Sonia
Manrique Collado
El profesor Víctor salió de su casa poco después de
las tres de la tarde. Su clase empezaba a las cuatro y necesitaba casi una hora
para llegar a su destino. Esperó unos minutos en el paradero hasta que llegó la
combi. Subió y tranquilamente se sentó en un lugar donde el sol no era muy
fuerte. El sol de Arequipa es dañino y las personas tratan de evitarlo usando
sombrillas, gorros y sombreros. Muchos usan lentes oscuros también.
Media hora después el profesor Víctor llegó a la
avenida Ejército. Bajó de la combi y cruzó a fin de tomar la siguiente. Tuvo
suerte y pudo abordar una de las tantas que pasan por ahí. Esta vez no pudo
evitar el sol porque el único asiento disponible estaba para ese lado. Se sentó
y deseó que el vehículo partiera de inmediato,
quería llegar temprano. Eran días muy ocupados. Esa tarde, aparte de con
Manuel, tenía clases con Fernanda, Javier y Marcos. Ellos viven en diferentes
lugares muy distantes uno del otro.
El profesor Víctor se jubiló hace algunos años pero
sigue trabajando de manera particular. Él no tolera estar en su casa todo el
día, pues se aburre. Además, necesita el dinero: su pensión es baja y no le
alcanza para solventar sus necesidades. En general se siente muy satisfecho en
su trabajo. El único problema es cuando los alumnos cambian de planes y no le
avisan. Ha sucedido a veces, eso le causa grandes problemas porque se ve en
medio de la calle sin saber qué hacer.
El profesor Víctor bajó en la esquina de la
urbanización El Bosque y empezó a
caminar. Miró su reloj: estaba a tiempo. Recorrió tres cuadras y al llegar a la
casa de Manuel, de inmediato tocó el timbre. No hubo respuesta, esperó unos
segundos y volvió a tocar. Nada. Empezó a sentirse angustiado, ¿lo habrían
dejado plantado otra vez? Ya había sucedido antes pero él les dijo que no lo
volvieran a hacer pues le causaban muchos problemas. Tocó una vez más, entonces
escuchó una voz:
─No hay nadie en la casa ─dijo el vigilante.
─¿No hay nadie? Pero no puede ser, me citaron a las
cuatro.
El vigilante se encogió de hombros y se alejó. El
profesor Víctor sintió que el mundo caía sobre él. Sacó su celular y marcó el
número de la madre de Manuel. No hubo respuesta. Ahí estaba, muy lejos de su
casa y sin poder pensar con claridad. Su siguiente clase era a las cinco y
media. Volvió a marcar el número con igual resultado. Empezó a sentir el dolor
en sus piernas; no puede estar de pie mucho tiempo debido a la secuela de una
enfermedad. Caminó hacia la esquina en estado de total confusión, ¿dónde iría?
El sol caía fuertemente y él experimentó una sensación de vértigo.
Después de algunos minutos pudo cruzar la avenida.
Pensó en Joaquín, el día anterior su mamá le había llamado pidiéndole por favor
que le ayudara para un examen. Pero el profesor Víctor se negó, nada podía
hacer: no le alcanzaba el tiempo. Empezó a caminar hacia la plaza, ahí hay
bancas y necesitaba sentarse. La casa de Joaquín está al otro extremo de la
ciudad, llegar ahí toma cerca de una hora. No tenía caso pensar en esa
posibilidad. Llegó a la plaza y se sentó, algunos árboles atenuaban el efecto
de los rayos solares. La mezcla de cólera e impotencia cedió un poco y el
profesor trató de relajarse.
“No soy importante para nadie”, pensó. En los años
que trabajaba como profesor particular varias veces lo habían dejado plantado.
Sin embargo, le gustaba su actividad ya que le permitía estar en contacto con
niños y ellos le contagiaban su alegría. Los consideraba parte de su familia y
hacía cualquier cosa por ellos. Su boca dibujó una leve sonrisa. En ese momento
sonó su celular y se apresuró a responder.
─¿Profesor Víctor? ─dijo la voz amable de la señora
Marina, madre de Manuel.
─Sí, buenas tardes ─respondió él─. Estuve en su casa
esperando.
─Hoy no va a poder hacer clases Manuelito ─dijo una
voz despreocupada al otro lado.
─Eso me debió avisar ayer, señora ─dijo el profesor
sintiendo una inmensa cólera.
─Entonces quedamos para mañana, profesor. Mañana a
las ocho lo esperamos.
─Pero señora, me han hecho perder una hora de
trabajo ─insistió él.
Ella ya había colgado. Miró su reloj, eran las
cuatro y treinta. Tenía que hacer tiempo hasta las cinco para tomar la combi
que lo llevaría a la casa de Fernanda. ¿Qué haría? Imposible caminar hasta la
avenida Ejército. Sus piernas no soportaban más de diez minutos de caminata. En
ese momento volvió a sonar su celular.
─¿Aló? ─respondió el profesor con voz desganada.
Escuchó una voz femenina, era la madre de Fernanda.
Le dijo amablemente que ese día no podría hacer clases pues tenían cita con el
dentista. El profesor Víctor hizo un gesto de hastío y estuvo a punto de
estallar.
─Pero señora ─interrumpió molesto─, eso debía
avisarme ayer. Yo tengo mi horario muy planificado. A última hora no se pueden
hacer cambios.
─Disculpe, se me pasó. Lo esperamos el lunes a las
seis. Hasta luego.
El profesor Víctor no podía creer lo que estaba
sucediendo. “Es cierto”, pensó. “No soy importante para nadie”. El abatimiento
lo invadió y en ese momento decidió que su ciclo había terminado. Miró hacia el
cielo y notó que los rayos de sol se habían hecho débiles. El frío avanzaba
rápidamente. Los cambios de clima son abruptos en esta ciudad.
Tomó su celular, lo abrió y sacó el chip. Se levantó
de la banca dejando el aparato ahí. El celular era la única forma de
comunicarse con él, no usaba Internet y sus alumnos no conocían su casa. Empezó
a caminar y disimuladamente dejó caer el chip. Su cólera dio paso a la tristeza
mezclada con alivio.
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