jueves, 14 de julio de 2016

El fantasma

Rita Mabel Figueredo


La noche era oscura, como si un manto de petróleo espeso hubiera caído sobre la casa. Los eucaliptos se agitaban con el viento del otoño, creando un quejido lastimero parecido al de un gato en celo buscando amores.

Agustina terminó de alimentar a la bebé y la acostó en la habitación que usaban de dormitorio, donde había amontonado lo mejor que pudo una cama doble, la cuna y un escritorio.

Pancha, la niñera, trajinaba en la cocina acomodando los trastos de la cena que habían compartido.

—¿Necesita algo má, doña? Porque si no, me voy yendo. El Eulogio no quiere que me demore. Por los aparecidos vio...

—¡Ay Pancha! Vos y tus supersticiones. Andá nomás; mañana por favor no llegues tarde, tengo una clase a las ocho treinta.

—Pero qué dice pué... ¿Cuando llegué tarde yo? —respondió arrugando el ceño.

—Nunca, nunca, Pancha, no te enojes, te lo recordaba nomás. Es una escuela nueva, estoy un poco ansiosa. Hasta mañana, que descanses.

—Hasta mañana doña. Ciérrese bien, no sea cosa...

Hacía cuatro meses que vivían en la casa, la habían alquilado muy barata. Agustina lo atribuyó a su buena suerte y a que estaba alejada del camino principal, del pueblo y de las demás casas. Era una construcción vieja, que rechinaba en todos los rincones.

Pancha era una mujer bajita de cabellos enrulados, cortados al ras, contextura fuerte y ojos vivaces, que había venido a ofrecerse para el trabajo unos días después de la mudanza, parloteando que ella tenía experiencia, vivía en la zona y había estado al servicio de las cuatro familias que ocuparon la casa antes que ellos. Su personalidad contrastaba con el carácter reservado, casi hostil, que había desarrollado Agustina a partir de sus incesantes mudanzas.

Terminó por contratarla porque le pareció alegre y porque necesitaba ayuda con su hija.

Se sentía sola en ese pueblo pequeño y sin aspiraciones. Su esposo, un ingeniero veinte años mayor que ella, del que se habían enamorado cuando este no terminaba aún de divorciarse de su primera esposa, trabajaba en una empresa vial y pasaba la mayor parte del tiempo en las obras. Normalmente volvía los viernes, pero hacía tres semanas que mandaba telegramas anunciando que no podía viajar.

Ella lo acompañaba a todos los pueblos en los que él debía supervisar el armado de una carretera, con la esperanza de poder consolidar su matrimonio recién estrenado, pero se veían menos que cuando la relación era clandestina. Había conseguido algunas horas en la escuela secundaria enseñando inglés y trataba de entretenerse con eso, sin demasiado éxito. “Al menos los años en el internado no van a ser en vano”, se consolaba.

Terminaba de preparase una taza de té, cuando sintió temblar la silla a su izquierda.

Fue solo un sacudón. Aun sabiendo que no era posible, se convenció a si misma que había sido el viento. Caminó por la casa buscando el origen de la corriente de aire, todo estaba cerrado. Trató de no darle importancia y volvió a concentrarse en su infusión y en la clase que tenía que preparar para sus alumnos de primer año.

La silla volvió a sacudirse.

Agustina no creía en cuentos de aparecidos ni en almas en pena y regañaba a Pancha por pasarse el día entero comentando supuestos episodios extraordinarios, con su voz desafinada hasta para hablar, en los que los protagonistas eran duendes, fantasmas y muertos vivientes. La niñera había tratado de contarle historias sobre la casa, pero ella la había cortado en seco.

—Como decía mi padre, Pancha, hay que temerle a los vivos,  háblame mejor de tu vida, de tu familia —repetía cada vez que esta intentaba contar alguna historia.

—¿De mí? ¡No doñita! De mí no hay nada interesante que contar —era la invariable respuesta de la mujer.

Pero en las últimas semanas, algunas cosas que no podía explicar, la estaban poniendo nerviosa.

El lunes, había despertado con la molesta sensación de ser observada. Movió la mano bajo la cama y tomó el palo de amasar que siempre guardaba cerca para usarlo como arma; se sentó de golpe blandiéndolo hacia la oscuridad.

Abrió los ojos muy grandes, tratando de adaptar la vista para acostumbrarse a la penumbra. Prestó atención. Nada extraño. El ritmo acompasado del reloj en la sala. El crujido de las maderas del techo. El golpetear de las ramas azotando los vidrios. Su hija gorjeaba en la cuna. Se levantó a observarla. Sonreía, reía, hacía morisquetas, mirando fijo a un punto vacío en la pared de la derecha. La alzó, pero no estaba inquieta. Seguía con la vista algo que al parecer la ponía de buen humor.

Otra noche, estaba ya metida en la cama, deslizándose por esa zona gris, en que la realidad comienza a borronear sus límites y a mezclarse en escenarios imposibles, cuando sintió que alguien le acarició el pelo.

Lentamente, congelada de pánico, giró hacia el lado del que había venido la caricia, esperando ver al intruso parado al borde de su cama y tratando de pensar a toda velocidad cómo haría para llegar a la cuna y luego saltar por la ventana.

Pero no había nada. Se levantó, abrió el ropero, movió las mantas, rebuscó en todos los rincones. Absolutamente nada.

Pensó que se había confundido. Que, en la bruma de la duermevela, había creído sentir algo que no había sucedido.

El jueves mientras se bañaba, escuchó un vaso caer al piso de la cocina, pero cuando salió a ver, no había vidrios, ni restos de nada roto.

Durante el día, las clases ocupaban todo su tiempo, impidiéndole pensar, pero cuando volvía a casa, ni bien despedía a la niñera, no podía evitar el mordisco del miedo.

La noche anterior sintió que alguien la llamaba. Aguzó el oído y le pareció que el susurro de su nombre venía de los árboles de la entrada.

“La soledad me está haciendo mal”, pensó, burlándose internamente de sí misma.

Agustina gira hacia la silla que comienza a temblar ahora de forma incontrolada.

—¿Quién anda ahí? ¿Quién es? ¿Qué quiere? —pregunta con la voz estrangulada.

No hay respuesta, pero en ese mismo instante, la niña empieza a llorar.

La silla tiembla ahora como si un terremoto limitado a la baldosa en la que está apoyada la sacudiera por entero.

Duda. Mira la puerta del dormitorio. El llanto del bebé se vuelve casi histérico, la angustia de su hija le atraviesa el cuerpo y trata de correr hacia la cuna.

Tropieza con la silla que tiembla. En un arrebato de audacia, a punto de caer, toma la silla y se sienta.

El temblor se detiene.

Suspira aliviada.

Antes de que todo su cuerpo vuelva a sacudirse, solo alcanza a pensar, “que raro, se ha callado la niña” y a escuchar claramente que el viento entre los eucaliptos dice su nombre.


Pancha abre la puerta con su llave. Afuera todavía no amanece del todo.

—¡Doña Agustina! ¡Doña Agustina! ¡Va a llegar tarde a su clase!

No hay respuesta.

La taza de té que Agustina se había preparado reposa sobre la mesada de la cocina. Las mantas de la cuna están desordenadas, atestiguando la interrupción del sueño en plena noche. La cartera, los libros, los exámenes corregidos; están en su lugar. Solo faltan las dueñas de casa.

Pancha rebusca en los rincones.

Cuando está segura, sale y se va lentamente a su casa, a esperar a los próximos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario