Edgar Ulises Olveda Álvarez
Los
hornos de Torque Systems ardían como de costumbre. Bajo el incesante y
ensordecedor estruendo de las máquinas, el aire estaba espeso, caliente,
cargado de tufo agrio a sudor y el olor metálico del polvo que flotaba en el
aire. La empresa era de las pocas que quedaban
en el municipio, así que nadie se quejaba. Aguantábamos el calor, los turnos,
los gritos. Trabajábamos ahí por necesidad, no por gusto. El ventilador de
nuestra línea giraba flojo, como si también estuviera cansado. Cada quien
peleaba por estar bajo su sombra aunque fuera un rato.
A
mis dieciocho años había mandado la solicitud varias veces. Me urgía dejar la
escuela y juntar para una casa. Era curioso, pero no ingenuo. Ya sabía que
el futuro no se construía solo con sueños. Así que entré. Empecé en soldadura.
Aprendí rápido, me gustó. Era mi primer trabajo formal, y aunque a veces me
sentía fuera de lugar, aguantaba. La maquila no da tregua, pero uno aprende a
adaptarse.
Uno de esos compañeros casi invisibles
era Gael. Nadie hablaba mucho con él. Nos saludábamos de puño, sin más. Tenía
la piel pegada a los huesos, el cabello quebrado, una sonrisa que llegaba
tarde. Era de esos que, aun sabiendo que no tenían fuerza ni agilidad,
colaboraban con puntualidad y sin quejarse. Nunca se metía en líos. Ayudaba sin
que se lo pidieran, obedecía sin apuro. Una sombra útil. Parecía vivir conforme
a una lógica que los demás no compartíamos. Como si ya hubiera visto el final
de esta película y solo estuviera esperando a que pasara.
Ese día todo marchaba bien. Eran las
nueve de la mañana y, por raro que suene, el ambiente estaba en calma. No hacía
tanto calor, no olía feo, la gente andaba de buenas. Un día de esos que llegan
una vez al mes. Vi a Gael pedir permiso para ir al baño. Como siempre me gusta
estar al tanto, registré ese pequeño detalle.
Minutos después, las lámparas del techo
parpadearon. Apenas un destello, como si alguien hubiera querido apagar la
empresa pero se arrepintió. Pensé: «Ojalá se vaya la luz». Y el cielo me
escuchó. Un segundo parpadeo, más fuerte. Las conversaciones se cortaron en
seco. Nos quedamos quietos, con esa pausa que uno hace cuando algo no encaja.
Entonces, todo se apagó. Las luces. Las máquinas. El ventilador. Todo. Lo
último que escuché fue un golpe seco, como un trueno sin lluvia. Y después, un
silencio más espeso que el calor.
Nos pidieron que saliéramos al pasillo
mientras arreglaban los generadores. El líder pasó lista. Todos estábamos.
Bueno, todos menos uno.
—Falta Gael —dije.
Nos miramos. Él no era de tardarse. Una
compañera comentó que le había llamado, pero su celular iba directo a buzón.
Pensamos que podía estar dormido en algún cubículo. Me ofrecí a buscarlo.
El baño estaba limpio, casi brillante,
pero vacío. El eco de mis pasos, el olor a cloro, el goteo de un grifo mal
cerrado… nada. No había nada raro, salvo, quizá, una gran mancha negra en el
piso que antes no estaba y de la que, curiosamente, parecía emanar una brisa
fría; pero yo buscaba a Gael y en ese momento no le di importancia.
Volví a la línea. Le dije al líder: «Gael ha desaparecido».
Desde ahí, todo cambió. La noticia se
expandió como chispa en gasolina. Algunos lo tomaron a broma, otros empezaron a
especular. Pero nadie tenía respuestas. El resto del día se sintió largo. En
los días siguientes, el hueco que dejó Gael fue más notorio. Nadie lo
reemplazó. Sus herramientas seguían en el mismo sitio. Su silla, empujada igual
que siempre. En la hora del almuerzo, más de uno miraba en dirección a su
línea, como esperando que regresara.
Un mes después, a la misma hora exacta
del apagón, ocurrió.
Un grito. Una mujer apareció corriendo
entre las líneas. Nadie la conocía. Nadie sabía cómo había entrado. Gritaba que
la querían matar. El cabello suelto, las manos temblando, la voz rota. Corrió
hacia mí. Se aferró a mi brazo.
—¡Van a cruzar! ¡No dejen que crucen!
—gritó con una voz que cortaba el aire de lo filosa que estaba.
Y entonces, lo vimos.
Al fondo del pasillo, entre sombras,
apareció Gael. O lo que alguna vez fue Gael. Vestía una armadura oscura, con
marcas extrañas, como runas grabadas con fuego. Caminaba con paso firme, como si el suelo se
rindiera ante él. Lo único que se escuchó fue una cubeta caer, que nadie
levantó. No era simple miedo lo que se percibía.
Era la parálisis que produce el horror ante lo desconocido.
La mujer temblaba. Gael la miró con una
mezcla de lástima y certeza. La tomó del antebrazo, le susurró algo que nadie
entendió… y la decapitó. El cuerpo cayó sin resistencia. La cabeza rodó hasta nuestros
pies.
Un compañero gritó. Otro echó a correr.
Yo no me moví. Era como si el tiempo se hubiera disuelto. Como si el aire se
negara a vibrar.
La policía llegó minutos después,
alertada por los gritos. Pero para entonces, Gael ya no estaba. Nadie supo cómo
desapareció. No salió por la entrada ni por la salida de emergencia. Las
cámaras no grabaron nada. Solo quedó el cuerpo de la mujer y el rastro de
sangre. Las autoridades nos interrogaron a todos, pero no supimos qué decir. La
empresa calló. Los jefes también. Era más fácil fingir que no pasó.
Horas más tarde, lo vi. Estaba sentado
junto a la zona de carga, en silencio, con su celular en las manos. Me acerqué.
Nadie más se atrevió.
—Setenta años allá —dijo sin mirarme—.
Treinta días aquí.
Me mostró la pantalla. Vi una galería de
fotos. Decenas. Cientos. Paisajes imposibles. Torres corroídas. Bestias
deformes. Sombras con ojos. En una imagen, Gael posaba con un niño y una mujer
frente a un altar de huesos. No sonreían. Ul’Nakar, lo llamó. «La ciudad que
respira», dijo. Un lugar donde el tiempo no obedece, donde la muerte es parte
del aire, donde todo está esperando.
—¿Devolvieron para qué?
—Para cerrar la puerta —respondió—. Y a
matar lo que cruce.
No dijo más. Volvió a mirar el pasillo.
Como si algo más pudiera venir. Como si eso no hubiera sido todo.
Desde entonces, Gael no se ha ido. Está ahí, en la misma línea. Trabajando, en silencio. Como antes. Pero ya no es el mismo. Camina distinto. Mira distinto. A las nueve, cada día, alza la vista hacia el pasillo. Todos miramos el reloj. En el piso del baño, al que ya casi nadie se atreve a entrar, sigue la mancha negra. Y la brisa que emana de ella es cada vez más helada.
me gusto la mezcla de trabajo y ese realismo mágico obscuro, el clímax donde reaparece gael, la decapitación lo sentí me proyecte como de peli de suspenso.
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