martes, 6 de septiembre de 2011

Cuando Cayó… en depresión

(nueva versión)
Ricardo Ormeño


La mañana transcurría normalmente en aquel gran hospital que por su modernidad y su tan alardeada y publicitada construcción antisísmica, era de la atención no sólo de todo el distrito sino de quizás toda la provincia. Jorge Frías aquel médico cirujano, bonachón, obeso y mujeriego, se encontraba en el consultorio que le habían asignado para esa mañana; siempre en el sótano, frío y algo húmedo pero él, caracterizado por ser algo caluroso, sentía que la temperatura era adecuada para poder soportar ese grueso mandil blanco. Sentado como de costumbre en el mismo escritorio de metal contemplando frente a él, mientras  frota con los dedos sus espesos bigotes como si quisiera peinarlos, una mesa de curaciones con distintos frascos todos muy parecidos pero con etiquetas donde se podía leer, alcohol yodado, bencina, jabón líquido, merthiolate entre muchas más, destinadas a las curaciones de las distintas heridas, creando una divertida gama de colores y de aromas que invadían totalmente el ambiente. A su izquierda una larga camilla precedida por un biombo de color blanco, significaba para él las distintas batallas libradas en aquel mueble con alguna que otra enfermera de turno y ahora, Laurita, la joven y nueva licenciada de piernas impresionantes, tenía a Jorge recorriendo con la mirada todo el ambiente como preparándose imaginariamente para la nueva batalla que tendría que librar una vez más, eso sí, terminado su sacrificado turno de trabajo. Eran las diez de la mañana y a Jorge le faltaba atender más de veinte pacientes trataba de curarlos a todos con la misma simpatía y prontitud arrancando sonrisas en la mayoría de ellos y logrando que el tiempo no le gane, cuando de pronto la rutina de aquella mañana se vio interrumpida por un estrepitoso ruido, los pacientes, médicos y enfermeras se sobresaltaron, una de ellas, Laurita cogió rápidamente una silla y parándose encima trató de observar por la pequeña y alta ventana sin percatarse que sus bellas piernas producían una mirada fija en el doctor Frías. Laura se esforzaba por fisgar detenidamente, pudiendo advertir sólo un tumulto de gente rodeando algo, Carlos Venturo era ese algo y esa mañana había decidido quitarse la vida ingresando furtivamente al nosocomio y dejándose caer desde el quinto piso, logrando alcanzar el jardín vecino a la vereda. La inmensa tristeza que sentía el desventurado individuo, lo acorraló, el haber sido abandonado por su joven esposa realmente lo había matado.



               A la mañana siguiente Carlos se hallaba hospitalizado en el séptimo piso con las dos piernas totalmente enyesadas y contusiones por todas partes, aún mantenía esa barba de siete días, el cabello ondulado, desordenado y luciendo una que otra cana que hacía pensar que Carlos pasaba los cuarenta. Dado su grave estado tanto físico como psicológico, fue internado en una habitación unipersonal. Dos días después, Carlos se encontraba en tratamiento médico completo, incluyendo un psiquiatra y el padre José, joven párroco del hospital quien se acercó a él como lo hacía todas las tardes con todos los pacientes graves. Luego  de la confesión vino la bendición y finalmente una corta conversación de tal manera de ahorrar un poco de minutos para otros pacientes, sin embargo a pesar de lo breve de la visita,  el párroco percibía que sus palabras surtían el efecto deseado.
-¡Padre… no volverá a pasar!... ¡Se lo prometo! –casi susurraba Carlos totalmente arrepentido no sólo por su acción sino por las molestias causadas al personal y al hospital entero.
-¡Lo sé hijo!... ¡Lo sé!… ¡Dios está contigo! –animaba el padre José observándolo con mucho pesar.
-¡Nunca pensé que me dejaría padre!... ¡Era toda mi vida!... ¡El dolor es muy grande padre! -afirmaba Carlos mientras las lágrimas empezaban a correr por sus blancas mejillas.
-¡Lo importante es que Dios te ha salvado Carlos!... ¡No olvides eso nunca! …¡Además no tienes hijos!… ¡Pero podrías tenerlos en el futuro y necesitarían de un papá fuerte y decidido! -sentenciaba el párroco.
-¡Así es padre, gracias! -respondía Carlos tímidamente.



      El padre se alejó dejando detrás suyo a aquel desdichado hombre tendido en aquella cama envuelto en vendas elásticas y de yeso, sueros, cables emergiendo como tentáculos desde aquellos monitores; encerrado e inmovilizado con esas especies de ataduras, como obligado a que su trajinado cuerpo descanse, aunque su mente despierta aún en sueños trabaje las veinticuatro horas del día.



    Habrían pasado dos semanas del accidente cuando un grupo de enfermeras que realizaban la visita a todos sus pacientes, siempre muy temprano y antes de las ocho de la mañana, llegaron a la habitación de Carlos y se percataron que no se encontraba en su cama, inmediatamente corrieron al baño y sin poder abrir la puerta,  gritaron su nombre repetidas veces mientras golpeaban la madera fuertemente. Al no obtener respuesta alguna la desesperación  se apoderó de los presentes, peor aún cuando perciben que debajo de esa misma puerta de pulcro color blanco corre un hilo de sangre que pretende ensuciar los zapatos de las desesperadas licenciadas de la salud. La voz de emergencia fue propalada tanto por intercomunicadores, parlantes, como por intensos gritos en los pasillos que al producir estos últimos un rápido y veloz efecto, atrajeron la presencia del personal de limpieza más cercano quienes sin titubear y rompiendo la cerradura encuentran a Carlos tendido en el suelo, el cual es llevado de inmediato a la sala de emergencias donde sus venas serían atendidas y suturadas minuciosamente  por el doctor Frías.



     Al día siguiente Carlos es confesado nuevamente por el clérigo José quien con mucha paciencia y cariño le ofrece su ayuda y la de Dios.
-¡Hijo mío, no te derrumbes!... ¡Confío en tu fortaleza!... ¡Confía en la fortaleza de Dios que está para ayudarte! -implora el párroco con aquel tono suave y apaciguador.
-¡No sé que me pasó padre!... ¡Mi cabeza me daba vueltas!... ¡Algo dentro de mí me angustiaba y me venían ideas horribles padre! -sollozaba Carlos desconsoladamente.
-¡Carlos eres hijo de Dios y sólo él puede quitarnos la vida! -afirmaba el sacerdote sin perder su peculiar entonación.
-¡Lo sé padre, no volverá a ocurrir… se lo prometo! -aseguró Carlos luego de un profundo respiro.



     Una semana después el Dr. Frías caminaba con un grupo de alumnos;  sin ser profesor de ninguna universidad, se encargaba de cubrir, con mucha alegría y sana voluntad, a su jefe, cuando éste se encontraba en sala de operaciones. La mañana para él era estupenda no por encontrarse rodeado de alumnos y poder demostrar sus virtudes pedagógicas sino más bien por encontrarse a su lado Laurita ahora su enfermera, asistente, amiga, compañera, pero nunca hermana. Mientras  realizan la visita a cada uno de los pacientes el alegre doctor no deja de pellizcar de vez en cuando a su joven asistente de cautivantes piernas quien sólo se limita a sonreír. Jorge…Jorge…como disfrutas de tu soltería. Por último llegan a la habitación del paciente Venturo quien aún con vendas en las muñecas,  sin olvidar  los impresionantes yesos en la totalidad de ambas piernas, los saludó muy afectuosamente.
-¡Qué tal doctor!... ¡Que alegría verlo por aquí! -exclamó Carlos con cierta alegría y entusiasmo ante la admiración de los presentes.
-¡Hola Carlitos…te veo muy bien!... ¡Espero que tus muñecas también!... ¡Vamos a curarlas en estos momentos! -acotó alegremente Jorge mientras su mente se encargaba de elogiar efusivamente a los antidepresivos de última generación.
-¡Gracias doctor, gracias a todos por venir! -respondía Carlos con entusiasmo.
-¡Mira Carlitos, como te veo mucho mejor, afeitado y peinado te voy a prestar a Laurita para que te revise la cicatriz por mí!... ¿Te parece? -propuso el bonachón doctor tratando de consolidar el buen ánimo de su paciente.
-¡Muy bien doctor, gracias! -respondió Venturo sin titubear.



            Veinte días después el doctor Frías caminaba nuevamente con sus alumnos muy temprano en la mañana, cuando al pasar por la puerta de la habitación de Carlos, decide entrar y darle una visita rápida. No había terminado de abrir la puerta cuando  su asombro se dibujo inmediatamente en su rostro al observar dos piernas totalmente enyesadas siendo arrastradas lenta y sigilosamente, gracias a la fuerza de los brazos del empecinado paciente, hacia una metálica pero ligera silla cual soldado cumpliendo una importante misión. El doctor Jorge Frías hizo, gestos a sus alumnos para que no hagan ruido alguno y una sutil  invitación para que se retiren unos metros atrás quedando el cirujano con la puerta disimuladamente entreabierta observando y analizando minuciosamente los movimientos de aquel desdichado. Carlos ya había hecho mucho en lograr bajarse de aquella alta cama de hospital donde hasta hacía una semana se había encontrado sedado y atado a su lecho. Frías deja que la acción transcurra comienza a experimentar una curiosidad científica, morbosa, psiquiátrica, saber hasta donde llegaría el pobre infeliz, ¿Coger la silla y empujarla hasta alcanzar la ventana? No resistiría su peso. Jorge a pesar del espanto de sus discípulos logra mantenerlos a raya…Frías espera con paciencia de cazador hasta que se percata que Carlos ha llegado  hasta el ventanal  empujando delicada y pacientemente su silla hasta que la meticulosidad de sus movimientos cesan apareciendo un rápido, brusco y ruidoso esfuerzo con sus brazos para erguirse e inclinarse hacia la venta, el galeno da la señal a sus casi obligados cómplices y corren velozmente sujetando inmediatamente al suicida cogiéndolo por los brazos, tórax, cabeza hasta las piernas enyesadas con tal de tratar de impedir que el cuerpo caiga desde una altura de siete pisos. El popular Carlos que ya era conocido por todo el personal que trabajaba allí, fue visitado nuevamente por el joven párroco.
-¡Hijo mío!...-saluda el cura siendo interrumpido.
-¡Lo siento padre!... ¡No fue mi intención!... ¡Fue sólo una recaída! …¡No volverá a pasar!... ¡Se lo juro padre!... ¡Se lo juro! -suplicaba el desdichado moviendo su cabeza de lado a lado con angustia y exasperación.



            Dos meses después Carlos fue dado finalmente de alta, sus piernas quedaron prácticamente como nuevas, sus confusiones y tormentos  parecían cosa del pasado, él volvía a trabajar y en sus horas libres se había comprometido con el padre José para asistir con él a las psicoterapias y poder así no sólo ayudarse así mismo sino a todo aquel paciente que se encontrara en su trágica situación. Hasta que una mañana el doctor Frías se hallaba en el húmedo, pero para él refrescante consultorio del sótano examinando con su mirada cada rincón de dicho ambiente. Cuando le faltaban aproximadamente veinte pacientes por atender, se oye un ruido muy fuerte, como una bomba, Laurita, la enfermera subió a la silla para tratar de observar algo por la pequeña y alta ventana.

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