martes, 19 de noviembre de 2024

Un paso, una huella

Rosario Sánchez Infantas


¡Lo que daría porque alguien me rascase la espalda!

Me estremezco cuando muerde, sacude y me arranca un pedazo de piel, nervios y músculo. A veces solo se desplaza para volver al ataque. Me imagino que busca la grasa de mi cuerpo flaco. ¡Oh! Esta picazón insufrible me ha despertado. Soñaba que una fiera me devoraba. ¡Mierda! ¡Esto es el infierno! Deben ser larvas de mosca que se agitan. Se desplazan comiendo en mi espalda. ¡Qué comezón! ¡Esto es insufrible!

Me duele todo el cuerpo, me cuesta respirar y estoy aturdido. Veo que, del pecho hacia abajo, estoy atrapado por el lodo, piedras y plantas que arrastró una avalancha. Lo intento, pero es inútil, no puedo escapar de esta masa casi sólida.

La ceja de selva y sus miles de voces me permiten orientarme dónde estoy. No sé qué hago aquí ni qué día es. Recuerdo, vagamente, que las primeras luces del día son la señal de ponerse en pie y, rápidamente, hacer las cosas. Me parece que hice tantas cosas y que urge hacer muchas otras. ¿Ya comerían las mulas?, ¿mulas?... ¡Claro soy arriero! La primera obligación de un arriero es cuidar de sus mulas, siempre lo digo y mi Laura se molesta. ¿Dónde está Laura? Alguien vendrá a ayudarme.

Siento hambre. Recuerdo que cuando niño, en mi caserío en el sur de la China, despertaba y dormía con hambre. Había noches frías en que las viejas cobijas parecían sábanas mojadas. Los huecos de mis zapatos dejaban que el sucio barro mojara y entumeciera mis pies todos los días de la temporada de lluvias y en los deshielos de la primavera. Sin embargo, hasta cuando las ratas mordisqueaban mis orejas mientras dormía, tenía libertad para intentar hacer algo. Ahora no puedo hacer nada. Parece que estos malditos insectos, además del sufrimiento, me están devolviendo mis recuerdos. ¡Qué ganas de frotarme la espalda contra una roca rasposa!

¡Me están comiendo los gusanos! ¡Ahora es mi hombro derecho y ambos brazos! ¡Ayúdame, madre! ¿Llegará ayuda?   

Hijo mayor de una joven pareja de campesinos analfabetos, nací en un caserío de la provincia de Guangxi, en una época de hambruna por los desastres naturales y la epidemia del cólera. La situación económica se puso peor tras la derrota china en la Primera guerra del opio y por la sobrecarga de impuestos a los agricultores; tuvimos que abandonar nuestras pequeñas tierras. En un año habrían de morir mis padres y mi hermanita menor de una enfermedad desconocida. Along Li, el anciano barquero que nos transportaba me adoptó, pese a ser viudo y pobre. Habría de legarme el deseo de ser buena persona y la sabiduría de miles de hombres de todos los tiempos, mediante los proverbios que orientaban su actitud hacia la vida. Cumplí los cinco años cuando inició la guerra civil entre la dinastía Qing y los rebeldes Taiping. Pudimos sobrevivir catorce años de masacres generalizadas, devastación de poblados, casi treinta millones de personas muertas, migraciones y la profundización de la crisis económica y política en China.

Muerto mi protector, con diecinueve años y sin saber qué hacer con mi vida, me dirigí al puerto comercial de Macao. Allí conocí a «enganchadores» que informaban del éxito de colonos chinos afincados en América. Gruñéndome el estómago de hambre, me pareció fabuloso recibir dinero adelantado para pagarlo con mi trabajo en una hacienda del Perú, para lo cual me hicieron firmar un contrato por ocho años. No podía haber imaginado que, decenas de compatriotas morirían y serían echados al mar, pues enfermaban por la suciedad, desnutrición y apiñamiento, en un viaje que duró cuatro meses. La segunda semana del viaje, para espantar el dolor y el arrepentimiento me repetía como un mantra: «Si te subes a un tigre no bajarás cuando tú quieras, sino cuando quiera el tigre».

El 24 de junio de1870 llegué al puerto peruano del Callao y luego a la hacienda San Rafael en un valle norteño para trabajar en el cultivo de la caña de azúcar. Ni en los peores momentos, en mi patria, llevé grilletes en los pies y dormí encerrado con otros culíes como yo. Solo tenía derecho a una libra y media de arroz diario, dos mudas de ropa y una frazada al año, además de un lugar para dormir en un destartalado galpón. Gran parte del jornal de ocho reales semanales se convirtió en cupones para comprar, a precios carísimos y en la hacienda misma, algo de comida, abrigo, jabón o tabaco. Con ello incrementaba mi deuda, llegando a pensar que moriría sin poder pagarla.

Los hermanos Yiu y Along Apac tras nueve años de semi esclavitud cumplieron su contrato de trabajo en una hacienda algodonera y decidieron ir a probar fortuna, con otros connacionales, en la ceja de selva central. Dicha región estaba recibiendo grupos de colonos italianos y austro alemanes, decididos a hacer de la selva feraz un lugar de trabajo y residencia. Cuando llevaba tres años labrando la tierra, corrió la voz entre mis compañeros que Yiu Apac le había escrito una carta a Chián Apac, su sobrino, y lo animaba a fugarse de la hacienda y afincarse en la selva central. Allí ellos labraban la tierra y comerciaban libremente. Tres de nosotros compartimos la esperanza de fugarnos. Ella nos hizo resistir y hacer minuciosos preparativos. «Incluso la liebre muerde cuando es acorralada», me decía a fin de tranquilizarme por no cumplir mi contrato.

Tras muchas peripecias, atravesando casi medio país que nos consideraba paganos, atrasados, sucios y bárbaros, una mañana lluviosa de marzo de 1873 ingresábamos a La Merced, la tierra prometida. Un pequeño poblado en las últimas estribaciones de la cordillera de Los Andes, rodeado de bosques con una gran diversidad de plantas y animales silvestres. Tras haberse talado los árboles y haberle ganado terreno a la selva en algunas pequeñas haciendas próximas al pueblo se cultivaba coca, café, caña de azúcar y frutales, principalmente. En medio de la espesura de los bosques en pequeños claros habitaban varias tribus hostiles. Unos kilómetros más adelante, hacia el oriente, comienza la inmensa llanura amazónica que se extiende hasta el Atlántico.

Los caminos y trochas estaban intransitables, el calor era intenso y el temor a los nativos permanente. Salpicadas en la selva central una docena de haciendas con mano de obra andina y de algunos culíes. Los migrantes más antiguos en el lugar cultivaban pequeñas parcelas o se dedicaban al comercio; vendían sus productos agrícolas en poblados andinos aledaños. Allí compraban herramientas agrícolas y diversos utensilios que trocaban con nativos selváticos amistosos. Primero debí trabajar como peón en la hacienda de un peruano, a fin de juntar un pequeño capital, lo cual fue posible con la ayuda mutua que se prestaban nuestros connacionales, alrededor de cien, en su mayoría dedicados a la agricultura.

Poco a poco me fui acostumbrando a este entorno duro pero que permitía vivir en libertad. En un pequeño descampado, los peones andinos y sus familias, los días domingo, compartían comida, música y bailes. Por primera vez en cuatro años fui tratado como un igual por estas personas peruanas. Uno de esos domingos conocería a Laura Soto Vicuña. Una jovencita de piel trigueña, grandes ojos negros, rasgos armoniosos y apretadas trenzas. Era tan bella que me pareció inalcanzable. Sin embargo, me dije: Chián Ku seguirá trabajando mucho para un día ser digno de pedirla como esposa. Trabajé, Laura y yo nos enamoramos y gracias a que los andinos valoran al hombre trabajador y honesto, sus padres bendijeron nuestra unión y un misionero franciscano me bautizó, confirmó en la fe cristiana y casó el mismo día. Fuimos muy felices.

Cuando ya habían nacido nuestros tres chinitos peruanos, dos paisanos y yo teníamos nueve mulas y algunos burros y viajábamos juntos por esos peligrosos caminos, como arrieros. En la temporada de lluvias no salíamos debido a las precipitaciones torrenciales, crecidas de ríos y deslizamientos de lodo y piedras. Fue entonces que me buscó un fraile franciscano, que pidió llevara a tres de sus compañeros hasta su centro principal, el Convento de Santa Rosa de Ocopa, porque nadie más quería salir en esta época del año. Desde el siglo XVII los franciscanos paralelamente a la conversión de nativos, realizaban actividades comerciales en las zonas en las que iban instalando sus misiones. En ellas producían caña y en sus trapiches se elaboraba azúcar, melaza y aguardiente; los nativos debían trabajar tres días por semana para los franciscanos. Así mismo, proyectaban caminos de penetración a la selva, hacían construir puentes y llevaban la religión católica. Muchos de ellos morían flechados por nativos hostiles y sus cuerpos nunca fueron ubicados.

La explotación del caucho, que se expandía en la Amazonía, llegó muy cerca de la Merced. Se ofrecían recompensas a los nativos que cazaran a otros nativos a fin de ser utilizados como mano de obra esclava. Es así que algunas misiones franciscanas habían sido asaltadas y se habían llevado a hombres adultos y herido a algunos pobladores. En una reciente incursión dos frailes habían resultado heridos y era preciso llevarlos a su convento sede viajando unos diez días hacia el suroeste del país. Me dejé persuadir, y es que hablaban muy bonito. Conmovían al tocar las fibras más sensibles de quienes los escuchaban. No parecían ser los mismos que, en varias ocasiones, habían intentado tomar y explotar el Cerro de la Sal, el cual había sido administrado en paz y armonía por diferentes etnias, en la selva central, durante miles de años hasta la popularización de la sal marina.

La luz del amanecer, el canto de las aves y las miles de voces en la jungla me terminan de despertar. Todo me duele. Todo me pica. Estoy en una orilla del río Tulumayo. Nos ha arrastrado una avalancha. No veo a los frailes ni a las mulas. Esta trocha es muy poco transitada especialmente en esta época de luvias. Creo que es el fin.   

 

Tres años me costó intentar reconstruir la vida de Chián Ku, mi bisabuelo. Me siento desolado, estoy sentado en una piedra, no puedo sostenerme en pie. Los archivos de los monjes señalan la fecha y el nombre de dos franciscanos muertos, probablemente en una avalancha en 1880, en inmediaciones de Pacaybamba, a orillas del río Tulumayo. Quizás fueron sacrificados por nativos y echados al río. No figura el nombre del arriero culí que los guiara en su último viaje.

El cementerio del Convento de Santa Rosa de Ocopa cobija a difuntos de los poblados cercanos; en un pabellón exclusivo se conservan las lápidas de mármol de los monjes muertos en más de tres siglos de funcionamiento del monasterio. Quise comprobar por mí mismo que no están las tumbas de los monjes guiados por mi bisabuelo, que murieron en circunstancias desconocidas y cuyos cuerpos nunca se hallaron. Siempre escuché en casa «La esperanza es como un camino de campo: al principio, no existe ningún camino, pero a fuerza de caminar la gente traza uno». Tenía la esperanza de que el sacerdote que me informó se hubiera equivocado y que los franciscanos tuvieron la humanidad de dar cristiana sepultura, en Ocopa, al arriero que murió sirviéndolos. Quizás hubieran traído un cadáver anónimo a enterrar aquí. La fecha del entierro podría guiarme hacia la verdad.

Me abruma no poder hacer algo, ahora que suponía estar tan cerca de hallar los restos de mi ancestro. Alguien con pocas luces ha «arreglado» el cementerio; las tumbas antiguas y modestas han recibido una gruesa capa de esmalte blanco, tapando las inscripciones en el cemento.

–Si nos apuramos podemos visitar las catacumbas bajo el altar mayor –escucho lejano el mensaje de un monje guiando a media decena de seminaristas de la capital.

«Claro, quizás encuentre información valiosa en esas catacumbas». Me levanto, sacudo el polvo de los pantalones y corro para alcanzar al pequeño grupo. «Apúrate lentamente» escucho en mi mente como en casa desde que tengo memoria. Sonrío, hace más de ciento cuarenta años el bisabuelo Chián nos legó esta sabiduría milenaria traída desde la otra orilla del Océano Pacífico. Los alcanzo ingresando, por un costado del altar mayor, a la antigua sacristía que ahora almacena floreros, crucifijos, pequeñas andas y cirios. Mediante una escalera bajamos a una cripta que alberga aproximadamente cuarenta nichos. Mientras el guía explica que bajo sus pies están enterrados los primeros misioneros muertos en Ocopa, cuestiono mi hipótesis inicial. Aquí solo están los miembros de la comunidad religiosa. En los nichos no aparecen los nombres de los monjes que murieron cerca de Pacaybamba. Me imagino que tras el retraso en la llegada de los sacerdotes heridos y el arriero culí, habrían enviado a otros arrieros a buscarlos o enterrarlos en las inmediaciones de la avalancha o en el poblado más cercano. Solo por no interrumpir continúo con el grupo.

Aún me entusiasmó escuchar que algunos franciscanos están enterrados en ciudades selváticas como Pangoa, Río negro o Satipo, equidistante entre el lugar del accidente y Santa Rosa de Ocopa. ¡Quizás los enterraron en Satipo!¡Podría buscarlo allí! ¿Ciento cuarenta y cuatro años después? ¿Sus compañeros no sabrían dónde están enterrados?

¡No ya era necesario hallar sus restos! Su presencia paradigmática ha estado en la vida de tres generaciones de peruano-chinos porque, Morir sin perecer, es presencia eterna, me parece escucharlo decir. Guardo, en la cartera, la imagen sepia del hombre delgado que sonríe con tierna timidez.

lunes, 18 de noviembre de 2024

Sin salida

Amanda Castillo


Valeria Arazá, una joven estudiante de cuarto semestre de derecho, provenía de una familia de escasos recursos económicos, la cual estaba decidida a superar el círculo de pobreza mediante la educación que le diera a sus hijos. Ambos padres se dedicaban a realizar cualquier tipo de trabajo que representara obtener algún dinero para sostener a su hija en otra ciudad.

Valeria se esmeraba por obtener las mejores calificaciones, lo que le permitía recibir un descuento en la matrícula universitaria cada semestre. Como era de esperarse, ella vivía con lo mínimo y no disponía de dinero para lujos. Sin embargo, su deseo de superación era más fuerte que las limitaciones económicas que enfrentaba.

La mayor parte del tiempo pedía prestados a sus compañeros los libros y materiales de lectura que no podía comprar. Acostada en su cama, pasaba largas horas de la noche leyendo el material que le prestaban, en su pequeña habitación, que contaba con una cama modesta y una canasta de mimbre para guardar su ropa. En un rincón, había una pequeña mesa que sostenía una estufa eléctrica de una hornilla y los pocos utensilios de cocina que tenía. El baño, ubicado en el pasillo del inquilinato, era compartido por las diez personas que vivían en el mismo piso.

Valeria era una muchacha hermosa: pelo crespo, piel morena y tersa, esbelta y con lindas facciones, razones suficientes por las cuales no le faltaban pretendientes. Sin embargo, ella era muy cautelosa con los hombres que se le acercaban. Su madre le repetía una y otra vez:

—Mija, no me vaya a defraudar. Usted sabe que todas nuestras esperanzas están puestas en usted.

—Sí, mami. Yo sé.

—Bueno, no sobra la advertencia. Manténgase firme en sus propósitos, ya ve cómo nos toca de duro a su papá y a mí.

Sus padres habían planeado que una vez ella terminara la universidad, podría hacerse cargo de la educación de sus hermanos menores.

Su padre, un hombre muy amoroso, pero exigente al mismo tiempo, le decía a su mujer:

—No es necesaria tanta cantaleta, María. La niña sabe muy bien que el estudio es lo primero.

Dado los estrictos patrones de crianza de sus padres, Valeria no había llevado nunca un novio a su casa, ellos pensaban que no los había tenido, pero en realidad, ella tuvo varios romances a escondidas.

Transcurría el año 1996 cuando Valeria conoció a Alveiro. Él cursaba el octavo semestre de ingeniería civil. Se conocieron en una fiesta de disfraces. Aquella noche, ella llevaba puesto un vestido corto, rojo, con lentejuelas, que había sido utilizado para interpretar a uno de los personajes del grupo de teatro de la universidad, al cual pertenecía. Estaba hermosa y sensual. Los chicos la miraban extasiados por su belleza. Alveiro la invitó a bailar, y la conexión fue inmediata.

Alveiro era dulce y especial con ella, disfrutaban de pasar tiempo juntos y se apoyaban mutuamente. Ambos vivían sus propias tragedias. Por un lado, Valeria en ocasiones se sentía muy sola, lloraba en silencio y dudaba de si debía continuar estudiando o sería mejor devolverse a su ciudad para trabajar a y ayudar económicamente a su familia.

Él, por su parte, había perdido a su padre recientemente y su hermano mayor estaba preso acusado de narcotráfico. Dada la difícil situación económica de la familia, Alveiro dedicaba las noches a trabajar como taxista, para ayudar a su madre con los gastos del hogar y pagar al abogado de su hermano. Sentía que su mundo era un caos. Nunca había trabajado y ahora tenía una responsabilidad muy pesada para él. Además del secreto que le ocultaba a Valeria: En realidad, aún seguía enamorado de otra mujer. Se hizo novio de ella para intentar olvidar a su exnovia, quien lo había dejado por otro hombre tiempo atrás.

Después de varios meses de relación, tuvieron sexo por primera vez. Ocurrió en el mismo taxi. Alveiro condujo hasta un sitio solitario en las afueras de la ciudad. La emisora favorita de Valeria transmitía el programa radial de medianoche. Las baladas en inglés y la lluvia golpeando con fuerza el parabrisas del vehículo creaban un ambiente propicio para la intimidad. Ambos se dejaron llevar por el deseo y las ansias de explorarse mutuamente. A partir de ese momento, la relación se volvió cada vez más intensa y los encuentros sexuales comenzaron a ser muy frecuentes. Generalmente, usaban preservativos, pero cuando no tenían ninguno a mano, Valeria optaba por la píldora del día después.

Cada mes, Valeria estaba muy atenta a la llegada de su periodo menstrual. En especial, cuando usaba la píldora para planificar. Pero un día la alarma se encendió. La regla no llegó. Ella lo tomó con calma, «Debe ser una alteración por las hormonas». No le dijo nada a Alveiro. Decidió esperar unos días.

Ya con dos semanas de retraso, Valeria le contó a Alveiro lo que estaba sucediendo:

—Hay que hacerse la prueba —dijo él.

—¿Vamos juntos?

—No puedo, mor. Tengo que estudiar.

—¿Y si sale positivo? —quiso saber ella.

—Esperemos, mor. No nos adelantemos.

—Solo te digo una cosa —dijo Valeria, mirándolo de frente—. Si es positivo, no lo voy a tener.

Alveiro incómodo, agachó la mirada, le dio un beso frío y distante en la mejilla y dijo antes de salir:

—Estoy pendiente, mor.

Sentada en uno de los bancos de la plaza de Nariño, Valeria reflexionaba sobre su situación. La tarde estaba soleada, y las familias y amigos conversaban animadamente, mientras los niños jugaban y los ancianos disfrutaban del calor del sol. En una de las esquinas, un grupo de música popular andina amenizaba el ambiente. Por un momento, la muchacha se olvidó de sus problemas y se dejó llevar por el bullicio.

Después de un rato se levantó lentamente y se dirigió a la Iglesia de San Juan. Era su lugar favorito para hablar con Dios. «Los milagros existen. Si no estoy embarazada, te prometo que me portaré bien. Tú puedes, por favor, ayúdame a salir de esto», rezó en silencio. Levantó la mirada y se encontró con la dulzura en los ojos de Jesús en la cruz, confiaba en que su oración sería escuchada.

El repicar de campanas, anunciado la misa de seis, la sacó de sus pensamientos. Pronto empezaría a hacer frío, no llevaba ropa abrigada, así que decidió irse a su pequeña habitación, la cual era su hogar en aquella ciudad.

 

Al día siguiente, Valeria se armó de valor y fue a un laboratorio a tomarse una prueba de embarazo. Quería salir de dudas de una vez por todas. Antes de conocer el resultado, buscó un teléfono público y llamó a casa de su novio:

—Flaco, tengo miedo de saber, ¿por qué no vienes y lo abrimos juntos?

—No puedo ahora. Estoy estudiando para un parcial. Más tarde voy a tu casa.

Valeria lo esperó, mordiéndose las uñas por la ansiedad, pero Alveiro no llegó. Con el corazón acelerado y las manos temblorosas, abrió el sobre. Sus ojos permanecieron fijos en la única palabra que era capaz de leer en ese momento:

«Positivo».

Abrumada por el resultado, se tumbó en la cama, repitiendo sin parar: «No lo puedo tener… no lo puedo tener… no lo puedo tener». Sentía que su mundo se había derrumbado. Era consciente de las consecuencias que tendría para su vida el estar embarazada. «Mis papás me van a matar. Ellos no se merecen esto».

Para ella no era fácil tomar esa difícil decisión, pero sentía que no tenía otra opción. Si se arriesgaba a tener a su hijo, no podría continuar con sus estudios. Sus padres no la seguirían apoyando. Tendría que retirarse de la universidad y dedicarse a trabajar para mantenerse ella y su hijo. No sabía qué podría suceder con Alveiro. Pero esperaba contar con él. Entonces buscó unas cuantas monedas y lo volvió a llamar:

—Te he estado esperando —señaló enojada.

—Ahh… Es que he estado muy ocupado.

—Sí, pero me dijiste que vendrías. Esto también es importante, ¿cómo es que me dejas sola en este momento? Sabes que debemos hablar. Ya tengo el resultado.

Se produjo un incómodo silencio al otro lado de la línea.

—¿Flaco, estás ahí?

—Sí. Aquí estoy, ¿y entonces qué te salió?

—¿Por teléfono, en serio? ¿Oye… qué te pasa? Este es un tema de los dos.

Alveiro seguía en silencio.

—¿Ya te imaginas lo que te voy a decir, cierto?

—Sí, sí… y estoy muy confundido y desesperado. No sé qué hacer. Yo te busco después.

Alveiro colgó la llamada sin despedirse.

Valeria sintió como si un hoyo en la tierra la estuviera absorbiendo. Estaba aturdida y sin saber qué hacer con exactitud. Era claro que Alveiro no sería un apoyo para ella, la había estado evadiendo desde que le contó su preocupación.

Transcurrieron cuatro semanas desde que Valeria confirmó su embarazo y se mantenía firme en su decisión de abortar, pero no tenía idea cómo lo haría. Imaginó todas las formas posibles hasta que recordó a un médico que la había tratado alguna vez cuando ella enfermó y que le ofreció su ayuda si lo llegase a necesitar. Decidió visitarlo y contarle lo que le sucedía.

—Ah, metiste las patas, chiquilla, ¿por qué no te cuidaste?

—Sí, lo hice, pero esas pastillas fallaron.

—Para que la píldora del día después funcione, hay que ser muy puntual en las horas que se toma después de la relación sexual.

—Me demoré en tomarlas, creo —manifestó Valeria, bastante acongojada.

—No te preocupes, yo te voy a ayudar. El galeno le extendió una fórmula médica y le dijo que comprara un medicamento. Le explicó la forma en que debía usarlo.

Los días de Valeria transcurrían entre sus obligaciones académicas y la angustia por la decisión que estaba a punto de tomar. Su cuerpo había empezado a cambiar. Se sentía extraña, diferente, especial. Sabía que el tiempo jugaba en su contra.

Una noche tuvo un sueño:

Corría en medio de un bosque, su amigo médico la perseguía y ella huía con una niña en sus brazos. Se despertó bañada en sudor y lágrimas.

Si bien Valeria había dicho que no podía tener un hijo en ese momento de su vida, en el fondo de su corazón abrigaba la ilusión de que Alveiro la detuviera.

«Si él me dice que no lo haga, no lo hago».

Con un hilo de esperanza llamó de nuevo a la casa de Alveiro y esta vez le contestó su madre:

—Él no se encuentra.             Salió de viaje. ¿De parte de quién?

—Soy Valeria.

La señora calló por un momento.

—Bueno, cuando regrese yo le digo que usted lo llamó.

Valeria colgó el teléfono y se sintió inmensamente vacía, comprendió que estaba sola y que no tenía alternativas. Se dirigió a una farmacia y con el poco dinero que le quedaba compró el medicamento. Esperó a que llegara la noche y realizó lo que el médico le había indicado.

Despertó a medianoche con terribles calambres en su vientre. El dolor era desgarrador e insoportable. Pedía ayuda. Imploraba que alguien la escuchara y acudiera hasta su habitación. No le importaba que alguno de sus vecinos del inquilinato donde residía, se enteraran de lo que había hecho, sentía que estaba muriendo. Aquella noche llovía a cántaros, razón por la que nadie la escuchó.

Acurrucada en posición fetal, decidió quedarse inmóvil. Después de varias horas de angustia, una sensación húmeda y pegajosa la hizo mover. Descubrió que estaba sangrando. Se levantó y al hacerlo, algo se desprendió dentro de ella. Abrió las piernas y una bolsa de sangre salió de su cuerpo. Temblando se inclinó para observar. Era una bolsa pequeña con un contenido blanquecino, su mente se nubló, se sintió mareada y cerró los ojos para no ver lo que había dentro. Temblaba sin parar y su corazón latía a un ritmo acelerado. «Todo está bien, todo está bien. Respira… respira… respira».

Estaba paralizada por el terror. No tenía fuerzas, se resignó a su destino. Pensó que iba a morir. Sin embargo, poco a poco el dolor fue cediendo y Valeria se quedó dormida.

 

A la mañana siguiente despertó menos adolorida, como pudo limpió todo sin detenerse a mirar. Se sentía muy débil, pero debía salir en búsqueda de comida. Se reportó enferma en la universidad y se quedó en cama durante tres días. No obstante, el sangrado no se detenía. Si bien no era copioso, aún estaba presente. Una semana después empezó a percibir un olor fétido en su cuerpo, comprobó que se trataba de la sangre que salía por su vagina. Alarmada llamó al médico y este le indicó que se fuera a un hospital.

Valeria estaba asustada y esa misma noche acudió a la sala de urgencias. Allí, tuvo que explicar lo sucedido.

El médico de turno la increpó:

—¿Cómo se te ocurre hacer eso, por qué no te cuidaste? ¿Era más fácil deshacerte de tu propio hijo? Verás que te voy a denunciar.

Al examinarla, la trató con brusquedad. La miraba con desprecio.

—Hay que hacerte un legrado. Esto está infectado adentro. Es lo que les pasa por matar a sus hijos.

Valeria no soportó más. Un llanto incontrolable se apoderó de ella. Lloraba angustiadamente. Sola, desprotegida, culpable, sin saber qué hacer. La enfermera que estaba presente se compadeció de ella:

—Tranquilícese, mija, no llore así. Esto va a pasar.

Valeria no se podía controlar, temblaba y el llanto sacudía su cuerpo sin cesar. Intentaban canalizar una de sus venas, pero los movimientos lo impedían. Le trajeron un vaso con agua y la pusieron a oler un paño embebido con un agradable aroma. Otra enfermera vino y le habló:

—Mija, no importa lo que haya pasado. Ahora tenemos que salvarla. Si no le hacemos el procedimiento, se puede morir por la infección.

—No quie… eeero que él me opere —logró balbucear en medio del llanto.

—No, él no es el cirujano. Tranquila.

La llevaron a un cuarto aislado, lejos de la mirada acusadora del médico. Acostada en la camilla, la intensidad de la luz blanca lastimaba sus ojos irritados por el llanto. Los gritos de una mujer, ubicada enfrente de ella, aumentaban su angustia.

Al cabo de un largo rato, llegó por ella un joven enfermero con una silla de ruedas.

—¡Paciente Valeria Arazá!

—Soy yo —balbuceó Valeria.

—Vamos al quirófano —dijo sin preámbulos.

Cuando Valeria salió de la clínica, su estado emocional era patético. Ya no le dolía nada de su cuerpo, pero su corazón estaba herido de muerte. La tristeza y la culpa se habían apoderado de ella. No encontraba paz y alegría en nada de lo que le ocurría. Regresó a clases y continuó con sus estudios, aparentando que todo estaba bien en su vida, mientras el recuerdo de aquella noche la perseguía en silencio. Valeria pensó en quitarse la vida. Acudió a un sacerdote con quien se confesó y sintió algo de alivio momentáneo. Pero el dolor y vacío emocional seguía estando ahí, presente cada día, carcomiendo su alma y bebiendo sorbo a sorbo el dorado caudal de su existencia.

Alveiro apareció semanas después, ella no le quiso volver a hablar.

Valeria terminó la universidad e inició de manera rápida su vida laboral, se consolidó como una profesional exitosa. Sus padres se sentían muy orgullosos de ella. La situación económica de la familia empezó a cambiar y ella se hizo cargo de la educación de sus hermanos menores.

Pero cada noche, en la soledad de su cama, Valeria lloraba en silencio. Rogaba a Dios que la perdonara por lo sucedido. Siempre supo que no había tenido otra salida, sin embargo, el recuerdo del rostro de aquella niña que llevaba en sus brazos, cuando corría entre los árboles, la acompañaba cada día de su vida.

Años después Valeria se casó y tuvo dos hijos. Al ver el rostro de su primera hija, sintió que por fin Dios la había perdonado al darle nuevamente la oportunidad de ser madre. Educó a sus hijos con esmero y profundo amor. No obstante, a pesar del paso del tiempo, de una vida próspera y de los triunfos alcanzados, Valeria no deja de preguntarse: «¿Qué hubiera sido de mi vida, si la hubiera tenido?».

Ha pasado mucho tiempo desde aquella noche horrible, pero Valeria sigue pensando en la hija que nunca llegó a nacer. Rememora lo sucedido, suspira con tristeza y no puede evitar murmurar: «Ahora, ya tendría veintiocho años».

jueves, 31 de octubre de 2024

Emily

Elena Virginia Chumpitazi Castillo


El sol abrasador caía sobre el pequeño pueblo de Las Lomas en Piura, sofocando el ambiente y haciendo que la brisa tibia apenas se sintiera. Emily avanzaba a duras penas por el sendero de tierra que llevaba a la casa de su hermana, arrastrando su maleta. Hacía casi dos años desde la última vez que vio a Nuria y fue en Lima durante la visita que les hizo a sus padres. Desde entonces, la vida de ciudad había pasado como un vendaval de obligaciones, trabajo y ruido, hasta que decidió que era momento de un respiro.

Mientras caminaba, sentía cómo el sudor comenzaba a acumularse en su frente. Había tomado la decisión de no avisar, quería sorprender a Nuria y a Eyal. Su hermana le había hablado tantas veces de la paz del campo, del aire limpio y del tiempo que parecía detenerse en ese rincón del mundo. Pero ahora, con el calor asfixiándola y el polvo pegándose a su piel, Emily se preguntaba si no habría sido mejor llamar antes y pedir que alguien la recogiera en la parada del autobús.

Entonces, lo vio. A lo lejos una figura masculina se destacaba bajo el sol. Un hombre de piel dorada y torso desnudo trabajaba con esfuerzo en los campos cercanos. Los músculos de su espalda y brazos se tensaban y relajaban al compás de cada golpe que daba con la herramienta de labranza, brillando con el sudor que se acumulaba en su piel. Emily detuvo su paso por un instante, obligada por la curiosidad y una atracción repentina que no supo explicar. El hombre se volvió brevemente, y entonces lo reconoció. Era Eyal, su cuñado.

Su corazón dio un vuelco. «No debería mirarlo así», se dijo a sí misma, pero no pudo evitarlo. Su cuerpo parecía tener vida propia, incapaz de apartar los ojos de la imagen que se desplegaba ante ella. Su cuñado era más atractivo de lo que recordaba. El campo, normalmente tranquilo y silencioso, ahora parecía el escenario de una escena cargada de alta tensión.

Eyal, finalmente, se percató de su presencia y se acercó, con una sonrisa cálida dibujada en su rostro. Su andar era pausado, pero firme, y al llegar a ella, la saludó con la familiaridad de siempre.

—¡Emily! ¡Qué sorpresa! —exclamó mientras la abrazaba brevemente y le daba un beso en la mejilla—. No sabíamos que vendrías. ¿Por qué no nos avisaste?

Emily sonrió, aunque por dentro sentía emociones que no lograba descifrar. Se había imaginado este reencuentro de manera distinta, más ligero, más familiar. Pero ahora, el calor del sol no era lo único que la hacía sudar.

—Quería sorprenderlos —respondió con voz dulce, tratando de no dejar entrever lo que realmente sentía. «Es solo mi cuñado», se recordaba, pero no podía negar que algo en él despertaba sensaciones en su interior que no debía permitir.

Eyal, sonrió y tomó su maleta sin esfuerzo.

—Ven, vamos, Nuria se va a alegrar mucho.

El sonido de los pasos de Eyal y Emily sobre la grava resonaba mientras se dirigían al encuentro de Nuria. A lo lejos se podía ver la pequeña casa que habían convertido en su hogar. Las paredes blancas reflejaban los rayos del sol, brillando como un faro en medio del campo.

Al llegar, Nuria estaba en la cocina, absorta en la preparación del almuerzo. Cuando oyó el sonido de la puerta, un buen presentimiento se apoderó de ella, dejó de lado lo que hacía y salió rauda hacia la sala.

—¡Emily! —gritó Nuria emocionada al ver a su hermana—. ¡Qué alegría verte aquí! —La abrazó con fuerza, mostrando el gran amor que sentía por ella.

Emily correspondió al abrazo con la misma intensidad, una sensación de paz la inundó, al tener a su hermana cerca. Por un momento, todo el calor, la excitación y los pensamientos que había tenido en el camino se desvanecieron. «Esto es lo que vine a buscar», pensó.

—Te extrañé tanto, Nuria —dijo Emily, dejando que su voz reflejara un gran alivio.

—Yo también te extrañé, querida. ¡Qué sorpresa tan agradable! —respondió Nuria, llevándola hacia adentro—. Siempre tenemos la habitación lista para ti, vamos, para que puedas ducharte y descansar un poco.

Mientras Emily se instalaba en su habitación, Eyal la observaba desde la distancia. Había algo en su cuñada que lo descolocaba, una presencia que había notado desde el momento en que la vio caminar bajo el sol. «Es solo Emily, la hermana de Nuria», se repetía. Los pensamientos fugaces de ese breve instante en el campo lo perturbaban.

En los días siguientes, Emily comenzó a disfrutar de su estancia en el campo. La tranquilidad, el aire limpio y la naturaleza la ayudaban a olvidar la rutina de la ciudad. Cada nuevo amanecer era un respiro para su mente y su cuerpo. Decidió, incluso, retomar su viejo pasatiempo de pintar, algo que había dejado de lado debido a su agitada vida laboral.

—Nuria, ¿me acompañarías al pueblo? —le pidió un día—. Quiero comprar algunos materiales para pintar. No traje nada conmigo y tengo ganas de crear algo mientras estoy aquí.

—Claro, te acompaño encantada —respondió Nuria, alegre por ver a su hermana tan animada.

El pequeño pueblo, aunque modesto, era pintoresco. Las calles de tierra, las casas bajas con techos de teja y la plaza central donde se encontraba el minimarket daban la sensación de que el tiempo pasaba más lento. Lorenzo, un joven bien parecido, atendía con amabilidad en este último. Su sonrisa amplia y su cabello oscuro llamaron de inmediato la atención de Emily.

Nuria lo conocía bien, así que no tardó en presentarlos.

—Lorenzo, te presento a mi hermana Emily. Está de visita con nosotros.

Él le ofreció una sonrisa cálida.

—Encantado de conocerte, Emily. —El tono de su voz era tranquilo, pero había una chispa en sus ojos que Emily no dejó pasar desapercibida.

A partir de ese encuentro, Emily y Lorenzo comenzaron a verse con frecuencia. Los días se sucedían entre caminatas por los campos y charlas bajo el cielo azul. Lorenzo, con su sonrisa sincera y su encanto natural, pronto quedó cautivado por la belleza de Emily, quien, aunque disfrutaba de su compañía, aún no podía sacarse de la cabeza la atracción latente que sentía por Eyal.

Mientras Eyal trabajaba bajo el sol por la mañana, Emily se dedicaba a pintar el hermoso paisaje que los rodeaba, aunque no podía evitar mirarlo por segundos, los suficientes para alterar sus hormonas ante el espectáculo que le ofrecía su cuñado.

Por otro lado, las salidas con Lorenzo se hicieron más frecuentes. Él la hacía reír, la escuchaba y parecía ser todo lo que ella necesitaba en ese momento. Sin embargo, cada vez que regresaba, la atracción por Eyal se volvía insoportable.

El sol empezaba a caer, Nuria dormía una siesta, Emily salió al jardín para despejarse. Estaba disfrutando del silencio cuando, de repente, sintió una presencia. Al girarse, vio a Eyal, de pie en el porche, mirándola intensamente.

—¿Puedo acompañarte? —preguntó con voz profunda.

Emily asintió, aunque su corazón latía con fuerza. No podía negar lo que sentía por él, pero sabía que ese camino era peligroso.

—Es un lugar hermoso —dijo Eyal, aunque no apartaba la mirada de Emily.

—Sí, lo es —respondió ella, intentando mantener la compostura.

El silencio que siguió fue bastante incómodo. Ambos sabían que había algo entre ellos, pero ninguno se atrevía a decirlo. Sin embargo, antes de que las cosas se intensificaran, Nuria salió al jardín.

—¡Ah, están aquí! —exclamó sin percibir nada extraño—. Ven, Emily, vamos a preparar algo para cenar.

Emily se levantó al instante, agradeciendo la interrupción. «Esto tiene que parar», pensó.

Emily seguía viéndose con Lorenzo, pero su atracción por Eyal continuaba creciendo. Una tarde, Lorenzo la llevó a una cena romántica, preparada con todo detalle. Él era dulce y atento, y aunque Emily lo apreciaba profundamente, cada vez que cerraba los ojos, aparecía la figura de Eyal.

Al despedirse esa noche, Lorenzo la abrazó con fuerza, mientras Emily intentaba ahogar la culpa que la consumía. Sabía que no podía seguir así, pero no encontraba la manera de romper ese triángulo emocional en el que se había quedado atrapada.

Una tarde, mientras Nuria estaba en el pueblo haciendo compras, Emily y Eyal se encontraron nuevamente a solas en el porche. Esta vez, sus deseos más salvajes danzaban en el aire, envolviendo sus cuerpos en una atracción innegable, como si el destino los hubiese tejido con hilos invisibles. Eyal se acercó a ella con una mirada cargada de intenciones, una chispa en sus ojos que no permitía lugar a dudas.

—No podemos seguir así, Eyal —susurró Emily, aunque no se movía.

—No quiero seguir resistiéndome, Emily. Lo que siento por ti es más fuerte de lo que puedo controlar —respondió él, acercándose cada vez más.

Sin pensarlo Emily se dejó llevar y en un instante, ambos se encontraron en un beso lleno de pasión. Fue un momento de desahogo, pero lo que no sabían era que alguien los observaba.

Nuria, quien regresaba antes de lo previsto, los vio desde el camino. Sintió como si le arrancaran el corazón por pedazos. No podía creer lo que estaba mirando.

Empezó a caminar hacia la casa escondiéndose tras los arbustos, un sentimiento de desesperación y dolor se apoderó de ella. Fue directamente a la cocina, con manos temblorosas tomó un cuchillo y llena de ira y tristeza, se dirigió hacia el porche donde Emily y Eyal seguían envueltos en su momentánea pasión.

Sin que ninguno de los dos lo viera venir, Nuria se lanzó sobre ellos. Primero fue Eyal, a quien apuñaló en el abdomen con un grito desgarrador. Emily se apartó horrorizada, incapaz de procesar lo que estaba ocurriendo.

—¡¿Cómo pudiste hacerme esto?! —gritó Nuria, con el rostro deformado por el llanto y la ira.

Emily intentó acercarse para calmarla, pero Nuria fuera de sí, la empujó y levantó el cuchillo de nuevo. Esta vez fue Lorenzo, quien había venido a buscar a Emily, el que llegó a tiempo para detener el ataque. Agarró a Nuria por los brazos, intentando quitarle el cuchillo mientras ella seguía gritando.

—¡Me traicionaste, me traicionaron los dos!

Eyal, herido y sangrando, cayó al suelo, con la mirada perdida, mientras Lorenzo lograba arrebatarle el cuchillo a Nuria. Emily, en estado de shock, no podía moverse. Todo su mundo se había derrumbado en cuestión de segundos.

El caos que siguió a los eventos de esa tarde fue devastador. Eyal fue llevado al hospital en estado crítico, Nuria destrozada por lo que había hecho, fue arrestada por intento de homicidio. La pequeña comunidad rural quedó conmocionada.

Emily aun procesando lo ocurrido, iba tomando conciencia de que nada volvería a ser como antes. No solo había perdido a su hermana, sino también a Lorenzo, sabía que, aunque él había actuado heroicamente, no podría perdonarle la traición.

Eyal sobrevivió. Nuria fue condenada a varios años de prisión. La traición y el ataque extinguieron su gran amor.

Emily dejó el pueblo poco después del juicio. Las semanas siguientes estuvieron llenas de soledad y de un hondo remordimiento. En lo más profundo sabía que era el precio a pagar por haber caído en la vorágine de sus instintos. Ahora solo podía concentrarse en reconstruir su vida, aunque eso le tomara el resto de sus días.

miércoles, 30 de octubre de 2024

La cama trece

Doris Verónica Martínez Méndez


«Pablo, paciente de cinco años quien se encuentra en estado crítico, pronóstico reservado. Se mantiene en ventilación mecánica con parámetros elevados, soporte vasoactivo y sedación continua. No ha mostrado respuesta clínica favorable, aunque sus signos vitales y exámenes de laboratorio se reportan en límites normales...». El monitor de la cama trece te despierta con pitidos escandalosos, mientras los números de los signos vitales parpadean a ritmo fatídico. Te toma unos minutos ubicarte en tiempo y lugar. El aire acondicionado de la unidad intensiva contrae los músculos y penetra la piel, como si el frío buscara invadir la médula de los huesos. La estación de monitoreo al centro es como una isla formada por una mesa larga y semicircular desde donde puedes verlo todo. La tenue luz proviene del cubículo de enfermería al costado izquierdo, oyes el ruido de la estática en la radio que tienen las enfermeras en un rincón: la estación radial finalizó su transmisión a media noche. Al frente están las primeras ocho cunas con sus equipos y a la derecha están los cubículos protegidos por mamparas de vidrio para aislamiento.  La silla giratoria rechina cuando te levantas, pones tus manos en la espalda y haces un movimiento para acomodar tus vértebras. Los párpados luchan por mantener abiertos tus ojos, teñidos de un rojo vivo, inyectados por el sueño profundo de las tres de la mañana; tienes una marca circular en la mejilla por haberte dormido sobre el reloj en tu muñeca. Caminas al cubículo de la cama trece.

—¿Pasa algo, doctor? —pregunta la enfermera al acercarse.

—El monitor debe estar dañado —dices al terminar de auscultar al pequeño y tomas el minúsculo sensor para probarlo en uno de tus dedos, calzando apenas en el meñique—. Ha pasado pitando sin motivo todo el maldito turno.

De repente, la alarma del ventilador retumba en el aire y las luces se encienden en un rojo amenazador.

Lo que faltaba, después del día de los demonios que he tenido. Estoy más salado que el mar muerto. Yo, que siempre me las daba de suertudo, el «gurú» de la buena racha. ¿Y si le indico una radiografía? Tiene la presión del ventilador tan alta que puedo apostar rompió el pulmón. De nuevo. Pobre chamaco, mira en las que está por andar jugando con los pollos. ¿Quién iba a decir que un picotazo del pinche animal lo traería de su recóndita finca al vacío rincón de la cama trece? Nadie lo tomó en serio. Cuánto se habrá burlado el desgraciado matasanos de pueblo al escuchar la insólita consulta. ¿Cómo pasó la semana con el pulmón colapsado, hinchado del cuello con la piel crepitando como plástico para embalar? Medio litro de agua y sangre salió de su pecho y la madre persignándose, dijo: «Igual que Jesucristo». Ave María, líbranos de la ignorancia.

—Hazte la limpia, cachorro —te dice Silvano aquella mañana lluviosa al ver la cara de luto que tienes.

—No me jodas, Silvano —le dices y caminan de cama en cama para entregar lo que había quedado de aquella noche fúnebre—. Te queda el cupo de la cama trece.

Te apresuras al cuarto de descanso: cajas apiladas, máquinas llenas de polvo, un camarote de hierro que rechina bajo una colchoneta curtida y dos sillas oxidadas. La pequeña ventana se cubría con las gotas de lluvia.  Arreglas tus cosas en el maletín y te parece que hay alguien a tus espaldas, por el marco de la puerta.

—Te quedará pendiente hablar con la madre de Pablo, Silvano. Pobre mujer, hacer el viaje de tan lejos solo para... —explicas y al voltear no encuentras a nadie cerca.

Debo estar loco. Esto de lidiar con la muerte va a terminar mandándome al manicomio.

Sales de aquel estrecho pasillo y escuchas claramente una risa traviesa haciendo eco en las paredes. Un fuerte escalofrío te recorre de pies a cabeza cuando sientes una ráfaga cruzar a tu costado, sacudiendo algunos papeles en la mesa central.

—¿Por qué la cara? —pregunta Silvano desde uno de los cubículos—. Parece que viste un fantasma.

Niegas con la cabeza y le haces un ademán para despedirte y salir a prisa de aquel hospital. La lluvia parece una cortina de agua que pinta de gris toda la ciudad. Las calles vacías tienen un aspecto lúgubre, el aire frío cargado de olor a tierra y asfalto.

Es un domingo tranquilo y melancólico, ideal para dormir todo el día. Aunque me gustaría ver un poco de sol, paso encerrado tanto tiempo que la única luz que he visto en días proviene de las lámparas blancas.

Llegando a casa te timbra un mensaje en el celular. Leticia te pregunta si llegarás al asado que harán los colegas en casa de Marcos. Respondes que sí, no por la idea de distraerte y divertirte, sino por verla a ella. Empezó sus prácticas este año y ahora cumple su rotación por el hospital infantil. Llevas soltero varios meses y no te has sacado de la cabeza sus ojos curiosos y despiertos, sus cabellos ensortijados y el rosa coral de sus labios. Después de tomar un baño y prepararte un pedazo de pan con las sobras frías del chili con carne del viernes, programas la alarma de tu teléfono y te metes bajo las sábanas. El golpeteo de la lluvia en el techo te arrulla entremezclándose con los pensamientos que oprimen tu subconsciente.

El cacareo continuo de un centenar de pollos se fue confundiendo con el zumbido intermitente y el ring de los mensajes del celular. Saltas de la cama, aturdido. Está tan oscuro que temes que ya sea de noche y corres a abrir tu persiana: Ya no llueve, pero el cielo permanece nublado. Son las tres de la tarde y ves que tienes doce mensajes y cinco llamadas perdidas, una de ellas es de Leticia.

—Maldita sea, me quedé dormido —lamentas y sin pensarlo mucho, la llamas.

—¿Cómo estás, Daniel? —respondió ella con una dulzura que te hizo titubear.

—Discúlpame, Leti, caí muerto del sueño y apenas estoy viendo los mensajes y las llamadas. ¿Sigue el asado donde Marcos?

—¿No leíste los mensajes? —dijo sin esconder una risa suave—. Se canceló todo por la lluvia. No hay forma de hacer un asado en ningún lado.

Dejas de saltar en un pie por querer subirte el pantalón mientras sostienes el teléfono con tu hombro derecho.

—Es una lástima, me hubiera gustado verte.

—Ven a verme, entonces.

El resto del domingo fue un parpadeo en el que no descansaste lo suficiente. Llevaste a Leticia al boliche y luego fueron a cenar comida china. No recuerdas si ganaste o perdiste, qué hablaron, tampoco qué pediste de comer, pero no puedes olvidar los besos que se dieron en tu auto a la entrada de su casa.

—¿Sigue vacía la cama trece? —preguntaste al recibir la unidad intensiva aquella mañana.

—Me tiene loco el maldito monitor de esa cama —te cuenta Silvano mientras se prepara para irse—. Debe haber un cable suelto, porque si se deja encendido, registra signos vitales.

—Voy a reportarlo a mantenimiento.

La mañana transcurre, como cualquier otra, con la visita del especialista encargado y las sesiones académicas. Has olvidado todo lo que sucedió el fin de semana, a excepción de Leticia, por supuesto.

—¿Vino la madre del niño que falleció en tu guardia? —preguntó el intensivista durante la revisión matutina y no supiste contestar—. Son personas muy sencillas y viven muy lejos. Averigua si han hecho el trámite para entregarles el cuerpo.

Ese día recibiste varios regaños del especialista por los parámetros ventilatorios absurdos que tenían algunos pacientes, como si hubieras jugado con los botones sin entenderlos. Te ganaste de castigo preparar una presentación sobre el tema para el día siguiente, justo cuando tienes guardia de nuevo.

No entiendo quién pudo desprogramar el ventilador de esa manera tan ridícula. No había nadie más con nosotros durante la visita. Y yo que había quedado de verme con Leticia esta tarde. No voy a cancelar. Me tocará desvelarme en la maldita tarea.

Al pasar por la cama trece notas que el monitor muestra signos vitales estables. Tomas el cable para revisar el sensor: la luz roja está encendida. Los números que reflejan frecuencia cardíaca empiezan a descender, las alertas se activan y suena con pitidos propios de un paro cardíaco.

—¿Cómo se hace resucitación al aire? —te burlas y dejas el sensor en su lugar cuando sientes un jalón en tu bata y volteas para desengancharla de algún filo, pero no está atorada en nada.

Te sacudes las ideas ridículas que cruzan por tu cabeza y continúas de la mejor manera, hasta terminar la semana.

Esta rotación me va a volver loco. Todo me ha salido mal estando aquí. Sueño con pollos, sirenas, alarmas, ventiladores, no tengo un respiro. Ni siquiera he podido pasar tiempo con Leticia. Va a pensar que no la tomo en serio, ¿y acaso será cierto? No tengo cabeza para complicarme con una mujer. Hoy tiene guardia, igual que yo, solo espero tener un poco de tiempo para estar con ella un rato. Pero aquí estoy, atrasado con todos los pendientes, cuidando al nuevo paciente de la dichosa cama trece que no parece que vaya a librar la noche. Es como si la cama tuviera una maldición, la muerte parece rondarla últimamente. ¿Qué estoy diciendo? ¿Un hombre de ciencia pensando sandeces como esa?

Terminas de llenar el fatal formulario de defunción y das un suspiro frustrado. Ves el reloj, pasa de medianoche y ni siquiera tuviste tiempo de cenar. Leticia te estuvo llamando y no pudiste contestar. Tienes los ojos rojos, ves alrededor todas las sombras que rodean las camas y los aparatos, el murmullo de la respiración artificial y el ritmo de pulso en cada monitor. Las enfermeras, en su ronda habitual, administran medicamentos y van silenciando las alarmas de las bombas de infusión. Todo parece estar tranquilo, pero entonces alguien respira cerca de tu oído y unas manos frías tocan tu cuello. Te sobresaltas y te alejas rápidamente.

—Daniel, tranquilo, soy yo —te dice Leticia con un rostro ruborizado—, no quise asustarte de esa manera.

—Leti, perdóname —le pides y te acercas para mirarla mejor—. Las noches de muerte ponen nervioso a cualquiera.

—Pude escaparme un momento y quise venir a verte —explica ella y te abraza por el cuello—. Me parece que no te he visto en siglos.

En la calma de aquella hora, sin la intrusión de las enfermeras y con el frío de la madrugada, la pequeña bodega te parece un refugio perfecto para estar con ella. Los resortes del camarote crujen al sentarse y luego de dos o tres preguntas triviales, la besas como la primera vez. Te dejas llevar un poco y casi olvidas el lugar donde estás, pero Leticia está pendiente de mirar a la puerta para asegurarse de que nadie esté cerca.

—¿Y si cierras la puerta con el pie? —propones sin darte cuenta y su risa no te parece del todo una negación.

—No alcanzo —responde ella y después de un breve silencio, sientes sus uñas clavándose en tu espalda—. Daniel, hay un niño.

—¿Cómo? —preguntas confundido y la piel que besas se pone fría como el hielo.

Ves la pequeña sombra, la silueta de un niño se arrastra entre las cajas. Una cae al piso y Leticia da un grito. La sombra desaparece y una ráfaga sale por la puerta y esta se azota contra la pared. Escuchas risas suaves a la vez que las alarmas de la unidad enloquecen con sus pitidos.

Leticia se esconde detrás de ti mientras cruzan el pasillo y al tener la oportunidad, huye despavorida con sus cabellos levantados. Te apresuras a encender las luces de la unidad y las enfermeras salen con el escándalo. Todas las alarmas se silencian de pronto. Quedas pálido y mudo. Estás seguro de que hay alguien detrás de ti. Vuelve a encenderse el monitor de la cama trece. Te parece reconocer entre suaves risas, unos cacareos.

Te han mandado a que te evalúe el psicólogo. Tanto estrés, el agotamiento físico y la impotencia ante la muerte parece que te han afectado. Al menos tendrás algunos días libres y podrás ponerle orden a todo lo que hay en tu cabeza. Leticia no ha contestado ninguna de tus llamadas, en una semana terminará su paso por pediatría y su tiempo juntos llegará a su fin.

Al salir del hospital te encuentras a la buena mujer que cría pollos para vivir. Notas sus ojos húmedos y te imaginas que la noticia de su hijo ya llegó a ella.

Dotorcito, he venido a llevarme a mi Pablito —te dice con el nudo en su garganta—. No había podido hacerlo, no sabe la angustia que eso me ha dado.

—Lamento mucho lo sucedido —le dices sin ánimo de extender la conversación.

—Yo le agradezco lo que hizo por mi niño. ¿Sabe? He soñado todos los días con él, me ha dicho que está contento, que ha estado jugando mucho con otros niños que están con él —te dijo y un súbito escalofrío corrió por tu espalda—. Lo que me dejó afligida fue que anoche me dijo: «Mamita, ven por mí, hay otro niño en mi cama».

lunes, 21 de octubre de 2024

Terapia

Lucía Yolanda Alonso Olvera

 

—A veces me pregunto lo que pude haber sido y lo que pude haber hecho y no hice.

—¿Por qué te preguntas eso ahora?

—Estos días leyendo un libro o mirando por la ventana desde mi estudio y viendo el jardín, me he asomado a mi pasado.

—¿Y qué viste?

—Una niña que hizo todo lo posible por ganarse el cariño y el reconocimiento de sus padres.

—¿Por qué no se lo dieron?

—Porque no cumplió sus expectativas.

—¿Qué expectativas?

—La primera y más importante: que no hubiera sido niña. Ya tenían un niño, y a ella, sobre todo a ella, la madre, le hubiera gustado tener otro varón.

—Pero ¿por qué querría otro varón?

—Porque hubiera sido más fácil para ella. No hubiera tenido que compartir el amor de su marido con ninguna mujer.

—¿Era celosa?

—Uf, vaya que lo era. Celosa y posesiva, siempre lo fue.

—Y las expectativas del padre de la niña, ¿cuáles eran?

—No lo sé. Creo que él sí quiso a la niña, se alegró cuando nació y la amó de pequeña. Pero cuando creció y no fue como se la imaginó, se enojó y la maltrató verbal y físicamente, sobre todo en la adolescencia.

—¿Cómo la maltrataba?

—Muchos regaños y gritos, a veces algunos manazos o empujones y siempre horribles castigos.

—Y ¿qué sentía aquella jovencilla cuando él se enojaba así?

—Miedo, a veces terror.

—¿Qué hacía esta adolescente para merecer tanto desprecio?

—No sé bien. Tal vez no se quedaba callada ante las injusticias y las comparaciones que había en la familia, no llegaba a la hora impuesta cuando salía con sus amigos a las fiestas, usaba ropa que a ellos no les gustaba. Ella quería saber quién era, como toda adolescente estaba intentando entenderse y diferenciarse.

—¿Y la madre?, ¿también la castigaba?

—No, pero sí.

—¿Cómo? Descríbelo.

—Tenía otra forma de aplicar sanciones. En primer lugar, la amenazaba con contarle a su adorado marido, todas esas cosas que hacía mal o que no debía hacer o decir, para que él le impusiera los castigos, le gritara fuerte, o le diera un empujón o un manazo. Creo que gozaba con amenazarla y cuando cumplía la amenaza, le gustaba estar presente ante el maltrato al que la sometía su padre.

—¿Y en segundo lugar?

 —La obligaba a que hiciera trabajos domésticos y a que cuidara de sus hermanos; le impuso estas responsabilidades desde muy pequeña y la reprendía por no hacerlas bien.

—¿Qué trabajos domésticos y qué responsabilidades implicaban?

Perla se quedó pensando un momento en silencio sentada en el mullido sillón del consultorio con el codo izquierdo apoyado en el reposabrazos, mientras su mano detenía su cabeza.  Volteó a ver la ventana que estaba al lado del otro sillón donde se sentaba el doctor Casares, su terapeuta. Contempló un buen rato el movimiento del árbol de liquidámbar que se mecía al ritmo del viento y dejaba caer algunas hojas amarillas. Era una tarde hermosa, soleada y ventosa, típica del otoño en la ciudad, muy pronto se desataría la lluvia.

—Hija, esta noche me invitó tu papá al teatro y a cenar, estoy feliz, me acaba de llamar para avisarme que ya tiene las entradas, me va a llevar al musical que quiero ver desde hace meses y luego iremos a cenar al italiano que tanto nos gusta. Va a pasar por mí a las siete. Ya sabes, tienes que hacerte cargo de tus hermanos. A las ocho, que se metan a bañar, quitas las colchas y les preparas las camas para dormir, que se pongan el pijama y luego les ofreces de cenar. Hay jamón, queso y pan, puedes prepararles sándwiches. Si no quieren, les puedes hacer unas sincronizadas, hay tortillas en el refrigerador. Les das lo que te pidan, mientras tu les cocinas, que ellos vean su película. Acuérdate de que a Charly no le gustan los sándwiches calientes, en cambio a Ceci no le agrada la mostaza y le encanta el pan bien crujiente, se lo tuestas y luego lo pones en la sartén para que se derrita el queso.

—Ay, mamá, no me gusta que se vayan y me dejen a cargo de mis hermanos, ellos no me ayudan en nada, no recogen nunca su plato y no les gusta lo que hago, a veces no se lo comen.

—Es que, si no lo preparas con cuidado, es obvio que no les guste. Tú siempre haces todo rápido y al aventón, ya te lo he dicho, eres muy malhecha. Hay que dedicarle tiempo a la cocina, para que la comida quede rica. Esto te servirá para cuando seas mayor y tengas a tu familia y los atiendas como debe ser. Además, tu hermana, apenas tiene cuatro años y es muy chica para ayudarte. Y a Charly, como tú bien sabes, siempre le dejan mucha tarea en la escuela para hacer en las tardes y tiene que descansar, porque él es el mejor estudiante de esta familia, por eso hay que atenderlo, como a tu papá.

—No es justo. Yo también voy a la escuela y me dejan mucha tarea. Además, no quiero tener una familia, yo soy una niña.

—Ya sé que ahora ni piensas en eso, porque apenas tienes diez años, pero más adelante es lo que más vas a desear. Hay que aprender a atender al marido y a los hijos, para que tengas una bonita familia cuando crezcas, por eso debes ver por tus hermanos. Y tú, como eres muy acelerada y mala estudiante, haces siempre la tarea con prisas y por eso sacas las calificaciones que sacas, no como Charly que es muy aplicado, así que ni te compares.  Acuérdate de que cuando terminen de cenar, los mandas a lavarse los dientes y que se vayan a acostar. Por favor, Perla, levantas bien toda la cocina. No me vayas a dejar ni un traste sucio, porque si dejas alguno, a la hora que lleguemos te despierto para que lo laves. Recoges la mesa, sacudes el mantel y luego cierras las dos puertas con llave, dejas encendida la lámpara del pasillo y apagas todas las demás luces de la casa. Llegaremos aquí hacia la media noche, a esa hora ya los tres deben estar dormidos. ¿Entendido?

—Sí, mamá. Pero sigo pensando que no es justo y además me choca que tú siempre me comparas con Charly.  

—Un día vas a entender, niña, que el mundo nunca ha sido justo. Y mira, ya ni te quejes, Perla, que me vas a poner de mal humor. Y si sigues con esa cantaleta de los celos que le tienes a tu hermano, se lo voy a contar todo a tu papá, y ya ves cómo se pone con tus inconformidades y reclamos.

Regresa la mirada para ver de frente al doctor. Es un hombre muy grande, de pelo cano, aproximadamente setenta años y que mide casi dos metros de estatura, es muy afable y siempre sonríe. Está sentado con las piernas cruzadas, sus codos se apoyan en el apoyabrazos, sus manos se juntan y sobre ellas recarga su barbilla, está muy atento. Al lado del sillón del doctor, hay una pequeña mesa donde está su taza de café humeante, el cuaderno, una pluma fuente y una hermosa lámpara tipo Tiffany de colores ocres que a Perla le encanta observar detenidamente ya que le resulta muy atractiva la forma de las hojas que adornan la pantalla y los coloridos destellos y sombras que proyectan.

—¿Y hacías todo lo que ella te pedía cuando salían por la noche?

—Sí, a esa edad no tenía opción, pero siempre me quedé con un sentimiento de impotencia y soledad, además, percibía que mi pecho se iba llenando de odio, ya que por más que hacía esfuerzos para complacerla nunca merecía un reconocimiento. Recuerdo alguna vez que salieron y al otro día por la mañana en la cocina, frente a toda la familia, me dijo:

«Anoche me dejaste todo muy recogido, pero se te olvidó guardar las tortillas y el queso en el refrigerador. Siempre te falla algo, no pones atención, Perla, nunca puedes hacer bien las cosas que se te piden en esta casa. No te empeñas lo suficiente, eres una mediocre».

—Y ahora dime, ¿qué pudiste haber sido, o qué pudiste haber hecho y no hiciste? —pregunta el doctor sonriéndole mientras toma la taza para darle un sorbo a su café, luego coge su cuaderno y la pluma y apunta algunas notas.

—A esa edad, como es obvio, no pude hacer nada, hacía lo que mi madre me mandaba y aguantaba lo que me decía. El problema es que, tal vez, me creí eso de no dar la talla, de ser una mediocre, de ser una malhecha, de no poner suficiente atención a lo que debía hacer.

—¿Esos calificativos te definen ahora?

—No, definitivamente, no soy así. Me he empeñado mucho en ser todo lo contrario, muy perfeccionista, eficiente, y poner mucha atención. Tengo una autoexigencia tremenda, todas las cosas que hago en la vida, trato de hacerlas muy bien, sin fallo alguno. Eso es una tortura, porque además no me he dado nunca el reconocimiento por todos mis logros. ¿Sabes?, siento que tengo una relación retorcida con el maltrato, por un lado, lo rechazo, pero me doy cuenta de que he aceptado a mucha gente cerca de mí que me maltrata, que me dice palabras hirientes. Es probable que en el fondo crea que lo merezco.

—Pero sabes que no eres una mediocre y que no mereces ser maltratada, ¿cierto?

—Sí, es cierto, sé que no soy una mediocre, pero me juzgo como si lo fuera y yo misma me maltrato por ello. Hay días que siento que apenas y puedo caminar, tal es la densidad y la cantidad de pensamientos nefastos que brotan en mi cabeza, uno tras otro, que parece que tiran de mí y no me dejan avanzar. A veces pienso que soy ese tipo de personas que están absolutamente dominadas por sus emociones e ideas, esas que no cuentan con la capacidad de controlarlas, apaciguarlas y lograr cierto grado de ecuanimidad para seguir adelante de forma más ligera.

—¿Quieres que te dé una buena noticia? —le pregunta el doctor, con una franca sonrisa, mientras ella está sumida en su sillón conteniendo las lágrimas.

—¿Puede haber buenas noticias para mí, después de lo que te he contado?

—Por supuesto que las hay.

—Pues dímela a ver si eso me ayuda a salir de aquí sin tener que cargar con el costal malhecho de mediocridad y maltrato que ando cargando desde los diez años.

—La buena noticia es que te estás deshaciendo ya de ese costal y seguramente de muchos otros más que andas cargando en la vida, para eso estás aquí sentada hablando y entendiéndote. El secreto es que cada día que salgas de la terapia comprenderás que puedes controlar y apaciguar esas emociones e ideas erróneas que tienes de ti misma y podrás caminar más ligera.

—¡Ah, pues ahora sí me dan ganas hasta de pagarte esta sesión, doctor de mi vida y de mi corazón! A ver si saliendo me voy casi flotando hasta mi casa.

—Ya verás que sí, hablar de todos estos sucesos que nos duelen y conforman, es la parte más importante para reconfigurarnos, entendernos y cambiar.

—De acuerdo. Supongo que es la conclusión de esta densa sesión —afirma Perla, mientras se pone de pie y se dirige al perchero ubicado en la entrada del consultorio para tomar su bolso, la gabardina y el paraguas.

Ha empezado a chispear y a oscurecer y Perla sabe que el camino de vuelta a casa estará lleno de lágrimas bajo la lluvia, menos mal que trae el paraguas y se puso las botas altas. Pero también sabe que su andar será sanador, como muchas otras veces que ha salido de la terapia.

—Tenemos pendiente revisar los regaños, los castigos, los manazos y los empujones que daba papá enojado cuando llegabas tarde de las fiestas y te ponías la ropa que no les gustaba. ¿Cómo ves?

—Uf…, eso también va a estar mega heavy metal, pero estoy de acuerdo, dejémoslo para la siguiente sesión, por hoy ya ha sido suficiente.

—¿Doloroso?

—Sí. Pero también liberador —afirma Perla, mientras se pone la gabardina para salir y se dispone a abrir el paraguas.

—¿Te veo la próxima semana, mismo día, misma hora?

—Sí, doctor, aquí estaré. Espero que hoy pueda caminar más ligera.

—Seguro que lo harás, estás trabajando mucho para hacerlo.