Rosario Sánchez Infantas
¡Lo que
daría porque alguien me rascase la espalda!
Me
estremezco cuando muerde, sacude y me arranca un pedazo de piel, nervios y
músculo. A veces solo se desplaza para volver al ataque. Me imagino que busca
la grasa de mi cuerpo flaco. ¡Oh! Esta picazón insufrible me ha despertado. Soñaba
que una fiera me devoraba. ¡Mierda! ¡Esto es el infierno! Deben ser larvas de
mosca que se agitan. Se desplazan comiendo en mi espalda. ¡Qué comezón! ¡Esto
es insufrible!
Me duele
todo el cuerpo, me cuesta respirar y estoy aturdido. Veo que, del pecho hacia
abajo, estoy atrapado por el lodo, piedras y plantas que arrastró una
avalancha. Lo intento, pero es inútil, no puedo escapar de esta masa casi
sólida.
La ceja
de selva y sus miles de voces me permiten orientarme dónde estoy. No sé qué
hago aquí ni qué día es. Recuerdo, vagamente, que las primeras luces del día son
la señal de ponerse en pie y, rápidamente, hacer las cosas. Me parece que hice
tantas cosas y que urge hacer muchas otras. ¿Ya comerían las mulas?, ¿mulas?...
¡Claro soy arriero! La primera obligación de un arriero es cuidar de sus mulas,
siempre lo digo y mi Laura se molesta. ¿Dónde está Laura? Alguien vendrá a
ayudarme.
Siento
hambre. Recuerdo que cuando niño, en mi caserío en el sur de la China, despertaba
y dormía con hambre. Había noches frías en que las viejas cobijas parecían
sábanas mojadas. Los huecos de mis zapatos dejaban que el sucio barro mojara y
entumeciera mis pies todos los días de la temporada de lluvias y en los
deshielos de la primavera. Sin embargo, hasta cuando las ratas mordisqueaban
mis orejas mientras dormía, tenía libertad para intentar hacer algo. Ahora no
puedo hacer nada. Parece que estos malditos insectos, además del sufrimiento,
me están devolviendo mis recuerdos. ¡Qué ganas de frotarme la espalda contra
una roca rasposa!
¡Me están
comiendo los gusanos! ¡Ahora es mi hombro derecho y ambos brazos! ¡Ayúdame,
madre! ¿Llegará ayuda?
Hijo mayor
de una joven pareja de campesinos analfabetos, nací en un caserío de la
provincia de Guangxi, en una época de hambruna por los desastres naturales y la
epidemia del cólera. La situación económica se puso peor tras la derrota china
en la Primera guerra del opio y por la sobrecarga de impuestos a los
agricultores; tuvimos que abandonar nuestras pequeñas tierras. En un año
habrían de morir mis padres y mi hermanita menor de una enfermedad desconocida.
Along Li, el anciano barquero que nos transportaba me adoptó, pese a ser viudo
y pobre. Habría de legarme el deseo de ser buena persona y la sabiduría de
miles de hombres de todos los tiempos, mediante los proverbios que orientaban
su actitud hacia la vida. Cumplí los cinco años
cuando inició la guerra civil entre la dinastía Qing y los rebeldes Taiping.
Pudimos sobrevivir catorce años de masacres generalizadas, devastación de
poblados, casi treinta millones de personas muertas, migraciones y la
profundización de la crisis económica y política en China.
Muerto mi protector, con diecinueve
años y sin saber qué hacer con mi vida, me dirigí al puerto comercial de Macao.
Allí conocí a «enganchadores» que informaban del éxito de colonos chinos
afincados en América. Gruñéndome el estómago de hambre, me pareció fabuloso
recibir dinero adelantado para pagarlo con mi trabajo en una hacienda del Perú,
para lo cual me hicieron firmar un contrato por ocho años. No
podía haber imaginado que, decenas de compatriotas morirían y serían echados al
mar, pues enfermaban por la suciedad, desnutrición y apiñamiento, en un viaje
que duró cuatro meses. La segunda semana del viaje, para espantar el dolor y el
arrepentimiento me repetía como un mantra: «Si te subes
a un tigre no bajarás cuando tú quieras, sino cuando quiera el tigre».
El 24 de
junio de1870 llegué al puerto peruano del Callao y luego a la hacienda San
Rafael en un valle norteño para trabajar en el cultivo de la caña de azúcar. Ni
en los peores momentos, en mi patria, llevé grilletes en los pies y dormí
encerrado con otros culíes como yo. Solo tenía derecho a una libra y media de
arroz diario, dos mudas de ropa y una frazada al año, además de un lugar para
dormir en un destartalado galpón. Gran parte del jornal de ocho reales
semanales se convirtió en cupones para comprar, a precios carísimos y en la
hacienda misma, algo de comida, abrigo, jabón o tabaco. Con ello incrementaba
mi deuda, llegando a pensar que moriría sin poder pagarla.
Los
hermanos Yiu y Along Apac tras nueve años de semi esclavitud cumplieron su
contrato de trabajo en una hacienda algodonera y decidieron ir a probar
fortuna, con otros connacionales, en la ceja de selva central. Dicha región
estaba recibiendo grupos de colonos italianos y austro alemanes, decididos a
hacer de la selva feraz un lugar de trabajo y residencia. Cuando llevaba tres
años labrando la tierra, corrió la voz entre mis compañeros que Yiu Apac le había escrito una carta a Chián Apac, su sobrino, y lo animaba
a fugarse de la hacienda y afincarse en la selva central. Allí ellos labraban la
tierra y comerciaban libremente. Tres de nosotros compartimos la esperanza de
fugarnos. Ella nos hizo resistir y hacer minuciosos preparativos. «Incluso la liebre muerde cuando es
acorralada»,
me decía a fin de tranquilizarme por no cumplir mi contrato.
Tras
muchas peripecias, atravesando casi medio país que nos consideraba paganos,
atrasados, sucios y bárbaros, una mañana lluviosa de
marzo de 1873 ingresábamos a La Merced, la tierra prometida. Un pequeño poblado
en las últimas estribaciones de la cordillera de Los Andes, rodeado de bosques con
una gran diversidad de plantas y animales silvestres. Tras haberse talado los
árboles y haberle ganado terreno a la selva en algunas pequeñas haciendas próximas
al pueblo se cultivaba coca, café, caña de azúcar y frutales, principalmente.
En medio de la espesura de los bosques en pequeños claros habitaban varias
tribus hostiles. Unos kilómetros más adelante, hacia el oriente, comienza la inmensa
llanura amazónica que se extiende hasta el Atlántico.
Los
caminos y trochas estaban intransitables, el calor era intenso y el temor a los
nativos permanente. Salpicadas en la selva central una docena de haciendas con
mano de obra andina y de algunos culíes. Los migrantes más antiguos en el lugar
cultivaban pequeñas parcelas o se dedicaban al comercio; vendían sus productos
agrícolas en poblados andinos aledaños. Allí compraban herramientas agrícolas y
diversos utensilios que trocaban con nativos selváticos amistosos. Primero debí
trabajar como peón en la hacienda de un peruano, a fin de juntar un pequeño
capital, lo cual fue posible con la ayuda mutua que se prestaban nuestros connacionales,
alrededor de cien, en su mayoría dedicados a la agricultura.
Poco a
poco me fui acostumbrando a este entorno duro pero que permitía vivir en
libertad. En un pequeño descampado, los peones andinos y sus familias, los días
domingo, compartían comida, música y bailes. Por primera vez en cuatro años fui
tratado como un igual por estas personas peruanas. Uno de esos domingos
conocería a Laura
Soto Vicuña. Una jovencita de piel trigueña, grandes ojos negros, rasgos
armoniosos y apretadas trenzas. Era tan bella que me pareció inalcanzable. Sin
embargo, me dije: Chián Ku seguirá trabajando mucho para un día ser digno
de pedirla como esposa. Trabajé, Laura y yo nos enamoramos y gracias a que los
andinos valoran al hombre trabajador y honesto, sus padres bendijeron nuestra
unión y un misionero franciscano me bautizó, confirmó en la fe cristiana y casó
el mismo día. Fuimos muy felices.
Cuando ya habían nacido nuestros
tres chinitos peruanos, dos paisanos y yo teníamos nueve mulas y algunos burros
y viajábamos juntos por esos peligrosos caminos, como arrieros. En la temporada
de lluvias no salíamos debido a las precipitaciones torrenciales, crecidas de
ríos y deslizamientos de lodo y piedras. Fue entonces que me buscó un fraile
franciscano, que pidió llevara a tres de sus compañeros hasta su centro
principal, el Convento de Santa Rosa de Ocopa, porque nadie más quería salir en
esta época del año. Desde el siglo XVII los
franciscanos paralelamente a la conversión de nativos, realizaban actividades
comerciales en las zonas en las que iban instalando sus misiones. En ellas producían
caña y en sus trapiches se elaboraba azúcar, melaza y aguardiente; los nativos
debían trabajar tres días por semana para los franciscanos. Así mismo,
proyectaban caminos de penetración a la selva, hacían construir puentes y
llevaban la religión católica. Muchos de ellos morían flechados por nativos
hostiles y sus cuerpos nunca fueron ubicados.
La
explotación del caucho, que se expandía en la Amazonía, llegó muy cerca
de la Merced. Se ofrecían recompensas a los nativos que cazaran a otros nativos
a fin de ser utilizados como mano de obra esclava. Es así que algunas misiones
franciscanas habían sido asaltadas y se habían llevado a hombres adultos y
herido a algunos pobladores. En una reciente incursión dos frailes habían
resultado heridos y era preciso llevarlos a su convento sede viajando unos diez
días hacia el suroeste del país. Me dejé persuadir, y es que hablaban muy
bonito. Conmovían al tocar las fibras más sensibles de quienes los escuchaban.
No parecían ser los mismos que, en varias ocasiones, habían intentado
tomar y explotar el Cerro de la Sal, el cual había sido administrado en
paz y armonía por diferentes etnias, en la selva central, durante miles de
años hasta la popularización de la sal marina.
La luz del amanecer, el canto de
las aves y las miles de voces en la jungla me terminan de despertar. Todo me
duele. Todo me pica. Estoy en una orilla del río Tulumayo. Nos ha arrastrado
una avalancha. No veo a los frailes ni a las mulas. Esta trocha es muy poco
transitada especialmente en esta época de luvias. Creo que es el fin.
Tres años me costó intentar
reconstruir la vida de Chián Ku, mi bisabuelo. Me
siento desolado, estoy sentado en una piedra, no puedo sostenerme en pie. Los
archivos de los monjes señalan la fecha y el nombre de dos franciscanos muertos,
probablemente en una avalancha en 1880, en
inmediaciones de Pacaybamba, a orillas del río Tulumayo. Quizás fueron sacrificados
por nativos y echados al río. No figura el nombre del arriero culí que los guiara en su
último viaje.
Me abruma no poder hacer algo, ahora que suponía estar tan cerca de hallar
los restos de mi ancestro. Alguien con pocas luces ha «arreglado» el cementerio; las
tumbas antiguas y modestas han recibido una gruesa capa de esmalte blanco,
tapando las inscripciones en el cemento.
–Si nos apuramos podemos visitar las
catacumbas bajo el altar mayor –escucho lejano el mensaje de un monje guiando a
media decena de seminaristas de la capital.
«Claro, quizás encuentre información
valiosa en esas catacumbas». Me levanto, sacudo el polvo de los pantalones y
corro para alcanzar al pequeño grupo. «Apúrate lentamente» escucho en mi
mente como en casa desde que tengo memoria. Sonrío, hace más de ciento cuarenta
años el bisabuelo Chián nos legó esta sabiduría milenaria traída desde la otra
orilla del Océano Pacífico. Los alcanzo ingresando, por un costado del altar
mayor, a la antigua sacristía que ahora almacena floreros, crucifijos, pequeñas
andas y cirios. Mediante una escalera bajamos a una cripta que alberga
aproximadamente cuarenta nichos. Mientras el guía explica que bajo sus pies
están enterrados los primeros misioneros muertos en Ocopa, cuestiono mi hipótesis
inicial. Aquí solo están los miembros de la comunidad religiosa. En los nichos
no aparecen los nombres de los monjes que murieron cerca de Pacaybamba. Me
imagino que tras el retraso en la llegada de los sacerdotes heridos y el
arriero culí, habrían enviado a otros arrieros a buscarlos o enterrarlos en las
inmediaciones de la avalancha o en el poblado más cercano. Solo por no
interrumpir continúo con el grupo.
Aún me entusiasmó escuchar que
algunos franciscanos están enterrados en ciudades selváticas como Pangoa, Río
negro o Satipo, equidistante entre el lugar del accidente y Santa Rosa de
Ocopa. ¡Quizás los enterraron en Satipo!¡Podría buscarlo allí! ¿Ciento cuarenta
y cuatro años después? ¿Sus compañeros no sabrían dónde están enterrados?
¡No ya era necesario hallar sus
restos! Su presencia paradigmática ha estado en la vida de tres generaciones de
peruano-chinos porque, Morir sin perecer, es presencia eterna, me parece escucharlo decir. Guardo,
en la cartera, la imagen sepia del hombre delgado que sonríe con tierna
timidez.