Karina Bendezú
Sus padres habían
comprado la casa antes que Luna y sus hermanos nacieran. La antigua casona de
techos altos, grandes ventanales y largos pasillos, contaba con un extenso
jardín interior y habitaciones amplias. La propiedad se encontraba frente a un inmenso
parque poblado de frondosos árboles y gran variedad de flores silvestres. Villa
del Parque sería el lugar perfecto para criar a sus hijos y verlos crecer.
Marta y Felipe, los padres de Luna, habían dedicado mucha energía y paciencia a
ambientar su hogar y convertirlo así en un espacio agradable y armonioso para
vivir. Con el correr de los años, los niños crecieron vigorosos y felices
disfrutando de su hermosa casa y del esplendoroso verdor de la zona.
Marta entra a la
habitación de Luna.
-¡Buenos días pequeña
dormilona, despierta que es hora de desayunar! –le dice su madre corriéndole
las sábanas que la cubrían.
-¿Qué hora es mami?
–pregunta Luna.
-Son las ocho de la
mañana y te estamos esperando abajo.
Luna desciende por las
escaleras y entra estrepitosamente a la cocina comedor. Saluda a sus padres con un beso en la mejilla y a sus
pequeños hermanos que devoraban el desayuno, los saluda despeinándoles.
-¡No me esperaron
pequeños hambrientos! –les reclama Luna.
Luna se sienta a la
mesa.
-¡Qué delicia haz
preparado hoy domingo mamá?
-Huevos revueltos y
salchichas –contesta Marta.
-Qué rico mami. ¡Hay si
les cuento lo de ayer!
-Escuché ruidos por la
madrugada, ¿eras tú? –preguntó Felipe.
-Sí papá, tuve una mala
noche... pero eso no fue todo. Desde el balcón de casa vi a un extraño anciano caminar
en el parque, me miró fijamente, tanto así, que no me quitaba la mirada de
encima y de pronto, me sonrió, me asusté tanto que corrí a esconderme a mi habitación
–relataba Luna exaltada.
A tempranas horas de la
madrugada, Luna se sienta en la cama algo angustia. Sus largos cabellos rojizos
estaban todos revueltos como si fuera un gran nido de pájaros. Luna se levanta
tambaleándose y apoyando sus manos sobre la pared para no caer, intenta abrirse
paso en medio de su ropa y accesorios regados por el piso de su habitación. La
noche anterior había tenido una fiesta de cumpleaños y llegó tarde a casa.
Prende el interruptor de la luz del baño que ciega de golpe sus grandes ojos
verdes. Se lava la cara con agua fría para despertar del todo y camina descalza
por el largo pasillo hacia el balcón de la casa, desde allí podía contemplar el
inmenso parque.
Apoyada en la baranda,
Luna observa un movimiento extraño entre las sombras. ¿Quién podría ser a esas
horas de la madrugada? La silueta se iba acercando cada vez más hacia la luz
del antiguo poste. Al parecer era una persona mayor que caminaba lentamente y algo
encorvado. El anciano avanzaba apoyado sobre un extraño bastón que en su mango llevaba
una gran roca que brillaba iluminándose cada vez más a medida que se acercaba
hacia la luz. De pronto, el anciano levantó su rostro y la miró fijamente.
¿Cómo pudo darse cuenta que lo estaban observando? Aterrada, su corazón empezó
a palpitar velozmente llevando sus dos manos al pecho intentando apaciguar el
ruido que producían sus latidos, como si el extraño del parque fuera a
escucharlos... El anciano no le quitaba la mirada de encima, unos segundos
después, el viejo le sonrió y siguió su rumbo perdiéndose entre los árboles.
Luna regresó a toda prisa corriendo a su habitación, se metió debajo de las
sábanas cubriéndose por completo obligándose a dormir para no despertar hasta
unas horas después.
Luna era una jovencita
encantadora y risueña, amaba a su familia por sobre todas las cosas y adoraba especialmente
a sus pequeños hermanos, Joaquín y Matías, un par de chicos revoltosos que le
hacían las mil travesuras. Sus hermanos jugaban a la pelota y buscaban a Luna
insistiéndole a unirse al juego, pero a pesar de sus esfuerzos no lo
conseguían. Luna vivía en su propio mundo de fantasías, escuchando a las aves,
saludándolas e imitando su canto, eran sus amigas decía, ¡desearía poder volar
como ellas y ver todo desde las alturas extendiendo mis brazos! -pensaba Luna. A
Luna le gustaba mucho cantar y lo hacía al aire libre, caminando o paseando. En
el parque libreta en mano, la joven niña pasaba las tardes dibujando a sus
amigas las aves pintándolas de muchos colores, su pasatiempo favorito.
Al día siguiente iniciaban
las clases del nuevo año escolar. Luna se reencontraría con sus compañeros de
curso. Al llegar a la institución, Luna se acercó a sus amigos de siempre y los
saludó afectuosamente. El sábado había visto a algunos de ellos en el
cumpleaños de Karen, su compañera de estudios. Luna saludó con un beso a su
amiga Raquel. Raquel la esquivó y se alejó de su lado hacia otro grupo de
estudiantes. Luna no entendía su actitud, la llamó por su nombre pero Raquel le
dio la espalda alejándose aún más de ella. Luna se acercó a sus compañeras
Karen y Marisa.
-Chicas, ¿qué le sucede
a Raquel? ¿Por qué se comporta así? –preguntó Luna entristecida.
-Ambas discutieron en
la fiesta ¿lo recuerdas? –preguntó Karen.
-¡Sí, delante de todos,
no sé que le sucedió, pero pensé que había pasado! –contestó Luna.
-Ustedes andaban todo
el tiempo juntas, parece que se aburrió, tal vez sus diferencias de caracteres,
¡no sé qué decirte!, no le des importancia a ello Luna –minimizó Marisa.
Luna escuchaba cada
palabra de lo que las chicas le decían. En su interior sabía que Raquel no era
una chica feliz. Sin embargo su abuela y su tía, eran unas mujeres encantadoras,
ellas se alegraban mucho cada vez que Luna iba a visitarlas. Pero Luna se
preguntaba -¿por qué del cambio tan abrupto? Luna tenía un alma compasiva por
los que sufrían y deseaba contagiar con su alegría a aquel que la necesitara. El
resto del día Luna no hizo ningún comentario al respecto. Al finalizar las
clases se dirigió a su casa tratando de entender. Al menos su mejor amigo
Charly la hacía reír con sus ocurrencias y olvidarse del mal rato. Pero lo peor
de todo no había pasado aún.
Al día siguiente, el
profesor de francés, Alfred, había otorgado los últimos quince minutos libres
para que sus alumnos hicieran lo que quisieran. Y así lo hicieron. Minutos
antes de terminar la hora de estudios, de repente, las voces de un grupo de
muchachos causaron un gran alboroto pasándose entre ellos un misterioso
cuaderno, lo cual inmediatamente llamó la
atención de Alfred. El profesor se acerca al grupo y pide que le entreguen el cuaderno,
lee su contenido unos segundos haciendo cambiar bruscamente la expresión de su
rosto. Enojado, llama severamente la atención al grupo revoltoso, ¿qué habría en
su interior?... Horas más tarde corrieron los rumores… el mejor amigo de Luna,
Charly y otros chicos habían dibujado en el cuaderno obscenidades sobre ella.
Luna era una chica muy llamativa y a medida que crecía se iba convirtiendo en
toda una joven mujer, haciéndola aun más bella y radiante. Charly trató de
disculparse con su mejor amiga por lo sucedido pero Luna entristecida se alejó
de él, borrando su presencia por el resto del día.
Sus dos amigos, con
quienes Luna pasaba más tiempo juntos, ya no lo eran. El lazo que los unía se
había roto, Luna se sentía desolada. Los días siguientes, la joven adolescente
pasaba las tardes en el parque, en soledad, rodeada de sus amigas las aves.
Cientos de tordos, golondrinas, gorriones, petirrojos, canarios y colibríes cantaban
sin cesar en las copas de los frondosos árboles y aquel canto la tranquilizaba.
Los padres de Luna notaban que su hija se encontraba distante, pero Luna
cambiaba la expresión de su rostro y les regalaba una sonrisa, no quería
preocuparlos. Sus hermanos la seguían buscando para jugar, esta vez Luna sí
accedía a sus juegos, quizás para olvidarse de todo lo sucedido y no pensar, pero
en el fondo nada podía sacarla de su tristeza.
Sentada en la fresca
yerba, concentrada en sus dibujos, de pronto se le aparece junto a ella el
extraño anciano que noches atrás había visto salir de las sombras. Lo reconoció
por el singular bastón. Sin poder moverse, respiró hondo, levantó la mirada y esta
vez pudo ver su rostro de cerca.
-¡Veo que dibujas muy
bien! –exclamó el anciano.
Las palabras del misterioso
señor eran suaves como el viento, contrariamente al aspecto que mostraba. Al
escucharlo, Luna se tranquilizó.
-Gracias –contestó
Luna.
El anciano llevaba un
largo tapado de lino color beige algo viejo y rotoso que lo cubría por completo,
su rostro tenía apenas unos cuantos surcos en la piel signos del paso de los
años. Por su aspecto, Luna podía imaginar que el viejo tendría ochenta años. El
bastón seguía pareciendo particular, pero más misteriosa aún era la hermosa piedra
que llevaba en el mango atada con unas cintas de cuero. La piedra era de un
color morado oscuro brillante y su luz producía un efecto especial sobre Luna.
-¡Qué linda piedra
lleva en su bastón! –exclamó Luna.
-Muchas gracias
jovencita, es una amatista.
El anciano, sujetando
su bastón con firmeza, se acomoda lentamente junto a Luna.
-Es una piedra que
alivia las penas y ayuda a perdonar, pero sobretodo, devuelve la alegría y la
paz al corazón –continuó diciendo el extraño.
¿Cómo sabía el abuelo
por lo que ella estaba pasando? ¿Era tan evidente la expresión de su rostro
como para que el anciano le dijera esas palabras? Luna quería salir corriendo de
allí.
-No temas Luna, he
venido a ayudarte.
-¿Quién eres? –le
preguntó Luna.
-Pon tus manos sobre la
piedra y cierra tus ojos, no los abras, -enfatizó el anciano- así podrás saber
quién soy.
Luna obediente hizo lo
que le anciano le dijo, agarró la bella amatista con ambas manos, cerró sus
grandes ojos verdes y miles de luces multicolores empezaron a invadir su mente.
Fascinada pudo ver quién era realmente el misterioso anciano, vio mundos jamás
antes vistos y mucho más, sintió elevarse y volar por los cielos como lo hacían
sus amigas las pequeñas avecillas y por último como por arte de magia, la pena que
sentía por sus dos amigos había desaparecido por completo. Retiró las manos de
la piedra y abrió sus ojos. Luna miró por todos lados, el anciano había
desaparecido, ¿habría sido todo un producto de su imaginación? pero no, junto a
ella yacía la preciada amatista. Luna agarró la piedra y corrió rápidamente a su
casa. Al llegar, se dirigió en busca de sus padres, les enseñó la hermosa
amatista y contó detalle por detalle lo que había visto.
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