Marco Absalón Haro Sánchez
1
Aquella mañana de agosto se internó en el
bosque un par de muchachos luego de cumplir con su oficio matinal. Iban a
seguir con el exterminio de aves torcaces tal como lo tenían por costumbre y al
oír el galope de caballos creyeron que recorría por los caminos la acostumbrada
tropa de gendarmes; mas como no pasaron de largo les extrañó, se escondieron
entre las rocas de las orillas y aguardaron unos minutos. Asomaron sus ojos
para ver qué era lo que sucedía: un grupo de hombres se despojaron de sus
monturas dejándolas escondidas en una hondonada boscosa y se apostaron detrás
de unos enormes troncos.
Mientras que se acercaban arreando varias
acémilas cargadas de productos dos jóvenes y su abuelo; pero la comitiva no
pudo pasar la travesía porque fue interceptada por los maleantes que con
machete en mano, revólveres Smith Wesson y escopetas de distinto calibre
los echaban mano.
En medio de la trifulca les dijeron:
–¡Ahora, tú, abuelo imbécil –rugió uno de
ellos– quiero que te hagaj el machito, cabrón! ¿Por qué coño matajte a nuestroj
padrej? ¡Toma!
–¡Ay, ay… –exclamó el anciano– fue en defensa
pro…!
–¡Si se meten con mi abuelo, les parto el
alma, cabro… –lo defendía uno de los nietos el momento de ser amedrentados con
balazos– ay, ay, ay…!
–¡Tomen, conche tu madrej! –vociferó otro al
tiempo que les disparaba.
–¡Ay, ay, ay carevergas, han firmado su
sentencia de…! –gritaba el otro nieto al tiempo que sufría la arremetida
enemiga.
–¡Son unoj putoj bastardoj –chilló un tercero–
porque no noj dejar follar a suj hermanaj...!
–¡Sí, cabronej –escupió otro de los
maleantes– ya era hora de que dejaran de vivir, porque a laj buenaj o a laj
malaj serán nuestraj mujerej esaj putaj zorraj. Ni suj madrej o tíaj se salvarán
de pasar por nuestraj «armaj»…!
–¡Pero máj noj duele –concluyó el que hacía
de jefe– que ejte viejo inútil haya matado a nuestroj padrej hace muchoj añoj
antej. Prepárense a morir, cabronej de mierda, que llegó la hora de hacer
jujticia, conche su madrej!
A cada víctima le dieron un balazo en la
pierna o el brazo. Quitaron sus ropas y los colgaron por los pies, atados con
cuerdas de nailon a las ramas de los árboles y empezaron a destrozarlos con afilados
machetes. Cada criminal seccionaba una parte: uno, las manos –en este primer impacto,
tremendos gritos de dolor escapaban de sus gargantas a todo pulmón e intentaban
pedir auxilio en vano– otro, las orejas y los dedos de los pies; aquél, volaba de raíz los
testículos de cada víctima… Por último se atrevieron a
arrancarles el corazón con un filudo puñal, al continuar esta operación propia
de maniáticos asesinos dejaron de existir en medio de crueles tormentos y
gesticulaciones.
Los tres hombres yertos por fin, mostraban en
sus miradas un odio que se les antojaba amenazante a sus verdugos. Uno de ellos
por temor o por piedad cerró aquellos párpados terribles.
–Sha lej podemoj echar al río –apuró el que
hacía de jefe– sa cumplido la puta venganza. «Ojo por ojo, diente por diente»,
dice el dicho. En marcha, güebonej, que tenemoj bajtante por hoy.
Cuando desaparecieron del sitio los maleantes
salieron de su escondite Pedro González y Juan Miranda, de doce y diez años;
quienes grabaron en su retina estas escenas y el primero que era bueno para el
dibujo retrató sus rostros en una libreta.
–Ahora, ¿qué vamos a hacer? –inquirió Juan sintiendo
que le temblaban las piernas– tengo miedo, mucho miedo...
–Ahora –repuso muy sereno y resuelto Pedro–
esperaremos a que éstos se larguen del todo y luego volveremos al rancho; pero
primero iremos adonde don Mesías para contarle lo que hemos visto –dijo esto y abrazó
a Juan.
Al cabo del tiempo estipulado el par de
muchachos siguió la cuenca del río hasta dar con los ranchos que emergían de la
maleza selvática, con sus techos de bijao
o de zinc, elaborados siempre de dos plantas para protegerse de la humedad y de
los bichos del medio ambiente. Sus padres andaban ocupados en varios quehaceres
y no se encontraban en casa, lo que hizo que fueran directamente adonde el
teniente político y le contasen todo lo que vieron.
En tanto que los victimarios cuya edad
oscilaba entre los veintidós y veinticinco se llamaban Eusebio Frías, alias Flecha Mortal;
Genaro Gómez, Caballo Loco; Javier Durán, Apache Rojo; Serbio
Macías, Toro; Telmo Ordóñez, Perro Voraz y Alfredo Salinas,
Tiburón. Quienes al parecer cobraron venganza por un hecho sangriento de
antaño en el que resultaron muertos sus familiares cuando intentaban acabar con
la vida de los en otrora comerciantes de ganado y de productos agrícolas,
Domingo Díaz y Arsenio Córdoba, quienes se defendieron ante la brutal
arremetida de los fallecidos. Ni siquiera la superioridad numérica de los
asaltantes pudo contra el destino del par de colonos; aunque uno de ellos dejó
de existir hace poco por causas naturales, mientras que el otro pasó a ser la
siguiente víctima de estos matones.
Enseguida se rumoreaba la desaparición del
anciano Domingo Díaz y sus dos nietos Facundo y Jerónimo, quienes salieron al
pueblo La Hormiga para
vender sus cosechas por la mañana. Era media tarde y no había ni rastro de
ellos. La incertidumbre se apoderó de los familiares y habitantes de la aldea,
quienes se estuvieron hasta muy tarde despiertos con la esperanza de verlos
llegar, pero no tuvieron noticias de ellos durante toda la noche.
Por la mañana se oyó el galope tendido de
caballos por el camino que desembocaba en
la aldea. No menos de tres docenas de jinetes tiraban las riendas de sus
monturas para frenar y desmontar frente a la tenencia política de El Guabal. Iban vestidos con uniformes
de color crema y terciados a la espalda un Máuser cada uno, ávidos de vomitar fuego por sus cañones. Dos correas
de color marrón oscuro cruzaban el pecho y la espalda en forma diagonal. En la
correa que rodeaba el cinto llevaban cuatro cajas de balas cada uno; un revólver Smith Wesson calibre 38,
cañón largo, descansaba en su funda al costado izquierdo con facilidad para ser
tomado con la mano derecha. Asimismo, dentro de una funda larga de cuero un
enorme machete-daga; sus mochilas, gorras y botas ya no tenían nada de
particular entre la gente armada de cualquier lugar del mundo.
El teniente de gendarmería ordenó desmontar y
habló con su homólogo:
–Buenos días –dejó caer–. El capitán René
Vázquez nos ordenó venir aquí por lo de la desaparición de tres moradores del
sector.
–Buenos días, teniente –repuso un hombre alto
y desgarbado de edad mediana, quien llevaba las riendas de la ley en aquella
aldea y respondía al nombre de Mesías Bajaña–. El caso es que asesinaron a
sangre fría a un pobre abuelo de la comunidad y a dos de sus nietos, mientras salían a vender
sus productos en La Hormiga. Se sabe
del lugar donde fueron salvajemente asesinados por el testimonio vivo de dos
chiquitines, uno de ellos retrató seis caras –le mostró– y aseguró que fueron
ellos los que dieron muerte a sus parientes.
–¡Vaya... vaya...! –exclamó el teniente Roberto
Cárdenas mientras los examinaba– ¿Con que estos son los maniáticos asesinos?
Téngalo por seguro que los hallaremos, más temprano que tarde caerán en
nuestras manos esos salvajes.
–Varios hombres de la comunidad –añadió don
Mesías– se ofrecieron como voluntarios para buscar los cuerpos de los tres
fallecidos y se marcharon río abajo para cumplir con su misión, apenas nos
enteramos de los hechos.
–Ojalá los encuentren pronto –aprobó el
teniente.
–Eso espero yo también –asintió el anfitrión–
pero…
–¿Pero
qué? –cortó el oficial mirando de soslayo a su interlocutor.
–Me refiero a los matones –repuso don Mesías
un tanto inquieto.
–¿Qué pasa con esos bastardos? –inquirió el teniente,
impaciente– suelte de una vez lo que hay o lo que piensa.
–Lo que pasa es que… –soltó por fin– si éstos
forman parte de los tipos que quisieron asesinar antaño a los comerciantes
Domingo Díaz y Arsenio Córdoba y no lo consiguieron, sino más bien fueron
muertos por éstos, será un poco difícil que se los ponga en cintura porque
intuyo que este nuevo derramamiento de sangre responde a una vendetta personal.
–Ya –replicó Roberto– pero para eso está la
ley. ¿No me diga que los teme, usted que es toda una autoridad?
–Hum –dejó caer don Mesías– temor es poco,
teniente. Pavor siento el solo hecho de nombrarlos. Pero claro, si tuviera
hombres a mi disposición como usted los tiene sería otra cosa. Estoy seguro que
igualaría fuerzas o quizá sería superior a ellos y los exterminaría de la faz
de la Tierra.
–Verdad –asintió el oficial de gendarmería–
para eso estamos aquí, don Mesías. Para hacer que brille la justicia. Ojalá
podamos dar con esos bandoleros.
Hubo un corto silencio que indicaba
aprobación y agregó el oficial:
–Quiero ver a los muchachos que han sido
testigos de este triple homicidio.
–Les mandaré llamar enseguida –ofreció don
Mesías.
En menos de media hora se acercaban los
muchachos acompañados de sus padres y un ayudante.
–Hola, soy Roberto Cárdenas, oficial de
gendarmería –se presentó el teniente– pueden decirme Roberto. Estamos aquí para
que nos muestren el sitio donde fueron asesinados el abuelo con sus nietos.
¿Podemos acercarnos en este momento?
–Perdone, teniente –dejó caer Arnulfo, padre
de Pedro, a nombre de los demás– ¿no le parece que son escenas demasiado
fuertes que no deberían volver a describir nuestros muchachos, no ve que apenas
son unos niños?
–Claro que son escenas fuertes –replicó el
teniente– pero no hay mejor manera de investigar si no se logra reconstruir los
hechos y para ello nos toca volver al lugar exacto donde se llevó a cabo el
derramamiento de sangre.
–Está bien –asintió Felicia, madre de Juan–
pero me imagino que nos dejará acompañar en todo momento a nuestro hijos.
–Así es, señora –atajó el teniente y se
dirigió a los niños– ¿entonces ahora vamos al sitio, muchachos?
–Sí, señor –ofreció Pedro con voz segura e
inquirió–. ¿Le gusta los dibujos que hice de sus caras?
–Muy bien, muchacho –aprobó el oficial en
tanto caminaban al sitio de la masacre– están excelentes; pero queremos ver el
lugar exacto del asesinato.
–Bueno –repuso Pedro sin inmutarse.
Mientras la madre de Juan lo abrazó al ver
que se ponía nervioso y le dijo:
–Juan, no temas que no les va a pasar nada.
–¿Estás con miedo, muchacho? –inquirió el
teniente Roberto– no les va a suceder ninguna cosa mala. Aunque sabemos que
están asustados por lo que vieron ayer en la mañana; pero ahora van en nuestra
compañía, nadie puede causarles el menor daño.
–Ya pero –soltó Juan mirando de reojo a su
primo– esos dibujos no están tan bonitos como cuando dibujaste la cara de don
Corba.
–¿Quién es don Corba? –sopesó el teniente.
–Don Córdoba quiso decir Juan –atajó Pedro
con viveza.
–Así lo llama –terció la madre– desde que
tenía cuatro añitos.
–¿Quién es don Córdoba entonces? –inquirió el
oficial un tanto impaciente.
–Su nombre completo es –corroboró don Mesías–
Arsenio Córdoba, que en paz descanse, fue el gran amigo del abuelo Domingo Díaz
que cuando tuvieron la emboscada se defendieron tan bien y mataron a sus
enemigos en defensa propia, tal como quedó estipulado ante la ley. Por eso los
parientes de los occisos siempre buscaban la manera de desquitarse hasta que
llegó este día macabro.
Juan se acercó a Pedro y le tomó de la mano
mientras el oficial soltó:
–¿Qué historia, no? O sea que eso viene de
tiempos atrás.
Hubo un ligero silencio y añadió el oficial:
–¿Estamos cerca del sitio?
–Sí, teniente –dejó caer don Mesías– es en la
hondonada que tiene al frente.
–Este…, mi teniente –soltó el sargento
Segovia– yo creo que debemos acercarnos allí con mucho tiento, no sea que estén
planeando una emboscada ya que a lo mejor son algunos esos güebones.
–Tiene razón, sargento –asintió el oficial–
no había pensado en eso. Ordene estar precavidos por si acaso.
Enseguida se acercó a la pequeña tropa e
instruyó convenientemente que mientras un grupo reducido de gendarmes analizaría
el lugar de la masacre los demás guardarían sus espaldas a considerable
distancia. Todos asintieron con un «sí, mi sargento» y se cuadraron haciendo
sonar sus botas.
Llegados al sitio solo pudieron ver huellas
de sangre empañada en los tallos de los árboles.
–¡Cáspita! –gruñó el teniente Roberto– éstos
no dejaron huella clara de sus crímenes. Actúan como profesionales duchos en la
materia. A ver, muchacho –se dirigió a Pedro– relátame lo que viste.
Pedro contó con lujo de detalles lo que
sucedió la víspera.
Terminado el relato, gruesas lágrimas surcaban
los rostros de los muchachos y el oficial les consoló con una palmada mientras
sus padres los abrazaban.
–Es increíble –dijo el teniente Roberto– que
no hayan dejado el mínimo rastro esas víboras asesinas. Esperen un minuto que
voy a hacer aguas.
Dicho esto el teniente se apartó del grupo
para cumplir sus necesidades, mientras tanto sus ojos no paraban de otear los
alrededores. De pronto le llamó la atención una pelota oscura de tamaño mediano, la misma que descansaba sobre la
superficie de un tronco tirado de lado en medio del bosque. Enseguida se acercó
a ver lo que era.
–Aquí parece que hay algo –anunció a los
demás–, acérquense para ver de qué se trata.
Se anticipó Roberto y vio que era una
cantimplora de color verde oliva. La tomó entre sus manos y la examinó.
–Tenga cuidado, teniente –le advirtieron a
una el sargento y don Mesías– puede ser alguna trampa.
–Está llena –dejó caer el oficial–. Parece
que éstos la olvidaron…
–O la dejaron a propósito –interrumpió el
sargento Segovia– como sebo.
–A ver –prosiguió el teniente– vamos a ver
qué coño contiene para que pese tanto.
Dio la vuelta la tapa rosca ante la
expectativa del grupo. Cuando la abrió completamente, todos esperaban ver
líquido vital en su interior. Roberto la vació lentamente sobre un pedazo de
cuero que extrajo de la silla de montar y no caía nada. Le dio de golpecitos
para ablandar el contenido y hacerlo caer. De pronto se desmoronó un terrón de
pasta blanca. Todos estaban estupefactos al contemplar semejante hallazgo.
Mientras el teniente Roberto tomó una muestra con el puñal y la saboreó.
–¡Claro pues! ¡Puf, puf! –exclamó preso de
corajes mientras daba fuertes escupitajos– ¡Qué otra cosa podía ser! ¡Malditos
bastardos! ¡Esto es cocaína pura!
En ese momento algo empezó a enroscarse desde
los pies de Arnulfo y avanzó hasta su corazón haciéndolo latir con mayor vigor;
pero cuando llegó a su rostro lo volvió lívido y nadie más que Felicia se dio
cuenta de lo que le pasaba, ya que por traficar con la diosa blanca mataron a
su marido hacía un par de años. Su cuñado también trabajó para unos productores
y distribuidores ilegales. Aunque en ese tiempo no trabajaban para ningún
narcotraficante pero tenían un pie dentro de la sepultura, ya que cualquier
momento podrían acabar con ellos.
–Joder –corroboró el sargento Segovia– estos güebones
tienen la concha de tomarla como agua ¿no?
–Y más que eso, sargento –aprobó don
Mesías– trafican con esa vaina y
según parece son capaces de hacer lo que fuera para procurársela.
–Sí, don Mesías –corroboró el sargento
Segovia– ésa es la punta del ovillo que la vamos a desenredar hasta dar con
esos hijos de mala madre que el diablo cargue con ellos.
Retornaron a la aldea y los gendarmes se
sentían decepcionados por no haber encontrado ningún otro indicio del triple
asesinato; aunque sí se enteraron con quienes tenían que habérselas desde el descubrimiento
de la cantimplora.
En ese momento se acercaron los voluntarios
que buscaban los cuerpos de los finados y anunciaron que aún no los
encontraban, que seguirían hasta dar con ellos.
Acto seguido la pequeña tropa hizo el camino
de regreso llevando consigo como único botín sendos retratos de los seis
criminales y el recipiente con cocaína.
2
Alguien pasó la voz a la Policía que unos jóvenes
forasteros se dedicaban por entero al negocio de diferentes productos en la
zona y que más de una vez ofrecieron gramos de diosa blanca entre sus
mercancías. Aparte del consumo y distribución de tabacos de marihuana, cuyo
hábito querían implantar a toda costa en la juventud de la comarca. Pero el
diablo se les durmió, ya que uno de esos días se llevó a cabo una redada
policial en la que cayeron con las manos en la masa y eran interrogados por los
elementos uniformados de la provincia.
–¿De qué parte de la costa ecuatoriana dizque
son ustedes? –interrogó el capitán Aurelio Moscoso, comandante del destacamento.
–Nosotroj somoj de Guashaquil –mintió Flecha
Mortal– ¿por?
–Porque no parecen ser ecuatorianos –arguyó
el oficial–. Será mejor que nos suelten lo que hay si no quieren que les
obliguemos a hacerlo –puntualizó con severidad a sabiendas de que todo maleante
que está en manos de la justicia, al principio nunca dice la verdad–. Sargento
Enríquez lleve a éstos a los patios de «canto» –ordenó a su subalterno– ojalá
ahí se les ablande la lengua como es debido.
–Ejpere... ejpere... –suplicó Serbio Macías–
vamoj a decirlej la verdá; pero no noj
lleven a ninguna parte... –mientras las miradas de los demás compinches le
devoraban por querer sacar los cueros al sol y sincerarse ante los polis,
llevado por la cobardía– por favor...
–Sargento –atajó el capitán al tiempo que le
guiñaba un ojo– aguarde unos minutillos que éstos sí quieren hablar con
nosotros.
–Sho y
mij amigoj … –soltó aparentando nerviosismo– somoj de Colombia: el paisa Eusebio…
ej de Popashán, el compa Genaro de Medeyín,
Javier y sho somoj de Bogotá –los demás se
tranquilizaron porque mintió–. Máj verdá que ésa no hay.
El capitán Aurelio Moscoso no se conformó con
ese veredicto porque sabía que le habían mentido, ya que los gestos de los
demás permanecieron inmóviles y parecían tranquilos.
–¿Algo máj, mi jefecito? –prosiguió Serbio.
–Sí –soltó el oficial al mando– sargento Enríquez
lleve a éstos al patio de «canto», ahora –ordenó.
Se miraron las caras los cuatro y estaban
desconcertados, no entendían el porqué a pesar de haberles dicho que eran de «ciertos»
lugares de Colombia los enviaban a hacerlos «cantar». Sin embargo, al verse
perdidos se dejaron llevar simulando una vez más inocencia. Llegados a los
patios traseros del destacamento les ordenaron quitarse la ropa hasta quedarse
en calzoncillos. Cuando lo hicieron, se podía apreciar las cicatrices que
llevaban en el cuerpo aparte de los rostros. El sargento Enríquez hizo pasar
uno por uno y tomó nota de todo cuanto veía.
–Sargento –dijo el capitán– venga un momento.
En privado le recomendó lo siguiente mientras
los reos eran vigilados por gendarmes fuertemente armados.
–Empiece con algo sencillo –ordenó el oficial–
y según le vaya haciendo falta agregue otros castigos: «apriete las tuercas»
con cuidado no sea que alguno se nos muera y tengamos que sepultarle para que
nadie supiera de él. Tengo la impresión de que estos cuatro forman parte de los
seis que la Policía colombiana busca desde hace unos meses. Ellos nos han hecho
llegar unos bosquejos de sus rostros. Estoy comparando uno por uno y me parecen
coincidir; pero primero hay que investigarles a esos güebones y sacarles
toda la información a respecto. No olvide, vamos por lo más sencillo primero.
¿De acuerdo?
–Sí, señor –asintió el sargento– ahora mismo
voy a hacerles «cantar» y si por acaso alguno se nos llega a morir: solo
tenemos que montar un operativo de búsqueda diciendo que se ha escapado,
mientras que este ya estará gozando de mejor vida.
–Eso ya lo sé que se puede hacer –repuso el
capitán, impaciente– como es bastante normal en estos casos: aparentar que se
han escapado o hacer que parezca muerte accidental o natural. Haga lo que le
ordeno, sargento.
–Muy bien, mi capitán –soltó llevando la mano
a la visera y partió tras la orden.
De inmediato les hicieron poner en trípode
–posición que se logra apoyando la coronilla en el suelo, las piernas estiradas
y con las manos a la espalda– y les dejaron unos minutos que parecían horas.
Empezaron a cansarse y apoyaban la rodilla a intervalos, ahí es cuando el
sargento sacó su látigo.
–¡Levanten la rodilla, cabrones –rugió– así
no es el ejercicio...!
¡Zas! ¡Zas! ¡Zas...! Retumbaba el látigo
sobre los cuerpos debilitados por la mala posición. Trataban de evitar los
golpes procurando mantener la posición inicial pero era inútil que aguantasen
algo.
–A ver, pajaritos –dijo el sargento– ¿de
dónde son y por qué llevan semejantes marcas en el cuerpo y en la cara?
–Sha le dijimoj, mi sargento. ¡Ay...! –gimió
Serbio el menos valiente de ellos.
¡Zas! ¡Zas! ¡Zas...! Volvía el látigo a
retumbar en el aire y a caer sobre las humanidades de quienes se obstinaban en engañar
a la policía.
Los minutos parecían eternos para este
cuarteto de reos que no gustaban de «cantar» como era debido, primero empezaron
a desplomarse.
–Ya que no quieren decirnos nada a las buenas
–dedujo el clase– hoy vamos a cambiar de técnica.
Les llevaron a una sala donde había bancos
metálicos clavados en el piso, los cuales llevaban correas para sujetar las
muñecas y los tobillos. Les hicieron sentar habiéndoles quitado previamente las
esposas, les rodearon con las correas y empezaron a poner cargas eléctricas de
bajo voltaje a intervalos de cinco segundos, de diez, de quince... Detrás del
cristal que los separaba observaban los uniformados cómo se estremecían los
cuerpos de los reos en cada descarga. Sin embargo, se volvieron tan tercos que
no querían decir ni media palabra. Solo Serbio quiso más de una vez decir la
verdad.
3
Telmo Ordóñez y
Alfredo Salinas al enterarse que sus compinches estaban detenidos en Zamora, Ecuador, pensaron en pasar la
voz a los jefes de los carteles de la droga e iba a pedir auxilio para ellos. Cruzaron
la frontera del sudeste colombiano, sabían que allí tendrían contacto con los
miembros del cartel de Cali. Se apearon de la guagua que les llevó hasta Poza Honda y enseguida buscaron la vivienda de uno de ellos. La
hallaron y llamaron del zaguán:
–Plátano... –dijo Perro Voraz con voz
segura.
–...pintón –repuso el que salió a ver de
quién se trataba–. Entren.
–Hemoj venido aquí –dejó caer Telmo– porque
tenemoj problemaj. A nuejtroj compaj de «labor» lej han detenido en Ecuador, en
la provincia de Zamora Chinchipe. Queremoj que noj echen una mano para
liberarloj antej de que canten lo quihay.
–¿Por qué se supone que les han agarrado,
cabrones? –gruñó Marcado– algo fuera de lo común y corriente habrán
hecho para que estén presos los muy ladinos. ¡Cuántas veces les advertimos los
de la cúpula encabezada por el que tienen al frente y el jefe Escudero: que no
se metieran en tonterías, que evitaran ser llevados ante la justicia.
Aparentando hacer cosas buenas! ¿Y ahora quieren que les liberemos a fuerza de
arriesgar nuestro peyejo? Tendré que telefonear al jefe para que él decida en
este caso.
–Creímoj –terció Alfredo– que era nuejtro
deber avisarlej para evitar que loj tomboj tuvieran acceso a la
información sobre loj movimientoj internoj del Cartel...
–Eso ya veo –ironizó Marcado, el que
hacía de jefe de la cúpula del sector–
que ahora si hushen como perros con el rabo entre las piernas y piden clemencia
como Magdalenas. Aguanten ahí sentados, cabrones, vosh a telefonear al jefe.
Mientras Marcado y el Látigo
fueron a cumplir con su objetivo, los visitantes tomaron asiento nerviosamente
y uno de ellos tomó el periódico que yacía sobre la mesita del centro de la
sala. En grandes titulares decía: «CUATRO SUJETOS SOSPECHOSOS ESTÁN SIENDO INVESTIGADOS
POR LA POLICÍA ECUATORIANA...» Enseguida le pasó la prensa a Alfredo. Cuando terminó de leer, se miraron
mutuamente las caras; pero nadie dijo ni media palabra.
–Tenemos este inconveniente –soltó Marcado
por teléfono– jefe Escudero. Cuatro de los nuestros han caído en manos de la Policía ecuatoriana. Esta
noticia la publicaron el lunes shaora hemos cerciorado de que efectivamente son
los reos miembros de nuestras filas. Dos de esos cabrones están aquí y nos lo
aseguran.
–¡Joder! –vociferó un hombre de mediana edad
y de complexión fofa– ¡Ningún hijoputa quiere trabajar como es debido! ¡Que se
vashan todos al infierno! ¡Tarea de mamarrachos, mal nacidos! ¡Devoradores de
las bodegas de víveres…!
Luego de un corto silencio añadió:
–Decidan en reunión qué coño hacer –ordenó la
voz en el auricular–: libertarlos a toda costa o eliminarles para evitar a que
suelten la lengua. Lo que sea más seguro, hay que impedir que los tombos
den con nuestra organización. Manda inmediatamente un grupo de hombres que al
menos sean la tercera parte del regimiento donde se hayan esos imbéciles. El
momento menos esperado y cuando lo tengan todo bajo control asáltenlo, si no
busquen la manera de silenciarlos para siempre a todos esos güebones inútiles. A los dos que están
con ustedes les meten en el grupo de rescate y mientras existan posibilidades
de liberación los tienen con ustedes, pero si por el contrario...
–...les matamos también a eyos –interrumpió Marcado.
–¡Exacto! –asintió Escudero– no los dejen
vivos a esos desgraciados porque nos pueden denunciar igual o peor que los
cabrones que están presos; cuando salga la comisión ve tú con eyos y controla
que todo salga bien. Deja en Poza
Honda a tu segundo, a Látigo.
–Haremos todo cuanto nos ordena, jefe
Escudero –ofreció Marcado.
–Eso es todo. Me tienen informado sobre los
pasos que van dando –concluyó el jefe.
–De acuerdo, señor.
Enseguida se materializaron en la puerta y por
el semblante que traían, los visitantes no tuvieron buenos augurios acerca de
la respuesta de dicho jefe Escudero. Marcado tomó la palabra para
decirles:
–Esta tarde saldremos una comisión al lugar
donde están los maricones ésos, ustedes de suman al grupo de rescate, güebones.
El trashecto es sumamente largo y penoso si tenemos que cruzar la frontera
oriental shadentrarnos en territorio ecuatoriano. Calculo que al menos será de
dos días con sus noches.
–¿Qué rato noj reuniremoj para largarnoj?
–inquirió Telmo.
–A las ocho de la noche en la cantina Las delicias, nos reuniremos un grupo
shen otro sitio los demás. Bueno, en cuanto a ustedes dos tienen que ir adonde les
indiqué. ¿De acuerdo? –secundó el Látigo– hasta mientras tóquense las
pelotas en algún lugar.
–Eso mero haremoj –soltaron sin saber que
estaban en la boca del lobo.
Salieron de allí y se dirigieron a una fonda
de la localidad para saciar el hambre que tenían. Ya era medio día, ni siquiera
habían desayunado.
Pero al quedarse solos los de la cúpula
comentaban lo siguiente:
–Estos son unos borricos –murmuró Látigo–
creen que no estamos enterados de las fechorías que andan cometiendo por aquí,
hijoputas.
–El jefe Escudero, al desconocer los motivos
por los cuales están presos –esgrimió Marcado– ha ordenado libertarlos;
o en último de los casos matarles. Pero si supiera lo que han cometido estos güebones
no hubiera decidido libertarlos, sino matarles de inmediato para que no
«canten».
–¿Qué hacemos entonces –se interesó Látigo–
les salvamos o qué?
–Para mi juicio, mejor es que les matemos
–sentenció– sha que es impracticable el dejarles con vida sha merced de los tombos
ecuatorianos porque corre riesgo nuestra organización; como tú no ignoras Látigo,
no se puede obedecer ciegamente las órdenes del jefe Escudero por varias
razones: una porque él puede ser detenido en cualquier instante o muerto en las
balaceras con los milicos, los policías o en los enfrentamientos esporádicos
con los de las FARC o los
del ELN; dos, porque él está en el centro
del país y no da abasto para enterarse de lo que sucede en la periferia; tres,
las órdenes que él da por teléfono no son del todo fiables, porque pueden ser
interferidas. Sho te propongo de antemano a ti, Látigo, y les propondré
a los de la cúpula que yevamos el gobierno de la organización en este lado del
país, enviarles a los seis a golpear las puertas de San Pedro y solucionado el
problema. Se joda quién coño se joda, carajo.
–Me parece bien –repuso Látigo– como esto será sometido
a votación entre los cinco, cuenta desde sha con mi voto.
–Bien –ordenó Marcado–, cítales a los
chicos a una reunión urgente a las tres.
–De acuerdo, ¿en qué lugar?
–En el restaurante Flor de loto.
Pasadas las tres se reunieron los cinco de la
cúpula:
–Tenemos que resolver un asunto muy
importante –dejó caer Marcado– hay cuatro de los nuestros que están
presos en cárceles ecuatorianas. Están
siendo investigados por el último asesinato que hubo cerca de aquí –carraspeó
y chupó el cigarro que llevaba.
–También –prosiguió– pasé la voz al jefe
Escudero. Él me dijo que lo resolviéramos nosotros y veamos qué coño hacer para
impedir que cantaran las andanzas de esta organización: si es que les liberamos
de las manos de los tombos ecuatorianos o les damos el pase directo a
los quintos infiernos. Mas sho les pongo a consideración lo siguiente: Al ser
nosotros quienes hacemos y deshacemos lo que conviene o no en este sector nos
toca decidir si les liberamos o les matamos.
–Si no hay manera de libertarlos –dedujeron a
una los cuatro de la cúpula– que se los mate.
–Bien –opinó
Robert Rodríguez– entonces, hemos quedado como al principio: que si no
se les puede libertar que se les mate. Hoy salgo a dirigir las operaciones de «limpieza»
personalmente. Látigo, quedas a cargo de la jefatura de la cúpula.
Acompáñame tú Depredador, salimos a las nueve de la noche a reunirnos
con los demás hombres que nos acompañarán en la odisea.
4
Los reos tenían visitas solo los domingos. Un
día de aquellos llegó una viejecita a visitar a Eusebio Frías, aduciendo que
era su tía-abuela que vivía en Chimbuza –ciudad cercana a Zamora– quien estuvo
con él en la sala, le llevó algunas cositas de comer; aunque los guardas
revisaron la cesta que portaba la anciana, no pudieron ver que había una hoja
doblada debajo del mantel. La misma que fue entregada en manos de Flecha Mortal, el momento menos esperado. Se
marchó la mujer que había sido pagada por Marcado para que entregase la
carta a Eusebio. Éste sin ser visto por ningún guarda ocultó el documento
dentro del calzoncillo y cuando salió al váter leyó su contenido: «Prepárense a
escapar de este destacamento policial por orden expresa del jefe Escudero. El
viernes próximo que es la primera de junio vamos a rescatarles con vida. Depende
de ustedes para que la operación sea un éxito. No muevan un puto dedo hasta la medianoche».
Al caer el ocaso del día citado no menos de
dos docenas de figuras fuertemente armadas desmontaban a orillas del Zamora,
agazapados en la oscuridad que empezaba a manifestarse. Descansaban las fatigas
del viaje sentados sobre troncos y piedras de las orillas. El fuego de los cigarros
que fumaban parecían cocuyos que circundaban las caras de los integrantes de la
banda, quienes hablaban en voz baja para no alertar a alguno que pasara por el
camino; aunque estaban bastante apartados del mismo.
–Aquí nos quedaremos hasta las once de la
noche –ordenó Marcado hablando siempre en voz baja– luego nos
acercaremos lo que más podamos para estar preparados para el golpe.
Esto dijo porque estaba informado de que en
aquel pequeño regimiento no había más de sesenta policías, debido a ello había
escogido a dos docenas de los más secuaces y pendencieros de sus filas.
Se acercó a Perro Voraz y a Tiburón
para ordenarles:
–El momento que demos el golpe, ustedes dos
van en la manada de a cuatro que entraremos por el mismo flanco, mientras los demás
irán por los otros del mismo modo. Al final silenciaremos a los guardias de la
prevención. Si alguno cae prisionero, cualquiera de nosotros está autorizado en
darle el tiro de gracia para que no hable jamás: no olviden que el tiro debe
ser en la cabeza o el corazón para evitar así dejarlo herido.
En el cuartel de policía todo se llevaba a
cabo con aparente normalidad, los reos antes de la merienda se habían duchado
como lo hacían todos los días luego ocuparon las sillas del comedor y vaciaron
lo platos que les puso delante un camarero. Sin que nadie lo notase, éste entregó
debajo del plato un papel a Flecha Mortal. Él lo cogió con harto disimulo, lo ocultó y lo leyó cuando fue a
hacer uso de la letrina. El papel rezaba lo siguiente: «Ya estamos preparados
para el golpe, no olviden lo que les recomendé de comienzo. A las doce entramos».
Cuando acabó de leer suspiró aliviado pensando que tal vez podría volver a ver
a su madre y a su novia que quedaron en Pasto, Colombia. Enseguida hizo señas a
los demás que se alegraron con harto disimulo.
Dadas las doce campanadas en el reloj de la
prevención, los uniformados que estaban allí miraron con desgano la hora y
siguieron leyendo la prensa del día. Mientras que el ronda tomó el Máuser y salió a hacer su recorrido.
Pero no pudo ver que los guardias colocados en las esquinas del cuartel y a cincuenta
metros en los lados habían sido sometidos por los maleantes porque fue
interceptado por Marcado; quien le dio un fuerte culatazo con su revólver
y le mandó soñar, mientras dos de sus compañeros le ataron de pies y manos y lo
amordazaron. Lo propio pasó con el guardia que bajó de la garita al notar
ruidos extraños. Al de la prevención dejaron sin tocarle. Todo fue con rapidez
increíble, tomaron las llaves del cinto del ronda y abrieron el pabellón donde
se hallaban presos sus compañeros. Fue tanto el silencio que nadie, ni los que
dormían en las demás celdas oyeron el golpe.
Enseguida llegaron al sitio donde tenían sus
caballos y se marcharon con rumbo desconocido, sin haber tenido que gastar una
sola bala. El guardia de la prevención, al ver que no venían el ronda ni el que
salió detrás, telefoneó a los que estaban en las garitas; mas como no recibió
respuesta alguna, alertó a la tropa del destacamento cuando disparó dos veces
seguidas su fusil al aire. En ese instante se volvió un rebullicio: unos
corrían para acá, otros allá, aquéllos acullá; sin recordar en qué puestos
debían estar en casos de emergencia. Se iban vistiendo o acabándose de vestir
mientras corrían con los Máuser
en sus manos o terciados a la espalda.
El capitán Aurelio Moscoso y su inmediato
subalterno el teniente Rubén Astudillo fueron los primeros en pisar la
prevención para informarse de lo que estaba sucediendo.
–Teniente –ordenó el capitán– controle desde
aquí al personal uniformado en este zafarrancho, mientras yo acudo a ver qué
diantres ha ocurrido en las demás instalaciones del destacamento.
El teniente ordenó cubrir los puestos en las
garitas y colocarse en sus lugares. En tanto que el oficial al mando en
persona, acompañado de varios hombres, se acercó al pabellón carcelario del
recinto. Cuando llegó allí halló a los guardias que lo vigilaban atados y
amordazados.
–¡Cáspita! –gruñó con fuerza– ¿Qué coño
ha pasado aquí?
Desataron a los guardias y les quitaron las
mordazas para saber lo que en realidad ocurría. Apenas pudieron se pusieron de
pie y se cuadraron ante su autoridad:
–Buenas noches, mi capitán –carraspearon al
unísono.
–¿Pueden decirme, ustedes, ¡qué cojones
acaba de pasar aquí!? –refunfuñó el oficial.
–Ignoramos, mi señor –dijo uno– porque nos
durmieron los atacantes. No sabemos cómo coño entraron aquí; pero lo cierto es
que cuando recobramos el sentido fue cuando oímos el alboroto del zafarrancho.
–¡Estúpidos, mil veces estúpidos...! –gritó
el capitán– ¿No ven que se llevaron al cuarteto de colombianos y los demás no
oirían nada?
–Habrá que averiguar, mi capitán –ofreció un
cabo–. Tal vez ellos estén al tanto de lo que ha ocurrido, señor.
–Estoy seguro que tampoco vieron nada –repuso
el oficial al mando– si hubieran visto u oído algo, ¿no cree que hubieran hecho
la bulla para que a ellos también les liberen, ca-bi-to a-ni-ña-do? –ironizó en
forma burlesca acercando su rostro al clase que, aunque simuló serenidad,
sintió poblarse de sangre el rostro.
Sin pérdida de tiempo fueron por las garitas
desatando a sus colegas y averiguando si sabían algo; pero nada se pudo saber,
porque todos habían sido golpeados por la espalda en la cabeza y cuando
volvieron en sí se hallaban atados y amordazados.
Enseguida el capitán Aurelio Moscoso ordenó
al teniente Rubén Astudillo que prepare de inmediato un operativo de búsqueda.
–Sargento Enríquez –gruñó a la vez el
teniente– ¡ordene a cuarenta hombres aparte de usted y yo para salir detrás de
estos malditos esbirros!
–Enseguida, señor –dijo golpeando sus tacos y
se dio prisa.
–¡Los quiero bien armados y equipados cual si
fuésemos de maniobras! –subrayó el oficial.
–Enseguida, señor –gruñó el aludido antes de
desaparecer.
Eran las dos de la madrugada al salir; pero
los fugitivos habían adelantado mucho, llevaban varias horas de diferencia con
sus perseguidores. Sin embargo, no pararon hasta hallarse completamente a salvo.
Habían corrido tanto que cuando amanecía se hallaban en Chimbuza, a unos
treinta km al noroeste; mas no entraron al pueblo, sino que ocuparon una casa
abandonada para descansar un poco y luego avanzar hacia Gualaquiza.
El teniente Rubén Astudillo y el sargento
Enríquez, no tuvieron mayor remedio que regresar a la unidad policial,
encabezando la pequeña tropa. Ni siquiera hallaron la mínima pista de los
fugitivos y creyeron que era en vano seguir sin tener el menor indicio de dónde
irían.
Casi al atardecer entró la tropa en el
destacamento policial sin tener ningún resultado que satisfaga y el capitán
Aurelio Moscoso debió dar parte a sus
superiores acerca de sus movimientos infructuosos. Estuvo a punto de ser
relevado del mando de la unidad, debido al fracaso de sus pesquisas; pero no lo
fue porque era yerno del Comandante General de Policía de la región.
5
Al cabo de una década de aquello casi todos
olvidaron aquel incidente que cobró las vidas de agricultor y nietos, excepto
sus familiares. Juan y Pedro contaban con veinte y veintidós años,
respectivamente; eran dos mozos apuestos y fornidos. La total diferencia entre
los asesinos y estos muchachos radicaba en el sentido de la justicia, mientras
que los primeros habían sembrado el camino con sangre inocente hasta ser
privados de su libertad; los segundos, estaban siempre dispuestos a socorrer a
los desvalidos, a los menesterosos y huérfanos o viudas sin dejar por eso de
ser unos trabajadores formales que se ganaban el pan del día con honradez y modestia.
Aunque sus padres les dejaron en la orfandad cuando apenas entraron en la
adolescencia, jamás se desviaron por caminos torcidos gracias a la educación
impartida por parientes cercanos y maestros.
Aún conservaba Pedro la media docena de carboncillos.
«Algún día caerán en nuestras manos y se hará justicia, se enderezará lo torcido
y se resarcirá lo roto», pensaba.
Contrataron al par de jóvenes como guardias
en unas camaroneras que rodeaban al centro carcelario estatal donde purgaban
condena los asesinos del abuelo con sus nietos, el cual era bañado por una
inmensa bahía del Amazonas. El mérito a su encarcelamiento y condena se debió a
la ayuda prestada por el ejército ecuatoriano, especialmente a la unidad
llamada Demonios de la selva, quienes eran comandos nativos adiestrados en la
dureza selvática de la región tanto como en el arte de la guerra. La impericia
de antaño en los hombres del capitán Aurelio Moscoso hizo que finalmente fuera
relevado del cargo algunos años después, cuando ya había ascendido a teniente
coronel. Sobre todo porque su suegro dejó de ser Comandante General de Policía
de Zamora y entró al servicio pasivo.
–Más temprano que tarde, éstos caerán bajo la
justicia que la impondremos nosotros –profetizó Pedro al tiempo que apretaba
sus mandíbulas con fuerza–. Ojo por ojo, diente por diente.
–¿Cómo crees que vamos a hacer que paguen con
la misma moneda, Pedro –protestó Juan– si están vigilados las veinticuatro
horas?
–¡Psch! –chasqueó la lengua Pedro– por eso
mismo estamos aquí, querido primo, el día menos pensado y la hora menos imaginada
vengaremos su muerte.
–Ya, ñaño, pero cómo coño nos
acercamos a ellos para darles su merecido –insistió Juan–. No basta que
purgaran condena porque cualquier día pueden fugarse o qué sé yo. Igual eso no
resucita a nuestros seres queridos; aunque se los cobre tormento por tormento o
vida por vida. ¡Malditos granujas y…!
–De pronto alguien puede acabar con ellos
–interrumpió Pedro frunciendo su entrecejo– por ejemplo uno que entre a donde
están éstos y los vaya eliminando uno por uno…
–¡Eureka –exclamó Juan– lo tengo! Ese alguien
somos nosotros ¿verdad, ñaño?
–Eso es –asintió Pedro con firmeza– nadie más
que nosotros para acabar con esa gangrena para la sociedad. Te prometo que no
vivirán para contarlo, infelices.
Días más adelante eran trasladados dos nuevos
reos, los cuales entrarían en el mismo centro carcelario donde purgaban condena
los seis del caso. Iban acompañados por guardas fuertemente armados. Cuando se
dio el cambio del avión a la avioneta que los trasladaría en el último tramo
algo ocurrió en los retretes que utilizaron éstos, quienes minutos antes arguyeron
que se orinaban en los pantalones si no los dejaban usar y ante esta situación
fueron permitidos. En eso también se dio un relevo de la escolta y se despidió
la primera, mientras que en un abrir y cerrar de ojos alguien mandó soñar a los
reos que usaban la letrina y los escondió debidamente. Enseguida les quitaron
la ropa, se vistieron como ellos y aparecieron en la puerta donde les aguardaba
la nueva escolta. Los reos aunque llevaban el mismo uniforme sus rostros eran
otros, pero eso no lo notaron los guardas que se los llevaron para que
cumplieran condena.
Una vez dentro los nuevos reos condenados por
homicidio, quienes no eran otros que Pedro y Juan, identificaron a los seis
facinerosos que acabaron con la vida de sus parientes y buscaban la oportunidad
de echarles el guante.
A los ojos de Pedro y Juan éstos parecían
menos vigorosos ya que el tiempo había hecho mella en sus humanidades; aunque
sus cicatrices jamás se borraron dándoles un aire más temerario y pendenciero.
Un día en el comedor se dio el primer roce:
–Tú –gruñó Flecha Mortal contra Juan–
¿qué coño me miraj?
Juan no respondió y siguió comiendo.
–¡Oye –volvió el reo– a ti te digo, conche tu
madre! ¡No te hagaj el pendejo!
Pedro lo miraba de reojo mientras una mano
armada de una navaja caía sobre la humanidad de Juan. Entonces Pedro de un
salto evitó que el arma le hiciera el menor daño y empezó una lucha sin cuartel
en la que Caballo Loco recibió heridas de gravedad, quien fue trasladado
a urgencias tanto como Flecha Mortal aunque sus heridas no eran del todo
graves pero necesitaban de cura. No pudieron hacer nada para salvar la vida del
primero que agonizó en unas horas, porque recibió un corte profundo en la vena
carótida. Mientras que el segundo quedaba en observación.
La policía que intervino cuando hubo la
reyerta atestiguó a favor de Pedro, quien jamás había causado problemas en el
centro carcelario. Del mismo modo, los camareros y otros dieron el testimonio
de quién tuvo la culpa y se justificó que este homicidio fue por defensa
propia.
A la semana de aquello amaneció muerto Flecha
Mortal y nadie daba razón de su fallecimiento; aunque una hipótesis
revelaba que murió por sobredosis de cocaína, ya que se encontró un par de
jeringas usadas debajo de su camilla. Ante esta situación el alcaide iba a
tomar cartas en el asunto, presionado por Paco Escudero que desde el exterior
movía los hilos a su antojo.
Mientras que los jóvenes injustamente
juzgados como asesinos, quienes eran trasladados a la cárcel para que purgaran
condena cuando despertaron amodorrados y entontecidos se pusieron a buen
recaudo. No dudaban que a «alguien» le interesaba que fueran ellos y no los
propios matones quienes debían ser encarcelados. Enseguida se pusieron en
contacto con las autoridades de mayor rango político e institucional. Tuvieron
gran interés en lavar su imagen ante la sociedad y demostrar que ellos eran
inocentes a carta cabal. Respondían a los nombres de Ernesto Guerra y Antonio
García, de veinte a veintitrés años. Empezaron a mover los resortes desde todos
los ámbitos posibles para lograr que se hiciera justicia contra los malvados y
no continuaran riéndose como hasta ese día, gracias a su «padrino» de apellido
Escudero. Tampoco dudaban del indómito valor del par de congéneres que los
suplantaron en la identidad cuando eran trasladados a la cárcel y confiaban en
que su finalidad sería fructífera. Enseguida se pusieron en marcha para que
todo se aclarara antes de que fuera demasiado tarde.
Entre tanto en la cárcel, su alcaide moría
por la pasión a las antiguas tradiciones de los países anglosajones en lo que a
luchas cuerpo a cuerpo se refiere, esto es el duelo de caballeros medievales.
Al ser testigo de la formación de dos grupos rivales entre sí en el centro carcelario
que lo dirigía, un día armó a uno de cada bando para participar en este duelo.
Del más numeroso y pendenciero salió Apache Rojo que tenía como consigna
acabar con la vida de su rival, mientras que del grupo menor fue elegido Juan
Miranda. Esta lucha era en el fondo una a muerte, aunque solo parecía una
simple medición de fuerzas pero no lo era por las intenciones del primero.
Empezó el torneo ante las miradas de decenas
de caras que iban y venían según los movimientos de los rivales, cuyos ojos estaban
casi ocultos detrás de las enmohecidas armaduras. Tronó un pistoletazo y corrieron
los guerreros acercándose peligrosamente al punto de encuentro. Cada uno
llevaba su adarga en ristre lista para ser clavada en la humanidad de su rival.
Cruzaron el primer encuentro sin apenas haberse rosado en sus flancos y cargaron
en una nueva arremetida. Apache Rojo daba la impresión de que iba a ser
el triunfador en esta lucha por aparentar ser más fiero que Juan Miranda,
aunque el resultado final estaba por verse. De nuevo estaban cerca el uno del
otro y uno de ellos se elevó todo lo que pudo en la silla para atacar con mayor
precisión a su rival. Se dio el encuentro y uno rodó por los suelos atravesado
el cuello con el acero fulmíneo. Aplaudió este triunfo el grupo reducido de
reos, mientras Juan se acercaba para desmontar; pero quien no se conformó fue
el alcaide que enseguida ordenó que enviaran a otro «caballero» para medirse
con el triunfador de la primera carrera y así fue. Iba a darse el segundo duelo
del día entre el vencedor contra un nuevo contrincante, mientras Pedro se moría
de rabia al ver tanta injusticia y quería participar él en vez de su primo que
aunque parecía estar del todo bien no lo estaba, ya que tenía una herida en el
hombro y sangraba, pero no mostraba dolor ni cobardía. Era todo un guerrero
medieval listo para el nuevo combate a muerte.
Esta vez armaron al Toro de parte del
bando mayor de reclusos porque era tan pendenciero como el primero que pasó a
mejor vida en el lance que acabamos de ser testigos. Iban a salir de nuevo a
encontrarse a muerte el par de caballeros cuando el alcaide que estaba dolido
por el fin del primero por ser uno de sus «ahijados», puesto que él y el famoso
Escudero tenían alguna relación secreta, a hurtadillas dio instrucciones al Toro.
Tronó el pistoletazo de salida y los
caballeros corrían a su encuentro imprimiendo en sus monturas toda la velocidad
que podían. Se cruzaron sin ningún problema, pero Toro en lugar de dar
la vuelta para continuar con el torneo corrió detrás del pabellón carcelario.
Al ver esto Juan lo siguió y cuando estuvo cerca del caballero fugitivo le
salieron al encuentro cuatro jinetes armados como ellos, quienes lo atacaron
derribándolo por tierra. En esto Pedro que notó la extrañeza del torneo corrió
lo que pudo, vio en el suelo a su primo y lo auxilió. Llevaba heridas de
consideración, la más importante un lancerazo que entró por la axila y salió
por debajo del hombro en la espalda. Con la ayuda del grupo menor de reos
condujeron a Juan al policlínico del centro carcelario.
El alcaide por su parte llevaba la consigna
de acabar como sea con la vida del par de jóvenes. Pedro no ignoraba sus
intenciones y no se separaba ni un instante de Juan que estaba en observación
médica. Al cabo de una semana a medianoche hubo un corte de luz y nada se podía
ver a simple vista, pero Pedro que tenía bien desarrollada la visión podía
distinguir más que cualquiera en medio de la oscuridad. Le pareció ver tres
sombras abandonar la valla que comunicaba con el exterior y ocultarse
rápidamente por temor a ser descubiertas. Al tiempo que percibió cuatro bultos
que se movían a ras del suelo muy cerca de ellos, los que parecían llevar algo
brillante entre sus manos. No entendía el porqué de entrar tres por un lado y
cuatro por otro pero se puso en guardia poniendo a Juan a buen recaudo. En este
orden de cosas, Juan parecía dormir sin enterarse de nada mientras éstos se le acercaban
reptando y estaban cada vez más cerca de él. Empezaron a enderezarse junto a la
camilla de Juan y como lobos que atacan a su víctima se lanzaron sobre él.
Clavaron una y otra vez sus puñales; pero al ver que no brotaba sangre ni se quejaba
notaron que fueron engañados: habían perforado una y otra vez un conjunto de
almohadas que daban la apariencia de un enfermo. Acto seguido quisieron huir
pero unas manos invisibles que parecían tenazas rodearon sus cuellos con
cuerdas hasta matarles por asfixia.
–Ojo por ojo, diente por diente –murmuró
Pedro junto a tres poderosos guerreros, quienes le hicieron señas que no dijera
nada mientras soltaban los cuerpos inertes de sus enemigos.
Los que le ayudaron en la tarea fueron tres
Demonios de la selva que se infiltraron para colaborar con este par de jóvenes
y desaparecieron sin dejar rastro.
Al siguiente día se hallaron los cadáveres,
tres de los cuales eran conocidos como Toro, Perro Voraz y Tiburón.
Nadie supo cómo se llevaron a cabo estos homicidios, aunque parecían tener
cierta relación con el enfermo Juan Miranda. Era del todo impensable que Pedro
solo hubiera acabado a la vez con cuatro individuos armados de cuchillos. Sin
embargo, así se dieron los hechos. Estaba claro que alguien le echó una mano
para este último ajusticiamiento, pero se ignoraba su procedencia.
Ese mismo día llegó una comisión de parte de las
autoridades policiales y militares de la región, quien depuso al alcaide por
tener relaciones «comerciales» con el mafioso Paco Escudero, jefe del Cartel de
Cali y prófugo de la justicia de Estados Unidos de América.
La muerte última de los cuatro se justificó
como venganzas personales entre reos, al ser los fallecidos pendencieros en
sumo grado se determinó que cavaron su propia tumba y no merecían vivir porque
eran un peligro para los internos.
Mientras que el mandamás del centro
carcelario fue condenado a equis años y destinado a la misma prisión donde fue
su alcaide. Del mismo modo se juzgó y condenó a los verdaderos responsables de
las muertes por la cual habían sido juzgados injustamente los jóvenes Ernesto
Guerra y Antonio García, a quienes les suplantaron Pedro González y Juan
Miranda para poder estar cerca de los asesinos de sus familiares. Finalmente
salieron por la puerta grande este par de jóvenes y se marcharon a Colombia. No
sin antes haber recibido un justo homenaje por haber actuado siempre del lado
de la justicia y cuando atravesaron la calle de honor, devolvieron con una
sonrisa perceptible solo a tres valientes soldados que les guiñaron un ojo.
Excelente, gracias a la sabia orientación de usted, José Alejandro. Agradezco también a todos quienes lo lean y me dejen sus comentarios.
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