adelante con tus cuentos atrapadores y me han gustado los anteriores que tienen sus toques de fantasía. Desde España 🇪🇸 un abrazote querida Nin . 🙅🏻‍♀️😘

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  11. Hermoso cuento, me atrapó desde el principio..

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  12. Da mucho gusto ver la evolución de la autora. Se nota su avance en cuanto a precisión y rigurosidad de estilo. Nos va a dar muchas más lecturas para disfrutar.

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  13. Muy weno... Completamente visual... Me parece estar viendo una película y la fotografía me parece espectacular...

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  14. Me gustó leer algo nuevo este sábado!

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