Ruth Rosales
Lo primero que percibió al llegar al mundo fue el contacto de las lágrimas de su madre sobre su rostro. El agua salada le inundaba la garganta, devolviéndola al espacio amniótico en el que había estado durante nueve meses.
«¡Es una niña!», oyó gritar a su padre. Aunque el sonido que escuchaba aún no tenía significado, pudo percibir que la emoción impregnada era de éxtasis y alegría.
Así llegó a esta tierra olvidada, entre júbilos y esperanza. La niña prometida había nacido.
Con ella se cerraba el número de hijos señalados en la carta astral del padre. «Tendrás ocho herederos», le habría dicho el astrólogo, «y uno de ellos será el que te lleve a la gloria». El primero llegó en medio de fiestas y gritos de entusiasmo. ¡Es un varón! ¡Es un varón! ¡Qué bendición más grande! Exclamaban las mujeres de la iglesia y los hombres del bar, pero cuando el chamán del pueblo supo del día, la hora y el lugar de su nacimiento al momento de ser consultado, dictaminó el triste destino del primogénito de la familia: «Marte gobierna y Saturno acecha; su camino es corto, ardiente y lleno de traición». Cuando cumplió quince años, se unió al cártel de la zona y, al cumplir diecisiete, fue arrojado en un estacionamiento de un supermercado, con doce balazos distribuidos por todo el cuerpo.
El segundo y el tercero fueron
gemelos que arribaron con solo diez segundos de diferencia. Fue como si ambos
hubieran estado compitiendo por ser el primero en cruzar ese túnel que le
garantizaría la vida. Hambrientos de conocer el mundo, no dieron espacio a su
madre para respirar y llegaron uno tras otro. Primero, la hembra, quien años
después se convertiría en macho, seguida por el hermano gemelo, que, a temprana
edad, escucharía el llamado de los ángeles y se uniría al monasterio jesuita de
su congregación para satisfacer su curiosidad por conocer los secretos de la
humanidad.
Después de que la niña, luz de
los ojos de su progenitor, empezara a vestirse de niño y se pusiera un ovillo
de calcetines en los calzones para simular tener ese órgano que su cuerpo
echaba en falta, los padres confirmaron que ella tampoco sería la que sacaría a
la familia de la miseria. Lo bueno es que la pareja se atraía como el mercurio
y no paraba de ponerse a trabajar para fabricar el total de hijos que las
estrellas habían predestinado. Como el día en que el padre se creyó un semental
divino de los dioses esa noche de carnaval.
Portando su máscara de fariseo, el hombre se puso a penetrar a
cuanta ninfa se le atravesara enfrente, olvidando que su semilla debería quedar
en el vientre de su mujer y no en ningún otro. Así que ella, incapaz de
apaciguar la efervescencia de su marido, se vistió con las ropas que recordaba
a las hijas de Atlas y empinó el trasero para recibir el miembro encabritado
del embriagado verraco. Según él, montaba a una jovencita de carnes maceradas
y, con ello en mente, se dejó ir vaciándose tres veces seguidas. Así fue como
llegó el cuarto hijo a este mundo.
Desde pequeño, este niño
carnavalesco fue muy inquieto. Sentía que la ciudad le quedaba chica. Cuando
tuvo conciencia de que existía un mundo más allá de la carretera que conducía a
Villa Ahumada, tomó un camión rumbo a la capital para hacer realidad su sueño
de ser reportero sensacionalista.
Sus
fotografías de cuerpos desmembrados ganarían fama internacional y serían fuente
de inspiración en los talleres de escritura gore, donde saldrían relatos que después se proyectarían en la pantalla
grande. Aunque este hijo podría haber sido el famoso que los hubiera sacado de
la pobreza, sus trabajos periodísticos nunca fueron firmados. Su nombre quedó
impreso únicamente en el gafete que lo identificaba como un elemento más de la
prensa nacional amarillista.
El siguiente niño fue concebido a las cuatro semanas de haber nacido
su hermano reportero. La madre, presa de la seducción del vino que circulaba en
abundancia en la celebración del equinoccio de primavera, no esperó a llegar a
casa y arrastró a su marido para esconderse entre un rebaño de vacas y fabricar
al que sería, nueve meses después, el niño prodigio de los borrachines del
pueblo.
Desde pequeño mostró una
curiosidad excesiva por las frutas y verduras. Aprendió el arte de la
fermentación y, en la adolescencia, se dedicó a cultivar uvas para convertirlas
en vino. La familia tenía altas expectativas en sus experimentos, ya que el joven
hacía mezclas extrañas que mandaban a cualquier ser humano a volar hacia otras
dimensiones, pero el padre tardó más en lamerse los bigotes, saboreando su
hipotética fortuna, que el mocoso en empacar sus fórmulas y emigrar a lugares
desconocidos. Salió en busca de diferentes elixires que la tierra desértica,
donde vivía, no podía proporcionarle.
El sexto y el séptimo fueron dos
niños que llegaron con diez meses de diferencia. Ambos fueron fuertes y
pendencieros. Al ser expulsados del kínder, los amigos del hermano mayor, aquel
cuyo cuerpo se encontraría años después desparramado en un estacionamiento,
quisieron reclutarlos para convertirlos en sicarios, pero ese no era el plan
que tenían proyectado para sus vidas y huyeron al chuco, al gabacho,
a ese lugar que era conocido como «el otro lado», buscando el sueño americano.
Se olvidaron de sus padres, hermanos, amigos e incluso del idioma. Entraron al
ejército gringo para obtener la ciudadanía más rápido y fueron enviados a una
de las múltiples guerras compradas por el país capitalista. Meses después, el
equipo forense de las fuerzas armadas norteamericanas desprendió de un tanque
M1 Abrams lo que quedaba de sus cuerpos, desinflados y ya sin forma de contener
una ilusión. Dejaron que el eco de esa añorada gloria fertilizara otro desierto
desconocido.
La madre tendría cincuenta años;
había empezado a tener meses sin sangre y brotes de calor que despertaban
deseos olvidados, por lo que ese verano su cuerpo se sintió navegando entre los
círculos del infierno dantesco. Debido al calor extremo, la pareja empezó a
dormir desnuda en dos hamacas colgadas en el porche de su casita de adobe.
Ambos se impulsaban de un lado a otro, con la pierna que colgaba para alcanzar
el suelo y ayudar al viento escaso a esparcir el rocío de la noche sobre su
humanidad.
Tal vez fueron las últimas
hormonas que circulaban por el cuerpo agrietado de la mujer, o quizá el sueño
húmedo adolescente que se proyectaba en la mente del hombre, pero en un
descuido del sereno, un esperma desorientado salió volando de su uretra y cayó
en el ombligo del vientre abultado de su vecina. Se resbaló, dejándose llevar
por la gravedad, hasta adentrarse en la caverna carnosa, custodiada celosamente
por sus muslos rebultados. Una vez dentro, inició una carrera contra el
endometrio para llegar al último huevo sano de los cuatrocientos ochenta y
siete que logró ovular ese ser añejado durante su vida fértil. Las células
fueron creadas en el acto y se pusieron a trabajar sin descanso para hacer,
durante los siguientes doscientos ochenta días, a la niña prometida, que
estimularía la voluntad de todo aquel que le entregara el corazón.
Eso fue lo que le contaron y esa fue la historia que la niña
materializó.
Desde el primer día, su destino estuvo marcado por el deseo de
encontrar a ese hombre que lograra apaciguar el fuego que su presencia
despertaba en las personas. Cualquiera que tuviera la suerte de encontrarse con
su mirada quedaba atrapado en el abismo asfixiante de sus ojos amarillos, tan
extraños de color, pero al mismo tiempo tan normales para su cara cuadrada y su
piel morocha. Era como ver a una serpiente que te invitaba a entrar sin permiso
bajo la advertencia de terminar enloquecido por la falta de voluntad propia.
Tanto el padre como la madre evitaban mirarla de frente. Los hermanos hicieron
lo mismo más por imitación que por entendimiento. Carentes de albedrío le
tenían miedo, pero empezaron a sacar provecho del embrujo que provocaba
especialmente en los hombres.
Cada noche, antes de acostarse, su madre le pasaba un algodón
empapado en agua de rosas por toda su figura. Le ponía paños calientes recién
sacados de una olla con agua hirviendo, impregnados con lavanda y manzanilla.
Untaba en cada rincón de su cuerpo una mezcla de aceites de almendra y flores
de la estación. Le ponía su camisón de seda y tapaba sus pies con calcetines de
lana, no sin antes cubrirlos con una crema de caléndula, coco y miel de abeja,
para evitar que el frío se escapara de su cuerpo y mantuviera ese calor que se
desprendía en forma de vapor a través de los poros trigueños de su piel.
Ella se dejaba hacer y se entregaba a las sensaciones que le
provocaban los olores que las distintas plantas desprendían. Disfrutaba de las
caricias que las manos maternas le ocasionaban al rozar su piel. Se dejaba
arrullar con aquel canto que, tiempo después, recordaría acostada al lado del
único hombre capaz de vulnerarla.
De la espuma del mar naciste,
polvo de estrella de dios;
tierra en fuego, luz de viento,
fragmentos del deseo ingrato,
cueva ensangrentada que nos consumió.
A diario recibía propuestas de matrimonio por correo y la fila de hombres pernoctando afuera de su casa crecía conforme la pequeña iba cambiando de ropa. Había vecinos de otras colonias, ciudades y estados. Los extranjeros fueron llegando conforme el cuerpo de la niña se transformaba en el de una mujer. Primero, los gringos que habitaban del otro lado del río fronterizo; luego, encontraron el camino los del continente viejo que entraban por el puerto de Veracruz y recorrían los dos mil kilómetros de distancia, ya fuera en carretera o en tren, según correspondiera a sus bolsillos y a la urgencia de cada quien.
Al principio, la familia estaba fascinada por la atención excesiva y
los regalos de todo tipo, por lo que se aseguró de que la muchacha cumpliera
horarios establecidos en los que fuera vista lo suficiente para mantener el
interés y, al mismo tiempo, ocultarla, alimentando el deseo de posesión de la
belleza prohibida. Con esta estrategia preservaban la leyenda y hacían que las
ofertas de matrimonio incrementaran los beneficios a los que tendría acceso la
familia en caso de que el pretendiente resultara seleccionado. Mientras esto
ocurría, las invitaciones a conversar con la preciada doncella llegaban siempre
acompañadas de exquisitos banquetes, flores abundantes, vestidos bordados con
hilos de oro, joyas y todo aquello que tanto el padre como la madre jamás se
hubieran imaginado que existiera en este mundo.
Esos fueron tiempos de abundancia incluso en la ciudad. Los
comercios alrededor de la casa se vieron beneficiados al atender a los curiosos
y a los pretendientes. Se construyeron nuevos hoteles, restaurantes, cafés e
incluso un centro comercial con pista de patinaje en hielo. La ciudad creció
mientras la niña paseaba por sus calles en construcción; primero tomada de la
mano de su madre y después del brazo del pretendiente finalista seleccionado
por el padre.
Al principio, las caminatas fueron una buena estrategia para
permitir que la joven también tomara parte en la elección de su futuro esposo;
sin embargo, después de que los pretendientes salían un par de veces a pasear
con ella y se perdían en el abismo de sus pupilas doradas, hablaban con el
padre para retirar su oferta. Semanas después, la familia se enteraba de que el
susodicho había contraído matrimonio con otra chica o había realizado algún
proyecto o transacción exitosa en la que se le veía pleno y feliz.
El padre quiso saber qué ocurría
en esos paseos y obligó a las chaperonas, que siempre los acompañaban, a no
separarse nunca de la pareja y a escuchar la conversación. Empezó a suceder que
los hombres cambiaban sus intenciones hacia las mujeres de compañía o ellas
renunciaban para irse a viajar por el mundo, abrir un negocio propio o incluso
dedicarse al arte que siempre habían deseado. Divertido por lo que ocurría, el
hermano borrachín, que nunca se atrevía a mirar a su hermana a los ojos,
sugirió hacer una mascarada con todos los pretendientes pudientes, en la que,
mediante un juego de baile, el azar seleccionara al que sería su cuñado.
El evento fue todo un
acontecimiento en el pueblo. Tanto la prensa nacional como la internacional
viajaron a la tierra odiada por Tláloc para cubrir la noticia. El hermano
periodista se vio de repente sorprendido por regalos y jugosas ofertas de
trabajo con tal de obtener un pase para poder entrar y presenciar el desfile de
los acaudalados pretendientes.
El nuevo cura de la iglesia de la plaza, que no era otro que el
hermano de la futura novia, se puso en cólera por tan carnavalesco espectáculo.
Llegó hecho una furia a casa de sus padres después de haber estado una larga
temporada en Roma y exigió que pararan de una buena vez con la comedia, pero se
detuvo en seco cuando se encontró con la mirada de esa mujer que no había visto
desde que era una niña.
Culpó al maligno del calor asfixiante que despertó a su miembro dormido. En un instante, los años de seminario, los viajes y los miles de libros leídos —filosofía, esoterismo, religión— se volvieron inútiles. Nada podía explicar lo que sintió al tropezar con los ojos de serpiente de su hermana. Incapaz de procesar el arrebato, lo redujo a la única figura que sus instituciones le permitían culpar: el diablo.
El día de la mascarada acudieron hombres de todo tipo. Había
blancos, morenos, negros, apiñonados; altos, chaparros, medianos; gordos,
flacos, musculosos, todos desfilando por la alfombra roja que la hermana (ahora
hermano) había mandado poner haciendo eco de los eventos sociales que tanto
veía en programas de televisión y revistas.
El hermano boticario, que vendía vinos artesanales en una playa que
antaño había sido catalogada como pueblo mágico para atraer al turismo
extranjero, viajó a su tierra desértica con un cargamento de elixires que
prometían transportar a los invitados a realidades paralelas. Empezó sirviendo
bebidas refrescantes a los curiosos y curiosas que habían acampado fuera del
lugar. El calor hizo que todos pidieran más de la extraña bebida herbal hecha
con damiana, ginseng, un poquito de clavo y una estrella de anís.
A las dos horas, los hombres empezaron a sentir el efecto de las
plantas, arrimándose a las mujeres que tenían más cerca. Ellas, sintiendo el
mismo efecto del elixir, recordaron los rostros de los pretendientes que un par
de horas atrás habían desfilado por aquel tapete rojo y corrieron para
satisfacer sus deseos en esos cuerpos, y no en los que estaban al lado de
ellas. Ignoraron el estigma establecido durante siglos de ser catalogadas como
sexo débil y derribaron las mallas de contención que el gobierno municipal
había impuesto para resguardar el evento.
Dentro del Casino Juárez, minutos antes de que se desatara el
zafarrancho, los pretendientes portaban con gusto sus rostros de fariseos. El
hermano borrachín, sabedor del embrujo de su hermana, mandó poner en los
espacios abiertos de la máscara una delgada gasa que permitía velar el brillo
de los ojos de la futura novia.
El salón estaba decorado con telas de gasa multicolores que colgaban del techo alto. Había cuatro grandes peceras que enmarcaban la pista de baile y separaban las diez mesas redondas distribuidas alrededor. Al fondo se encontraba el escenario, donde se habían colocado tres sillas de madera, tapizadas de lino bordado con motivos geométricos y florales; ahí estaban sentados la madre, el padre y la codiciada hija menor.
La hermana, que ahora era hermano, accedió a que sus amigos, actores
y actrices, se colaran a la fiesta como esculturas humanas que representaban
deidades antiguas según las diversas culturas de los pretendientes, y cobraban
vida si se les ponían unas monedas en una especie de coqueras individuales que
llevaban cargadas en sus brazos. Se podía ver a Zeus con su rayo, a Shiva con
la serpiente bailando sobre sus hombros, mientras Anubis, con su mirada de
lobo, observaba cómo Atenea e Isis se apretaban los vestidos cada que alguien
les ponía una moneda para que sus cuerpos quedaran más expuestos a la poca
imaginación de los espectadores.
Al lado opuesto del escenario se encontraba una escalera de caracol
que subía al segundo piso, abierto y con vista a la pista de baile. Se podían
ver de frente las sillas aterciopeladas de los anfitriones y, al dar la vuelta,
se salía a una terraza cuya vista daba a los jardines de la entrada del lugar.
Ahí es donde fueron colocados los de la prensa, a quienes se les asignaron
máscaras de diablos feroces con cuernos, colmillos, lenguas largas y
expresiones exageradas. Tanto hombres como mujeres estaban felices con sus
artefactos de madera que expresaban su identidad y, al consumir el té frío de
damiana cuando tomaban las fotos de los pretendientes afuera en la alfombra
roja, empezaron a sentir esa efervescencia contenida, reprimiendo los deseos de
restregar sus cuerpos unos con otros.
Los meseros se paseaban con máscaras de animales fantásticos o
híbridos, repartiendo las bebidas que el hermano, amante de las plantas, había
seleccionado con gran cuidado. Había jaguares, coyotes, toros y quimeras
sirviendo cócteles de Chartreuse, Amaro, Benedictine y otros más fuertes hechos
con el sotol de la región. Estos últimos tuvieron tal éxito que los
pretendientes y reporteros empezaron a tomarlo como si fuera agua en medio del
desierto sin conocer las peculiares propiedades de tan exquisito fermento.
La hija prometida observaba todo desde su lugar privilegiado.
Después del desfile, en el que los hombres le besaron la mano y expresaron sus
más puras intenciones de cuidarla y respetarla todos los días de su vida, se
sentó en ese trono escarlata y escuchó las conversaciones que mantenían entre
sí.
Alcanzó a oír conversaciones sobre el calor seco y sofocante de
cuarenta grados centígrados que se sentía en esa tierra abandonada de la mano
de los dioses. Sus sentidos percibieron temas más entretenidos como el deporte,
la política, los autos, los avances tecnológicos y los negocios. Ya más entrada
la tarde, logró captar conversaciones sobre amores perdidos que alguna vez
habían sentido por alguna mujer que ahora se encontraba lejos del Casino Juárez
y que deseaban sustituir por ella.
Una vez que la noche hizo su aparición y el viento cálido les regaló
destellos de frescura, el padre y la madre reunieron a los pretendientes en la
pista de baile. El grupo musical empezó a tocar una melancólica cumbia con los
característicos sonidos fronterizos y la hermosa muchacha fue pasando de un
cuerpo a otro, despertando con mayor intensidad el deseo por aquellos amores
perdidos.
La nostalgia empezó a circular por el lugar. El efecto de los
cócteles, junto con las notas melancólicas de las cuerdas, hacía que los
cuerpos de los hombres buscaran en sus corazones censurados la aprobación del
amor a través de la mirada hipnótica de esa extraña mujer.
Los reporteros tomaban fotos mientras sus miembros se restregaban
con timidez y nostalgia detrás del culo de sus colegas. Pareciera que esa
pasión que sintieron por la bebida de damiana se apaciguó al percibir el efecto
del sotol en su sangre. Tan inmersos estaban por el efecto hipnótico de la
música, el baile lastimero de los pretendientes y el deseo reprimido de sus
entrepiernas, que no se percataron de la multitud que cruzaba el cerco de
seguridad y se acercaba enardecida por el deseo de posesión.
Tanto las mujeres como los hombres del exterior atravesaron las
puertas del Casino Juárez y se lanzaron a la pista de baile, buscando al
pretendiente que habían admirado horas antes, desfilando entre los destellos de
las cámaras y sonrisas forzadas. En esta ocasión no había nadie que las
detuviera. Se acercaron sin reservas, chorreando el deseo y desprendiendo el
olor del apareamiento.
El encuentro fue sorpresivo, pero a la vez esperado. Los
pretendientes recibieron el amor de aquellas desconocidas con aceptación y
gozo. Los hombres que venían
persiguiendo a las mujeres interceptaron a las meseras y a las actrices que
hacían de diosas, para después pasar también por los meseros, actores,
periodistas y por todos aquellos que se iban quedando sin compañero por
agotamiento físico.
Mientras el amor inundaba cada rincón del establecimiento, unos ojos
negros dilatados se encontraban con la mirada ausente de la que debía encontrar
marido esa noche. Era el sacerdote del pueblo que ahora portaba la máscara del
fariseo. Se tomó completita una botella del vino de consagrar, combinado con
unos polvos preparados con hierba de San Juan y ajenjo, que su hermano, el
boticario, le preparó para disolver los miedos y abrirle las puertas a lo
prohibido. Se acercó a ella con la firmeza y la puntería de un cañón. La cargó
y la sacó del salón sin responder a los lastimosos llamados de su madre, que en
ese momento estaba siendo penetrada por su padre, y a la vez por la estatua
viviente de Dionisio.
Mientras corría con su invaluable joya, la hermana que ahora era
hermano quiso detenerlo, pero sus ojos se encontraron con la mirada amarilla de
esa mujer a la que había envidiado desde que nació. Percibió el reflejo
femenino del que siempre había renegado y entendió que el amor no residía en la
transformación de su cuerpo, sino en su aceptación y cuidado. Tomó a dos de las
ninfas que en ese momento le besaban el cuerpo y se las llevó lejos de la
orgía. Años después, las tres serían conocidas a nivel mundial por su activismo
a favor de los derechos de las mujeres sometidas a cirugías estéticas sin su
consentimiento, o bien engañadas por doctores que las dejaban deformadas.
Cuando el cura y su presa estaban a punto de salir del pueblo, el
hermano reportero los detuvo con el destello del flash de su cámara. Las
pupilas de su hermana se dilataron hasta convertirse en dos huecos oscuros
infinitos. Se vio entonces envuelto en la ilusión de un torbellino de cuerpos
mutilados a los que quería recomponer con desesperación. Sintió cómo rozaba su
rostro una mano ardorosa, al tiempo que su corazón comprendía que no bastaba
con inmortalizar la muerte en una imagen, sino con embellecerla. Meses después,
inauguraría su primer velatorio, de los muchos que se abrirían en el país,
donde los cuerpos lucían más bellos dormidos que cuando estaban despiertos.
La pareja siguió su carrera rumbo al único cerro que tenía la
ciudad. Entre las plantas rodadoras, conocidas en el mundo como estepicursoras,
se encontraba hincado el hermano herbolario. Llevaba una venda que le tapaba
los ojos. «Deja de cubrirte, querido», le dijo su hermana sin mover los labios.
Sin saber con exactitud por qué, su intuición de chamán le había susurrado que
huyera del resplandor dorado de su mirada. Unas lágrimas esquivaron la tela y
rodaron sobre su piel. En un arrebato de pudor, limpió con brusquedad el
llanto, llevándose, sin querer, aquello que le protegía la vista. Bastaron dos
segundos para que su corazón entendiera lo que la razón se negaba a ver. Sintió
cómo sus pupilas se quemaban ante las imágenes de epidemias, guerras y enfermedades
que acechaban en los rincones del planeta. Sus manos empezaron a formar
símbolos sagrados que lo conectaron con las bacterias y los virus que habitaban
en los cuerpos de todos los seres vivos. Abrazó sin miedo el don que sabía
estaba destinado a entregar y morir por ello. Tomó a esa mujer medicina entre
sus manos y le besó las pupilas. Desde entonces se dedicó a recorrer el mundo
sanando cuerpos con sus manos y remedios, junto con sus inseparables hierbas.
Llegaron a la punta de aquel cúmulo de tierra que separaba un país
del otro. Se detuvieron sin aliento dejando atrás las luces artificiales del
pueblo y fue entonces cuando por fin, lejos de la locura y el juicio de los
hombres, el cura pudo besar y poseer a su hermana mientras le susurraba en el
oído: «De la espuma del mar naciste, polvo de estrella de dios; tierra en
fuego, luz de viento, fragmentos del deseo ingrato, cueva ensangrentada que nos
consumió».
Cuando el hermano terminó de verter el amor obsesivo que el diablo
había engendrado en su cuerpo, se observó, por vez primera, en la profundidad
de los destellos melados de los ojos de su hermana. Supo, con la certeza de un
desahuciado, que ella no era más que la extensión de su propia alma. Pudo ver
con claridad las próximas batallas como salvador de los ausentes predicando la
palabra de su amor verdadero. Entendió el lugar de su corazón en el mundo, tal
como lo habían hecho los otros pretendientes. La besó con respeto, ya ausente
de deseo, y se marchó, dejando una estela de suspiros en el vientre poseído.
Nadie supo lo que había sucedido cuando despertaron al día siguiente
entre montañas de cuerpos blanquecinos por los fluidos secos de la noche
anterior. Uno de los pretendientes, heredero de numerosas minas en Madagascar,
se enteró de que había sido elegido y se había casado con la hermosa doncella
de aquel desierto fronterizo. No recordaba cómo fue su boda, pero estaba feliz
de llevarse a casa la única joya que aún no era suya y que llevaba en sus
entrañas la semilla prohibida de las batallas perdidas.
La familia se hizo rica de la
noche a la mañana y abandonó su casa para irse a algún lugar del norte más allá
del norte mismo a vivir sin la resaca de aquella noche que todos ubicaban, pero
que, al parecer, nadie recordaba. A los nueve meses hubo múltiples nacimientos
y un extraño sentimiento embriagador se albergó durante años en la región. El
pueblo se vio bendecido durante siete años de lluvias abundantes. Brotaron en
los jardines y camellones flores desérticas perfumadas y una que otra exótica,
cuyas semillas, con seguridad, fueron transportadas por aquella multitud de
fariseos extranjeros. La leyenda cuenta que fue el embrujo de aquella muchacha
que hacía que vieras tus verdaderas pasiones y que sacaba a la luz aquellos
sentimientos escondidos en los huecos inaccesibles del alma.
De ella ya no se supo nada, pero
se dice que cada que hay alguna rencilla menor o un pleito acalorado, una
serpiente aparece y calma la situación con la mirada. También se ha visto la
silueta de un sacerdote en el monte dando golpes al aire que se confunden con
truenos. Los que han viajado al otro lado del continente aseguran haber
encontrado a los hermanos caminando por las calles, tomados de la mano.