Cecilia Escobar
Eran casi las seis de la tarde de aquel viernes de
abril y Marcela estaba muy inquieta. Nerviosa caminaba de un lado a otro,
cambiando las cosas de lugar y dando los últimos toques a la salita de su casa
ubicada en Prenzlauerberg, un barrio muy concurrido de Berlin. La visita que
esperaba llevaba más de media hora de retraso. Cappuccino, galletas, tulipanes
y unas velitas formaban parte de lo que ofrecería a su visitante. Lanzó una
última mirada a la mesita de vidrio y el sofá de cuero donde recibiría a Helena
y se sintió avergonzada. Apagó las velas de un soplido y abrió la ventana, se
quedó unos segundos contemplando hacia fuera la tarde gris, anhelando la
llegada de la primavera. El timbre de la puerta del edificio la hizo
sobresaltar.
-Soy Helena –dijo la voz pícara por el
intercomunicador.
-Sube –respondió Marcela, quinto piso.
Marcela sintió el corazón desbocado, las manos le
temblaban. Había esperado tanto aquel encuentro. La
ocasión perfecta para intimidar, aunque no podía explicarse con exactitud la
razón por la cual, una mujer como ella con un cuerpo voluptuoso -casada con Rodrigo de la Peña desde casi
seis años- anhelaba tener cerca aquel cuerpo andrógino de pechos de adolescente
y cabellos cortos, pero con un carisma y picardía capaz de volver loco a
cualquiera.
La había conocido durante una fiesta de solidaridad
organizada por una institución feminista “Papier für alle” de ayuda a mujeres
sin papeles en Berlin. Marcela asistió como traductora voluntaria de castellano
y Helena formaba parte del grupo organizador del evento. Desde entonces habían
coincidido en algunas otras reuniones, en las que ver a dos mujeres bailar
abrazadas y acariciarse formaba parte del paisaje natural.
Fue en la última fiesta -cinco meses atrás- en la que
Helena intentó mostrarle los pasos del Disco Fox, cuando Marcela se sintió
atraída por aquella estudiante de sociología y dejó que aquellas manos se
posarán sobre sus caderas. Desde entonces, sus días se habían debatido en una
constante lucha. Hacía hasta lo imposible por estar a solas con esa mujer. No
podía entender la necesidad de querer sentir aquellas manos suaves sobre su
piel y la excitaba el imaginarse restregando sus pechos con los de Helena y
sentir su boca besando su sexo húmedo.
¡Qué dirían sus padres si supieran eso, qué diría
Rodrigo!
Rodrigo su esposo era abogado bilingüe y ganaba mucho
dinero asesorando inmigrantes de habla hispana. Hijo de padres españoles, había
nacido en Munich cuatro décadas antes y sabía exactamente, como sacarle partido
a sus raíces culturales. Marcela nacida en Venezuela treinta y tres años atrás,
no compartía con Rodrigo los mismos ideales, se amaban en otro plano. Para
Marcela, Rodrigo era el único ser capaz de llevarla al orgasmo intelectual.
Cuando Helena llegó jadeante al quinto piso, Marcela
la esperaba en la puerta de su apartamento. Helena le regaló una amplia sonrisa
mientras Marcela se perdía en lo profundo de los ojos verdes de su visitante.
Se acercó y la abrazó fuertemente, como a alguien que viene desde muy lejos.
Helena la miró sorprendida, mientras Marcela sonriente le pedía que pasara al
interior.
-He tardado un poco buscando la dirección –se disculpó
Helena. Afuera la llovizna hace
imposible la visibilidad. He venido en bicicleta –subrayó.
Marcela fue al baño y le trajo una toalla. Estás
empapada -le dijo. Quitate la ropa
mojada y la pondremos sobre la calefacción. ¿Quieres un cappuccino? –le
preguntó mientras desviaba la mirada de los pezones que se alzaban orgullosos
detrás del bivirí de Helena. Caminó a la cocina y Helena vino también con ella.
Marcela le mostró orgullosa su máquina italiana. Hace unos cafés deliciosos –le dijo mostrando su mejor sonrisa.
Helena se pasó las manos por la cabeza apretando su
cabello y dándole sin querer un estilo punk
a su pelo. Marcela sonrió al ver el cabello de Helena y se acercó para
acomodárselo. Fue en aquel instante -en el que quedaron muy cerca la una de la
otra- cuando Marcela descubrió que a pesar de sus deseos, no sería capaz de
besar a una mujer. Por lo menos, no sería la primera en intentarlo. Había algo
en su interior que no se lo permitía y no precisamente el hecho de estar
casada, intuía que Rodrigo tenía amoríos cuando viajaba al interior o fuera del
país. Èl estaría quizás en aquel momento disfrutando con otra sus días en
Madrid. Se apartó rápidamente ofreciéndole el cappuccino.
Caminó hacía la sala dándole la espalda a Helena que
bebía a sorbitos y desconcertada buscaba el azúcar. Aquí están los textos
traducidos –dijo mientras tomaba el portafolios que estaba sobre el sofá
intentando guardar la compostura, mientras pensaba: ¿Dios mio, seré lesbiana?
-Sabes que estamos muy agradecidas contigo... –respondió Helena echándole dos
cubitos del azúcar hallada sobre la mesa junto al sofá.
-No tienes nada que agradecerme –la interrumpió
Marcela. -La labor que ustedes hacen,
es digna de ser admirada.
La visitante se llevó a la boca una de las deliciosas
galletas de almendras mientras observaba
el techo alto del apartamento y las estanterías llenas de libros. -Las hizo Rodrigo el fin de semana antes de volar a Madrid -dijo Marcela
ingenuamente. Helena tosió varias veces y luego sonrió cambiando el tema. Observó
fijamente a su anfitriona que
recogía de la mesita las tazas y las llevaba a la cocina. Admiró lo melodioso
de su voz cuando le hablaba de “los fondos del Senado Europeo designado para la
integración de las mujeres inmigrantes...”
Las horas pasaban y después de haber bebido casi una
botella de vino, parecían haber olvidado el nerviosismo inicial. Helena la
miraba fascinada y Marcela disfrutaba con ello. Fue entonces cuando después de
volver Helena del baño, se dirigió a la cocina donde Marcela había llevado los
restos de las Tapas de queso manchego, chorizo, aceitunas y rodajas de pan que,
rápidamente y entre risas habían preparado y degustado. Se acercó a ella por la
espalda y la abrazó aspirando profundamente el olor de su cuerpo. Marcela no
puso resistencia, cerró los ojos dispuesta a disfrutar. Las manos de Helena
iban y venían lentamente por su cuerpo, girándola luego hacía ella. Empezó a
besarle el lóbulo de la oreja, el cuello bajando por su escote, volviendo a
subir hasta su boca. Y muy pero muy lentamente besó sus carnosos labios.
Marcela sintió que flotaba en la séptima nube, se
abandonó completamente a esa nueva sensación. Atrás quedaron los días de
insomnio, la lucha con su moral y educación. Mientras
Helena desabotonaba con una mano la blusa de Marcela para disfrutar de sus
pechos, dirigió la otra mano hacía su sexo, encontrándolo húmedo y tibio.
Helena la llevó al sofá, siguió desnudándola
lentamente, besando con avidez cada rincón de su cuerpo con olor a durazno,
afuera la garúa infernal se había convertido en tormenta. Y cuando Marcela
sintió la boca de su amante jugueteando con su sexo, tuvo la sensación de haber
llegado a casa después de un largo camino.
Una historia maravillosa...
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