Rosario Sánchez Infantas
Me sentí desnudo y
doblemente vulnerable.
Fluían
ondulantes y envolventes las notas del bolero caribeño en la fría noche andina.
Sentí que su voz grave, tersa y desgarrada se dirigía a mí, a pesar de la
centena de personas que ocupaba el pequeño auditorio en la ceremonia del
hospital donde trabajo.
Por qué no han de saber
que te amo vida mía
Por qué no he de decirlo
Si fundes tu alma con el alma mía.
Y
también estaba su gracia, que no era solo belleza. Alto, atlético y de piel
canela. En su rostro armonioso destacaban unos grandes ojos negros y
cabellos ligeramente ensortijados. Cualquiera que lo viera diría que era
hermoso.
De
seguro, muchos de los presentes, imaginaban complacidos que dedicaba la canción
a su novia, sentada en primera fila. Otra criatura hermosa, esbelta y delicada,
de mirada profunda, piel morena y sedosos cabellos rizados. Electricista Daniel
y asistente de contabilidad Nuria, provenían ambos de la costa norte peruana. Sus
características físicas llamaban la atención del personal asistencial y de los
pacientes, en su mayoría de procedencia andina.
El
flamante hospital de la seguridad social estaba ubicado en un centro
metalúrgico, en la sierra peruana, a cuatro mil metros de altura. Albergaba técnicos
especializados y profesionales de diversas partes del país. Uno de ellos era
yo, el doctor Vera Amorín, médico cirujano, hijo único del dueño de una
hacienda en el vecino valle del Mantaro. Realicé mis estudios escolares como
alumno interno en un colegio de élite en Lima, la capital peruana; lugar en el
cual, posteriormente, estudié medicina. En los años cincuenta, mi piel blanca,
cabello castaño, apellidos europeos y la acomodada posición económica de mi
familia, ocultaban mi origen andino. Era una época en que lo nativo y del
interior del país eran vistos como algo vergonzoso.
Mi
piel blanca, cabellos castaños, apellidos europeos y buena posición económica
encubrían mi origen andino en los años cincuenta en los cuales lo nativo y lo
del interior del país eran vistos como algo vergonzoso.
Lo
único que recuerdo de mi padre es su trato hosco y autoritario con mi dócil
madre y conmigo. Murió al caerse del caballo cuando yo terminaba la primaria;
pero ya había decidido que su hijo fuera médico. Me dejó también inseguridad,
inercia y el respeto absoluto de las normas como medio de protección. Cumplí el
designio paterno sin atreverme a escuchar mi propio sentir. A los treinta años,
me había acostumbrado a ser un buen médico, a justificar mi escasa vida social
en mis abundantes alergias, espasmos bronquiales y cefaleas. Acallé mi palabra leyendo
mucho, escuchando música clásica e interpretando el violín en mi pieza del
hospital.
«Lo que pudo haber
sido y no fue». Este verso del bolero me confronta con mi más grande y
frustrado anhelo: lo que pudo ser y no fue. No habría nada más que pedirle a la
vida si pudiera decir: «Quiero gozar
esta vida, teniéndote cerca de mí hasta que muera».
El
recuerdo de la burla paterna y de mis malos desempeños sociales arraigó
profundamente en mí. Esto se entrelazó con el imperativo de ser perfecto y
competente en todo lo que emprendiera para así lograr el cariño y aprobación de
familiares y amigos. Al enfrentar las situaciones sociales anticipaba
desempeños torpes que terminaban cumpliéndose y reforzando la pobre imagen que
tenía de mí mismo. Estudiar mucho y obtener buenos calificativos me brindaba la
única opinión aceptable acerca de quién era yo.
Desde
la escuela de medicina hubo varias mujeres hermosas a las que parecía
interesar. Sin embargo, establecer vínculos con ellas me parecía algo que
escapaba a mi control y me generaba mucha ansiedad, evitándolo de plano.
Agradecí cuando me dieron la reputación de arrogante y me dejaron en paz. Muy
pronto también me catalogaron así en el hospital en el cual empecé a trabajar. Soy
de naturaleza solitaria; sin embargo, en aquellas frías noches, en las que el
hospital parecía navegar en la densa oscuridad de un mar polar, mientras veía
caer la nieve, me inundaba la tristeza, sentía que todos los ángeles habían muerto.
Es entonces que sufría la necesidad de un «nosotros».
Cuando llevaba trabajando medio año en este hospital llegó, desde la capital, Verónica Mendoza. Una nutricionista que bordeaba los treinta años, guapa, desinhibida y muy independiente. Causó entusiasmo entre el personal masculino y críticas entre el femenino. No sé qué me vio que dedicó cinco meses a conquistarme.
Es
una muy buena compañera, tiene un agradable sentido del humor, mantiene muy
lindo el departamento y en los eventos a los que asistimos se lleva toda la
atención que no quiero sobre mí. Foráneos, profesionales, solteros y con padres
fallecidos, terminamos casándonos en una sencilla ceremonia, sorprendiendo así
a nuestros compañeros de trabajo por la rapidez de nuestra decisión.
Hoy
coincidimos en la consulta pediátrica: nosotros y nuestra pequeña Verito;
Daniel y Nuria con su Danielito. Luego de la sorpresa inicial y las frases de
cortesía, mientras esperábamos el turno de atención de nuestra bebé, recordé
haber realizado, un tiempo atrás, el examen físico del antebrazo fracturado de
Daniel. No pude evitar estremecerme al tocar su piel, nos miramos, nos
encontramos y sin decir palabra nos despedimos. Desde entonces cada cual
propuso a su imaginación la quimera de ser feliz en su matrimonio. Entonces
también cobró sentido el bolero aquel que comienza y termina así: