Violeta Paputsakis
Hace unos días
había enterrado a su padre y hoy estaba ahí, en esa habitación pequeña y
ordenada, con sus paredes blancas y sus austeros adornos. Un lugar que se había
quedado en el tiempo, con tantos recuerdos de infancia, con frustraciones, con
enojos, pero también con buenos momentos. Ésos que cuando uno ha sufrido
cuestan en llegar y en el segundo que al fin lo hacen se requiere esfuerzo para
retenerlos en la mente aunque sea por unos minutos, para que no se escapen
rápidamente. Y mientras están ahí desmenuzarlos, rememorar palabras, olores,
gestos, movimientos. Algunos huyen, se esconden, entonces entre recuerdos y
sueños de lo que hubiese sido lindo que suceda, se vuelven a construir. Y ya
recreado el momento, uno se regodea, deja la escena de ese niño que fue como en
suspenso y el adulto de hoy hace un recorrido intentando sentir en el ahora ese
mágico y maravilloso instante. Ahí está, en algún tiempo existió, no fue una
ilusión, dice a sus adentros.
En ese magnífico
proceso estaba Dorian, sentado en la cama que había visto contadas veces en los
últimos veinte años. Él ya se había ido, partió con sus enojos, sus pesares y
sus sueños sin cumplir, intentaba evocarlo con amor pero le costaba mucho. Su
padre fue siempre una persona extremadamente exigente y dura, eran escasos los
recuerdos –como el que había trabajado hasta hace instantes- que le dejaban la
boca con un sabor dulce, generalmente lo que sucedía era que llegaba a su mente
algún mal momento que le hizo vivir y eso era suficiente para evitar continuar rememorándolo.
Hoy era inevitable, estaba en su mundo, en el lugar que hasta hace días lo
había rodeado, su habitación, su casa.
Quién hubiera dicho
que podría morir. A sus setenta y siete años, en las pocas oportunidades que se
cruzó con él y de los comentarios que recibió de alguna tía, estaba bastante
bien. Se levantaba temprano, leía los diarios, renegaba por los vecinos que
dejaban la basura en su vereda o los niños que hacían ruido en la calle al
jugar, veía la televisión con un volumen altísimo. Estaba bastante sordo pobre,
recordó Dorian.
Visitaba la
tumba de mamá todos los meses el mismo día, no la fecha en que había fallecido
sino el ocho, el día en que se habían puesto de novios hace más de cincuenta
años. Dorian lo descubrió charlando con un guardia del cementerio, recordó que habló
muy mal de su padre antes de eso, decía que no tenía ni el respeto suficiente
para acudir a la tumba de su esposa, después de todo el tiempo que ella tuvo
que soportarlo. Pero entendió lo errado que estaba una mañana en la que regresaba
de visitarla, era un nuevo aniversario de su fallecimiento, el cuarto ya, se
cruzó en el camino de vuelta con un hombre más joven que él, un guardia del
lugar, Dorian lo saludó en forma educada y se disponía a seguir su paso cuando
el chico le dijo:
-Se nota que esa
mujer era muy amada, es el espacio más concurrido aquí.
Dorian se
sobresaltó, él sólo iba una vez al año o en alguna fecha especial como un
cumpleaños, si lo recordaba, y creyó que se trataba de una broma de mal gusto o
un reclamo hacia él.
–Por qué lo dice
-replicó de forma brusca.
–Un señor mayor
la visita todos los meses -continuó tranquilo el guardia- en la misma fecha, el
ocho, después del segundo año comencé a tomar en cuenta el día. Trae flores y
vuelve poco tiempo después a limpiar el espacio, sacando las marchitas.
Dorian nunca
había caído en la cuenta que la tumba de su mamá siempre estaba impecable,
varias veces él le trajo flores pero nunca había limpiado el lugar ni retirado las
secas, pensó que de eso se deberían ocupar en el cementerio. Por la descripción
que le hizo el guardia se dio cuenta que era su padre, no podía ser nadie más.
Sintió en ese momento que el mundo se le caía encima, le costaba creer que esa
persona de la que él se había alejado en cuanto llegó a la adultez y a la que
consideraba llena de tantos defectos, podía ser capaz de tanto amor. Sabía que
quería a su madre, también fue testigo de innumerables discusiones y había
visto llorar a su mamá muchas veces, incluso cuando partió de casa le ofreció
irse con él, Sonia nunca quiso y Dorian jamás la entendió. En ese instante todo
tomó otro sentido.
Tantos momentos
y sentimientos encontrados en una única persona, incontables cosas que no le
pudo decir y hoy ya no está, ya no es posible. Recorrió la habitación con su
mirada una vez más, vio los pocos objetos que lo rodeaban, fijó la vista cerca
de él y observó la mesa de luz con un libro a medio leer, dos pares de anteojos
al costado y una lamparita, recordó como le gustaba a su padre leer y le llamó
la atención que a su edad lo continuase haciendo, tomó el libro en sus manos
sin mirar siquiera el título y lo abrió en el lugar en el que estaba marcado.
Comenzó a recorrer con la mirada un párrafo cualquiera, “Cuenta la leyenda la
mágica y desconocida tarea que tienen los muros y las paredes de toda
construcción de transmitir información al universo, permitiéndole así captar la
energía de las historias que se entretejen en nuestro planeta”.
Dorian nunca
había sido lector, no le gustaban los libros y sólo los había tomado cuando por
razones de estudio era imposible evitarlo. A diferencia de su padre y quizás
como una forma de rebeldía nunca había leído una novela, a pesar de las
innumerables veces que Gregorio había llegado a casa con una bajo el brazo para
él, éstas siempre habían quedado por ahí sin siquiera ser abiertas. En esta
ocasión el relato despertó su interés así que continuó leyendo. “Si alguien
comenzara a retirar sus capas con cuidado, encontraría en medio de ellas
diminutos textos que cuentan las historias y los sentimientos que inundan el
lugar. Este fenómeno se debe a que cada vez que hablamos nuestras cuerdas
vocales emiten ondas que tienen que ir a parar a algún lugar, por qué no
entonces, a las paredes, el espacio que casi siempre está presente a nuestro
alrededor”. A esta altura a Dorian el escrito le parecía una estupidez pero no
pudo evitar continuar leyendo para cerciorarse de ello. “Pero tampoco es tan
simple conocer una historia, una vida o un mensaje a través de las paredes,
éstas transmiten al universo cada cierto tiempo, volviéndose a quedar vacías
para poder recibir nueva información. Quizás puedan mantenerse allí por dos o
tres días sólo algunas palabras, esas que a veces llegan a hacer mella entre
los pliegues del cemento y otros materiales, por la fuerza, la frecuencia, el
amor o el dolor con que son dichas, si no es así, probablemente desaparezcan en
horas, yéndose sin retorno al universo”. A esta altura Dorian sin saber por qué
estaba molesto, cerró el libro con brusquedad y lo volvió a dejar en su lugar.
Decidió iniciar
el trabajo para el que estaba ahí lo más rápido posible, tenía que ordenar todo
el lugar, guardar los objetos en cajas para donarlos a alguna organización de
beneficencia, asilo o una entidad similar, no quería quedarse con nada y al ser
hijo único podía tomar esa determinación con total libertad. Se propuso esfumar
todas las ideas, recuerdos y emociones que le venían a la cabeza, era un hombre
adulto que dejó todo eso atrás, había logrado vivir y sobreponerse a muchos
dolores de la infancia y la adolescencia y hoy era un padre de familia con una
esposa y dos hijos a los que amaba mucho.
Sin duda volver
a la que fue su casa despertó en su interior muchos sentimientos, pero no podía
dejar que las emociones lo invadan. Había enterrado a su madre hace cinco años
y a su padre hace sólo dos días, sin saber por qué, esto último lo afectó más
de la cuenta y la tarea que tenía ahora por delante lo había sensibilizado. Se
enojó consigo mismo, armó una de las cajas que tenía acomodadas a un costado de
la habitación y comenzó a tirar dentro de ella lo que encontró más cerca sin
importarle ordenarlas o catalogarlas, como había decidido hacer unas horas
antes. También resolvió que, en cuanto desocupara todo el lugar, iba a iniciar
los papeles para venderlo, dejando el proceso a cargo de alguna inmobiliaria y
listo, no quería volver a pisar ese sitio. Él ya tenía su propia casa y no deseaba
hacerse cargo de ésta, los recuerdos al recorrerla eran demasiado fuertes, más
de lo que se imaginó alguna vez.
Cuando su esposa
quiso pedir permiso en el trabajo para ayudarlo en la tarea, se opuso con
firmeza, le aclaró que era algo que debía hacer él y que seguramente no le
llevaría mucho tiempo. Por lo que sé papá conservaba muy pocas cosas, así que
estaré de vuelta para almorzar, no te preocupes. Rememoraba la conversación
mientras lanzaba sin control cosas en la caja. Hace dos horas que estaba en el
lugar sin avanzar, tenía que recuperar el tiempo perdido. Así llenó una segunda
y tercera caja de cachivaches, sábanas, zapatos viejos, adornos antiguos y ropa
que sacó del placar y tiró sin ningún cuidado.
En un momento
miró debajo de la cama, vio unas pantuflas, las sacó con rapidez y cuando
estaba a punto de arrojarlas en la tercera caja se detuvo en seco y se quedó
contemplándolas, eran muy viejas, estaban rotas y descoloridas, de repente una lágrima
se deslizó por su mejilla. ¿Podía ser posible que esas malditas pantuflas tuvieran
más de veinte años? Y sí, eran iguales a las que él le había regalado en su
cumpleaños, el último que pasó en esa casa.
Al principio no deseaba
comprarle nada pero su mamá insistió, esa semana no se llevaron tan mal y
faltaba poco para irse a vivir solo. Había conseguido trabajo hace unos meses y
estaba ahorrando el dinero que le permitiese alquilar una habitación en alguna
pensión, qué más da, dijo, y salió al centro a buscar un obsequio. Recordó que Sonia
se había estado quejando porque Gregorio arruinaba sus zapatos al usarlos
pisando el talón, como si fueran pantuflas, así que le compró un par. Encontró ese
raro modelo, le gustaron mucho porque llevaban unas líneas modernas en color
manzana y rojo sobre un fondo negro, cuando su padre abrió el regalo se sorprendió,
le agradeció, pero las dejó a un costado sin darle importancia. Unos meses
después Dorian partió del hogar familiar, hasta ese día nunca lo vio usarlas y
pensó que las había tirado o archivado en algún armario donde se dejan las
cosas que a uno no le interesan. Ahora estaban ahí, en sus manos, viejas, rotas
y gastadas, con los colores casi perdidos por los años de uso, con hilachas por
todos lados y con un remiendo en uno de los costados. Las lagrimas rodaban sin
parar por sus mejillas y caían al piso silenciosamente, estaba desconcertado,
sus emociones y recuerdos chocaban entre sí, todo lo que creía su realidad era
ahora un conjunto de imágenes confusas, borrosas, no entendía qué le estaba
pasando.
Se sentó
nuevamente en la cama, tomó su rostro entre las manos y lloró y lloró por un
largo rato. Repentinamente llegaron varios buenos momentos junto a su padre que
hace largo tiempo no recordaba, un cumpleaños de pequeño en el que le había
hecho cosquillas hasta hacerse pis, una tarde de campo en la que estuvieron
jugando sin parar, una noche en la que durmió con él porque estaba asustado y
mamá había viajado a visitar a una tía. Las lagrimas no dejaban de correr, qué
pasó, se preguntó, recordó las discusiones, no una en particular, más bien los
gritos, los gestos y el rostro de su padre, un rostro lleno de bronca, rememoró
los años posteriores a su partida de casa, veía a su madre de vez en cuando y a
su padre sólo cuando la acercaba a ella hasta su vivienda y él la estaba
esperando tras el ventanal.
Sonia trató
innumerables veces de reencontrarlos, pero no hubo caso, Dorian no quería saber
nada de su padre y seguramente él tampoco de Dorian. La próxima vez que se
volvieron a cruzar fue en el funeral de mamá, pero sólo unos minutos, Gregorio
se retiró antes de finalizada la ceremonia y no hizo más que afirmar las ideas
del joven sobre su desinterés y mal corazón.
Siempre estuvo
detrás de él, exigiéndole, pidiéndole que mejore, que resalte en la escuela; en
los deportes; que sólo el mejor podía ser su hijo. Las cosas que hacía siempre estaban
mal o podían ser mucho mejores, lo acusaba de ser mediocre. Los últimos años de
la secundaria fueron los peores, Dorian anunció una noche que no iba a seguir
la universidad y que en su lugar trabajaría, su padre rompió en cólera e
intentó obligarlo a continuar los estudios, argumentó que no lo dejaría partir sin
un título universitario y que no soportaba que su único hijo fuese un incapaz
cuando él le brindó lo mejor. Cada día era un tormento y finalmente Dorian se
marchó. Ahora, siendo padre, con un hijo entrando a la adolescencia llegó a
entenderlo mejor y sus palabras tomaron otro sentido. Gregorio era un hombre de
oficio, nacido en una familia muy humilde que mediante el trabajo había logrado
superarse, un albañil que trabajaba incansablemente por su familia.
En algún
momento, su madre trató de explicar la actitud de su padre, en una de sus
búsquedas de reconciliación le contó que decidieron tener un solo hijo para
atenderlo de la mejor manera, lograr que pueda asistir a la universidad y sea
profesional. Ése era el sueño de ambos, en esa ocasión Dorian se enojó y le
recriminó que nunca le preguntaran qué era lo que él quería para su vida, que
hicieran tantos planes sin mínimamente consultarle. Luego de ese episodio, su
madre nunca más habló con él del tema.
Hoy estaba ahí,
sentado en la cama en la que ese anciano había dormido tantas noches de su vida
y donde nunca más lo haría, en ese instante entendió a Gregorio. Se preguntó
también por qué su padre nunca intentó entenderlo a él, comprender que los
sueños que tenía para su hijo no eran los mismos que él soñaba.
De repente levantó
la vista y vio nuevamente el libro sobre la mesa de luz, recordó las palabras
leídas y pensó ¿y si fuera cierto?, instantes después se vio corriendo
escaleras abajo, buscó en el taller un pequeño martillo y volvió con él en sus
manos sin siquiera saber para qué. Al llegar nuevamente a la habitación comenzó
a golpear cuidadosamente la pared que estaba frente a la cama de su padre, el
material se fue poco a poco desmoronando, llenando el dormitorio de polvo. Dorian
no sabía por qué lo hacía ni qué buscaba, pero seguía afanoso en su labor con
lágrimas en los ojos. De repente se quedó quieto, dejó de golpear con una mano
y retirar los restos con la otra. Un instante que pareció un siglo, un silencio
que inundaba absolutamente todo y un cuerpo que inesperadamente cae de rodillas
al piso llorando desconsolada y ruidosamente. En el espacio ahora destruido de
la pared se lee claramente, como tallado en el cemento, Te amo Dorian,
perdoname.
Es emocionante leer algo que sucede muy a menudo...
ResponderEliminarEl inicio se tarda un poco describiendo los recuerdos agradables y me desvía un poco la atención, despues de eso esta mas interesante,relató de la vida real, interesante y conmovedor. Felicidades
ResponderEliminarEl inicio se tarda un poco describiendo los recuerdos agradables y me desvía un poco la atención, despues de eso esta mas interesante,relató de la vida real, interesante y conmovedor. Felicidades
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