jueves, 13 de noviembre de 2014

Los condenados

Sonia Manrique Collado


Siempre recuerdo a mi abuela, la mamita Donata, cuando contaba cosas de su pueblo. Decía que se aparecía el diablo y que venían de visita los muertos condenados. Afirmaba que el destino de los que habían cometido pecados imperdonables era vagar por siempre. Un día pasó por la capilla del pueblo en la noche, estaba cerrada pero podía escuchar los lamentos de un hombre pidiendo perdón. "Era un condenado", dijo mi mamita Donata. También nos contaba que de tiempo en tiempo el diablo pasaba por el lugar en un carruaje tirado por caballos, los pobladores se despertaban debido al ruido de cadenas y salían a la puerta sintiendo una mezcla de curiosidad y terror. El carruaje pasaba y detrás de las llamas ellos podían distinguir la figura de Satanás. El miedo me invadía al escuchar las historias de mi abuela pero creo que las disfrutaba.

Cuando yo era muy niña se hablaba mucho de Mónica, la llamaban "la condenada". Los adultos utilizaban su historia para ilustrar lo que sucedería con los que agredían físicamente a sus madres. Mónica había muerto pero se levantaba todas las noches, no podía ser aceptada en el cielo porque en vida había osado golpear a la suya. Lo que más recuerdo es que un joven conoció a Mónica en una fiesta. Hicieron amistad y al final él ofreció llevarla a su casa pues era tarde. Al verla tiritar de frío, le prestó su casaca. Llegaron y se despidieron. Al día siguiente el joven regresó para que se la devolviera pero salió una señora quien le dijo que su hija Mónica había muerto años atrás. Él no creía así que ella le propuso ir al cementerio. Fueron y él casi se muere de un infarto cuando vio su casaca colgada al lado de la tumba de Mónica. Así me contó mi tía Chela. Más bien, esa historia no sucedió lejos sino en la ciudad en la que vivo. Bueno, en la que vivía.

En este momento en el que me dirijo hacia el pueblo de mi abuela, parece que este paisaje ya lo vi alguna vez. Es extraño que no haya más pasajeros en el vehículo. Es un ómnibus grande, en realidad me recuerda a un tren. Tampoco recuerdo haber pagado el pasaje. Veo esos campos verdes de los que tanto hablaba mi madre, no hay personas trabajando en ellos. La carretera no está asfaltada y de rato en rato el ómnibus-tren da saltos. Nadie me ha dicho que estoy yendo al pueblo de mi abuela pero yo lo sé. Desde mi asiento no veo al chofer del vehículo, cuando subí tampoco vi a nadie. Ahora que recuerdo, yo estaba en la esquina y el bus simplemente se detuvo sin que le hiciera una señal. No hay duda, parece que todo está muy bien organizado, es como si alguien estuviera dirigiendo todo.

Pienso que las historias de mi abuela me servirán mucho ahora que estoy yendo a su pueblo. Me imagino la iglesia, quizás es grande como todas las iglesias de los pueblos pequeños. En su interior están los hermosos decorados y las espectaculares estatuas de los santos. Es alta, altísima.  Antes de ir ahí pasaré por el cementerio a darle una mirada. A veces mi madre contaba historias de lo que sucedía ahí, era en esos momentos cuando nos llevábamos bien. Nunca me dijo por qué no había querido regresar a su pueblo, parecía que lo odiaba. Es extraño, todos sus hermanos regresaban cada año para la fiesta patronal y no dudo que lo seguirán haciendo. Mi madre ahora está enterrada en un cementerio que inauguraron hace poco, obviamente no pude asistir.  Aunque si he de ser sincera creo que no lo deseaba, no tenía nada que hacer allí.

El juicio fue bastante corto y no hicieron falta muchos testigos. Además yo dije la verdad desde el principio, no tenía sentido negar nada. Quería terminar con todo de una vez. Sin embargo, la perspectiva de vivir en una prisión era demasiado horrible así que decidí tomar una decisión más práctica: si ya había matado una vez sería un poco más fácil hacerlo una segunda. Era urgente librarme de la cárcel. Claro, sabía muy bien que mi destino sería el mismo que contaba mi abuela: vagar eternamente. Lo prefiero a estar en una cárcel de mujeres. Soy una persona demasiado joven para vivir con delincuentes de alta peligrosidad, podrían hacerme daño; pero me condenaron a ir con presas adultas porque había cumplido la mayoría de edad el mes anterior. Mala suerte.

El ómnibus-tren sigue haciendo el mismo ruido y por fuera ya puedo distinguir algunas casitas. Me voy acercando al pueblo, quiero conocerlo. Me siento ligera y bastante relajada. Es extraño, no tengo remordimientos, el miedo se ha ido y mi curiosidad por el futuro aumenta. Mi abuela decía que, después de morir, las necesidades físicas se podían sentir por cuarenta días. Por eso muchas personas entierran a sus muertos con algunos alimentos y bebidas. Yo pienso que es una gran muestra de consideración. Aparte de ello, hay un pensamiento que me atormenta: en uno de los libros del abuelo leí que los suicidas estaban condenados a sentir sed por toda la eternidad, ¿será cierto? Pero era un librito con muchas tonterías, no debo darle importancia.

No recuerdo bien lo que sucedió después que me colgué en la celda. Pero los momentos anteriores fueron de nervios, felizmente conté con la complicidad de uno de los guardias que me facilitó la cuerda. No tengo idea por qué me ayudó, intuyo que quizás sufrió lo mismo que yo con su madre. Creo que desde el principio le caí bien. “Eres muy chiquilla”, dijo mientras me miraba con compasión. No iba a ser posible para mí soportar las maldiciones de mis familiares. Ya durante el juicio fueron a insultarme y uno de mis tíos casi me pega. Prometieron ir a la cárcel todas las semanas a martirizarme. No hay duda que lo que hice fue lo mejor.

La muerte de mi madre fue accidental. Acepto que la puñalada la di yo pero de ninguna manera fue algo planeado, jamás se me pasó por la cabeza enfrentarme a ella de esa manera. Lo cierto es que me había pegado demasiado ese día y estaba fuera de mí, por eso tomé el cuchillo y acabé con todo. Fue muy rápido, no pensé en nada. Vi sus ojos aterrorizados mientras la atacaba. La verdad es que incluso en esos momentos sentí miedo de ella, su mirada siempre me había intimidado y sus golpes eran tan terribles que muchas veces pensé que vagar eternamente por los pueblos abandonados sería un buen escape. Pero no pude decir nada de eso en el juicio, siempre me enseñaron que estaba prohibido criticar a la madre. Así que me limité a declarar mi culpabilidad.


Bien, aquí termino mis reflexiones, ya he llegado al pueblo de mi abuela, a ese pueblo al que mi madre no quiso regresar. El ómnibus-tren se ha detenido, me levanto de mi asiento y me dirijo a la puerta de salida. Hoy empiezo una nueva vida.

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