Patricio Durán
Julián Bermúdez se
había levantado antes del amanecer, como siempre. La costumbre de los años
docentes no lo había abandonado, aunque hacía tiempo que ya no enseñaba a
nadie.
A veces se
despertaba pensando que debía preparar una clase, corregir un examen, asistir a
una reunión inútil. Pero la agenda estaba vacía. La jubilación le ofrecía
libertad, sí, pero también silencio. Y en el silencio, los pensamientos
gritaban.
Encendió
la luz y se miró en el espejo. Era un ritual que había evitado los últimos
meses. Había aprendido a lavarse los dientes sin levantar demasiado la cabeza,
a afeitarse sin cruzar mirada con los ojos que lo contemplaban desde el otro
lado del vidrio. Pero esa mañana —su cumpleaños número sesenta y cinco— sintió
la necesidad de enfrentarse a lo evidente.
Julián
supo que había llegado el principio del fin. No porque el cuerpo le doliera
—aunque empezaba a dolerle—, ni porque la próstata le recordara que el deseo ya
no era un río torrentoso, sino un riachuelo tímido. Ya no
estaba ese hombre irresistible que hacía girar cabezas en la universidad, el
que amó sin culpa a muchas mujeres y se dejó amar con un ego ardiente. Ahora
había piel flácida y manchada, venas marcadas, cabello ralo color plata. Y en
los ojos, una tristeza que ni siquiera sabía poner en palabras. El
cabello, delgado y ralo, apenas cubría el cráneo que empezaba a
transparentarse. «Ya se te ve el bleris» —el caucho de los balones de antes—,
le había dicho a manera de broma Manuel Estrada, un amigo y compañero de la
universidad, lo que acentuó su pesimismo. Las arrugas no eran líneas: eran
mapas de todos los años vividos. Y los ojos, esos ojos azules —similares a los
de Paul Newman— que tantas veces hicieron suspirar a mujeres que apenas
conocía, estaban apagados. No tristes. Apagados.
El deseo lo había
abandonado primero. Después, el vigor. Ahora, el cuerpo. Y lo que más le
molestaba no era envejecer. Era convertirse en alguien que ya no reconocía. «No
quiero vivir la humillación de depender de otros —murmuró—. No nací para que me
limpien otros, para que me compadezcan», se decía en voz alta al recordar los
últimos días de su padre cuando Julián debió atenderlo solo porque sus hermanos
brillaron por su ausencia.
La idea había
empezado como un susurro meses atrás. Una lectura del libro «Meditaciones» de
Marco Aurelio —emperador romano y filósofo estoico—. Con eso en mente pasó días
pensando, sentado en su sillón o paseando por el parque, sobre la vida, la
virtud y la aceptación del destino; la importancia de vivir de acuerdo con la
razón y la naturaleza, aceptando lo que no se puede cambiar y actuando con
sabiduría y serenidad. El tema sobre el suicidio estoico le llamó la atención.
Poco a poco se convirtió en un pensamiento recurrente. Después en una
posibilidad. Y ahora, el día de su cumpleaños, era una decisión. No era
depresión, se repetía. No era tristeza. No buscó despedidas ni cartas. Solo orden: filtro nuevo, cuchillo
afilado, dos lastres extra. Probó el regulador tres veces, hasta oír el mismo
silbido parejo. En el cuaderno escribió la hora y dibujó una flecha hacia
abajo. Los griegos lo entendieron bien: el sabio elige su salida cuando
la vida ya no ofrece virtud. Morir con dignidad, con conciencia, era mejor que
alargar la decadencia, aunque el suicidio es moralmente inaceptable para la
Iglesia Católica —en la cual Julián fue bautizado de niño, si bien nunca fue
practicante— que lo considera contrario a la dignidad humana y al respeto
debido a dios.
Le aterraba
imaginarse postrado, aferrado a tubos, oliendo a desinfectante y compasión. No
quería terminar como un estorbo, una sombra en la vida de sus hijos. Prefería
elegir su salida, como lo hacían los estoicos de la Grecia clásica que sabían
que hay dignidad en despedirse antes de ser vencido. Y entonces pensó en el mar.
Las Islas
Galápagos no solo eran un lugar en el mapa. Para Julián eran un símbolo:
libertad, naturaleza salvaje, belleza sin artificios. Allí había buceado por
primera vez, cuando todavía tenía abdominales marcados, bíceps, y las
compañeras de buceo se reían de sus bromas de mal gusto. Allí quería morir. En
un descenso profundo, solo, rodeado de la fauna marina que muchas veces lo
acompañó en sus inmersiones, y que también le hizo pasar más de un susto,
cuando fue sorprendido por la presencia de tiburones martillo, lobos marinos y
manta rayas. Que su último suspiro fuera salado, azul, sereno. Que su cuerpo se
convierta en refugio allá abajo, en el fondo, donde no llega la luz.
Alimentaría a los peces, cangrejos, gusanos de mar. Se mimetizaría con el
ecosistema. De su muerte nacería abundancia, de su silencio brotaría vida. Se
convertiría en un legado.
Julián era un buzo
experimentado y solitario —aunque las reglas de buceo aconsejan no bucear solo—.
Viajó a las Islas Galápagos con un propósito silencioso: morir en una inmersión
final, fundiéndose con el mar que amó toda su vida. Descendería hasta que lo
atrape una de las fuertes corrientes marinas que surcan el mar de las Galápagos
y se dejaría arrastrar hasta desaparecer en las profundidades. No era una
decisión impulsiva. Era un proyecto. Su retiro no sería una decadencia: sería
una despedida consciente. Un viaje hacia la disolución con los ojos abiertos.
Julián fue
profesor de Teoría del Conocimiento de la Facultad de Filosofía y Letras de la
Universidad Central y le fascinaban los problemas filosóficos. Concordaba con
aquello que los estoicos creían: «que la virtud es el único bien verdadero y
que la felicidad se alcanza a través del dominio de uno mismo y la aceptación
de lo que no se puede controlar». No podía controlar su envejecimiento, pero sí
la forma cómo terminarían sus días.
Para los filósofos
estoicos la muerte no era un mal, y uno podía dársela a sí mismo en caso
extremo. Sin embargo, era la forma de liberación más demostrativa, pues más
allá de la vida no había otra cosa a la que se pudiere renunciar. Zenón, Cleanthes,
Antípater y otros filósofos estoicos probaron su temple moral suicidándose.
Julián pensó que como el suicidio fue dignificado por aquellos, y algunos
apoyaron sus ideas dándose muerte, él también podría hacerlo ya que el
estoicismo había calado fuerte en su pensamiento, lo que se contraponía con sus
convicciones católicas. «Soy estoico», solía decir Julián cuando tenía ganas de
protestar por un día lluvioso o por estar atrapado en el tráfico o cuando algún
conductor irritado le lanzaba algún insulto y quería reaccionar abruptamente.
Su hija Ana Lucía, que practicaba el cristianismo, le decía: «No, papá, no eres
estoico, eres un hijo de dios y debes aceptar con resignación las cosas malas
de la vida». Julián debía conformarse con lo que «el hado le había dado», según
la filosofía estoica.
Julián pensaba que
la muerte más dulce sería la de acostarse a dormir y que lo sorprendiera
soñando mientras descendía a los abismos de las Islas Galápagos, sintiendo que
su cuerpo soltaba un lastre, una carga invisible. Como si cada metro bajo el
agua lo despojara de una capa innecesaria: la ansiedad, la vanidad, la
soberbia, la ira… Pero las islas, como seres vivos, tenían otros planes. Lo que
comenzó como una despedida, se convirtió en un redescubrimiento del océano, de
la vida, y de sí mismo.
Al bajar en Baltra, observó la indiferencia del mar y pensó:
«La naturaleza no juzga. La ola no pregunta si estás listo». El aire cálido le
pegó la camisa a la espalda; olía a sal y a combustible reciente. El autobús
vibraba con cada bache hasta llegar al canal de Itabaca. En la panga, el rocío
le humedeció los labios con sabor a peces. En Puerto Ayora, el eco de olas
sobre el malecón y el graznido áspero de las fragatas le siguieron hasta el
hotel. Cenó liviano, con el rumor grave del generador colándose bajo la
puerta. Al día siguiente debía
madrugar para viajar a Puerto Villamil en la isla Isabela, lugar escogido para
su último descenso.
Al despertar, el
mar estaba encrespado lo que produjo una navegación bastante agitada. Luego de
tres horas de una difícil travesía, Julián llegó a su destino. Miró el reloj.
Aún era temprano. Alquiló una habitación airbnb cerca de la playa.
Afuera, el pueblo apenas despertaba. Fue hasta la cocina y preparó café. Bebió
en silencio. Luego sacó un cuaderno nuevo de tapas negras y escribió en la
primera página: «Diario de Inmersiones, Julián Bermúdez. Año del retiro. “Que
el último azul me lleve, no como castigo, sino como abrazo”».
El teléfono vibró
por primera vez a las siete de la mañana. Era un mensaje de voz de su hija Ana
Lucía: «¡Feliz cumple, papá! Espero que lo pases bien, que celebres, que
salgas, no te encierres como siempre. No te olvides de tomar tu medicina. Te
quiero. Te llamo más tarde. Besos». Julián sonrió. Una sonrisa leve, mecánica,
de padre sometido. A los pocos minutos, Rodrigo, su hijo mayor, escribió por
WhatsApp: «Felicidades, pa. Espero que la estés pasando bien por allá. Te llamo
en la noche. Abrazo». Y ya. Eso era todo. Enrique, su segundo hijo, no se había
comunicado. No le dolía. Le confirmaba que su desaparición sería suave, sin
grandes interferencias.
Encendió el
parlante y dijo a su asistente virtual: «Alexa, reproduce mi canción favorita»,
y Alexa obedeció. Se escuchó la cumbia «No quiero envejecer» y la empezó a
tararear. El largo viaje le había abierto el apetito. Se preparó un desayuno
contundente: huevos revueltos, jugo de naranja, café cerrero y tostadas con pan
integral. Había tomado una decisión: no le diría a nadie que ese sería su
último cumpleaños. No por dramatismo, sino por sensibilidad. En el pasado sus
cumpleaños fueron fiestas hedonistas, desenfrenadas. Julián, obviamente, era el
centro de la atención. La copa en alto, mujeres alrededor, el ego inflado como
vela al viento. Hoy, a solas en su pequeño cuarto de Puerto Villamil, la única
presencia constante era el sonido del mar detrás de los cristales.
Salió a caminar
por el malecón. Había niños corriendo, turistas en chancletas, parejas
tomándose selfies con iguanas y lobos marinos. Unos cangrejos rojos con azul,
conocidos como «zayapas», corrían asustados a esconderse entre las rocas. Nadie
reparaba en él. Nadie imaginaba que ese hombre que caminaba solo, con la
espalda algo encorvada y la barba de tres días, estaba de cumpleañero por
última vez. No los celebraba, porque la palabra «celebrar» era algo que ya no
entendía. Lo suyo más bien era contemplar. Ya ni siquiera la belleza del
paisaje le causaba asombro como la primera vez. Simplemente observaba la vida
desde el margen, como si ya no le perteneciera.
En una tienda, una
mujer le ofreció una postal del volcán Alcedo y una tortuga galápago gigante.
—¿Turista?
—preguntó.
—No —respondió
él—. Ya casi me voy. —No mintió.
A media tarde,
Julián fue hasta la Playa del Amor para estirar las piernas. El cielo estaba
encapotado, la luz gris hacía que el mar pareciera más pesado. En la orilla,
una niña recogía caracoles. Tendría unos ocho años, cabello revuelto, piel
morena, ojos negros como basalto. Levantó la vista y lo observó un rato, luego
le ofreció uno.
—Para usted, señor
buzo —dijo como si lo conociera, con una sonrisa que no era de este mundo.
No supo qué decir.
Solo lo tomó. Quiso preguntarle por qué. No lo hizo. Cuando levantó la mirada
para agradecer, la niña ya estaba de espaldas, caminando hacia las rocas. No
supo si era hija de algún turista o de algún pescador, pero su figura pequeña
se perdió en el horizonte como si nunca hubiera estado allí. Se quedó un
momento con el caracol en la mano. Lo giró entre los dedos, lo acercó al oído.
Dentro sonaba el mar, o eso quiso creer. Metió el caracol en el bolsillo, pero
la sensación de peso no era física. Pensó que a veces la vida enviaba mensajes
en envases frágiles, y uno podía romperlos sin querer.
La niña tenía la
misma mirada que Ana Lucía cuando tenía esa edad. La misma sonrisa suave, sin
cálculo, sin artificio. Sintió algo que no sentía hace años: ternura. No deseo.
No nostalgia. Algo más… indefenso. Algo que se parece a las ganas de quedarse. No
estaba seguro de qué fue. Solo sabía que no lo esperaba.
De regreso a su
habitación, Julián colocó el caracol en la repisa. Lo miró un rato. Era
pequeño, blanco, sin valor aparente. Pero no lo tiró. No comprendía por qué
había aceptado ese caracol. Podía haberlo dejado en la arena, seguir su camino
y olvidarlo. Pero aquí está, sobre la repisa, mirándolo con su espiral
perfecta. No le preguntó su nombre. Quizá fue una coincidencia. Quizá… aunque
en estos días trató de no creer en señales, no podía negar que algo en este
gesto lo perturbó.
Se quedó en
silencio, escuchando las olas. Por primera vez desde que llegó al archipiélago,
no pensó en morir. Vio una pareja de ancianos en la banca frente al mar. Él
tenía oxígeno en la nariz. Ella le sostenía la mano. No hablaban. Solo estaban
ahí. Pensó en lo que siempre había temido: depender. Ser ese hombre. Frágil.
Vulnerable. Sentía un temor profundo a perder el control sobre su cuerpo, su
dignidad y su deseo. Había estado hospitalizado y no le gustó sentirse inerme,
sin poder sonarse ni siquiera la nariz. Pero algo lo incomodó: no los vio
tristes. No había lástima entre ellos. Solo presencia. Tal vez el amor no es lo
opuesto a la muerte. Tal vez es solo la forma más digna de acompañarla.
A la mañana
siguiente, Julián se encontraba en el muelle. Revisaba su equipo de buceo:
aletas, máscara, tubo, traje de neopreno, chaleco, botella de aire, regulador y
lastre. Limpiaba el salitre que se había incrustado en las hebillas del
chaleco, lo raspaba con una navaja pequeña, absorto en el sonido metálico que
hacía al desprenderse. El mar a esa hora era un animal tranquilo, respirando
apenas. Escuchó un golpe de pasos contra las tablas del muelle, un ritmo
alegre, risas infantiles, juegos. Alzó la vista y vio un grupo de niños
corriendo descalzos, las plantas de los pies curtidas como cuero nuevo. Entre
ellos, la niña del caracol. Llevaba el mismo vestido azul desteñido. La misma
piel tostada. Se detuvo un momento, como si algo la hubiese frenado. Miró a
Julián desde la sombra de los pilotes. Sonrió, pero no fue una sonrisa abierta,
sino una especie de mueca, esa media curva en los labios que no sabía si era
burla o timidez. Luego siguió corriendo, y el eco de sus pisadas se mezcló con
el murmullo de las olas. Siguió raspando las hebillas, pero ya no escuchaba el
sonido metálico, sino el vacío que había dejado el silencio de su paso.
La tarde se volvió
gris de golpe, como si alguien hubiera apagado el interruptor del cielo. El
viento levantaba ráfagas de arena que se estrellaban contra el rostro de
Julián, las fragatas macho exhibían su bolsa gular roja inflable, y las
gaviotas graznaban con esa voz de advertencia que siempre llega tarde. Se
refugió bajo el alero de un quiosco cerrado, observando cómo las olas se
tragaban la playa palmo a palmo. Entre los remolinos de espuma, vio algo
moverse: una silueta pequeña, de pie, sola, como si la tormenta y el mar,
retorciéndose cual condenado, no le importaran. Era ella. La niña. O al menos
creyó que era ella. El cabello se le pegaba a la cara, y sus manos parecían
aferradas a algo invisible. No podía distinguir si era a él a quien miraba o
simplemente miraba más allá, hacia ese horizonte donde la lluvia borra
cualquier forma. Quiso avanzar hacia donde se encontraba la niña, pero el agua
le cortó el paso. Y entonces, como si el mar hubiese decidido tragarse también
su figura, desapareció detrás de una cortina de espuma. Julián se quedó allí,
empapado, con la sensación de que algo —o alguien— estaba intentando decirle
algo.
Al regresar de una
inmersión en los islotes de las Tintoreras, Julián, desde la panga, vio a la
niña en el extremo del muelle. No jugaba ni pescaba, solo miraba el agua como
si esperara que algo saliera de ella. Llevaba el mismo vestido azul desteñido y
estaba descalza. Cuando subió al muelle buscó su mirada, pero ya no estaba.
Pensó: «Es absurdo pensar que sea la misma niña. Pero lo sé: era ella. El mismo
cabello, la misma mirada fija. ¿Por qué se fue? ¿Por qué no me esperó? Tengo la
sensación de que quería decirme algo. ¿O será mejor que no me diga nada?».
El día señalado
amaneció gris, con un viento que no suele darse en esta época. Julián caminó
hasta el malecón con el equipo ya listo: traje seco, máscara, cuchillo, botella
ajustada. Sería su última inmersión. La
bruma hacía desaparecer los bordes del mundo, y entonces, como si saliera de
esa neblina, la vio sentada en un banco, con las piernas colgando. Tenía el
mismo vestido desteñido, pero ahora sostenía en las manos el caracol que le
había dado la primera vez. Cuando pasó junto a ella, lo acercó a su oído y
susurró:
—Escuche.
No sé si fue el
viento o el mar, pero Julián juraría que lo que escuchó no era el rumor de las
olas, sino una voz meliflua que decía: «Todavía no». Levantó la mirada y la
niña ya no estaba. Solo el banco vacío, la bruma y su propia respiración
agitada dentro de la máscara. No hizo la inmersión. Caminó con el tanque a
cuestas hasta la orilla, se sentó en la arena y se quedó mirando el horizonte.
En lontananza, sus sueños se desdibujaban, como acuarela en el lienzo de la
lejanía. No sabía si la niña era real o un invento de su cabeza para aplazar lo
inevitable. Pero por primera vez en meses, sintió que la fecha que había
elegido no era tan sagrada como creía.
Felicitaciones Patricio, por tu elocuencia y las palabras hablan al corazón de los lectores.
ResponderEliminarMuchas gracias. Un abrazo.
EliminarPatricio sigue escribiendo, este don de transportar con la imaginación para llegar al gran mensaje.
ResponderEliminarMuchas gracias, así lo haré.
EliminarFelicitaciones
EliminarExcelente. Bueno, esa concepción de no luchar contra el mal y las viscicitudes de la vida no es cristiana. Es más bien de una actitud deprimida que no entiende lo que Jesús nos dió.
ResponderEliminarAh, si. Soy Sonia Margarita Gangotena
EliminarPatricio, te felicito. Excelente detalle del estado psicológico y personalidad del personaje. Y un final bello, positivo e inesperado.
ResponderEliminarMuchas gracias, Sonia Margarita.
EliminarAh, si. Soy Sonia Margarita Gangotena
ResponderEliminarFelicitaciones apreciado Patricio Durán Garcés, me alegra haber leído este aporte. Me siento identificada con algunos párrafos "...No quería terminar como un estorbo, una sombra en la vida de sus hijos..." El gran temor de varios padres y madres en la actualidad. Gracias por escribir. Un fuerte abrazo desde Ambato.
ResponderEliminarMuchas gracias. Un abrazo enorme.
EliminarMuy emotivo este CUENTO, me alegró mucho la relación de lo antiguo "estoico" de la antiguedad, con el uso de la tecnología actual, el deseo humano de mantener la dignidad. Hay suspenso con una mirada a nuestra naturaleza que nos acompaña y nos calma, nos cambia y nos permite seguir adelante. Felicitaciones apreciado amigo Patricio Durán Garcés. Un fuerte abrazo de JP.
ResponderEliminarMuchas gracias. Un abrazo grande.
EliminarMi estimado Pato, felicitaciones, un excelente relato, una combinación entre lo real y lo mágico, con lo que a menudos los seres humanos nos identificamos. Un abrazo
ResponderEliminarMuchas gracias, mi estimado tocayo. Un abrazo.
EliminarEs un cuento profundamente poético y conmovedor. La presencia enigmática de la niña, como un puente entre la vida y la muerte, le da a Julián un respiro, una razón para posponer lo inevitable. Es hermoso cómo lo frágil —un caracol, una sonrisa, una voz— se convierte en un mensaje poderoso de esperanza. ¡Felicitaciones Patricio!. Admiro tu talento, uno se acuerda de aquel candidato famoso que invitaba a las damas a los helados de Salcedo… solo que aquí, en lugar de helados, la niña regala señales envueltas en caracoles. 🌊🍦✨
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