Ninfa Patiño Sánchez
El gallo suizo le decían
porque a las seis, en punto, su canto se fundía con las campanadas de la
capilla donde el padre Benito anunciaba el Ángelus.
Los hombres de La Concordia habían
emigrado hacia los Estados Unidos; los pocos que quedaban debían levantarse
para empezar la jornada, especialmente en mayo, mes del florecimiento del
maracuyá. Teófilo Reyes de la Rosa, que ocupaba el puesto de alcalde como,
sin elecciones, lo habían ocupado sus antepasados por innumerables generaciones,
ocultaba tras su sombrero de ala ancha un adusto rostro, al que todo el pueblo
temía.
La economía de las familias
dependía de la siembra de la fruta y de las remesas del exterior. Decían que la
tierra de La Concordia tenía un olor a sagrado y era considerada bendita porque
allí se había aparecido La Virgen. La devoción era tal que, en mayo de
todos los años los emigrantes venían especialmente a agradecer y dejar sus
ofrendas.
La calma de La Concordia se rompió
con el regreso de Venecia Reyes. No volvió sola; traía de Brooklyn a su segundo
marido, Barrabás. Era un hondureño de Olancho, «el oeste centroamericano», una
tierra donde decían que la vida valía menos que la munición.
Venecia no tuvo niñez. Mientras
otras niñas jugaban, ella aprendía a sobrevivir en un imperio de varones. Creció
bajo la sombra de su padre y sus dos hermanos, quienes reclamaban su cuerpo con
la misma rutina con la que labraban la tierra y la misma violencia que antes
gastaban en los lupanares.
No conoció a su madre; murió
pariéndola. Siendo muy niña, debió hacerse cargo de todas las labores de la
casa. Por la mañana debía preparar el desayuno. Por la tarde les esperaba con
la cena lista, ropa limpia y planchada. Si algo fallaba, su padre la
reprendía a correazos.
—Venecia, tráeme rápido la
navaja de afeitar —gritaba el alcalde todas las mañanas, sentado sobre el
inodoro.
—Ya voy, papá —respondía ella,
bajando la vista e intentado controlar el temblor de sus manos.
Después de la primera
menstruación, el cuerpo de Venecia empezó a cambiar abruptamente. El
desarrollo de sus formas atrajo miradas que antes la ignoraban; su cabello
castaño, espeso, enmarcó un rostro que perdía la niñez con una rapidez peligrosa;
sus abultadas y rizadas pestañas se abanicaban cuando se ruborizaba y ponía
nerviosa.
Venecia no fue a la escuela;
aprendió a leer y escribir por su cuenta.
Mientras su padre y hermanos iban a labrar la tierra, ella se escapaba e
iba a la única escuela del pueblo y desde una rendija miraba lo que la maestra
enseñaba. Aprendió a sumar, restar, multiplicar y dividir igual que una
calculadora.
Un día, el alcalde olvidó su reloj
y regresó a casa; al no hallar a su hija, salió como endemoniado, la buscó
hasta por debajo de las piedras. Cuando
la encontró, la golpeó en la cabeza, como si intentara vaciarle a golpes todo
lo que había aprendido. Luego, la arrastró y la encadenó junto a su cama.
—¡De aquí no te mueves! —ordenó el furibundo padre con los ojos ardiendo en llamas.
Cuando Venecia cumplió dieciocho
años, se fue con unas primas a Brooklyn e inició una nueva vida; debía
acostumbrarse al nuevo entorno: una selva de ruidos que laceraban sus oídos, el
olor a plomo que perforaba sus pulmones. Estaba obligada a dejar atrás, no solo
una historia de crueldades, sino también el croar de las ranas, el viento
alborotando su cabellera, el aroma dulzón de las acacias.
Aprendió el idioma en las calles,
escuchando más que hablando, y consiguió dos trabajos. Por la mañana, sus
manos se movían entre el brillo metálico de los dijes que armaba en una fábrica
de joyas; por la tarde, entre el vapor de la cafetería de una gasolinera. Fue
ahí que conoció a Jairo, un cliente habitual, cubano, con quien creyó poder olvidar
sus angustias pasadas. Tuvieron dos hijas, Dayana y Michelle. Pero apenas nació
la segunda, el cubano las abandonó. El segundo intento fue con Barrabás, el
hondureño. Un tipo malencarado del que las conocidas de Venecia (porque amigas
nunca tuvo) se preguntaban qué pudo ver ella en él. Con este tuvo a Deysi, su
tercera hija.
Con sus hijas aprendió a descifrar
la ternura y las caricias maternas que nunca recibió, pero también desarrolló
una sobreprotección enfermiza. Dormía con un ojo abierto, se levantaba todas
las noches a la una de la madrugada para asegurarse de que Barrabás estuviera
lejos de las niñas. Una vez lo sorprendió mirando a Michelle con ojos lascivos.
Enfurecida, lo golpeó hasta dejarle el rostro amoratado; el hondureño aprendió
la lección, pero ella dejó de confiar en él.
El mundo de Venecia parecía estar
marcado por la violencia. Se vio obligada a defenderse como sea. Tomó clases de
artes marciales y aprendió por su cuenta a manejar un rifle. Un lunes le
tocó hacer horas extras en la gasolinera; salió a las diez de la noche. Cuando
estaba en la estación esperando el metro, un tipo se le acercó con una navaja.
—¡Dame la billetera! —le dijo
un mozalbete con acento mejicano.
—¡Toma la billetera! —le
contestó, haciéndole una llave que lo volteó, clavándose él mismo la navaja en
su estómago.
Una mañana de enero, en pleno
invierno, estaba trabajando en la fábrica cuando la llamaron de la recepción:
—¡Venecia Reyes, tiene una
llamada internacional! —gritaba la recepcionista por el altavoz.
—¡Aló! ¿Quién habla?
—preguntó un tanto agitada.
—Soy Geraldina, la hermana de tu
padre —salió una voz entrecortada al otro lado del auricular—. Mataron a tu
papá.
—¡Oh! ¿Cómo fue y quién lo
hizo? —preguntó simulando asombro.
—Parece que unos sicarios —contestó
sollozando la tía.
«Por fin, alguien me ahorró
ese trabajo» —susurró aliviada en su interior.
Después de escuchar la noticia, su
rostro se iluminó; sentía que su cuerpo flotaba. No podía controlar sus
músculos, sus células, su piel; toda ella empezó a inundarse de una especie de
dulce sopor. Su corazón latía de manera inusitada. Su respiración tenía un
agradable sabor a manumisión. Fue al parque, se acercó al primer árbol, lo
abrazó y luego se fue a casa tranquila.
—¡Mis princesas! —dijo
abrazándolas—. ¡Preparen sus maletas con lo estrictamente necesario porque la
Virgen de La Concordia nos ha mandado a llamar!
En ese momento llegó Barrabás.
—¿A dónde vamos? —preguntó
con ironía.
—Debo ajustar cuentas en mi
país y me voy con las niñas —le dijo, sin darle tiempo a que reaccione.
Venecia y sus hijas llegaron a La
Concordia. El pueblo se mantenía casi igual. La tienda de la esquina, con
maracuyás colgados en el tejado; las calles empedradas, el olor a plátano
maduro, limón y mandarina. La imagen de la Virgen que estaba antes en el
centro de la plaza a la intemperie, ahora lucía encarcelada en una cabina de
vidrio adornada con flores de plástico. Sus pies desnudos estaban cubiertos con
billetes de diez, cinco y un dólar; de las rejillas pendían fotografías
descoloridas con notas de agradecimiento.
La cantina, que antes tenía una
vieja rocola, había sido reemplazada por unos parlantes desde donde salían
estruendosos ritmos tropicales.
Venecia se encargó de poner en
orden la casona que encontró en escombros. La buganvilla color cereza había
crecido tanto que cubría la cornisa. En las telarañas de las esquinas se
balanceaban unos escuálidos arácnidos, dotándola de un carácter siniestro de
mansión abandonada.
El alcalde, antes de que lo mataran,
había dejado un testamento al escribano, que decía:
«Queridos hijos, siento que la
muerte me acecha; como último deseo les pido que entierren mis cenizas bajo una
mata de maracuyá; allí quiero estar vigilando que la tierra siga produciendo.
Dejo mis propiedades en manos de Venecia; ella sabrá distribuir de manera justa;
y podrá gobernar La Concordia con la bendición de La Virgen. Firma: Teófilo
Reyes de la Rosa, el alcalde».
Cuando el escribano terminó
de leer el testamento, los ojos de los hermanos Reyes parecían reflectores
incandescentes clavados en el rostro de Venecia. Ella sintió que se le helaban
las manos. Recordó los correazos, las cadenas, la promesa murmurada cuando
estuvo encadenada y sobre todo las veces que sus hermanos abusaron de ella.
—Así se hará —dijo al fin, con un
agudo suspiro que nadie supo si era de alivio, de rabia o de ambas cosas.
Venecia, la alcaldesa, iba a
cumplir cuarenta y ocho años, logró graduarse del colegio y había tomado cursos
de Contabilidad a distancia. Su belleza adquirió un brillo especial, sus
pestañas igual de ensortijadas ya no se movían cuando se ponía nerviosa, sino
cuando se enfadaba, y su cabello empezaba a platearse con cierta elegancia de
matrona de hacienda.
La Concordia dejó de ser el pueblo
abandonado; la alcaldesa se concentró en su renovación; ahora las viviendas
lucían como cajas de regalos, decoradas con luces intermitentes en forma de
maracuyás. La plaza —con la imagen de la Virgen en el centro— parecía un parque
de diversiones, con carritos repartiendo algodón de azúcar y manzanas
enconfitadas.
Eran las dos de la mañana del
primero de mayo, el silencio invadía a La Concordia, de pronto se escuchó una
balacera. Era Barrabás, venía acompañado de los hermanos de Venecia,
completamente borrachos.
—¡Venecia! ¡He venido a matarte a
ti y a tus hijas! —gritaba mientras se tambaleaba y echaba disparos al aire.
La alcaldesa, al escuchar la
balacera, tomó a sus tres hijas y las ocultó en un túnel construido debajo del
piso del baño, como previendo que tarde o temprano lo iba a necesitar.
—¡Aquí me tienen! —gritó desde la
ventana— ¡no les tengo miedo, cobardes, atrévanse a tocarme un pelo y no habrá
quien se haga cargo de sus huesos!
Enganchante. Me dio gusto leerlo. Gracias por compartirlo
ResponderEliminarEspectacular, conjuga con maestría el arte de la escritura y una historia vibrante que atrapa al lector desde el inicio, logrando una síntesis lograda entre sensibilidad estética y profundidad narrativa.
ResponderEliminarUna maravilla. Motiva e inspira a seguir en cada párrafo. Felicitaciones a la maestra Nin
ResponderEliminarHermoso! Inspira a continuar leyendo
ResponderEliminarInteresante. Lo leo desde Honduras
ResponderEliminarEscritura fluida, hermosa y con aroma.
ResponderEliminarPrecioso cuento!!! Me tranporta a los escenarios! Gracias por compartirlo. Lo Leo desde Suecia. ❤️
ResponderEliminarMuy interesante, una historia, muy comun en nuestra latinoamericana.
ResponderEliminarPrecioso cuento. Observo un ambiente y simbología importante. Una protagonista compleja y bien construída. El cuento abarca temas muy presentes, especialmente la violencia patriarcal, la migración y el desarraigo. Me gustó. Beso gigante Nin desde Mar del Plata Argentina
ResponderEliminarPreciosa historia nos hace refrescar el fuerte machismo, el miedo y la desesperación de muchas mujeres por librarse del maltrato, pero también nos demuestra la valentía de las mujeres de luchar contra todo y todos los obstáculos que se presentan en el camino, gracias por incentivarnos a seguir siendo guerreras en este mundo que aún trata de anularnos. Felicitaciones y sigue adelante con tus cuentos atrapadores y me han gustado los anteriores que tienen sus toques de fantasía. Desde España 🇪🇸 un abrazote querida Nin . 🙅🏻♀️😘
ResponderEliminarHermoso cuento, me atrapó desde el principio..
ResponderEliminarDa mucho gusto ver la evolución de la autora. Se nota su avance en cuanto a precisión y rigurosidad de estilo. Nos va a dar muchas más lecturas para disfrutar.
ResponderEliminarMuy weno... Completamente visual... Me parece estar viendo una película y la fotografía me parece espectacular...
ResponderEliminarMe gustó leer algo nuevo este sábado!
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