viernes, 26 de septiembre de 2025

El buzo

Patricio Durán


Julián Bermúdez se había levantado antes del amanecer, como siempre. La costumbre de los años docentes no lo había abandonado, aunque hacía tiempo que ya no enseñaba a nadie.

A veces se despertaba pensando que debía preparar una clase, corregir un examen, asistir a una reunión inútil. Pero la agenda estaba vacía. La jubilación le ofrecía libertad, sí, pero también silencio. Y en el silencio, los pensamientos gritaban.

Encendió la luz y se miró en el espejo. Era un ritual que había evitado los últimos meses. Había aprendido a lavarse los dientes sin levantar demasiado la cabeza, a afeitarse sin cruzar mirada con los ojos que lo contemplaban desde el otro lado del vidrio. Pero esa mañana —su cumpleaños número sesenta y cinco— sintió la necesidad de enfrentarse a lo evidente. 

Julián supo que había llegado el principio del fin. No porque el cuerpo le doliera —aunque empezaba a dolerle—, ni porque la próstata le recordara que el deseo ya no era un río torrentoso, sino un riachuelo tímido. Ya no estaba ese hombre irresistible que hacía girar cabezas en la universidad, el que amó sin culpa a muchas mujeres y se dejó amar con un ego ardiente. Ahora había piel flácida y manchada, venas marcadas, cabello ralo color plata. Y en los ojos, una tristeza que ni siquiera sabía poner en palabras. El cabello, delgado y ralo, apenas cubría el cráneo que empezaba a transparentarse. «Ya se te ve el bleris» —el caucho de los balones de antes—, le había dicho a manera de broma Manuel Estrada, un amigo y compañero de la universidad, lo que acentuó su pesimismo. Las arrugas no eran líneas: eran mapas de todos los años vividos. Y los ojos, esos ojos azules —similares a los de Paul Newman— que tantas veces hicieron suspirar a mujeres que apenas conocía, estaban apagados. No tristes. Apagados.

El deseo lo había abandonado primero. Después, el vigor. Ahora, el cuerpo. Y lo que más le molestaba no era envejecer. Era convertirse en alguien que ya no reconocía. «No quiero vivir la humillación de depender de otros —murmuró—. No nací para que me limpien otros, para que me compadezcan», se decía en voz alta al recordar los últimos días de su padre cuando Julián debió atenderlo solo porque sus hermanos brillaron por su ausencia.

La idea había empezado como un susurro meses atrás. Una lectura del libro «Meditaciones» de Marco Aurelio —emperador romano y filósofo estoico—. Con eso en mente pasó días pensando, sentado en su sillón o paseando por el parque, sobre la vida, la virtud y la aceptación del destino; la importancia de vivir de acuerdo con la razón y la naturaleza, aceptando lo que no se puede cambiar y actuando con sabiduría y serenidad. El tema sobre el suicidio estoico le llamó la atención. Poco a poco se convirtió en un pensamiento recurrente. Después en una posibilidad. Y ahora, el día de su cumpleaños, era una decisión. No era depresión, se repetía. No era tristeza. No buscó despedidas ni cartas. Solo orden: filtro nuevo, cuchillo afilado, dos lastres extra. Probó el regulador tres veces, hasta oír el mismo silbido parejo. En el cuaderno escribió la hora y dibujó una flecha hacia abajo. Los griegos lo entendieron bien: el sabio elige su salida cuando la vida ya no ofrece virtud. Morir con dignidad, con conciencia, era mejor que alargar la decadencia, aunque el suicidio es moralmente inaceptable para la Iglesia Católica —en la cual Julián fue bautizado de niño, si bien nunca fue practicante— que lo considera contrario a la dignidad humana y al respeto debido a dios.

Le aterraba imaginarse postrado, aferrado a tubos, oliendo a desinfectante y compasión. No quería terminar como un estorbo, una sombra en la vida de sus hijos. Prefería elegir su salida, como lo hacían los estoicos de la Grecia clásica que sabían que hay dignidad en despedirse antes de ser vencido. Y entonces pensó en el mar.

Las Islas Galápagos no solo eran un lugar en el mapa. Para Julián eran un símbolo: libertad, naturaleza salvaje, belleza sin artificios. Allí había buceado por primera vez, cuando todavía tenía abdominales marcados, bíceps, y las compañeras de buceo se reían de sus bromas de mal gusto. Allí quería morir. En un descenso profundo, solo, rodeado de la fauna marina que muchas veces lo acompañó en sus inmersiones, y que también le hizo pasar más de un susto, cuando fue sorprendido por la presencia de tiburones martillo, lobos marinos y manta rayas. Que su último suspiro fuera salado, azul, sereno. Que su cuerpo se convierta en refugio allá abajo, en el fondo, donde no llega la luz. Alimentaría a los peces, cangrejos, gusanos de mar. Se mimetizaría con el ecosistema. De su muerte nacería abundancia, de su silencio brotaría vida. Se convertiría en un legado.

Julián era un buzo experimentado y solitario —aunque las reglas de buceo aconsejan no bucear solo—. Viajó a las Islas Galápagos con un propósito silencioso: morir en una inmersión final, fundiéndose con el mar que amó toda su vida. Descendería hasta que lo atrape una de las fuertes corrientes marinas que surcan el mar de las Galápagos y se dejaría arrastrar hasta desaparecer en las profundidades. No era una decisión impulsiva. Era un proyecto. Su retiro no sería una decadencia: sería una despedida consciente. Un viaje hacia la disolución con los ojos abiertos.

Julián fue profesor de Teoría del Conocimiento de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central y le fascinaban los problemas filosóficos. Concordaba con aquello que los estoicos creían: «que la virtud es el único bien verdadero y que la felicidad se alcanza a través del dominio de uno mismo y la aceptación de lo que no se puede controlar». No podía controlar su envejecimiento, pero sí la forma cómo terminarían sus días.

Para los filósofos estoicos la muerte no era un mal, y uno podía dársela a sí mismo en caso extremo. Sin embargo, era la forma de liberación más demostrativa, pues más allá de la vida no había otra cosa a la que se pudiere renunciar. Zenón, Cleanthes, Antípater y otros filósofos estoicos probaron su temple moral suicidándose. Julián pensó que como el suicidio fue dignificado por aquellos, y algunos apoyaron sus ideas dándose muerte, él también podría hacerlo ya que el estoicismo había calado fuerte en su pensamiento, lo que se contraponía con sus convicciones católicas. «Soy estoico», solía decir Julián cuando tenía ganas de protestar por un día lluvioso o por estar atrapado en el tráfico o cuando algún conductor irritado le lanzaba algún insulto y quería reaccionar abruptamente. Su hija Ana Lucía, que practicaba el cristianismo, le decía: «No, papá, no eres estoico, eres un hijo de dios y debes aceptar con resignación las cosas malas de la vida». Julián debía conformarse con lo que «el hado le había dado», según la filosofía estoica. 

Julián pensaba que la muerte más dulce sería la de acostarse a dormir y que lo sorprendiera soñando mientras descendía a los abismos de las Islas Galápagos, sintiendo que su cuerpo soltaba un lastre, una carga invisible. Como si cada metro bajo el agua lo despojara de una capa innecesaria: la ansiedad, la vanidad, la soberbia, la ira… Pero las islas, como seres vivos, tenían otros planes. Lo que comenzó como una despedida, se convirtió en un redescubrimiento del océano, de la vida, y de sí mismo.

Al bajar en Baltra, observó la indiferencia del mar y pensó: «La naturaleza no juzga. La ola no pregunta si estás listo». El aire cálido le pegó la camisa a la espalda; olía a sal y a combustible reciente. El autobús vibraba con cada bache hasta llegar al canal de Itabaca. En la panga, el rocío le humedeció los labios con sabor a peces. En Puerto Ayora, el eco de olas sobre el malecón y el graznido áspero de las fragatas le siguieron hasta el hotel. Cenó liviano, con el rumor grave del generador colándose bajo la puerta.    Al día siguiente debía madrugar para viajar a Puerto Villamil en la isla Isabela, lugar escogido para su último descenso.                                                                                                                   

Al despertar, el mar estaba encrespado lo que produjo una navegación bastante agitada. Luego de tres horas de una difícil travesía, Julián llegó a su destino. Miró el reloj. Aún era temprano. Alquiló una habitación airbnb cerca de la playa. Afuera, el pueblo apenas despertaba. Fue hasta la cocina y preparó café. Bebió en silencio. Luego sacó un cuaderno nuevo de tapas negras y escribió en la primera página: «Diario de Inmersiones, Julián Bermúdez. Año del retiro. “Que el último azul me lleve, no como castigo, sino como abrazo”».

El teléfono vibró por primera vez a las siete de la mañana. Era un mensaje de voz de su hija Ana Lucía: «¡Feliz cumple, papá! Espero que lo pases bien, que celebres, que salgas, no te encierres como siempre. No te olvides de tomar tu medicina. Te quiero. Te llamo más tarde. Besos». Julián sonrió. Una sonrisa leve, mecánica, de padre sometido. A los pocos minutos, Rodrigo, su hijo mayor, escribió por WhatsApp: «Felicidades, pa. Espero que la estés pasando bien por allá. Te llamo en la noche. Abrazo». Y ya. Eso era todo. Enrique, su segundo hijo, no se había comunicado. No le dolía. Le confirmaba que su desaparición sería suave, sin grandes interferencias.

Encendió el parlante y dijo a su asistente virtual: «Alexa, reproduce mi canción favorita», y Alexa obedeció. Se escuchó la cumbia «No quiero envejecer» y la empezó a tararear. El largo viaje le había abierto el apetito. Se preparó un desayuno contundente: huevos revueltos, jugo de naranja, café cerrero y tostadas con pan integral. Había tomado una decisión: no le diría a nadie que ese sería su último cumpleaños. No por dramatismo, sino por sensibilidad. En el pasado sus cumpleaños fueron fiestas hedonistas, desenfrenadas. Julián, obviamente, era el centro de la atención. La copa en alto, mujeres alrededor, el ego inflado como vela al viento. Hoy, a solas en su pequeño cuarto de Puerto Villamil, la única presencia constante era el sonido del mar detrás de los cristales.

Salió a caminar por el malecón. Había niños corriendo, turistas en chancletas, parejas tomándose selfies con iguanas y lobos marinos. Unos cangrejos rojos con azul, conocidos como «zayapas», corrían asustados a esconderse entre las rocas. Nadie reparaba en él. Nadie imaginaba que ese hombre que caminaba solo, con la espalda algo encorvada y la barba de tres días, estaba de cumpleañero por última vez. No los celebraba, porque la palabra «celebrar» era algo que ya no entendía. Lo suyo más bien era contemplar. Ya ni siquiera la belleza del paisaje le causaba asombro como la primera vez. Simplemente observaba la vida desde el margen, como si ya no le perteneciera.

En una tienda, una mujer le ofreció una postal del volcán Alcedo y una tortuga galápago gigante.

—¿Turista? —preguntó.

—No —respondió él—. Ya casi me voy. —No mintió.

A media tarde, Julián fue hasta la Playa del Amor para estirar las piernas. El cielo estaba encapotado, la luz gris hacía que el mar pareciera más pesado. En la orilla, una niña recogía caracoles. Tendría unos ocho años, cabello revuelto, piel morena, ojos negros como basalto. Levantó la vista y lo observó un rato, luego le ofreció uno.

—Para usted, señor buzo —dijo como si lo conociera, con una sonrisa que no era de este mundo.

No supo qué decir. Solo lo tomó. Quiso preguntarle por qué. No lo hizo. Cuando levantó la mirada para agradecer, la niña ya estaba de espaldas, caminando hacia las rocas. No supo si era hija de algún turista o de algún pescador, pero su figura pequeña se perdió en el horizonte como si nunca hubiera estado allí. Se quedó un momento con el caracol en la mano. Lo giró entre los dedos, lo acercó al oído. Dentro sonaba el mar, o eso quiso creer. Metió el caracol en el bolsillo, pero la sensación de peso no era física. Pensó que a veces la vida enviaba mensajes en envases frágiles, y uno podía romperlos sin querer.

La niña tenía la misma mirada que Ana Lucía cuando tenía esa edad. La misma sonrisa suave, sin cálculo, sin artificio. Sintió algo que no sentía hace años: ternura. No deseo. No nostalgia. Algo más… indefenso. Algo que se parece a las ganas de quedarse. No estaba seguro de qué fue. Solo sabía que no lo esperaba.

De regreso a su habitación, Julián colocó el caracol en la repisa. Lo miró un rato. Era pequeño, blanco, sin valor aparente. Pero no lo tiró. No comprendía por qué había aceptado ese caracol. Podía haberlo dejado en la arena, seguir su camino y olvidarlo. Pero aquí está, sobre la repisa, mirándolo con su espiral perfecta. No le preguntó su nombre. Quizá fue una coincidencia. Quizá… aunque en estos días trató de no creer en señales, no podía negar que algo en este gesto lo perturbó.

Se quedó en silencio, escuchando las olas. Por primera vez desde que llegó al archipiélago, no pensó en morir. Vio una pareja de ancianos en la banca frente al mar. Él tenía oxígeno en la nariz. Ella le sostenía la mano. No hablaban. Solo estaban ahí. Pensó en lo que siempre había temido: depender. Ser ese hombre. Frágil. Vulnerable. Sentía un temor profundo a perder el control sobre su cuerpo, su dignidad y su deseo. Había estado hospitalizado y no le gustó sentirse inerme, sin poder sonarse ni siquiera la nariz. Pero algo lo incomodó: no los vio tristes. No había lástima entre ellos. Solo presencia. Tal vez el amor no es lo opuesto a la muerte. Tal vez es solo la forma más digna de acompañarla.

A la mañana siguiente, Julián se encontraba en el muelle. Revisaba su equipo de buceo: aletas, máscara, tubo, traje de neopreno, chaleco, botella de aire, regulador y lastre. Limpiaba el salitre que se había incrustado en las hebillas del chaleco, lo raspaba con una navaja pequeña, absorto en el sonido metálico que hacía al desprenderse. El mar a esa hora era un animal tranquilo, respirando apenas. Escuchó un golpe de pasos contra las tablas del muelle, un ritmo alegre, risas infantiles, juegos. Alzó la vista y vio un grupo de niños corriendo descalzos, las plantas de los pies curtidas como cuero nuevo. Entre ellos, la niña del caracol. Llevaba el mismo vestido azul desteñido. La misma piel tostada. Se detuvo un momento, como si algo la hubiese frenado. Miró a Julián desde la sombra de los pilotes. Sonrió, pero no fue una sonrisa abierta, sino una especie de mueca, esa media curva en los labios que no sabía si era burla o timidez. Luego siguió corriendo, y el eco de sus pisadas se mezcló con el murmullo de las olas. Siguió raspando las hebillas, pero ya no escuchaba el sonido metálico, sino el vacío que había dejado el silencio de su paso.

La tarde se volvió gris de golpe, como si alguien hubiera apagado el interruptor del cielo. El viento levantaba ráfagas de arena que se estrellaban contra el rostro de Julián, las fragatas macho exhibían su bolsa gular roja inflable, y las gaviotas graznaban con esa voz de advertencia que siempre llega tarde. Se refugió bajo el alero de un quiosco cerrado, observando cómo las olas se tragaban la playa palmo a palmo. Entre los remolinos de espuma, vio algo moverse: una silueta pequeña, de pie, sola, como si la tormenta y el mar, retorciéndose cual condenado, no le importaran. Era ella. La niña. O al menos creyó que era ella. El cabello se le pegaba a la cara, y sus manos parecían aferradas a algo invisible. No podía distinguir si era a él a quien miraba o simplemente miraba más allá, hacia ese horizonte donde la lluvia borra cualquier forma. Quiso avanzar hacia donde se encontraba la niña, pero el agua le cortó el paso. Y entonces, como si el mar hubiese decidido tragarse también su figura, desapareció detrás de una cortina de espuma. Julián se quedó allí, empapado, con la sensación de que algo —o alguien— estaba intentando decirle algo.

Al regresar de una inmersión en los islotes de las Tintoreras, Julián, desde la panga, vio a la niña en el extremo del muelle. No jugaba ni pescaba, solo miraba el agua como si esperara que algo saliera de ella. Llevaba el mismo vestido azul desteñido y estaba descalza. Cuando subió al muelle buscó su mirada, pero ya no estaba. Pensó: «Es absurdo pensar que sea la misma niña. Pero lo sé: era ella. El mismo cabello, la misma mirada fija. ¿Por qué se fue? ¿Por qué no me esperó? Tengo la sensación de que quería decirme algo. ¿O será mejor que no me diga nada?».

El día señalado amaneció gris, con un viento que no suele darse en esta época. Julián caminó hasta el malecón con el equipo ya listo: traje seco, máscara, cuchillo, botella ajustada.  Sería su última inmersión. La bruma hacía desaparecer los bordes del mundo, y entonces, como si saliera de esa neblina, la vio sentada en un banco, con las piernas colgando. Tenía el mismo vestido desteñido, pero ahora sostenía en las manos el caracol que le había dado la primera vez. Cuando pasó junto a ella, lo acercó a su oído y susurró:

—Escuche.

No sé si fue el viento o el mar, pero Julián juraría que lo que escuchó no era el rumor de las olas, sino una voz meliflua que decía: «Todavía no». Levantó la mirada y la niña ya no estaba. Solo el banco vacío, la bruma y su propia respiración agitada dentro de la máscara. No hizo la inmersión. Caminó con el tanque a cuestas hasta la orilla, se sentó en la arena y se quedó mirando el horizonte. En lontananza, sus sueños se desdibujaban, como acuarela en el lienzo de la lejanía. No sabía si la niña era real o un invento de su cabeza para aplazar lo inevitable. Pero por primera vez en meses, sintió que la fecha que había elegido no era tan sagrada como creía.

17 comentarios:

  1. Felicitaciones Patricio, por tu elocuencia y las palabras hablan al corazón de los lectores.

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  2. Patricio sigue escribiendo, este don de transportar con la imaginación para llegar al gran mensaje.

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  3. Excelente. Bueno, esa concepción de no luchar contra el mal y las viscicitudes de la vida no es cristiana. Es más bien de una actitud deprimida que no entiende lo que Jesús nos dió.

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  4. Patricio, te felicito. Excelente detalle del estado psicológico y personalidad del personaje. Y un final bello, positivo e inesperado.

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  5. Ah, si. Soy Sonia Margarita Gangotena

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  6. Felicitaciones apreciado Patricio Durán Garcés, me alegra haber leído este aporte. Me siento identificada con algunos párrafos "...No quería terminar como un estorbo, una sombra en la vida de sus hijos..." El gran temor de varios padres y madres en la actualidad. Gracias por escribir. Un fuerte abrazo desde Ambato.

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  7. Muy emotivo este CUENTO, me alegró mucho la relación de lo antiguo "estoico" de la antiguedad, con el uso de la tecnología actual, el deseo humano de mantener la dignidad. Hay suspenso con una mirada a nuestra naturaleza que nos acompaña y nos calma, nos cambia y nos permite seguir adelante. Felicitaciones apreciado amigo Patricio Durán Garcés. Un fuerte abrazo de JP.

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  8. Mi estimado Pato, felicitaciones, un excelente relato, una combinación entre lo real y lo mágico, con lo que a menudos los seres humanos nos identificamos. Un abrazo

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    1. Muchas gracias, mi estimado tocayo. Un abrazo.

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  9. Es un cuento profundamente poético y conmovedor. La presencia enigmática de la niña, como un puente entre la vida y la muerte, le da a Julián un respiro, una razón para posponer lo inevitable. Es hermoso cómo lo frágil —un caracol, una sonrisa, una voz— se convierte en un mensaje poderoso de esperanza. ¡Felicitaciones Patricio!. Admiro tu talento, uno se acuerda de aquel candidato famoso que invitaba a las damas a los helados de Salcedo… solo que aquí, en lugar de helados, la niña regala señales envueltas en caracoles. 🌊🍦✨

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