viernes, 29 de abril de 2011

El hechizado


Gianfranco Mercanti


A los cuarenta años, cuando los caminos de mi vida se habían aclarado, y alcancé todas aquellas cosas que anhelé al iniciar mi vida profesional, empecé a sentir una inexplicable fatiga, mis amigos y compañeros de trabajo me decían que me veían pálido, que quizá estaba trabajando en exceso, que no estaba alimentándome bien, pero sabía que no era así, y decidí acudir a una importante clínica, ya que podría tratarse de algo grave.

Empecé a sospechar de la naturaleza esotérica del mal que me aquejaba,  cuando pese a los exhaustivos análisis y pruebas que me hicieron, los médicos no encontraban en mi cuerpo enfermedad que explique la progresiva debilidad de mi sangre. Mis glóbulos rojos morían espontáneamente en grandes cantidades. Luego confirmé que se trataba de un poderoso hechizo cuando visité a doña Hilda en una antigua casona del centro de Lima.

Una joven me recibió en la puerta y me hizo pasar a un oscuro salón de techos altos en cuyo ambiente se respiraba una mezcla de mirra y palo santo. El escritorio afrancesado, los estantes de madera y la alfombra floreada mostraban claramente el paso de los años. Repentinamente entró la voluminosa mujer vestida de negro, y cuyos poderes –según me habían dicho- eran producto de un pacto con los muertos.

Recuerdo el pánico que sentí cuando doña Hilda,  tras consultar al tabaco, moviendo negativamente la cabeza me dijo que ella nada podía hacer contra ese poder maligno que me mataba lentamente; y que, únicamente la fuerza de un Apu de la serranía podría, si me ganaba su buena voluntad, contrarrestar tan diabólica energía que, según su experiencia, había sido invocada en la laguna negra de las huaringas.

-Has perdido mucho tiempo –me dijo suavemente mirándome con ternura a los ojos- debes partir cuanto antes y te aconsejo que sea al Cuzco, donde los apus aún conservan intactos sus poderes.

-Podrá acompañarme señora –le pregunté temeroso – no conozco de estas cosas, e imagino que habrá algún ritual que realizar, usted dirá el costo, haré cualquier esfuerzo por mi vida.

-Imposible, ya mi corazón no soportaría un viaje a la altura, pero ven mañana y te daré una pócima y una ofrenda, en cuanto al ritual, escoge un lugar solitario y simplemente sigue el dictado de tu corazón, el costo me lo pagarás a tu regreso.

Días después, partí de madrugada hacia el Cuzco en un vuelo comercial, estaría en la ciudad un día y luego enrumbaría hacia ¨Machuracay Tambo¨. En mi mochila, además de mis efectos personales, traía el bebedizo de Ayahuasca, que me permitiría hablar con el Apu, y la ofrenda que presentaría: Un paquete conteniendo una cadena de plata, para amarrar la luna –me había explicado doña Hilda- además, hojas de coca, de tabaco, una pequeña vicuña de arcilla, y chicha de jora en una botellita, para contentar al Apu.

Tras dos días de fatigoso viaje desde la ciudad de Cuzco, siguiendo la cordillera del Vilcanota, llegué al atardecer a ¨Machuracay Tambo¨, un pequeño y acogedor albergue para montañistas, sobriamente decorado con textiles y artesanías cuzqueñas, ubicado al pié del Apu a más de cinco mil metros de altura. Para ello, y con un pago adicional, había conseguido hacer todo el trayecto a caballo, en realidad no hubiera podido lograrlo a pié, como mis demás compañeros de viaje, jóvenes turistas rebosantes de energía, que vienen desde lejos a conocer la impresionante belleza de nuestros nevados.

El paisaje era dramático, en la soledad de la puna, y en la llanura, el nevado Ausangate se erguía poderoso y blanco, el cielo despejado iba tiñéndose de rojo profundo, mientras la luna llena se asomaba amarillenta en la lejanía. El aire enrarecido de la altura me había afectado mucho, sentía un agudo dolor de cabeza, nauseas, y arritmia en el corazón. Busqué descansar un poco en el camarote del cuarto compartido, y puse mi despertador a las once de la noche, debía aprovechar la luna. Mis ensueños estuvieron llenos de pesadillas, de presencias horribles que me atormentaban.

La alarma del despertador me indicó que había llegado la hora de iniciar el ritual, de inmediato tomé el bebedizo, un liquido espeso de color marrón y  sabor amargo, que me dio arcadas, lo apuré hasta la última gota, me abrigué con dos casacas y un poncho, y salí del tambo con dirección al Apu, el frío y el viento me azotaban indolentes.

-Apu Ausangate, protector del imperio incaico y de las panacas reales,  he venido a ti a presentar una ofrenda y pedirte por mi vida -dije con voz temblorosa y entrecortada, mientras me arrodillaba en la tierra y colocaba el paquete entre unas piedras rojizas. La oscuridad de la noche me cubrió, sentí vértigo y una luz blanca y esférica  apareció  frente a mí, dentro de ella estaba un viejo como labrado en piedra.

-Es el Apu- pensé, tratando de repetir mi invocación, pero no pude, supliqué entonces con el pensamiento y con mis lágrimas.

El viejo se acercó a mí, le extendí los brazos, mi corazón palpitaba desenfrenado, tocó ligeramente mis dedos con sus manos, una energía terrible me sacudió, mi cuerpo se movía y temblaba conmocionado. Lo último que recuerdo es que vomité un líquido oscuro y nauseabundo, que al caer a la tierra se convirtió en una serpiente negra, que se alejaba de mí.

El frío me trajo nuevamente de la nada. Al recuperar el conocimiento, mi reloj marcaba la una y diez de la madrugada, la ofrenda ya no estaba. A duras penas llegué al tambo, y así vestido me acosté. No tuve sueños, y al despertar a las nueve de la mañana, ya no tenía soroche, toda mi antigua fuerza, y mi apetito habían regresado, supe sin lugar a dudas que el Apu me había salvado.

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