Rosario Sánchez Infantas
Asunción Janampa, envidiaba
incluso la suerte de un obrero sin calificación ni experiencia. Aquel tenía un
sueldo y estaba asegurado. Ella, una mujer con sólo estudios primarios, había
sido abandonada por su conviviente con cuatro hijos, entre diez y dos años de
edad. Aun cuando sus manos callosas y cuarteadas estaban siempre dispuestas a
trabajar, no tenía la certeza de que sus hijos comerían todos los días.
La Oroya era una tierra de
oportunidades. A casi cuatro mil metros de altura, en medio de la tundra
frígida, la ciudad industrial aglutinaba una legión de profesionales, técnicos,
obreros y comerciantes. Todo gravitaba alrededor de la empresa norteamericana
que a mediados del siglo veinte fue la mayor de Latinoamérica. Sin embargo,
Asunción Janampa, no tenía salario, calificación, ni capital propio y sí, un hándicap
de cuatro niños que mantener.
Con un ingeniero en la familia
esta asciende socialmente, en especial en una ciudad muy estratificada del
interior del Perú. La mujer cifró en Jorge, el responsable hijo mayor, su esperanza
de superación social, lo cual aligeró su vida, haciendo que su pobre pasado y
su miserable presente no le pesaran tanto. Al margen de ello, el niño sensible
e introvertido, disfrutó leer aquellos pocos libros de la biblioteca de su
escuela estatal; disfrutó también las matemáticas desde
que las conoció. Absorto en sus lecturas o resolviendo sus ejercicios
matemáticos olvidaba las humillaciones, el hambre y el frío.
Asunción había tenido a Jorge
siendo soltera y muy joven. Cinco años después empezó a convivir con un viudo que le
doblaba la edad. Inicialmente las cosas fueron bien. Sin embargo, cuando lo
despidieron del trabajo por sus problemas de alcoholismo, empezó a maltratar a
su mujer y a los niños, especialmente a
José. El pequeño se sentía culpable de existir por los gastos y el enojo que
generaba. Escuchaba a su madre pedir a Dios, con tanta convicción, el milagro
del hijo ingeniero en la familia, que ya había empezado a soñar con serlo
cuando su padrastro abandonó a la familia.
En una universidad
estatal peruana, teóricamente, todos los estudiantes tienen las mismas
oportunidades. Sin embargo, los doscientos soles mensuales que su madre le
enviaba a Jorge no alcanzaban ni para dos comidas al día y le hacían odiar los
cursos, congresos, equipos y libros que no podía alcanzar. Él debía robar las
zanahorias que su casera les daba a los conejos, mientras algunos estudiantes llegaban
a la universidad en carros del año. Algunas veces, Jorge les daba la razón a
esos compañeros que hablaban de la justicia social y de revertir el orden
establecido. En los dos años que estudió en la universidad capitalina aprendió
muchas matemáticas, cogió una tuberculosis pulmonar y fue creciendo en él un
resentimiento sordo por los hombres que abandonan mujer e hijos; por las
abismales diferencias de oportunidades; y por la bien organizada estructura de
quienes detentan la representación del pueblo. Por ese entonces terminó de
emerger su carácter aprehensivo debido al cual el mundo era una amenaza y
convertía la menor impresión en una realísima sensación desgarradora. Incapaz
de defraudar a su madre abandonando sus estudios, pasaba muchas horas en la
biblioteca refugiándose, del sufrimiento y la culpa, en los mundos que la
literatura le ofrecía.
Jorge
dudaba que su abnegada madre fuese al cielo. Trabajando dentro y fuera de casa,
apenas si dormía cuatro o cinco horas seguidas; sin embargo, al ser una madre
abandonada, tenía en el ataque su mejor defensa. Ser desconfiada, hosca y
emplear lenguaje de camionero, ¿no eran pecados, según los sacerdotes rubios
que abundan en La Oroya? Él no esperaba ayuda divina; sin embargo, cuando su
madre se ilusionó con el milagro del ingeniero en la familia y entregó su
destino a Dios asistiendo a cuanta novena, rezo del rosario y misa podía, entonces
el hijo pensó que el ser supremo y omnipotente por lo menos la libraría de
enfermedades o accidentes, como aquella volcadura de automóvil que acabó con su
existencia.
El pobre
humano se aferra a lo que puede para seguir viviendo. La única noche del
velorio, en el cuarto habitación, sentimientos encontrados bullían en la cabeza
de Jorge: tristeza por la madre, miedo por el futuro incierto y alivio de la
culpa (ya no quitaría el pan de sus hermanos en sus mal llevados estudios de
ingeniería). Desde niño destruía aquello que no salía según esperaba. Siendo
perfeccionista, le dolía la mediocridad de su carrera universitaria. Ahora,
echada a perder, él tenía la esperanza de que algún día pudiera volver a
estudiar, en mejores condiciones, y llegar
a ser un buen ingeniero.
Dejó la
universidad para mantener a sus hermanos menores. Fue entonces que abrió
zanjas, cargó bultos, pintó tumbas y fue vendedor ambulante por varios años,
hasta que un día un ex compañero de estudios, flamante ingeniero, le dio trabajo como topógrafo.
Para entonces, ya había pasado de ser Jorge, a ser Coquito, pues la docilidad y
la desesperanza se le habían enquistado en el espíritu y en el bolsillo, y
amenazaban quedarse hasta la cuarta generación.
La
distancia entre ser topógrafo y profesor reemplazante de licencias en un
colegio estatal provinciano es relativamente corta. Pero cuando un colegio para
la élite, le pidió reemplazar a un
profesor de matemáticas, Coquito sufrió por tener que vestir su anticuado y
único terno, y su ordinaria corbata. Además temía la distancia social entre él
y esos muchachos, muchos de ellos hijos de ingenieros. Dicho miedo se hizo realidad:
cuando estaba haciendo su mejor esfuerzo por explicar la relación entre la
hipotenusa y los catetos, le llegaba una lluvia de proyectiles diversos, o cuando
iba a iniciar una clase, treinta muchachos simultáneamente imitaban el sonido
de motocicletas de carrera calentando motores antes de partir.
Darse
cuenta que sabía y que tenía una manera sencilla e interesante de trasmitir
conocimientos y estrategias le producía una sensación grata asociada, de manera
imprecisa, a la idea de ser ingeniero.
Sin embargo, cuando se dio cuenta a dónde iban sus esfuerzos por comunicar con
simplicidad grandes verdades la pena lo fue inundando. Se sintió más pequeño,
cuando pensó que podría estar enseñando la belleza del razonamiento lógico
matemático a niños de comunidades campesinas alto andinas, cuya pobreza los haría
abandonar sus pintorescos pueblos y venir a envenenarse los pulmones y la
sangre en esta ciudad.
Se sentía
insignificante cuando explicaba geometría a los tres adolescentes compasivos,
que no habían abandonado sigilosamente el aula, como sus colegas, mientras él
graficaba en la pizarra. Suspiró cuando recordó a la hermosa muchacha que,
junto con sus compañeros, ingresaba a las aulas universitarias para denunciar
la exclusión, el racismo y la pobreza, y destacaba la necesidad de crear una
nueva república popular. Se le formó un nudo en la garganta al recordar haber
visto el nombre de la universitaria en la lista de fallecidos de la matanza en
los penales peruanos. ¡Ninguno de los dos pudo ser ingeniero!
En el
primer examen aprobó el cincuenta por ciento del alumnado y comenzó el desfile
por la dirección del colegio: el comisario, el director del hospital, el ingeniero
X, Y o Z.
—Mira Coquito —le dijo el auxiliar—eres muy
bueno en las matemáticas pero debes conocer todos los supuestos antes de sacar
una conclusión. Si desapruebas a la mitad de la sección, no llegas a fin de
mes. Si el director te defendiera, su cabeza estaría en peligro. Decide lo que
harás pero bien informado: aquí hay muchachos buenos, pero también está la escoria de La Oroya, los expulsados de
otros colegios, aquellos a los que les venció la edad, padres de familia. ¡Ay
Jorgito! El examen que reprogramaste para una alumna de secundaria, fue porque
se recuperaba, no de una apendicitis, sino de un aborto en una clínica local.
Recordando
esta conversación, Coquito volvió caminando a la ciudad desde el alejado
suburbio exclusivo en donde se ubica el colegio Hiram Bingham.
El que
no sabe desaprueba geometría conmigo, por más ingeniero que sea su padre, se
dijo en voz alta. Le inquietó pensar que estaba vengándose por no haber podido
ser ingeniero. ¡Falso!, había evaluado objetivamente y además, relacionar
mecánicamente ambos eventos era de un llano reduccionismo euclidiano.
—¡Euclides!
—exclamó
tras el suspiro. Él y las
matemáticas seguían separándose.
De pronto recordó la geometría de Riemann y
una representación tridimensional de la tierra. Sonrió mientras se daba
un golpecito en la frente. La densidad crítica decide si un universo es de un tipo o de otro; ¿por qué él lo asumía plano? ¿Por qué, aceptaba
que las matemáticas y su vida, eran paralelas que nunca se interceptarían? Las
distancias mayores permitían detectar la curvatura del universo donde las
paralelas sí se interceptan. Como en sus años de universitario comprendió que no
se puede sacar conclusiones acerca de lo infinitamente pequeño a partir de lo
infinitamente grande, y viceversa. ¡Estaba evaluando su vida con parámetros no
válidos! Era tan simple como cambiar de perspectiva y construir nuevas realidades. Por otro lado, le pareció sencillo y gratificante imaginar los infinitos cambios de trayectorias en los
ilimitados nuevos ciclos, que podían ocurrir en su propia vida; o los cambios
de trayectorias y nuevos ciclos con los que él podía recrear hechos reales.
Sonrió. ¡Él y las matemáticas habrían de reencontrarse! Se había estado
alejando de su pasión por la ingeniería; caminando y caminando, en algún
momento, volvería al punto del que partió. Se figuró
una oroya, el andarivel precolombino que daba nombre a esa ciudad, llevándolo
de regreso a la otra orilla. Algo nuevo empezó a
recorrer con energía por todo su cuerpo.
Había sufrido porque su padre abandonó a su madre,
ahora, analizando ciento veinte años en lugar de treinta, se daba cuenta que su
progenitor era el cuarto Jorge Aliaga de su familia que desaparecía al llegar a
los treinta años. Había tanto que elucubrar sobre las causas y consecuencias de
este hecho. Desde una perspectiva mayor, se destacaba azarosa y cándida la
selección de parejas; unos segundos de diferencia hubieran posibilitado que su
madre conociera a un buen hombre… a un sacerdote que se enamorara perdidamente
de ella… o quizás a un encantador psicópata y misógino. Había tanto que suponer
con pequeños cambios en las erráticas trayectorias humanas. ¿Qué hubiera
sucedido si su último antepasado europeo, en plena tormenta de nieve, se
extraviaba de su clan en la migración por el Estrecho de Bering? Él se había
sentido desafortunado por no haber concluido sus estudios universitarios, y ¿Si
hubiese sido un exitoso hombre de Neanderthal?
Disfrutó volver a leer a Riemann y la geometría no
euclidiana mientras su capacidad de ensoñación se expandía sin límite alguno.
Si etimológicamente ingeniero
significa el que conoce y diseña una
máquina o un artificio constructivo; entonces, finalmente, él sí pudo ser
un ingeniero: el universo posible subyacente a lo manifiesto es lo que muestra
en las cinco exitosas novelas que ha publicado.
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