miércoles, 17 de diciembre de 2025

Virgen de La Concordia

Ninfa Patiño Sánchez


El gallo suizo le decían porque a las seis, en punto, su canto se fundía con las campanadas de la capilla donde el padre Benito anunciaba el Ángelus.

Los hombres de La Concordia habían emigrado hacia los Estados Unidos; los pocos que quedaban debían levantarse para empezar la jornada, especialmente en mayo, mes del florecimiento del maracuyá. Teófilo Reyes de la Rosa, que ocupaba el puesto de alcalde como, sin elecciones, lo habían ocupado sus antepasados por innumerables generaciones, ocultaba tras su sombrero de ala ancha un adusto rostro, al que todo el pueblo temía.

La economía de las familias dependía de la siembra de la fruta y de las remesas del exterior. Decían que la tierra de La Concordia tenía un olor a sagrado y era considerada bendita porque allí se había aparecido La Virgen.  La devoción era tal que, en mayo de todos los años los emigrantes venían especialmente a agradecer y dejar sus ofrendas.

La calma de La Concordia se rompió con el regreso de Venecia Reyes. No volvió sola; traía de Brooklyn a su segundo marido, Barrabás. Era un hondureño de Olancho, «el oeste centroamericano», una tierra donde decían que la vida valía menos que la munición.

Venecia no tuvo niñez. Mientras otras niñas jugaban, ella aprendía a sobrevivir en un imperio de varones. Creció bajo la sombra de su padre y sus dos hermanos, quienes reclamaban su cuerpo con la misma rutina con la que labraban la tierra y la misma violencia que antes gastaban en los lupanares.

No conoció a su madre; murió pariéndola. Siendo muy niña, debió hacerse cargo de todas las labores de la casa. Por la mañana debía preparar el desayuno. Por la tarde les esperaba con la cena lista, ropa limpia y planchada.  Si algo fallaba, su padre la reprendía a correazos.

—Venecia, tráeme rápido la navaja de afeitar —gritaba el alcalde todas las mañanas, sentado sobre el inodoro.

—Ya voy, papá —respondía ella, bajando la vista e intentado controlar el temblor de sus manos.

 Después de la primera menstruación, el cuerpo de Venecia empezó a cambiar abruptamente.  El desarrollo de sus formas atrajo miradas que antes la ignoraban; su cabello castaño, espeso, enmarcó un rostro que perdía la niñez con una rapidez peligrosa; sus abultadas y rizadas pestañas se abanicaban cuando se ruborizaba y ponía nerviosa. 

Venecia no fue a la escuela; aprendió a leer y escribir por su cuenta.  Mientras su padre y hermanos iban a labrar la tierra, ella se escapaba e iba a la única escuela del pueblo y desde una rendija miraba lo que la maestra enseñaba. Aprendió a sumar, restar, multiplicar y dividir igual que una calculadora. 

Un día, el alcalde olvidó su reloj y regresó a casa; al no hallar a su hija, salió como endemoniado, la buscó hasta por debajo de las piedras.  Cuando la encontró, la golpeó en la cabeza, como si intentara vaciarle a golpes todo lo que había aprendido. Luego, la arrastró y la encadenó junto a su cama.

—¡De aquí no te mueves! —ordenó el furibundo padre con los ojos ardiendo en llamas.

Venecia escupió sangre, bajó la cabeza; con ojos llorosos, masculló: «¡Virgen de La Concordia, no me abandones ni de noche ni de día»! Aspiro profundo, y entre dientes masticó la promesa: el bastón de mando y la tierra de La Concordia serían suyos, ¡ya lo verían!

No pasó mucho tiempo antes de que la premonición de Venecia empezara a cumplirse. A su padre le mordió una culebra y tuvieron que amputarle la pierna derecha; desde ese día caminaba con un bastón y sus fuerzas ya no eran las mismas; daba órdenes desde una mecedora.  Venecia no perdió tiempo, se ingenió un plan de escape para continuar con su aprendizaje clandestino. Además de matemáticas, le fascinaba la literatura; se aprendió de memoria unos versos del poeta ecuatoriano ya fallecido Medardo Ángel Silva: “Cuando de nuestro amor la llama apasionada. Dentro tu pecho amante contemplas extinguida…".

Cuando Venecia cumplió dieciocho años, se fue con unas primas a Brooklyn e inició una nueva vida; debía acostumbrarse al nuevo entorno: una selva de ruidos que laceraban sus oídos, el olor a plomo que perforaba sus pulmones. Estaba obligada a dejar atrás, no solo una historia de crueldades, sino también el croar de las ranas, el viento alborotando su cabellera, el aroma dulzón de las acacias.

Aprendió el idioma en las calles, escuchando más que hablando, y consiguió dos trabajos. Por la mañana, sus manos se movían entre el brillo metálico de los dijes que armaba en una fábrica de joyas; por la tarde, entre el vapor de la cafetería de una gasolinera. Fue ahí que conoció a Jairo, un cliente habitual, cubano, con quien creyó poder olvidar sus angustias pasadas. Tuvieron dos hijas, Dayana y Michelle. Pero apenas nació la segunda, el cubano las abandonó. El segundo intento fue con Barrabás, el hondureño. Un tipo malencarado del que las conocidas de Venecia (porque amigas nunca tuvo) se preguntaban qué pudo ver ella en él. Con este tuvo a Deysi, su tercera hija.

Con sus hijas aprendió a descifrar la ternura y las caricias maternas que nunca recibió, pero también desarrolló una sobreprotección enfermiza. Dormía con un ojo abierto, se levantaba todas las noches a la una de la madrugada para asegurarse de que Barrabás estuviera lejos de las niñas. Una vez lo sorprendió mirando a Michelle con ojos lascivos. Enfurecida, lo golpeó hasta dejarle el rostro amoratado; el hondureño aprendió la lección, pero ella dejó de confiar en él. 

El mundo de Venecia parecía estar marcado por la violencia. Se vio obligada a defenderse como sea. Tomó clases de artes marciales y aprendió por su cuenta a manejar un rifle.  Un lunes le tocó hacer horas extras en la gasolinera; salió a las diez de la noche. Cuando estaba en la estación esperando el metro, un tipo se le acercó con una navaja.

 —¡Dame la billetera! —le dijo un mozalbete con acento mejicano.

 —¡Toma la billetera! —le contestó, haciéndole una llave que lo volteó, clavándose él mismo la navaja en su estómago.

Una mañana de enero, en pleno invierno, estaba trabajando en la fábrica cuando la llamaron de la recepción:

 —¡Venecia Reyes, tiene una llamada internacional! —gritaba la recepcionista por el altavoz.

 —¡Aló! ¿Quién habla? —preguntó un tanto agitada.

—Soy Geraldina, la hermana de tu padre —salió una voz entrecortada al otro lado del auricular—. Mataron a tu papá.

—¡Oh! ¿Cómo fue y quién lo hizo? —preguntó simulando asombro.

—Parece que unos sicarios —contestó sollozando la tía.

 «Por fin, alguien me ahorró ese trabajo» —susurró aliviada en su interior.

Después de escuchar la noticia, su rostro se iluminó; sentía que su cuerpo flotaba. No podía controlar sus músculos, sus células, su piel; toda ella empezó a inundarse de una especie de dulce sopor. Su corazón latía de manera inusitada. Su respiración tenía un agradable sabor a manumisión. Fue al parque, se acercó al primer árbol, lo abrazó y luego se fue a casa tranquila.  

—¡Mis princesas! —dijo abrazándolas—. ¡Preparen sus maletas con lo estrictamente necesario porque la Virgen de La Concordia nos ha mandado a llamar!

En ese momento llegó Barrabás.

 —¿A dónde vamos? —preguntó con ironía.

 —Debo ajustar cuentas en mi país y me voy con las niñas —le dijo, sin darle tiempo a que reaccione.

Venecia y sus hijas llegaron a La Concordia. El pueblo se mantenía casi igual. La tienda de la esquina, con maracuyás colgados en el tejado; las calles empedradas, el olor a plátano maduro, limón y mandarina.  La imagen de la Virgen que estaba antes en el centro de la plaza a la intemperie, ahora lucía encarcelada en una cabina de vidrio adornada con flores de plástico. Sus pies desnudos estaban cubiertos con billetes de diez, cinco y un dólar; de las rejillas pendían fotografías descoloridas con notas de agradecimiento.

La cantina, que antes tenía una vieja rocola, había sido reemplazada por unos parlantes desde donde salían estruendosos ritmos tropicales.

Venecia se encargó de poner en orden la casona que encontró en escombros. La buganvilla color cereza había crecido tanto que cubría la cornisa. En las telarañas de las esquinas se balanceaban unos escuálidos arácnidos, dotándola de un carácter siniestro de mansión abandonada. 

El alcalde, antes de que lo mataran, había dejado un testamento al escribano, que decía:

«Queridos hijos, siento que la muerte me acecha; como último deseo les pido que entierren mis cenizas bajo una mata de maracuyá; allí quiero estar vigilando que la tierra siga produciendo. Dejo mis propiedades en manos de Venecia; ella sabrá distribuir de manera justa; y podrá gobernar La Concordia con la bendición de La Virgen. Firma: Teófilo Reyes de la Rosa, el alcalde».

 Cuando el escribano terminó de leer el testamento, los ojos de los hermanos Reyes parecían reflectores incandescentes clavados en el rostro de Venecia. Ella sintió que se le helaban las manos. Recordó los correazos, las cadenas, la promesa murmurada cuando estuvo encadenada y sobre todo las veces que sus hermanos abusaron de ella.

—Así se hará —dijo al fin, con un agudo suspiro que nadie supo si era de alivio, de rabia o de ambas cosas.

Venecia, la alcaldesa, iba a cumplir cuarenta y ocho años, logró graduarse del colegio y había tomado cursos de Contabilidad a distancia. Su belleza adquirió un brillo especial, sus pestañas igual de ensortijadas ya no se movían cuando se ponía nerviosa, sino cuando se enfadaba, y su cabello empezaba a platearse con cierta elegancia de matrona de hacienda.

La Concordia dejó de ser el pueblo abandonado; la alcaldesa se concentró en su renovación; ahora las viviendas lucían como cajas de regalos, decoradas con luces intermitentes en forma de maracuyás. La plaza —con la imagen de la Virgen en el centro— parecía un parque de diversiones, con carritos repartiendo algodón de azúcar y manzanas enconfitadas.

Eran las dos de la mañana del primero de mayo, el silencio invadía a La Concordia, de pronto se escuchó una balacera. Era Barrabás, venía acompañado de los hermanos de Venecia, completamente borrachos.

—¡Venecia! ¡He venido a matarte a ti y a tus hijas! —gritaba mientras se tambaleaba y echaba disparos al aire.

La alcaldesa, al escuchar la balacera, tomó a sus tres hijas y las ocultó en un túnel construido debajo del piso del baño, como previendo que tarde o temprano lo iba a necesitar.

—¡Aquí me tienen! —gritó desde la ventana— ¡no les tengo miedo, cobardes, atrévanse a tocarme un pelo y no habrá quien se haga cargo de sus huesos!  

—Salió, derribando la puerta como un huracán, vestida con traje camuflado y cargando un rifle que retumbó con tres estampidos ensordecedores.

Nunca más se supo de Barrabás y de sus hermanos. Volvió la paz a La Concordia y el florecimiento del maracuyá.

martes, 16 de diciembre de 2025

Ticket número veintiuno

María Paz Navea Tolmos


La ciudad despertó tan triste como Luis.

Una llovizna pálida caía sin apuro, la niebla helada se deslizaba entre los techos y el silencio parecía más espeso que de costumbre. El primer aniversario sin ella se le clavaba en el pecho y le robaba el aire, como si el invierno se le hubiera quedado adentro.

Era un hombre de costumbres. Despertaba muy temprano, incluso los domingos. Le hablaba a su perro Tom mientras le servía el agua y la comida, regaba las plantas del jardín y salía a caminar, con paso corto pero constante.

«Muy buenos días», saludaba a todo el que pasara a su lado. Era reconocido en el vecindario; lo distinguían por la silueta de su espalda, siempre inclinada hacia adelante, y por el golpeteo suave de su bastón, como si avanzara siguiendo una melodía que solo él escuchaba.

Los niños lo llamaban don Luis del abrigo gris. Era muy querido, no tanto por lo que decía —porque hablaba muy poco—, sino por la calma con que miraba a la gente, por ese modo antiguo de escuchar sin interrumpir. Tenía una sonrisa tan perfecta, tan lista para ofrecer, que muchos creían que la practicaba frente al espejo.

Ese día, como siempre, terminó su caminata en la panadería de la esquina. El local seguía casi igual desde hacía treinta años: los mismos azulejos gastados, la misma campana en la puerta, los mismos estantes de madera repletos de pan dorado.

Dicen que el olor tiene memoria y, tal vez por eso, apenas entró, sintió un leve tirón en el pecho. Pues, aunque le dolía admitirlo, aquel día pesaba distinto. 

No era un sábado cualquiera.

A diferencia de los sábados anteriores, ese día estaba dispuesto a romper la rutina comprando aquello que su esposa solía pedirle sin cesar.

—Unos bollos con crema y dos panes dulces, por favor —dijo al chico del mostrador.

—¿Algo más, señor? —preguntó el joven, mientras anotaba el pedido.

Luis dudó un instante. Sabía que a su esposa no le gustaba su adicción al café, pero como siempre —y aunque intentó contenerse—, terminó respondiendo sin darse cuenta:

—Un café, por favor.

Después de pagar el pedido, se sentó a esperar la orden en una de las mesas del fondo. Desde allí no solo veía pasar la vida, también la escuchaba: el murmullo apresurado de las parejas jóvenes, las risas agudas de los niños que entraban empapados de llovizna y el chisporroteo constante de la máquina de café. Y por un segundo sintió que todo aquel ruido subrayaba el silencio que llevaba un año cargando.

No necesitaba mirar el calendario para saberlo. Su cuerpo recordaba esa fecha por sí solo: el nudo en la garganta, el vacío en la casa, el impulso inevitable de querer saber si, donde sea que estuviera ahora, ella también lo tenía presente.

—Veintiuno —llamaron desde el mostrador.

Luis tomó su ticket para revisarlo, más por costumbre que por curiosidad, y se quedó quieto. El número estaba impreso con tinta roja: veintiuno. El mismo número que marcaba la fecha.

Luis se levantó despacio, ajustándose el abrigo. Caminó hasta la caja con el ticket en la mano. El aire del local olía a azúcar y café recién molido.

Cuando levantó la vista, su pecho se apretó con la misma fuerza con la que un recuerdo se aferra. La mujer que lo atendía no era la de siempre: Era ella.

O al menos, alguien exactamente igual a ella, treinta años más joven. El mismo cabello oscuro recogido con un prendedor azul, el mismo lunar al costado del cuello, la misma manera de inclinar la cabeza cuando sonreía.

Por un instante, Luis pensó que la vista le jugaba una mala pasada. Parpadeó, como si el gesto pudiera corregir lo que veía. Pero al abrir los ojos, la imagen no se había desvanecido.

Luis no dijo una palabra. Sus labios se movieron apenas, con miedo de que el momento se esfumara si rompía el silencio.

—Su pedido —dijo ella, con la misma voz con la que la recordaba.

Le entregó la bolsa y, encima, colocó la boleta doblada en dos. Él la tomó con cuidado.
El papel tenía, escrito a mano, algo más que los precios. Una sola línea, pequeña, como si hubiera sido garabateada a último momento:

«Feliz aniversario, mi amor. ¿Qué dijimos del café?». El pecho se le llenó de una mezcla de dolor agudo, melancolía y gratitud, que le humedecieron los ojos. Cuando levantó la mirada, la mujer ya se había dado vuelta para atender a otro cliente. Luis quiso responderle, pero la voz no le salió.

Volvió a su mesa, con las manos temblando. Dentro de la bolsa, junto al empaque de los bollos, había puesto una margarita blanca, su flor favorita. Exactamente igual a las que ella solía poner en su taza cada veintiuno de octubre.

Tocó los bollos y notó que aún estaban tibios. Recordó entonces cuando, entre risas, los preparaban juntos en casa. No tenía ninguna duda: era ella. 

Tomó el ticket otra vez. El papel temblaba entre sus dedos, pero la tinta seguía nítida.

«Feliz aniversario, mi amor. ¿Qué dijimos del café?».

Guardó la margarita en el bolsillo de su abrigo y salió a la calle. 

La llovizna había cesado y el aire olía distinto, más limpio, más tibio.

A cada paso, su bastón golpeaba el suelo con un ritmo diferente, como si marcara un compás que solo él y ella conocían. 

Al llegar a la esquina, se detuvo y miró hacia atrás. La panadería seguía allí, iluminada, con gente entrando y saliendo. Por un instante, creyó verla detrás del vidrio, inclinando la cabeza, con la misma sonrisa de siempre.

Luis le sonrió también. Siguió su camino despacio, dejando que el aire le despeinara el cabello. Dentro del abrigo, la margarita seguía intacta.

Y aunque no lo dijo en voz alta, recordó que aquella promesa que le hizo su esposa —la de sorprenderlo cada aniversario— se había cumplido.

miércoles, 26 de noviembre de 2025

Ojos grises

Karla Fernanda García Oropeza


Braulio siente la arena fina y suave deslizarse entre los dedos de sus pies mientras camina. Su mirada está perdida en el horizonte donde el mar se encuentra con el cielo. Respira el aire salado del océano y su memoria retrocede quince años.

Era la primera vez que visitaba Rincón de Guayabitos, Nayarit, México. Con su maleta en mano buscaba dónde hospedarse, ya que con el exceso de trabajo y no estar seguro si le permitirían tomar vacaciones, olvidó hacer una reservación.

Preguntó en varios hoteles; ninguno tenía habitaciones disponibles. Llegó a la plaza principal y se sentó en una banca de fierro. «Qué fuerte está el sol, ya son más de las cuatro de la tarde y sigo sin encontrar hospedaje», pensaba. De pronto alguien se colocó a su izquierda.

—Hola, señor, yo lo puedo llevar a un hotel —le dijo una voz juvenil muy femenina.

Braulio giró su cabeza y miró a una jovencita de piel clara con ojos marrones, nariz pequeña, cabello café oscuro largo y ensortijado. Antes de que él pudiera hablar, ella agregó.

—Desde hace un buen rato lo he visto entrar y salir de varios hoteles y no se queda en ninguno, por eso me animé a acercarme a usted.

—Sí, señorita, si me hace favor de darme el nombre del lugar —le contestó mientras contemplaba su hermosa sonrisa.

—Yo lo llevo, señor.

—Gracias, señorita.

Caminaron por veinte minutos hasta llegar a unos bungalós a pie de playa. Entraron y Braulio hizo su reservación. Al terminar él solo le agradeció y se fue.

—¡Está súper guapo! ¿Verdad? —le exclamó a Carmen, su amiga la recepcionista.

—Sí, amiga, pero olvídate a leguas se le ve lo gringo. Esos solo se divierten con una y luego ya no los vuelves a ver.

El resto del día Braulio se la pasó durmiendo. «Al fin el celular va a dejar de sonar, por quince días podré dormir de corrido», pensó en voz alta.

Al día siguiente por la tarde Braulio descansaba en uno de los tantos camastros que había sobre la arena frente al mar. Rosa hacía su recorrido de todos los días vendiendo tostadas de ceviche con sus abuelos cuando lo miró.

—Hola, señor.

Braulio levantó la vista y miró a la jovencita de hermosa sonrisa. Se puso de pie.

—Hola, me llamo Braulio Smith —le dijo mientras se quitaba los lentes de sol.

—Mi nombre es Rosa. —Con su mirada recorría sus bien definidos músculos.  

—¿En qué te puedo ayudar?

—Solo quiero invitarlo a este lugar. —Le dio un pedazo de papel con el nombre de un cabaré.

—No entiendo.

—Ahí canto los viernes y sábados, bueno no toda la noche, solo una canción. Ojalá pueda ir y si va llegue antes de las once. —Sonriente le dio un beso en la mejilla y se fue.

Braulio, desconcertado, se dirigió a su habitación y, tendido boca arriba en la cama, se preguntaba qué era lo que esa joven pretendía. Rosa, en cambio, no podía dejar de pensar en él. Y todas las noches aparecían en sus sueños los lindos ojos grises de Braulio.

El viernes, Braulio, no muy convencido, decidió ir al cabaré. A su llegada, Rosa lo recibió, lo tomó del brazo y lo dirigió muy cerca del minúsculo escenario. Él se sentó en una de las cuatro sillas que rodeaban la redonda mesa de madera. Ella de pie acercó sus labios a su oído izquierdo para que pudiera escucharla debido al volumen de la música.

—¿Le traigo algo de tomar?

—Una cerveza —le contestó sin mirarla.

Poco después Rosa llegó con un par de cervezas, las puso ante él y se fue. Braulio observaba el pequeño local iluminado con luces bajas. El aroma a licor estaba por doquier y las risas de los clientes se escuchaban en todo el lugar.

Braulio ordenó dos cervezas más y cuando estaba por beber la última escuchó la voz de Rosa por los altavoces. Alzó la vista y ahí estaba sobre el pequeño escenario. Vestía un pegado vestido azul que le llegaba arriba de las rodillas y dejaba al descubierto sus hombros.

Después de saludar al público empezó a entonar la canción Secuéstrame, de Nadia. Su preciosa voz embelesó a todos incluido Braulio. Parecía que ella cantaba solo para él, ya que su mirada estaba clavada en esos bellos ojos grises que le robaban el sueño.

Al terminar la canción Rosa agradeció a los espectadores sus gritos y aplausos llenos de júbilo. De cuatro pasos llegó a la mesa donde Braulio sentado la seguía con la mirada.

—Me paso a retirar —dijo él dejando sobre la mesa dinero.

—¿Lo puedo acompañar, por favor?

Braulio no pudo negarse, salieron del local y caminaron en silencio hasta que él lo rompió.

—¿Y tus padres te dejan trabajar en ese lugar?

—Mi mamá falleció cuando nací. Vivo con mis abuelos maternos y no tienen problema con que yo cante ahí.

—¿No vas a la escuela?

—No. Terminé la secundaria hace un año.

—O sea que… ¿tienes dieciséis años?

—Sí, ¿y usted?

«Soy mayor que ella por casi veinte años, es una niña», pensó Braulio.

—Eh… te voy a pedir un favor no me vuelvas a hablar de usted, solo dime Braulio —contestó evadiendo la pregunta.

—Está bien, Braulio.

Poco antes de llegar a los bungalós Rosa tomó la mano de Braulio y le pidió que se quedara un rato más con ella. Se sentaron en la arena mirando la espuma del mar.

—Cantas muy bonito, me gustó mucho la canción —le expresó él y giró su cabeza para mirarla.

—Te la dediqué a ti —musitó—. Tienes unos ojos hermosos.

Braulio le tomó la mano, se pusieron de pie y la atrajo hacia él, uniendo sus cuerpos. El abrazo la sorprendió. Mientras él le acariciaba sus hombros desnudos, Rosa sintió un escalofrío a pesar del calor: su olor a cerveza y piel limpia, el roce áspero de sus manos. Cerró los ojos, intentando memorizar esa sensación.

«No debo sentir este deseo», pensó Braulio, «es muy joven para mí». Jamás se había sentido tan atraído por una mujer. Sintió el impulso conocido, la alarma interna que le avisaba que era momento de encontrar un pretexto, de soltarla e irse, como siempre hacía antes de que algo lo atara. Pero esta vez sus manos no obedecieron. Siguió aferrado a ella, a esa sensación que mezclaba peligro y fascinación.

El sábado, después de que Rosa cantó en el cabaré, se metieron al mar solo en ropa interior a petición de Braulio.

—Las aguas de aquí son tan tranquilas y cálidas —dijo Braulio.

—Sí, es la alberca natural más grande.

—El otro día solo mencionaste a tu mamá y a tus abuelos, ¿qué hay de tu papá?

—Mi papá se fue con una mujer cuando yo tenía tres años y desde entonces no volví a saber nada de él.

Braulio se acercó a ella y mirándola fijamente le confesó.

—¡Tengo muchas ganas de besarte!

—Y yo de que me beses.

Lentamente juntaron sus labios, fue un beso que se prolongó por varios minutos. Rosa deslizaba sus manos por la blanca espalda de Braulio. En el calor del momento él intentó quitarle el sujetador, pero ella no lo permitió.

—Discúlpame, linda, no quise…

—Lo que pasa es que yo nunca he estado con ningún hombre y…

—No te preocupes, linda, yo entiendo.

—¿Tú has tenido relaciones sexuales con muchas mujeres?

—Mmm… sí, bueno no tantas, quizá unas, la verdad no recuerdo bien el número exacto.

—Quiero saber de ti, Braulio; tú ya sabes mucho de mí.

—¿Cómo qué te gustaría saber?

—Todo.

—Vivo en Estados Unidos en la ciudad de Nueva York. Mis padres se divorciaron cuando yo tenía cinco años, tengo una hermana mayor, se llama Kelly, trabajamos juntos y… no sé, ¿que más te puedo decir?

—Hablas muy bien el español para ser gringo.

—Eso es porque mi mamá es mexicana y yo siempre he sido muy apegado a ella. Mi papá es gringo, así que afortunadamente domino muy bien el inglés y el español.

—¿Y en qué trabajas?

—Soy detective del departamento de policía.

Los días pasaban. Ellos buscaban cualquier oportunidad para estar juntos. Braulio no podía quedarse quieto cuando nadie los veía, siempre sus manos terminaban en los senos, nalgas o debajo de la falda de Rosa. Pero ella, aunque se moría por hacer el amor con él, se resistía.

El último viernes que Braulio estaría ahí en Rincón de Guayabitos, fueron en lancha a la isla del coral. Sentados en la arena miraban el hermoso atardecer, escuchaban el grito de las gaviotas que sobrevolaban la costa y comían coco picado.

—¿Entonces te vas el lunes? —preguntó con un tono triste.

—Sí, linda, quisiera quedarme para siempre, pero no puedo.

—¡Te amo, Braulio! —Recargó su cabeza en el hombro de él.

—Dímelo otra vez. —Con su mano tomó su mentón y alzó su rostro hacia él.

—¡Te amo! ¡Te amo! ¡Te amo!

Apasionados se besaron mientras las manos de Braulio recorrían las finas piernas de ella.

Esa noche Rosa daba vueltas en la cama de su habitación y hablaba en su mente:

«Quiero ser suya, pero tengo miedo. Él se va a ir y quizá no lo vuelva a ver nunca, pero deseo tanto que me posea. No sé lo que va a pasar después, pero mañana me voy a entregar a Braulio».

El sábado en el cabaré Rosa miró entrar a Braulio, vestido con una playera blanca, pantalón de mezclilla y su cabello oscuro peinado hacia atrás. Sintió un cosquilleo que le recorrió todo el cuerpo cuando ese hombre, que le parecía el más guapo del mundo, clavó sus ojos grises en ella.

Esa noche Rosa entonó la canción Me lo pide la piel, de Myriam. Braulio al igual que toda la audiencia, se dio cuenta de que la cantaba para él, e inmediatamente supo que al fin pasaría lo que tanto deseaba.

Bajo la luna llena, acompañados del sonido de las hojas de las palmeras movidas por el viento y el rumor del mar, Braulio y Rosa hicieron el amor sobre la arena.

El lunes Braulio partió y aunque pudo regresar antes no lo hizo.

Hoy quince años después el destino lo puso nuevamente en Rincón de Guayabitos.

El mar sigue siendo el mismo, pero el pueblo es tan diferente. El cabaré ahora es una tienda de artesanías. En el lugar de los bungalós hay un resort. Y Rosa, ¿dónde está? Quiero verla para decirle que nunca pude olvidarla. Mis dos matrimonios fracasaron, porque siempre la recordé y nadie me llenó tanto como ella en esos pocos días. La tengo que encontrar, gritarle cuánto la amo y no soltarla nunca.

Hay muchas cosas que desconoces Braulio, pero hoy mismo al anochecer te pondrás al tanto. Vas a entrar a un club nocturno donde una chica con antifaz va a bailar eróticamente sobre tu mesa. Te tomará de la mano y te llevará a la planta alta dónde vende sus caricias. Y mientras en las bocinas suena a todo volumen la canción Luces de Nueva York, de La Sonora Santanera, te vas a quitar los lentes de sol y al mismo tiempo ella la careta. Y no tendrás que buscar más.

viernes, 21 de noviembre de 2025

Amor platónico

Silvia Martínez Rondanelli


Viví con mis padres y siete hermanos en una casa amplia, con corredores, jardín y patio interior. Desde los ventanales se oía el río y se veía el centro. En las tardes entraba la brisa y, cuando llovía, el segundo piso una terraza inmensa— se inundaba. Pero lo mejor era la luz natural que en el solario creaba un ambiente acogedor.  Su amplitud nos permitía disfrutar de los balones, las bicicletas, los patines, las pistas de los trenes y una minimoto de pedal.

Tengo gratos recuerdos de los años de la infancia y la adolescencia que pasamos en ese apacible y agradable barrio en compañía de nuestras vecinas. La gallada estaba conformada por nueve chicas de tres familias que nos divertíamos con juegos en nuestras casas, en la calle y los alrededores. En esa época el peligro no se vislumbraba, todo era tranquilidad y seguridad. Hacíamos competencias en la piscina, recorridos en patines, carreras de atletismo, jugábamos rayuela, quemado y escondite.

A los catorce años para mi cumpleaños, Claudia, una vecina de mi misma edad, me regaló un disco de Piero de carátula azul: “Mi viejo”. Apenas lo abrí, lo puse en el tocadiscos de la biblioteca y lo empecé a escuchar. Ahí era habitual que en las noches nos sentáramos a conversar después de que mi papá llegara de su trabajo.

Recuerdo que llegaba del colegio a escuchar las canciones del disco. A los pocos días me las había aprendido todas: Mi viejo, Pedro nadie, Tengo la piel cansada de la tarde, Llegando llegaste, De vez en cuando viene bien dormir, Juan Boliche, Pepito en Pensilvania. Las repetía varias veces y las cantaba, me parecían hermosas. Desde entonces copiaba las letras en un cuaderno y cantaba bajito para no molestar. Si en cualquier lugar escuchaba una emisora en la que sonara una canción suya, el día cambiaba de color.

A veces en las emisoras de radio que escuchaban Tránsito y Luz, las empleadas de la casa, sonaban los discos de Piero y yo sentía una alegría salvaje. Era tanta mi emoción al escucharlas que ellas me decían cuando regresaba del colegio cuáles canciones habían oído ese día, me indicaban la emisora, el programa y la hora. Esto hizo que ellas empezaran a amar a Piero igual o más que yo.

Mis hermanos me recriminaban que estuviera varias horas al día escuchando el mismo disco. No les hacía caso. Seguía con mi pasatiempo hasta que me acordaba de que tenía que realizar alguna tarea o aprenderme de memoria las lecciones para el día siguiente.

Desde hace mucho tiempo a fin de año se realiza en la ciudad la Feria de Cali donde se presentan diferentes espectáculos artísticos. Los que realizaban alguna exhibición debían efectuar una presentación gratuita que se llevaba a cabo en el teatro al aire libre ubicado a unas cuadras de nuestra casa. Tránsito y Luz con las empleadas de las vecinas armaron parche para la presentación de Piero. Cuando me contaron les dije que yo las acompañaba.

Recuerdo que le pregunté a mi mamá si podía asistir con las empleadas al teatro y me negó el permiso, consideró que habría demasiada gente por ser gratuito y que yo no debía acudir. En ese momento, un dolor me oprimió el pecho, tan agudo que lo sentía superior a mis fuerzas. Incapaz de procesar la negativa, decidí encerrarme en el clóset con llave, gritar y llorar.  

Gabriela y Ximena, mis dos hermanas menores, al escuchar mi berrinche, entraron al cuarto.

—¿Qué le pasa? —preguntaron preocupadas.

Llorando desconsolada y sollozando con intensidad, les dije:

—No puedo entender por qué mi mamá no me deja ir a ver a Piero esta noche —contesté gimoteando con vehemencia—. Yo amo a Piero, quiero conocerlo, es gratis, van Tránsito y Luz y me puedo ir con ellas.

Ellas se preocuparon y de inmediato llamaron a mi mamá.

Apenas escucharme ordenó:  

—Abra la puerta, por favor, y salga de allí.

Yo lloraba cada vez más fuerte y gritaba. Me empezó un hipo prolongado que se volvía cada vez más intenso.

Mi mamá recordó que la llave de ese clóset se había perdido hacía unos pocos días y se fue desesperando. Me repetía, una y otra vez, que le quitara el seguro a la chapa y abriera.

El espacio era reducido. Estaba tirada encima de nuestros zapatos; desde el perchero colgaban los vestidos rozándome medio cuerpo. El aire pronto se sintió viciado, pesado, y la sensación de agobio crecía con la falta de oxígeno.

Yo empecé a subir el tono de la voz y vociferaba:

—No tengo aire, me voy a ahogar, no puedo respirar.

La rabia que sentía me hacía palpitar la garganta y notaba un nudo apretado en el estómago. La tristeza infinita me salía a gritos por los ojos.

Mis hermanas y mi mamá estaban mortificadas, me suplicaban que abriera la puerta.

Cuando pensé que me podría ahogar, decidí abrir. Recuerdo que me demoré varios minutos en lograr que la respiración se me normalizara y dejar de llorar.

Después de dos años pude asistir a un concierto de Piero en uno de los teatros de la ciudad. Lo recuerdo como uno de los días más mágicos de mi existencia, estuve embelesada, no podía creer que se me había cumplido un sueño.

Un día trabajando en Armenia, después de haber transcurrido muchos años de aquel suceso del clóset, y mientras daba una conferencia en el hotel donde me había alojado, Raquel, una de las personas que había asistido a la disertación comentó que Piero estaba en el salón de al lado.

Me paré inmediatamente y, con el corazón acelerado, salí a saludarlo. Le conté que me había enamorado de él a los catorce años. Él me miraba con esa tristeza larga y los ojos buenos que yo conocía de sus canciones. Conversamos unos minutos y, para sellar aquel sueño que había tardado décadas en cumplirse, nos tomamos varias fotos.

Afrodita

Ruth Rosales


Lo primero que percibió al llegar al mundo fue el contacto de las lágrimas de su madre sobre su rostro. El agua salada le inundaba la garganta, devolviéndola al espacio amniótico en el que había estado durante nueve meses.

«¡Es una niña!», oyó gritar a su padre. Aunque el sonido que escuchaba aún no tenía significado, pudo percibir que la emoción impregnada era de éxtasis y alegría.

Así llegó a esta tierra olvidada, entre júbilos y esperanza. La niña prometida había nacido.

Con ella se cerraba el número de hijos señalados en la carta astral del padre. «Tendrás ocho herederos», le habría dicho el astrólogo, «y uno de ellos será el que te lleve a la gloria». El primero llegó en medio de fiestas y gritos de entusiasmo. ¡Es un varón! ¡Es un varón! ¡Qué bendición más grande! Exclamaban las mujeres de la iglesia y los hombres del bar, pero cuando el chamán del pueblo supo del día, la hora y el lugar de su nacimiento al momento de ser consultado, dictaminó el triste destino del primogénito de la familia: «Marte gobierna y Saturno acecha; su camino es corto, ardiente y lleno de traición». Cuando cumplió quince años, se unió al cártel de la zona y, al cumplir diecisiete, fue arrojado en un estacionamiento de un supermercado, con doce balazos distribuidos por todo el cuerpo.

El segundo y el tercero fueron gemelos que arribaron con solo diez segundos de diferencia. Fue como si ambos hubieran estado compitiendo por ser el primero en cruzar ese túnel que le garantizaría la vida. Hambrientos de conocer el mundo, no dieron espacio a su madre para respirar y llegaron uno tras otro. Primero, la hembra, quien años después se convertiría en macho, seguida por el hermano gemelo, que, a temprana edad, escucharía el llamado de los ángeles y se uniría al monasterio jesuita de su congregación para satisfacer su curiosidad por conocer los secretos de la humanidad.

Después de que la niña, luz de los ojos de su progenitor, empezara a vestirse de niño y se pusiera un ovillo de calcetines en los calzones para simular tener ese órgano que su cuerpo echaba en falta, los padres confirmaron que ella tampoco sería la que sacaría a la familia de la miseria. Lo bueno es que la pareja se atraía como el mercurio y no paraba de ponerse a trabajar para fabricar el total de hijos que las estrellas habían predestinado. Como el día en que el padre se creyó un semental divino de los dioses esa noche de carnaval.

Portando su máscara de fariseo, el hombre se puso a penetrar a cuanta ninfa se le atravesara enfrente, olvidando que su semilla debería quedar en el vientre de su mujer y no en ningún otro. Así que ella, incapaz de apaciguar la efervescencia de su marido, se vistió con las ropas que recordaba a las hijas de Atlas y empinó el trasero para recibir el miembro encabritado del embriagado verraco. Según él, montaba a una jovencita de carnes maceradas y, con ello en mente, se dejó ir vaciándose tres veces seguidas. Así fue como llegó el cuarto hijo a este mundo.

Desde pequeño, este niño carnavalesco fue muy inquieto. Sentía que la ciudad le quedaba chica. Cuando tuvo conciencia de que existía un mundo más allá de la carretera que conducía a Villa Ahumada, tomó un camión rumbo a la capital para hacer realidad su sueño de ser reportero sensacionalista.

Sus fotografías de cuerpos desmembrados ganarían fama internacional y serían fuente de inspiración en los talleres de escritura gore, donde saldrían relatos que después se proyectarían en la pantalla grande. Aunque este hijo podría haber sido el famoso que los hubiera sacado de la pobreza, sus trabajos periodísticos nunca fueron firmados. Su nombre quedó impreso únicamente en el gafete que lo identificaba como un elemento más de la prensa nacional amarillista. 

El siguiente niño fue concebido a las cuatro semanas de haber nacido su hermano reportero. La madre, presa de la seducción del vino que circulaba en abundancia en la celebración del equinoccio de primavera, no esperó a llegar a casa y arrastró a su marido para esconderse entre un rebaño de vacas y fabricar al que sería, nueve meses después, el niño prodigio de los borrachines del pueblo.

Desde pequeño mostró una curiosidad excesiva por las frutas y verduras. Aprendió el arte de la fermentación y, en la adolescencia, se dedicó a cultivar uvas para convertirlas en vino. La familia tenía altas expectativas en sus experimentos, ya que el joven hacía mezclas extrañas que mandaban a cualquier ser humano a volar hacia otras dimensiones, pero el padre tardó más en lamerse los bigotes, saboreando su hipotética fortuna, que el mocoso en empacar sus fórmulas y emigrar a lugares desconocidos. Salió en busca de diferentes elixires que la tierra desértica, donde vivía, no podía proporcionarle.

El sexto y el séptimo fueron dos niños que llegaron con diez meses de diferencia. Ambos fueron fuertes y pendencieros. Al ser expulsados del kínder, los amigos del hermano mayor, aquel cuyo cuerpo se encontraría años después desparramado en un estacionamiento, quisieron reclutarlos para convertirlos en sicarios, pero ese no era el plan que tenían proyectado para sus vidas y huyeron al chuco, al gabacho, a ese lugar que era conocido como «el otro lado», buscando el sueño americano. Se olvidaron de sus padres, hermanos, amigos e incluso del idioma. Entraron al ejército gringo para obtener la ciudadanía más rápido y fueron enviados a una de las múltiples guerras compradas por el país capitalista. Meses después, el equipo forense de las fuerzas armadas norteamericanas desprendió de un tanque M1 Abrams lo que quedaba de sus cuerpos, desinflados y ya sin forma de contener una ilusión. Dejaron que el eco de esa añorada gloria fertilizara otro desierto desconocido.

La madre tendría cincuenta años; había empezado a tener meses sin sangre y brotes de calor que despertaban deseos olvidados, por lo que ese verano su cuerpo se sintió navegando entre los círculos del infierno dantesco. Debido al calor extremo, la pareja empezó a dormir desnuda en dos hamacas colgadas en el porche de su casita de adobe. Ambos se impulsaban de un lado a otro, con la pierna que colgaba para alcanzar el suelo y ayudar al viento escaso a esparcir el rocío de la noche sobre su humanidad.

Tal vez fueron las últimas hormonas que circulaban por el cuerpo agrietado de la mujer, o quizá el sueño húmedo adolescente que se proyectaba en la mente del hombre, pero en un descuido del sereno, un esperma desorientado salió volando de su uretra y cayó en el ombligo del vientre abultado de su vecina. Se resbaló, dejándose llevar por la gravedad, hasta adentrarse en la caverna carnosa, custodiada celosamente por sus muslos rebultados. Una vez dentro, inició una carrera contra el endometrio para llegar al último huevo sano de los cuatrocientos ochenta y siete que logró ovular ese ser añejado durante su vida fértil. Las células fueron creadas en el acto y se pusieron a trabajar sin descanso para hacer, durante los siguientes doscientos ochenta días, a la niña prometida, que estimularía la voluntad de todo aquel que le entregara el corazón.

Eso fue lo que le contaron y esa fue la historia que la niña materializó.

Desde el primer día, su destino estuvo marcado por el deseo de encontrar a ese hombre que lograra apaciguar el fuego que su presencia despertaba en las personas. Cualquiera que tuviera la suerte de encontrarse con su mirada quedaba atrapado en el abismo asfixiante de sus ojos amarillos, tan extraños de color, pero al mismo tiempo tan normales para su cara cuadrada y su piel morocha. Era como ver a una serpiente que te invitaba a entrar sin permiso bajo la advertencia de terminar enloquecido por la falta de voluntad propia. Tanto el padre como la madre evitaban mirarla de frente. Los hermanos hicieron lo mismo más por imitación que por entendimiento. Carentes de albedrío le tenían miedo, pero empezaron a sacar provecho del embrujo que provocaba especialmente en los hombres.

Cada noche, antes de acostarse, su madre le pasaba un algodón empapado en agua de rosas por toda su figura. Le ponía paños calientes recién sacados de una olla con agua hirviendo, impregnados con lavanda y manzanilla. Untaba en cada rincón de su cuerpo una mezcla de aceites de almendra y flores de la estación. Le ponía su camisón de seda y tapaba sus pies con calcetines de lana, no sin antes cubrirlos con una crema de caléndula, coco y miel de abeja, para evitar que el frío se escapara de su cuerpo y mantuviera ese calor que se desprendía en forma de vapor a través de los poros trigueños de su piel.

Ella se dejaba hacer y se entregaba a las sensaciones que le provocaban los olores que las distintas plantas desprendían. Disfrutaba de las caricias que las manos maternas le ocasionaban al rozar su piel. Se dejaba arrullar con aquel canto que, tiempo después, recordaría acostada al lado del único hombre capaz de vulnerarla.


De la espuma del mar naciste,

polvo de estrella de dios;

tierra en fuego, luz de viento,

fragmentos del deseo ingrato,

cueva ensangrentada que nos consumió.


A diario recibía propuestas de matrimonio por correo y la fila de hombres pernoctando afuera de su casa crecía conforme la pequeña iba cambiando de ropa. Había vecinos de otras colonias, ciudades y estados. Los extranjeros fueron llegando conforme el cuerpo de la niña se transformaba en el de una mujer. Primero, los gringos que habitaban del otro lado del río fronterizo; luego, encontraron el camino los del continente viejo que entraban por el puerto de Veracruz y recorrían los dos mil kilómetros de distancia, ya fuera en carretera o en tren, según correspondiera a sus bolsillos y a la urgencia de cada quien.

Al principio, la familia estaba fascinada por la atención excesiva y los regalos de todo tipo, por lo que se aseguró de que la muchacha cumpliera horarios establecidos en los que fuera vista lo suficiente para mantener el interés y, al mismo tiempo, ocultarla, alimentando el deseo de posesión de la belleza prohibida. Con esta estrategia preservaban la leyenda y hacían que las ofertas de matrimonio incrementaran los beneficios a los que tendría acceso la familia en caso de que el pretendiente resultara seleccionado. Mientras esto ocurría, las invitaciones a conversar con la preciada doncella llegaban siempre acompañadas de exquisitos banquetes, flores abundantes, vestidos bordados con hilos de oro, joyas y todo aquello que tanto el padre como la madre jamás se hubieran imaginado que existiera en este mundo.

Esos fueron tiempos de abundancia incluso en la ciudad. Los comercios alrededor de la casa se vieron beneficiados al atender a los curiosos y a los pretendientes. Se construyeron nuevos hoteles, restaurantes, cafés e incluso un centro comercial con pista de patinaje en hielo. La ciudad creció mientras la niña paseaba por sus calles en construcción; primero tomada de la mano de su madre y después del brazo del pretendiente finalista seleccionado por el padre.

Al principio, las caminatas fueron una buena estrategia para permitir que la joven también tomara parte en la elección de su futuro esposo; sin embargo, después de que los pretendientes salían un par de veces a pasear con ella y se perdían en el abismo de sus pupilas doradas, hablaban con el padre para retirar su oferta. Semanas después, la familia se enteraba de que el susodicho había contraído matrimonio con otra chica o había realizado algún proyecto o transacción exitosa en la que se le veía pleno y feliz.

El padre quiso saber qué ocurría en esos paseos y obligó a las chaperonas, que siempre los acompañaban, a no separarse nunca de la pareja y a escuchar la conversación. Empezó a suceder que los hombres cambiaban sus intenciones hacia las mujeres de compañía o ellas renunciaban para irse a viajar por el mundo, abrir un negocio propio o incluso dedicarse al arte que siempre habían deseado. Divertido por lo que ocurría, el hermano borrachín, que nunca se atrevía a mirar a su hermana a los ojos, sugirió hacer una mascarada con todos los pretendientes pudientes, en la que, mediante un juego de baile, el azar seleccionara al que sería su cuñado.

El evento fue todo un acontecimiento en el pueblo. Tanto la prensa nacional como la internacional viajaron a la tierra odiada por Tláloc para cubrir la noticia. El hermano periodista se vio de repente sorprendido por regalos y jugosas ofertas de trabajo con tal de obtener un pase para poder entrar y presenciar el desfile de los acaudalados pretendientes.

El nuevo cura de la iglesia de la plaza, que no era otro que el hermano de la futura novia, se puso en cólera por tan carnavalesco espectáculo. Llegó hecho una furia a casa de sus padres después de haber estado una larga temporada en Roma y exigió que pararan de una buena vez con la comedia, pero se detuvo en seco cuando se encontró con la mirada de esa mujer que no había visto desde que era una niña.

Culpó al maligno del calor asfixiante que despertó a su miembro dormido. En un instante, los años de seminario, los viajes y los miles de libros leídos —filosofía, esoterismo, religión— se volvieron inútiles. Nada podía explicar lo que sintió al tropezar con los ojos de serpiente de su hermana. Incapaz de procesar el arrebato, lo redujo a la única figura que sus instituciones le permitían culpar: el diablo.

El día de la mascarada acudieron hombres de todo tipo. Había blancos, morenos, negros, apiñonados; altos, chaparros, medianos; gordos, flacos, musculosos, todos desfilando por la alfombra roja que la hermana (ahora hermano) había mandado poner haciendo eco de los eventos sociales que tanto veía en programas de televisión y revistas.

El hermano boticario, que vendía vinos artesanales en una playa que antaño había sido catalogada como pueblo mágico para atraer al turismo extranjero, viajó a su tierra desértica con un cargamento de elixires que prometían transportar a los invitados a realidades paralelas. Empezó sirviendo bebidas refrescantes a los curiosos y curiosas que habían acampado fuera del lugar. El calor hizo que todos pidieran más de la extraña bebida herbal hecha con damiana, ginseng, un poquito de clavo y una estrella de anís.

A las dos horas, los hombres empezaron a sentir el efecto de las plantas, arrimándose a las mujeres que tenían más cerca. Ellas, sintiendo el mismo efecto del elixir, recordaron los rostros de los pretendientes que un par de horas atrás habían desfilado por aquel tapete rojo y corrieron para satisfacer sus deseos en esos cuerpos, y no en los que estaban al lado de ellas. Ignoraron el estigma establecido durante siglos de ser catalogadas como sexo débil y derribaron las mallas de contención que el gobierno municipal había impuesto para resguardar el evento.

Dentro del Casino Juárez, minutos antes de que se desatara el zafarrancho, los pretendientes portaban con gusto sus rostros de fariseos. El hermano borrachín, sabedor del embrujo de su hermana, mandó poner en los espacios abiertos de la máscara una delgada gasa que permitía velar el brillo de los ojos de la futura novia.

El salón estaba decorado con telas de gasa multicolores que colgaban del techo alto. Había cuatro grandes peceras que enmarcaban la pista de baile y separaban las diez mesas redondas distribuidas alrededor. Al fondo se encontraba el escenario, donde se habían colocado tres sillas de madera, tapizadas de lino bordado con motivos geométricos y florales; ahí estaban sentados la madre, el padre y la codiciada hija menor.

La hermana, que ahora era hermano, accedió a que sus amigos, actores y actrices, se colaran a la fiesta como esculturas humanas que representaban deidades antiguas según las diversas culturas de los pretendientes, y cobraban vida si se les ponían unas monedas en una especie de coqueras individuales que llevaban cargadas en sus brazos. Se podía ver a Zeus con su rayo, a Shiva con la serpiente bailando sobre sus hombros, mientras Anubis, con su mirada de lobo, observaba cómo Atenea e Isis se apretaban los vestidos cada que alguien les ponía una moneda para que sus cuerpos quedaran más expuestos a la poca imaginación de los espectadores.

Al lado opuesto del escenario se encontraba una escalera de caracol que subía al segundo piso, abierto y con vista a la pista de baile. Se podían ver de frente las sillas aterciopeladas de los anfitriones y, al dar la vuelta, se salía a una terraza cuya vista daba a los jardines de la entrada del lugar. Ahí es donde fueron colocados los de la prensa, a quienes se les asignaron máscaras de diablos feroces con cuernos, colmillos, lenguas largas y expresiones exageradas. Tanto hombres como mujeres estaban felices con sus artefactos de madera que expresaban su identidad y, al consumir el té frío de damiana cuando tomaban las fotos de los pretendientes afuera en la alfombra roja, empezaron a sentir esa efervescencia contenida, reprimiendo los deseos de restregar sus cuerpos unos con otros.

Los meseros se paseaban con máscaras de animales fantásticos o híbridos, repartiendo las bebidas que el hermano, amante de las plantas, había seleccionado con gran cuidado. Había jaguares, coyotes, toros y quimeras sirviendo cócteles de Chartreuse, Amaro, Benedictine y otros más fuertes hechos con el sotol de la región. Estos últimos tuvieron tal éxito que los pretendientes y reporteros empezaron a tomarlo como si fuera agua en medio del desierto sin conocer las peculiares propiedades de tan exquisito fermento.

La hija prometida observaba todo desde su lugar privilegiado. Después del desfile, en el que los hombres le besaron la mano y expresaron sus más puras intenciones de cuidarla y respetarla todos los días de su vida, se sentó en ese trono escarlata y escuchó las conversaciones que mantenían entre sí.

Alcanzó a oír conversaciones sobre el calor seco y sofocante de cuarenta grados centígrados que se sentía en esa tierra abandonada de la mano de los dioses. Sus sentidos percibieron temas más entretenidos como el deporte, la política, los autos, los avances tecnológicos y los negocios. Ya más entrada la tarde, logró captar conversaciones sobre amores perdidos que alguna vez habían sentido por alguna mujer que ahora se encontraba lejos del Casino Juárez y que deseaban sustituir por ella.

Una vez que la noche hizo su aparición y el viento cálido les regaló destellos de frescura, el padre y la madre reunieron a los pretendientes en la pista de baile. El grupo musical empezó a tocar una melancólica cumbia con los característicos sonidos fronterizos y la hermosa muchacha fue pasando de un cuerpo a otro, despertando con mayor intensidad el deseo por aquellos amores perdidos.

La nostalgia empezó a circular por el lugar. El efecto de los cócteles, junto con las notas melancólicas de las cuerdas, hacía que los cuerpos de los hombres buscaran en sus corazones censurados la aprobación del amor a través de la mirada hipnótica de esa extraña mujer.

Los reporteros tomaban fotos mientras sus miembros se restregaban con timidez y nostalgia detrás del culo de sus colegas. Pareciera que esa pasión que sintieron por la bebida de damiana se apaciguó al percibir el efecto del sotol en su sangre. Tan inmersos estaban por el efecto hipnótico de la música, el baile lastimero de los pretendientes y el deseo reprimido de sus entrepiernas, que no se percataron de la multitud que cruzaba el cerco de seguridad y se acercaba enardecida por el deseo de posesión.

Tanto las mujeres como los hombres del exterior atravesaron las puertas del Casino Juárez y se lanzaron a la pista de baile, buscando al pretendiente que habían admirado horas antes, desfilando entre los destellos de las cámaras y sonrisas forzadas. En esta ocasión no había nadie que las detuviera. Se acercaron sin reservas, chorreando el deseo y desprendiendo el olor del apareamiento.

El encuentro fue sorpresivo, pero a la vez esperado. Los pretendientes recibieron el amor de aquellas desconocidas con aceptación y gozo.  Los hombres que venían persiguiendo a las mujeres interceptaron a las meseras y a las actrices que hacían de diosas, para después pasar también por los meseros, actores, periodistas y por todos aquellos que se iban quedando sin compañero por agotamiento físico.

Mientras el amor inundaba cada rincón del establecimiento, unos ojos negros dilatados se encontraban con la mirada ausente de la que debía encontrar marido esa noche. Era el sacerdote del pueblo que ahora portaba la máscara del fariseo. Se tomó completita una botella del vino de consagrar, combinado con unos polvos preparados con hierba de San Juan y ajenjo, que su hermano, el boticario, le preparó para disolver los miedos y abrirle las puertas a lo prohibido. Se acercó a ella con la firmeza y la puntería de un cañón. La cargó y la sacó del salón sin responder a los lastimosos llamados de su madre, que en ese momento estaba siendo penetrada por su padre, y a la vez por la estatua viviente de Dionisio.

Mientras corría con su invaluable joya, la hermana que ahora era hermano quiso detenerlo, pero sus ojos se encontraron con la mirada amarilla de esa mujer a la que había envidiado desde que nació. Percibió el reflejo femenino del que siempre había renegado y entendió que el amor no residía en la transformación de su cuerpo, sino en su aceptación y cuidado. Tomó a dos de las ninfas que en ese momento le besaban el cuerpo y se las llevó lejos de la orgía. Años después, las tres serían conocidas a nivel mundial por su activismo a favor de los derechos de las mujeres sometidas a cirugías estéticas sin su consentimiento, o bien engañadas por doctores que las dejaban deformadas.

Cuando el cura y su presa estaban a punto de salir del pueblo, el hermano reportero los detuvo con el destello del flash de su cámara. Las pupilas de su hermana se dilataron hasta convertirse en dos huecos oscuros infinitos. Se vio entonces envuelto en la ilusión de un torbellino de cuerpos mutilados a los que quería recomponer con desesperación. Sintió cómo rozaba su rostro una mano ardorosa, al tiempo que su corazón comprendía que no bastaba con inmortalizar la muerte en una imagen, sino con embellecerla. Meses después, inauguraría su primer velatorio, de los muchos que se abrirían en el país, donde los cuerpos lucían más bellos dormidos que cuando estaban despiertos.

La pareja siguió su carrera rumbo al único cerro que tenía la ciudad. Entre las plantas rodadoras, conocidas en el mundo como estepicursoras, se encontraba hincado el hermano herbolario. Llevaba una venda que le tapaba los ojos. «Deja de cubrirte, querido», le dijo su hermana sin mover los labios. Sin saber con exactitud por qué, su intuición de chamán le había susurrado que huyera del resplandor dorado de su mirada. Unas lágrimas esquivaron la tela y rodaron sobre su piel. En un arrebato de pudor, limpió con brusquedad el llanto, llevándose, sin querer, aquello que le protegía la vista. Bastaron dos segundos para que su corazón entendiera lo que la razón se negaba a ver. Sintió cómo sus pupilas se quemaban ante las imágenes de epidemias, guerras y enfermedades que acechaban en los rincones del planeta. Sus manos empezaron a formar símbolos sagrados que lo conectaron con las bacterias y los virus que habitaban en los cuerpos de todos los seres vivos. Abrazó sin miedo el don que sabía estaba destinado a entregar y morir por ello. Tomó a esa mujer medicina entre sus manos y le besó las pupilas. Desde entonces se dedicó a recorrer el mundo sanando cuerpos con sus manos y remedios, junto con sus inseparables hierbas.

Llegaron a la punta de aquel cúmulo de tierra que separaba un país del otro. Se detuvieron sin aliento dejando atrás las luces artificiales del pueblo y fue entonces cuando por fin, lejos de la locura y el juicio de los hombres, el cura pudo besar y poseer a su hermana mientras le susurraba en el oído: «De la espuma del mar naciste, polvo de estrella de dios; tierra en fuego, luz de viento, fragmentos del deseo ingrato, cueva ensangrentada que nos consumió».

Cuando el hermano terminó de verter el amor obsesivo que el diablo había engendrado en su cuerpo, se observó, por vez primera, en la profundidad de los destellos melados de los ojos de su hermana. Supo, con la certeza de un desahuciado, que ella no era más que la extensión de su propia alma. Pudo ver con claridad las próximas batallas como salvador de los ausentes predicando la palabra de su amor verdadero. Entendió el lugar de su corazón en el mundo, tal como lo habían hecho los otros pretendientes. La besó con respeto, ya ausente de deseo, y se marchó, dejando una estela de suspiros en el vientre poseído.

Nadie supo lo que había sucedido cuando despertaron al día siguiente entre montañas de cuerpos blanquecinos por los fluidos secos de la noche anterior. Uno de los pretendientes, heredero de numerosas minas en Madagascar, se enteró de que había sido elegido y se había casado con la hermosa doncella de aquel desierto fronterizo. No recordaba cómo fue su boda, pero estaba feliz de llevarse a casa la única joya que aún no era suya y que llevaba en sus entrañas la semilla prohibida de las batallas perdidas.

La familia se hizo rica de la noche a la mañana y abandonó su casa para irse a algún lugar del norte más allá del norte mismo a vivir sin la resaca de aquella noche que todos ubicaban, pero que, al parecer, nadie recordaba. A los nueve meses hubo múltiples nacimientos y un extraño sentimiento embriagador se albergó durante años en la región. El pueblo se vio bendecido durante siete años de lluvias abundantes. Brotaron en los jardines y camellones flores desérticas perfumadas y una que otra exótica, cuyas semillas, con seguridad, fueron transportadas por aquella multitud de fariseos extranjeros. La leyenda cuenta que fue el embrujo de aquella muchacha que hacía que vieras tus verdaderas pasiones y que sacaba a la luz aquellos sentimientos escondidos en los huecos inaccesibles del alma.

De ella ya no se supo nada, pero se dice que cada que hay alguna rencilla menor o un pleito acalorado, una serpiente aparece y calma la situación con la mirada. También se ha visto la silueta de un sacerdote en el monte dando golpes al aire que se confunden con truenos. Los que han viajado al otro lado del continente aseguran haber encontrado a los hermanos caminando por las calles, tomados de la mano.