lunes, 26 de agosto de 2024

Locos de amor

Amanda Castillo


Asomada sobre la baranda de hierro del balcón, Isabela disfrutaba del aire cálido que acariciaba su rostro. El sol matutino bañaba el paisaje del valle con una luz dorada y los sonidos de la ciudad despertándose llenaban el aire. Le encantaba levantarse temprano y contemplar la vista que se extendía más allá de los edificios, un pequeño ritual que le daba paz. Sentía que, por fin, después de mucho tiempo, los dolorosos recuerdos de su divorcio empezaban a desvanecerse. Las noches de insomnio eran menos frecuentes, y la melancolía, que había sido su fiel compañera, se desvanecía paulatinamente. Su proceso no había sido fácil, le había costado meses de terapia sanar sus heridas.

Ya no dolía el recuerdo de Fabián, con quien había estado casada por quince años, y al que consideraba el amor de su vida. El divorcio la había dejado devastada. La traición de su marido con una de sus amigas y la forma en que ambos confabularon para mantener su relación en secreto durante cuatro años fue difícil de asimilar. Al principio, estaba resentida, se sentía humillada y con un ferviente deseo de vengarse.

Una de las decisiones que tomó fue volver a enfocarse en su apariencia física. Aunque seguía siendo una mujer atractiva, el embarazo de su último hijo, que ya tenía doce años, la hizo aumentar de peso y le costó recuperar su esbelta figura. Logró bajar diez kilos y estaba inmensamente feliz. Renovó su vestuario, cortó y tinturó su cabello y se sometió a un procedimiento estético para mejorar la apariencia de su piel. Se sentía bella de nuevo.

En esta nueva fase de su vida, la embargaba una inmensa necesidad de ser amada y deseada otra vez. Aunque había hombres en su círculo cercano que mostraban interés romántico, le costaba sentirse atraída por alguno de ellos. En realidad, nadie le generaba emoción, y definitivamente no quería estar con alguien solo por temor a la soledad. Buscaba algo más que una aventura o una noche de pasión.

Un día, mientras revisaba su perfil de Facebook, le llegó un anuncio publicitario de una aplicación para encontrar pareja. Los perfiles de hombres que ahí se mostraban llamaban la atención de cualquier mujer: tipos con gran atractivo físico y con estilos de vida interesantes. Isabela lo pensó mucho antes de registrarse, pero finalmente decidió hacerlo. Se tomó un par de fotografías en las que se veía hermosa y las subió a la página. Su éxito fue rotundo. En poco tiempo, recibió decenas de solicitudes de amistad y mensajes de hombres interesados en ella.

Isabela coqueteaba con varios de ellos a la vez y dedicaba una buena cantidad de tiempo a conocerlos. Sin embargo, el uso del chat de la aplicación debía pagarse y el costo era alto. A pesar de esto, estaba feliz, aunque se preocupaba por los cargos en su tarjeta de crédito.

Prosiguió con su aventura de encontrar a ese hombre encantador que lograría enamorarla y hacerla creer en el amor de nuevo. Sin embargo, aunque los perfiles eran interesantes en apariencia, era evidente que a ninguno le importaba el compromiso. Eran huidizos y evasivos. Cuando llegó el primer corte de la tarjeta, Isabela se alarmó. Había gastado una cantidad importante de dinero en esas citas virtuales y ninguno de sus amagos de relación prosperaba al ritmo que ella deseaba. No trascendían más allá del mero flirteo.

Isabela no se dio por vencida. «Tengo un presentimiento. En alguna parte está una persona especial esperando por mí». Convencida de ello, se inscribió en cuantas aplicaciones para encontrar pareja ofrecía el internet. En algunas tenía más éxito que en otras y, por supuesto, el gasto en sus tarjetas de crédito crecía cada vez más. Cuando se dio cuenta, había llegado al tope de endeudamiento y no tuvo más remedio que cancelar sus suscripciones.

Pero no desistió de su propósito y se registró en una aplicación donde podía hablar gratis con hombres de diferentes partes del mundo. A los pocos días, entabló amistad con tipos de diversas nacionalidades, casi todos en búsqueda de sexo virtual, encuentros casuales o incluso ofrecían dinero a cambio de fotografías o videos pornográficos. Isabela tenía claros sus objetivos. No estaba allí por eso; solo deseaba encontrar a un hombre que la amara y a quien corresponder. Pero también la impulsaba la necesidad de demostrarle a su exmarido que, así como él consiguió a quien querer, ella también podía. Deseaba restregarle en la cara a su nueva pareja y que también lograría ser feliz con alguien más.

Transcurridos algunos días, la contactó Jacobo, un hombre argentino de cuarenta y cinco años. Ella aceptó la solicitud y la conexión fue inmediata. Empezaron a conocerse poco a poco. Cada uno le regalaba al otro cuanto tiempo libre tenía disponible. Compartieron sus miedos, frustraciones, anhelos y sueños. Él, un hombre solitario, arquitecto de profesión, hijo único y huérfano de padre y madre. Nunca se había casado y vivía solo desde los quince años, según le contó a Isabela. A raíz de la pandemia trabajaba desde casa y tenía escasa vida social.

Isabela, por su parte, se sentía muy contenta con la compañía que él le proporcionaba cada tarde. Podían hablar de cualquier cosa. En ocasiones tenían largas disertaciones sobre política y dinámicas socioculturales de sus respectivos países. Otras veces, hablaban de algún clásico del cine o de una famosa obra literaria.

En este trasegar fue creciendo el amor y la pasión. Empezaron a hacerse videollamadas y a tener sexo virtual algunas veces. A las pocas semanas, Isabela se sentía enamorada de Jacobo. Pero fue él quien primero confesó su amor hacia ella.

—Te amo tanto, mi amada Isabela.

—Yo te amo a ti mi vida, mi amado Jacobo.

—Gracias por tu amor, por tu apoyo, por animarme cada día. No veo la hora de estar entre tus brazos. Ese sueño es el que me alienta cada día.

—También quiero estar contigo mi vida. No te imaginas cómo lo ansío, Jacobo.

El vacío que Jacobo llenaba en su vida era tal que ella prefería enfocarse en lo que él le ofrecía, más allá de sus propias dudas y desconfianza. Él se convirtió en un nuevo soporte en el proceso de recuperación emocional, estuvo animándola y sosteniéndola en su duelo por la muerte de su hermana y la acompañó cada minuto en su recuperación cuando enfermó de COVID. Él estuvo ahí, a través de una pantalla, pero siempre presente, y esto había anclado los sentimientos de Isabela en esa relación, convencida de que él era su alma gemela. Nunca se sintió tan querida y admirada por alguien.

Isabela amaba todo de aquel hombre, solo había un pequeño detalle que le disgustaba: únicamente hablaban vía Skype, él le había dicho que el número de celular que manejaba era de su empresa y que no lo usaba para temas personales y tampoco tenía redes sociales. Además, después de varios meses de haberse conocido, él solo estaba disponible de lunes a viernes. Los fines de semana desaparecía del radar. Cuando Isabela le cuestionaba al respecto, él le argumentaba que sábados y domingos los dedicaba a organizar su hogar, ir de compras y a encontrarse con unos primos, sus únicos familiares.

Pero ella, extrañaba saber de él durante ese par de días. «¿Dónde estará, con quién estará, será que tiene a otra persona?»

La llama de los celos la devoraba, pero la esperanza de reencontrarse con su amado el lunes siguiente le daba cierta tranquilidad.

Fue ella quien mencionó que debían empezar a planear su primer encuentro. Él estuvo de acuerdo y quedaron en que sería a finales de ese mismo año. Isabela estaba muy ilusionada; sin embargo, al notar que él no volvió a hablar del tema, decidió abordarlo. Cuando lo hizo, Jacobo le mencionó que no podría para la fecha prevista. Le argumentó que la situación económica en su país estaba muy difícil y que se le complicaría viajar.

Isabela se molestó tanto que dejó de hablarle por unas semanas, no sin antes expresarle su desilusión y la sensación de burla que sentía. Ella intuía que él no era sincero, algo dentro de sí le decía que había una verdad que ella desconocía. Quería terminar con esa relación, no obstante, Jacobo se negaba a aceptarlo. Le prometió que lo harían a mediados del año siguiente. Jacobo se dedicó a reconquistarla, le escribía cada día, expresándole cuánto la amaba y lo mucho que ella significaba en su vida. Su enojo pasó rápidamente y retomaron la relación con más fuerza que antes.

Pero ella luchaba entre sus sentimientos y la razón. Si bien estaba muy enamorada, el comportamiento de Jacobo la desconcertaba. Transcurrían los meses y no había indicios de planes para encontrarse. Decidió no volver a tocar el tema. Quería comprobar si él manifestaba algún interés evidente en hacerlo. Pero no fue así, se acercó el tiempo previsto y no sucedió nada. «Esto no va a ningún lado, es mejor terminar de una vez por todas». —Se repetía de manera constante. Pero no era capaz. Sus palabras solo se quedaban en deseos.

La vida de Isabela seguía su curso sin grandes alteraciones: Tenía un gran empleo que le generaba buenos ingresos económicos, su hijo crecía sano y feliz, estaba rodeada de familiares y amigos que la querían y con quienes podía contar cuando los necesita, sin embargo, ella sentía que su vida no era completa.

Su relación afectiva estaba en un círculo vicioso. Se molestaba con Jacobo y le reclamaba su desidia, se enojaba y terminaba con la relación; sin embargo, él enseguida echaba mano de toda su artillería de halagos y romanticismo y ella volvía a ceder a sus encantos.

Habían pasado tres años desde que se conocieron y todo plan de encontrarse personalmente quedaba solo en eso, en expectativas. Siempre había justificaciones de parte de Jacobo para dilatar este encuentro. Hasta que un día de repente él no se volvió a conectar y ella se desesperó. Imaginó los peores escenarios. Su mayor preocupación era que él se hubiera enfermado o sufrido algún accidente.

Entonces Isabela tomó una decisión radical, impulsada por la angustia y la incertidumbre. La única forma de contacto que tenía era el nombre de la empresa donde él trabajaba. Tomó varios días de vacaciones, dejó su hijo bajo el cuidado de sus padres y se fue a Buenos Aires. Logró encontrar la dirección de aquella empresa y se dirigió hasta allí.

Al preguntar por él, la recepcionista le informó que no tenía acceso a la información del personal, pero revisando el registro de ingresos, no aparecía nadie con el nombre de Jacobo Corbellini. La insistencia de Isabela fue tan intensa que la recepcionista llamó a la gerente de recursos humanos para ponerla al tanto de la situación.

—¿De qué se trata su búsqueda, señora?

—Estoy buscando a una persona que trabaja aquí. Se llama Jacobo Corbellini.

—Él ya no trabaja aquí, ¿cuál es su vínculo con él?

Isabela dudó antes de contestar, pero al final se animó a decir la verdad.

—Es mi novio.

La encargada la miró sorprendida y guardó un incómodo silencio.

—Ya veo —dijo la gerente, un tanto pensativa.

—Ayúdeme a encontrarlo, por favor. Vengo desde Colombia y no estaré muchos días aquí.

—La persona que usted menciona sí trabajó aquí, pero hace rato que no sabemos nada de él.  Lo sucedido fue muy lamentable para la compañía.

Isabela se alarmó. Estaba confundida.

—¿Lo despidieron?

—Fue licenciado de nuestra empresa a causa de su enfermedad. Aún continúa ingresado en un sanatorio.

El corazón de Isabela se aceleró, respiraba con dificultad.

—¿Cómo en un sanatorio?

—Sí, tuvo problemas con su salud mental.

«Problemas de salud mental, sanatorio». —Se repetía a sí misma mentalmente.

—Debe haber un error. No puede ser la misma persona.

—Espéreme un momento —dijo la gerente.

Hizo una llamada y le trajeron una carpeta. Abrió el documento y extrajo un par de fotografías.

—Mírelo bien, ¿es el mismo?

Isabela sintió como si todo daba vueltas. Le faltaba el aire, se puso pálida y un sudor frío le corría el cuerpo.

En una  de las fotografías estaba Jacobo, vestido de traje, prolijo y con su encantadora sonrisa. En la otra, el mismo hombre, pero esposado, con los ojos rojos y desorbitados.

—Venga, siéntese por aquí —dijo la gerente, conduciéndola hasta un mullido sillón y pasándole un vaso con agua.

Isabela no supo cuánto tiempo escuchó a la mujer. Salió del lugar sintiéndose morir por el desaliento, la amargura y la frustración. Según le explicó la gerente, Jacobo Corbellini había empezado a presentar cambios drásticos en su comportamiento, en especial hacia las mujeres, a quienes agredía verbalmente sin causa aparente. Un día tuvo una discusión muy fuerte con una de sus colegas, y cuando todos creían que la situación estaba calmada, Jacobo se dirigió a la cocina, extrajo un cuchillo y sin pronunciar palabra la degolló frente a los presentes.

Fue declarado inimputable por trastorno mental transitorio. Le impusieron una medida de internación en un establecimiento psiquiátrico para recibir tratamiento. Padecía de episodios psicóticos y aún se encontraba internado.

«No puede ser, no puede ser… Dios Santo, ¿cómo pude ser tan ciega? ¿Qué hice? ¡Es un asesino! ¿Por qué me pasan estas cosas, qué tipo de persona soy?».

Isabela deambuló por horas y sin rumbo por las calles de Buenos Aires. Al llegar a la Avenida Corrientes, el bullicio de los transeúntes la aturdía. Los carteles luminosos y las marquesinas de los teatros brillaban intensamente, anunciando las últimas obras y películas. Las librerías de la zona todavía estaban abiertas, invitando a los noctámbulos a perderse entre los estantes llenos de libros.

En medio de la multitud, Isabela se sentía terriblemente sola. Una presión subía desde su pecho hacia la garganta; hasta ese momento, no había llorado. La sensación de pesadez en el cuerpo y la insoportable sequedad en la boca la obligaron a detenerse y buscar a su alrededor un lugar para sentarse. No pudo contenerse. El llanto afloró con tal fuerza que los sollozos sacudieron su cuerpo a manera de convulsiones.

La gente que pasaba por el lugar la veía de reojo. La abrazó la oscuridad de la noche y por fin salió de su ensimismamiento. Respiró profundo y se puso de pie. Debía volver al hostal, todavía tenía una tarea pendiente. Al día siguiente buscó el número de teléfono del sanatorio y llamó para averiguar los horarios de visita.

—Hospital San Rafael, buenas tardes.

—Buenas tardes. Llamo para averiguar por los horarios de visita.

—Las visitas se permiten ´sábados y domingos en horas de la tarde.

—Por favor, vengo de otro país para visitar a un familiar.

—Lo siento mucho, es una política de la institución. Los fines de semana se destinan para que los pacientes socialicen entre sí y con los visitantes.

—¿Pero puedo hablar por teléfono con la persona?

—No, tampoco. Unos pocos pacientes autorizados tienen computadoras en sus habitaciones y desde ahí se comunican con el exterior. Pero la red de wifi se desconecta los fines de semana.

Isabella guardó silencio al otro lado de la línea. Debía tomar una decisión. Su vuelo de regreso era al sábado siguiente.

Oyó la voz que le decía: 

—Hola, ¿sigue ahí?

—Sí… Yo volveré a llamar. Gracias.

Isabela cavilaba sobre lo que debía decidir. Su mente era un torbellino de preguntas sin respuestas: «¿Acaso tiene algún sentido confrontarlo?». «¿Será mejor regresar y olvidarme de todo?». «¿Será que todo fue producto de su mente enferma?». «¿Por qué me mintió, por qué se dedicó a enamorarme sabiendo que lo nuestro no sería posible?».

Aun sin tener una respuesta a sus interrogantes se quedó dormida. Al día siguiente se levantó con la claridad de lo que debería hacer: 

Isabela decidió no visitar a Jacobo. Reflexionó sobre todo lo sucedido y entendió que, aunque la verdad era dolorosa, confrontarlo no cambiaría nada. Regresó a su país, cerró todas las cuentas en redes sociales y aplicaciones de citas y se enfocó en sanar por completo. Aceptó que todo ese tiempo había actuado impulsada por la necesidad de ser  aceptada por otras personas. Con el tiempo y gracias a la ayuda profesional pudo procesar lo vivido y finalmente encontró la paz en la aceptación de su propia compañía.

Gracias a Jacobo, por fin entendió que, la primera y más importante de todas las relaciones, era la que podía tener consigo misma.

lunes, 5 de agosto de 2024

Identidad

Rosario Sánchez Infantas


No vi los ojos anegados de impotencia y desolación de mi madre.

Salí de casa hacia la una de la madrugada cuando todos dormían. Caminé cuesta abajo por el camino de herradura en la noche andina, gélida y estrellada. El ulular del viento, el ladrido lejano de algún perro y uno que otro ruido en las laderas de los cerros me hacían pensar que seguían mi rastro. Dos horas después, cuando llegué a la carretera polvorienta, quedé más tranquilo. El único camión, que comunicaba mi pueblo con otros poblados y con la costa peruana, pasaría por allí hacia las ocho de la mañana. Quizás fuera el medio para subsistir en un mundo desconocido en este año 1943 que empezaba de manera tan peculiar.

El billete de diez soles encontrado la mañana anterior, debajo de mi almohada, fue muy elocuente. Me dijo que mi madre no podía hacer nada más para impedir que mi padrastro me siguiera moliendo a palos con cualquier pretexto. Ella y mis medio hermanitos de siete y cinco años también eran víctimas de su ira que parecía desencadenarse con mi permanencia en su casa. El mensaje también parecía decir que mis trece años me darían el tino necesario para usar el dinero que le había costado una oveja y una paliza de su esposo a mi madre.

Encaramarme al camión significó ingresar a un mundo paralelo respecto a la vida sencilla y pobre del caserío en el que vivía. En la carrocería viajábamos ovejas, gallinas, pequeños cerditos, costales de alimentos y aproximadamente quince personas. Un par de vendedores y un policía hablaban acerca de ciudades, negocios, el mar, los diarios, el correo, el telégrafo. Se ufanaban de conocer Lima, la capital peruana, y daban indicadores reales de lo que en mi pueblo era solo un vago rumor: la segunda guerra mundial. Conversaban sobre aviones, barcos y submarinos, como yo de semillas o yerbas medicinales.


Tras nueve horas la sinuosa carretera atravesó la vertiente occidental de la cordillera de los Andes y nos condujo hasta Pisco. Esta ciudad a la ribera del océano Pacífico contaba con electricidad, servicios básicos, un hospital, y sobre todo llamaron mi atención los barcos nacionales y extranjeros en su puerto.


Cinco días estuve comiendo muy poco para que no se acabara el dinero, y buscando ayudar en tareas sencillas en el mercado a cambio de una fruta, un pan o un refresco. Había personas generosas, así como hostiles y desconfiadas. Dormía sobre unos cartones en el zaguán de una casa que se calentaba con el horno de una panadería vecina. El sexto día muy temprano me encontraba doblando mi cama improvisada cuando se detuvo a mi lado un hombre delgado, de unos sesenta años, con el cabello muy corto, vestido sobriamente con colores oscuros. Se anteponían unas gruesas gafas a los primeros ojos rasgados que vi en mi vida. Al parecer esperaba que abriera la panadería para comprar en ella.

–¿Duermes aquí? ¿Dónde están tus padres? ¿Quién eres? –preguntó, en un español muy extraño, mirando cómo ataba mi manta, una chompa y un par de plátanos.     

Tanta novedad y trances que enfrentar no me habían permitido darme cuenta cabal de mi situación. La pregunta del hombre mayor hizo desbordar mi desolación. Lloré agitadamente unos minutos. Cuando me restablecí, dudé unos instantes en hablar. Yo era un aborrecido, un estorbo, que no valía ni lo que comía. Esa era la identidad que había logrado hasta ahora. Le conté brevemente mi vida justificando, en la extrema pobreza familiar, la decisión de mi madre.

–Es decir, ¿no conoces a nadie aquí? –interrogó.

–No, patroncito, no conozco a nadie.

–¿Me quisieras ayudar a cambio de comida y alojamiento?

Nuevamente las lágrimas acudieron a mis ojos. Mi madre debe estar orando mucho por mí, pensé. Acepté sin dudarlo.

Así fue como llegué a ser aprendiz en la Imprenta Nagami y ayudante en las actividades domésticas de este parco y solitario hombre de buenas maneras que vivía en la trastienda de su pequeño negocio. Al parecer le agradó mi diligencia, limpieza y gratitud. Elaborar calendarios, tarjetas, formatos de recibos, pagarés y documentos estatales dejaba intervalos libres en los cuales me instruía sobre las artes gráficas, expresiones en español, una alimentación adecuada y recomendaciones para templar el carácter. Dado mi interés por aprender, un día me prestó un diccionario ilustrado, más adelante me explicaba historia, geografía y culturas diferentes en su mapamundi. Posteriormente cogía una enciclopedia, seleccionaba una sección, me ordenaba leerla y luego lo comentábamos. Paulatinamente me fui identificando como habitante del mundo. El señor Nagami mencionaba cada capacidad que yo ponía en práctica cuando hacía mis tareas asignadas: tolerancia, humildad, laboriosidad, orden, respeto, prudencia; así fue como me construí otra identidad.

Al concluir las vacaciones escolares, este respetado artesano me preguntó si deseaba continuar estudiando. Maravillado por las cosas que me sucedían, en abril de 1943 empecé a cursar el tercer año de primaria, como alumno libre, pues no tenía mis documentos personales. Fue entonces cuando supe que mi apoderado se llamaba Hanzō Nagami Sato.

La radio estaba encendida desde el amanecer hasta que nos íbamos a dormir, difundiendo música y los boletines noticiosos por la mañana, en la tarde y por la noche. Los aliados enfrentaban al eje Lobelto: Loma, Belín y Tokio, decía el señor Nagami, al no pronunciar correctamente la letra erre. El mundo se hizo diverso, complejo pero próximo. En el mapamundi, Guadalcanal, donde se libraban batallas terrestres, navales y combates aéreos, estaba a la misma latitud que Perú. Imaginaba cómo sería sobrevivir en Leningrado sitiada, a treinta grados bajo cero. Tenía sentimientos encontrados, me alegraba que el Ejército rojo hubiera roto el sitio nazi de esa ciudad; pero me sentía obligado a optar por los amigos de este hombre bueno, incluso sabiendo que los Estados Unidos de Norteamérica tenían mucha influencia económica y política en el gobierno peruano, y que el Perú había decidido apoyar a los aliados. Era como ver una película: submarinos hundiendo convoyes de barcos, desembarcos aquí y allá, la destrucción del Afrika Korps, bombardeos de fábricas de armas, capitulaciones. 

La vida me había cambiado. Retomé con gusto mis estudios escolares, a pesar de las burlas de mis compañeros costeños, por ser mayor que ellos y por el dejo propio de mi comunidad. El director y los docentes me identificaron como responsable y diligente. El señor Nagami también confiaba mucho en mí y cuando iba a realizar diligencias o en sus breves y esporádicos viajes me dejaba en la imprenta.

Por lo que escuchaba, y el señor Nagami me explicaba, entendí que los enfrentamientos se daban por varios océanos y países. Comprendí por qué la Marina de Guerra peruana protegía más que nunca nuestro litoral, especialmente la refinería de Talara que producía tanto recursos energéticos para la maquinaria bélica de los aliados, como para el consumo nacional. Bolivia y Colombia eran beligerantes con Alemania. Al año siguiente, en Panamá, un destructor colombiano vencía en batalla al submarino alemán U-154. Sentía que la guerra se acercaba.

Seguramente antes hubo terremotos, erupciones de volcanes, maremotos, independizaciones de colonias o se descubrieron antibióticos, pero hasta ahora me enteraba. Comenzaríamos 1945 sabiendo que las tropas soviéticas liberaron a cinco mil prisioneros en el campo de concentración de Auschwitz, que los aliados lanzaron tres mil toneladas de bombas sobre Berlín, que los Estados Unidos bombardearon Tokio, que Argentina le declaró la guerra a Alemania y a Japón. En este año, culminaría mis estudios primarios que inicié con mucho entusiasmo.

La tarde del miércoles nueve de mayo regresé del colegio y hallé cerrada la imprenta. No estaba el señor Nagami, cené como siempre y me puse a hacer los deberes escolares. Me quedé dormido esperándolo. A la mañana siguiente tampoco llegó; pensé que quizás hubiera enfermado. Quise ir a buscarlo, pero temía que regresara y necesitara mi ayuda. También me preocupaba no asistir al colegio. No llegó ese día ni los dos siguientes. El sábado lo busqué en el hospital y salí a preguntar a los vecinos y conocidos. El lunes fui a conversar con el director llevándole un paquete de libretas de notas que habíamos imprimido. Me atendió inmediatamente, cerró la puerta de su oficina, con gesto de gran preocupación y bajando la voz me dijo:

–Un familiar militar me ha informado que Nagami no es su verdadero apellido… y que es un espía japonés. No sabemos dónde está. ¡No deben relacionarte con él!

–¿A dónde iré, maestro? Mi padrastro no me quiere en su casa. Si vuelvo le va a pegar a mi mamita. ¿Y las propiedades del padrecito Nagami? Todas sus máquinas y sus cositas están ahí.

–Ya no vuelvas a la imprenta. Es peligroso. Hoy día puedes dormir aquí. Te buscaré donde alojarte –musitó moviendo la cabeza con preocupación.

De esta manera recalé, como jardinero y ayudando en tareas domésticas, en casa de una pareja italiana amiga suya, la cual al año siguiente se fue a vivir a la capital. Trabajando para ellos terminé la educación secundaria y luego me formé como suboficial de la Guardia Civil del Perú. Tras quince años de ejercicio profesional me destacaron a Pisco. En el lugar donde estaba la imprenta, hay una apacible placita con grandes árboles y ornamentos sencillos de piedra y hierro forjado. Me senté en una banca y agradecí al hombre desconocido que me dio otra identidad. Tratado con dureza e injusticia, pero ningen, humano, igual que él.