Rosario Sánchez Infantas
Paloma
suspiró
con desesperanza. «Tener que dictar clases a estudiantes que no quieren recibirlas.»,
pensó la joven profesora española. No podía distinguir los auténticos de los
fingidos en el interminable concierto de estornudos de sus estudiantes. Avanzaba el mes de marzo y en el Valle del
Jerte (Extremadura), la temperatura subía día a día, los campos se llenaban de
verde, los días eran más luminosos y se derretía el poco hielo restante del
pasado invierno; estaba próxima la Semana Santa. Ella evadió aquellos rostros
aburridos mirando a través de la ventana las miríadas de flores de cerezo que,
semejando nieve, cubrían de blanco al valle; unos meses después aquel millón y medio de árboles producirían las
mejores cerezas del mundo.
Durante la semana, los estudiantes habían
ido reportando los avances de sus monografías acerca de las diez ciudades más
contaminadas del planeta. Este viernes lluvioso le tocó el turno a Hugo, un soñador
y despistado adolescente.
El muchacho dio algunos datos pertinentes sobre
esa ciudad empresa ubicada a cuatro mil metros de altitud, una temperatura promedio
de ocho grados, y una importante planta metalúrgica. Leyó los valores de
contaminantes en sangre de los niños lugareños, el contenido del humo despedido
por las chimeneas, y los residuos que se vierten al río. Paloma lo escuchaba en
un segundo plano, pues nítidamente oía preguntarse a sí misma: «¿A qué hora termina
esta bendita clase?». Con gran esfuerzo disimuló un bostezo. Hugo seguía
leyendo sus apuntes y algunas noticias policiacas del lugar. La profesora
miraba el reloj una y otra vez deseando que sonara el timbre de la salida.
«La
verdad, después empecé a explorar los diarios de esa ciudad. ¡Pasan cosas tan
inusuales en ese lugar! Escuchen lo que encontré…». Mientras Hugo describía un
rito pagano con visos prehispánicos, Paloma meditaba sobre su vocación como
docente. ¿Era un bajón anímico, una crisis existencial o no servía para docente?
Hacía mucho que todo tenía sabor a rutina; sentía que duraba y no que vivía.
Antes que
ser interrumpida por los estornudos atribuidos al polen primaveral, la
profesora decidió que Hugo siguiera contando acerca de un homicidio sin
resolver en La Oroya, pues los muchachos parecían estar atendiendo. Instruyó a
sus alumnos presentar, al final del relato, un listado de cinco inferencias
deducidas de la narración de su compañero. Volvió a dar la palabra al muchacho,
instándolo a ser sintético.
«¡No, la
falta de motivación no es solo en el colegio! Aparentemente tengo todo para ser
feliz. Mis padres me adoran, estoy nombrada como docente, amo a Eduardo y me
siento amada por él, tengo pocos pero buenos amigos. Sin embargo, he llegado a
sentirme como un animal enjaulado. Dentro o fuera de casa me he sentido desubicada.
Sigo viviendo, pero la rutina es como una pesada capa
que arrastro por el mundo».
«Entonces
decidí usar mi cerebro» –comentaba Hugo
en ese momento, produciendo una gran carcajada entre sus compañeros–. Es decir,
quise hacer deducciones a partir de lo que sabía –precisó ante el ceño fruncido
de Paloma–. Me pregunté a dónde habrían llevado los policías los dos cráneos
hallados. ¡A la morgue! Si había desaparecido un cráneo, lo habían sustraído de
la morgue».
El tedio
se apoderaba de Paloma, miraba anhelante el gran reloj en la pared.
…«los niños de una escuela de La Oroya habían ido de
paseo a la Hidroeléctrica de Malpaso y se disponían a regresar pues se
anunciaba una tormenta eléctrica. Un estudiante de ocho años trepó por una
torre de alta tensión para rescatar a su cometa y cayó fulminado por un rayo.
Los peritos de la policía, informaron que la descarga eléctrica había dejado
expuestos unos restos óseos que fueron llevados a la morgue de La Oroya para
ser investigados. Trascendió que existen tres hipótesis: serían restos de la
Matanza de Malpaso, de un asesinato reciente o de algún entierro precolombino» –leía
Hugo.
«¡La
matanza de Malpaso! ¿Qué es eso? ¿Dónde he sabido yo de ella? ¿Por qué siento
esta opresión en el pecho?» –Se preguntó Paloma mientras sentía un sudor frío.
Hacía
mucho que sus alumnos habían dejado de estornudar y atendían a Hugo. Paloma
doblegó su espíritu del deber: «No va a pasar nada porque Hugo hable los diez
minutos que quedan. Pero, ¿qué dijo este muchacho? Malpaso… la matanza de Malpaso…yo he sabido de ella… ¿por qué me siento
al borde de un abismo? ¡Eh! ¡Por fin algo me vuelve a interesar!»
Hugo elucubraba sobre
el destino de un joven estudiante desaparecido en La Oroya.
Sus compañeros hacían hipótesis al respecto. Paloma se esforzaba en recordar
dónde había escuchado sobre Malpaso. Solo escuchar ese nombre, la estremecía.
Cuando por
fin sonó el timbre que anunciaba la salida, la profesora pidió a los chicos
entregar las listas solicitadas. Todas las hojas estaban en blanco; dispensó la
tarea pendiente, los instó a estar más atentos en clases y a terminar sus
monografías en las vacaciones de semana santa.
Hugo ya se
retiraba cuando Paloma lo alcanzó y le ordenó que cada noche, a más tardar a
las nueve, le enviara los avances para su monografía. No supo exactamente por
qué lo había hecho. Haber escuchado sobre la matanza de Malpaso, le generaba
una desazón que no se acababa de explicar.
Ya de vacaciones, Paloma
sintió aflorar con fuerza el malestar que venía experimentando soterradamente.
Siempre había tendido a la introversión pero era sociable y equilibrada; se
sabía feliz y estaba segura de que lo iba a ser más aún casándose y teniendo su
propia familia. Trató sistemáticamente de identificar desde cuándo sentía el
agobio de la rutina.
Fue recordando indicadores sutiles
que mostraban que no disfrutaba como antes la forma de vida que llevaba. «¡Claro!
Cuando viajamos a Cabezuela del valle a conocer a los padres y a la familia
numerosa de Eduardo, ¡sentí una gran orfandad! Como si no me bastara el amor de
mis padres. Lamenté no haber conocido a los abuelos, muertos antes de que yo
naciera».
Mientras
Hugo y su primo Marcos aprovechaban la semana santa jugando en la casa de este,
el padre del primero abrió por error la carpeta “La Oroya” que el adolescente guardaba en la carpeta Escritorio de
la computadora familiar. Le impresionaron los nombres de los archivos: La tumba
del relámpago, Matanza en Malpaso, Contaminación: 2,300 km2,
Linchado obispo ecologista, El culo del mundo, Gigante en agonía, entre otros. Había
actualizaciones de blogs, artículos científicos, noticias, archivos de
fotografías, etcétera. Sorprendido abrió un archivo, y otro y otro. Leyó pasmado sobre osamentas robadas en el cementerio para ser empleadas en rituales de
magia, robo de joyas en recientes entierros o la extracción de grasa humana con
fines kinesiólogos y curanderismo; así como información sobre asesinatos y
desapariciones en la ciudad peruana llamada La Oroya. Terminada
la semana santa fue a buscar a Paloma y le llevó virtualmente dicha carpeta que
le perturbaba tuviese su hijo. La profesora lo tranquilizó justificando el
interés del muchacho en la monografía que debía realizar y en su espíritu
soñador. Leer aquella información no hizo sino incrementar la desazón que
experimentaba la profesora. No se
explicaba bien lo que sentía respecto a esa ciudad y a la represa de Malpaso
que la abastecía de agua. Durante el día, Malpaso aparecía en su mente en
cualquier momento; en las noches tenía problemas de sueño, pues se ponía a
elucubrar y se despabilaba totalmente. Creyó que se le había movilizado algún
asunto irresuelto de su propia vida. Pero ¿qué podía ser? Hasta antes de la
visita a los familiares de su novio, ella siempre había ido por el mundo
sabiéndose ave de cielo abierto.
Buscó mucha
información sobre La Oroya y sobre Malpaso. Los médicos enfatizaban acerca de la salud: los trabajadores estaban expuestos al
plomo y sus secuelas cerebrales, hepáticas, renales y óseas; al sílice que
destrozaba sus pulmones; al arsénico que carcomía sus neuronas; o a los
diversos tipos de cáncer, fáciles de ser confundidos con la temprana muerte natural de un obrero a inicios del siglo
veinte. Supo del sindicato de trabajadores, muy bien organizado, que había
arrancado beneficios en grandes luchas pero las condiciones de vida de los
obreros eran todavía muy insalubres. Los
sociólogos veían en esa ciudad un modelo de estratificación social: El staff lo integraban los administrativos,
los jefes de planta de la empresa metalúrgica y los directivos de su hospital.
Casi todos ellos eran extranjeros, ganaban en dólares, vivían en hermosas
residencias en una villa exclusiva distante de la fundición de metales. Tenían
su propia iglesia, clínica, clubes, campo de golf, educación en inglés para sus
hijos, movilidad personal y hasta cementerio de élite. Los cinco mil obreros,
cuando tenían suerte, se hacinaban en los campamentos de la empresa:
cuartuchos, compartidos con sus esposas e hijos. Cuando no la tenían habitaban tugurios
que trepaban por los cerros sin saneamiento básico. Alrededor de ellos, profesionales
y empleados de diversas partes del Perú y muchos comerciantes para las diferentes
y abundantes necesidades en una ciudad ubicada en el páramo
Paloma
conoció de las marchas de sacrificio, desde La Oroya hasta la capital del Perú,
a lo largo de casi doscientos kilómetros pasando por lugares inhóspitos
cercanos a los cinco mil metros de altitud para ser reprimidos violentamente
por la policía, una y otra y otra vez. Imaginar esa represión contra los
obreros le produjo un profundo desconsuelo llegando a pensar que se trataba de
un déjà vu. Por
ello, compulsivamente, siguió buscando información sobre La Oroya y sobre la
matanza de Malpaso.
Revisó papers, noticias, fotos e historia. Conoció
la cotidianidad de esa, la empresa metalúrgica más grande de Latinoamérica del
siglo XX. Supo que tras la guerra Perú-Chile, trabajar en dicha compañía era un
anhelo de los campesinos pobres, aunque su esperanza de vida fuera de cuarenta
años. La historia oficial peruana, en nombre del desarrollo y los valores
democráticos y católicos, justificaba que los sucesivos mandatarios defendieran
a los inversionistas, en contra de los campesinos y obreros. La literatura y la
historia no oficiales, le mostraron que la empresa norteamericana inició la
gran minería usurpando tierras, contaminando ríos, lagos y cultivos agrícolas;
obligando así a los comuneros a terminar siendo asalariados suyos. Conocer que
los obreros sufrieron condiciones de vida insalubres, confinamiento, persecución
y muerte ante los intentos de organización y lucha por sus derechos, le produjo
una honda tristeza. Mientras más sabía Paloma, se profundizaba la inquietud que
sentía. Mientras más sabía, se profundizaba su inquietud. ¡Cuánto la indignaron
el rol de la policía, el ejército y la Iglesia!
Las redes
sociales le mostraron que nadie tiene recuerdos ingratos de esa ciudad. Se
recuerda a la familia, los amigos, los amores, las abundantes fiestas en cada
estrato social, las procesiones, los campeonatos, los desfiles, la mercantil y
los rodeos de los “gringos”. Solo la academia recogía las quejas, estudios y
recomendaciones para enfrentar la contaminación y sus efectos. Paloma se afligió
al saber que de poco sirvió, al pueblo peruano, independizarse de los conquistadores
españoles: los gobiernos aristocráticos mantuvieron por mucho tiempo una
minería tan rudimentaria como en la colonia y en el virreinato. Así, escuchó
conmovida la música latinoamericana que recogía el triste destino del obrero
andino por las condiciones inhumanas de trabajo.
Entre el
abundante material leído, Paloma accedió a la actualización de un blog sobre
poesía y narraciones de La Oroya. Un fragmento del relato de un lugareño la impactó
sobremanera: …«En esas noches que pasaba sola doña Amanda, se encerraba en el
diminuto cuartucho de materiales reciclados colindante con el corral, se
encomendaba a la calavera de su padre, la que guardaba en un viejo baúl, y se
disponía a dormir. Había muchos a quienes temer: los ladrones de ganado, los asesinos
que buscaban la grasa humana para abastecer a los aviones, las almas de los que
murieron en accidentes de esa carretera, y los antecesores de los incas, cuyos
huesos resecos a veces habían encontrado en las cuevas aledañas. Todos ellos
eran conjurados por aquel cráneo recuperado por su abuela, la viuda del minero
atravesado por una bayoneta en la represa de Malpaso. Había sido fácil
desenterrar el cráneo pues, los veintisiete obreros masacrados en la huelga de
1930, no pudieron ser enterrados dentro del cementerio. Lo impidió el sacerdote
administrador, por haber muerto sin confesión.»
Investigó
sobre la I Huelga general de trabajadores de la Cerro de Pasco Corporation y
del I Congreso Minero en La Oroya, en 1930. Era la primera vez que los peruanos
se enfrentaban a la omnipotente empresa. Cuando los trabajadores de la represa
de Malpaso marchaban a festejar esta victoria, veintisiete de ellos fueron
muertos por la policía y funcionarios de la compañía. Le sucedieron el
encarcelamiento y el exilio de los dirigentes regionales y nacionales.
Mientras
su compañero imaginaba que ella dedicaba su tiempo a un amante, Paloma se
decidió a estudiar un postgrado en historia. En tanto empezaban sus clases leía
desordenadamente sobre el Perú: acerca de la conquista española del imperio
incaico, sobre los cuarenta años de la resistencia inca y el triste destino de
las princesas incas. En el otoño disfrutó mucho las Jornadas sobre Extremeños en América en los siglos XVI
y XVII. Con algunas pistas y estrategias ad
hoc los sábados comenzó a explorar el archivo de Trujillo.
En tanto profundizaba
sobre estos hechos se fue sumiendo en una franca depresión. Con la ayuda de un
psicólogo llegó a la conclusión de que, la peculiar y trágica historia de los
incas había incidido en su desarrollada sensibilidad. Además experimentaba
culpa porque sus compatriotas conquistadores hubieran colapsado dicha sociedad
tan próspera, y dejado a sus súbditos expuestos a cualquier vasallaje. Se
convenció de que eran sus características de personalidad y valores prosociales
los que la habían llevado a este estado. No había más, eso era todo.
La víspera
del día de la Epifanía, por un error, Paloma abrió el archivo virtual de las
partidas de nacimiento del siglo XX en lugar de las del siglo XVI. Molesta por
el error, pulsó un año al azar y se dio con una inscripción de nacimiento por
adopción con adquisición de la nacionalidad española. Anexado a ella aparecía
una acta visada por la Oficina de Migraciones del Perú, la cual daba cuenta de «la
adopción y posterior salida del Perú de la niña Catalina Carhuaricra Poma,
nacida en Malpaso - La Oroya - Junín el 21 de marzo de 1925». Según el
manuscrito, la madre de la menor murió al nacer esta, y su padre fue victimado
en la masacre de Malpaso el 12 de noviembre de 1930. Al pie del documento
aparecían los pertinentes nombres, firmas y huellas dactilares. «Testigos de la
adopción: José Montero, dirigente obrero de Malpaso, natural de Concepción; y
Esteban Pavletich, político, Presidente del Comité Revolucionario del I
Congreso Minero de La Oroya, natural de Huánuco. Padres adoptantes, casados y
naturales de Trujillo-Cáceres-España: don Pablo Solís Ávila y doña Leonor Trejo
de Solís».
«¡La abuela Catalina!» –dijo conmovida Paloma.
Recordó, entonces, su inexplicable gusto por las aves silvestres de un libro de
cuentos, que luego supo eran andinas, recordó cómo la conmovía el aroma de los muebles
heredados de la abuela, algunas expresiones atípicas que usaba su madre. «Palomitay, decía y el corazón se me
inundaba no sé de qué. Mis padres me dieron alas, ¡faltaron las raíces!» –dijo
Paloma. Sintió una gran paz.
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