viernes, 26 de septiembre de 2025

El buzo

Patricio Durán


Julián Bermúdez se había levantado antes del amanecer, como siempre. La costumbre de los años docentes no lo había abandonado, aunque hacía tiempo que ya no enseñaba a nadie.

A veces se despertaba pensando que debía preparar una clase, corregir un examen, asistir a una reunión inútil. Pero la agenda estaba vacía. La jubilación le ofrecía libertad, sí, pero también silencio. Y en el silencio, los pensamientos gritaban.

Encendió la luz y se miró en el espejo. Era un ritual que había evitado los últimos meses. Había aprendido a lavarse los dientes sin levantar demasiado la cabeza, a afeitarse sin cruzar mirada con los ojos que lo contemplaban desde el otro lado del vidrio. Pero esa mañana —su cumpleaños número sesenta y cinco— sintió la necesidad de enfrentarse a lo evidente. 

Julián supo que había llegado el principio del fin. No porque el cuerpo le doliera —aunque empezaba a dolerle—, ni porque la próstata le recordara que el deseo ya no era un río torrentoso, sino un riachuelo tímido. Ya no estaba ese hombre irresistible que hacía girar cabezas en la universidad, el que amó sin culpa a muchas mujeres y se dejó amar con un ego ardiente. Ahora había piel flácida y manchada, venas marcadas, cabello ralo color plata. Y en los ojos, una tristeza que ni siquiera sabía poner en palabras. El cabello, delgado y ralo, apenas cubría el cráneo que empezaba a transparentarse. «Ya se te ve el bleris» —el caucho de los balones de antes—, le había dicho a manera de broma Manuel Estrada, un amigo y compañero de la universidad, lo que acentuó su pesimismo. Las arrugas no eran líneas: eran mapas de todos los años vividos. Y los ojos, esos ojos azules —similares a los de Paul Newman— que tantas veces hicieron suspirar a mujeres que apenas conocía, estaban apagados. No tristes. Apagados.

El deseo lo había abandonado primero. Después, el vigor. Ahora, el cuerpo. Y lo que más le molestaba no era envejecer. Era convertirse en alguien que ya no reconocía. «No quiero vivir la humillación de depender de otros —murmuró—. No nací para que me limpien otros, para que me compadezcan», se decía en voz alta al recordar los últimos días de su padre cuando Julián debió atenderlo solo porque sus hermanos brillaron por su ausencia.

La idea había empezado como un susurro meses atrás. Una lectura del libro «Meditaciones» de Marco Aurelio —emperador romano y filósofo estoico—. Con eso en mente pasó días pensando, sentado en su sillón o paseando por el parque, sobre la vida, la virtud y la aceptación del destino; la importancia de vivir de acuerdo con la razón y la naturaleza, aceptando lo que no se puede cambiar y actuando con sabiduría y serenidad. El tema sobre el suicidio estoico le llamó la atención. Poco a poco se convirtió en un pensamiento recurrente. Después en una posibilidad. Y ahora, el día de su cumpleaños, era una decisión. No era depresión, se repetía. No era tristeza. No buscó despedidas ni cartas. Solo orden: filtro nuevo, cuchillo afilado, dos lastres extra. Probó el regulador tres veces, hasta oír el mismo silbido parejo. En el cuaderno escribió la hora y dibujó una flecha hacia abajo. Los griegos lo entendieron bien: el sabio elige su salida cuando la vida ya no ofrece virtud. Morir con dignidad, con conciencia, era mejor que alargar la decadencia, aunque el suicidio es moralmente inaceptable para la Iglesia Católica —en la cual Julián fue bautizado de niño, si bien nunca fue practicante— que lo considera contrario a la dignidad humana y al respeto debido a dios.

Le aterraba imaginarse postrado, aferrado a tubos, oliendo a desinfectante y compasión. No quería terminar como un estorbo, una sombra en la vida de sus hijos. Prefería elegir su salida, como lo hacían los estoicos de la Grecia clásica que sabían que hay dignidad en despedirse antes de ser vencido. Y entonces pensó en el mar.

Las Islas Galápagos no solo eran un lugar en el mapa. Para Julián eran un símbolo: libertad, naturaleza salvaje, belleza sin artificios. Allí había buceado por primera vez, cuando todavía tenía abdominales marcados, bíceps, y las compañeras de buceo se reían de sus bromas de mal gusto. Allí quería morir. En un descenso profundo, solo, rodeado de la fauna marina que muchas veces lo acompañó en sus inmersiones, y que también le hizo pasar más de un susto, cuando fue sorprendido por la presencia de tiburones martillo, lobos marinos y manta rayas. Que su último suspiro fuera salado, azul, sereno. Que su cuerpo se convierta en refugio allá abajo, en el fondo, donde no llega la luz. Alimentaría a los peces, cangrejos, gusanos de mar. Se mimetizaría con el ecosistema. De su muerte nacería abundancia, de su silencio brotaría vida. Se convertiría en un legado.

Julián era un buzo experimentado y solitario —aunque las reglas de buceo aconsejan no bucear solo—. Viajó a las Islas Galápagos con un propósito silencioso: morir en una inmersión final, fundiéndose con el mar que amó toda su vida. Descendería hasta que lo atrape una de las fuertes corrientes marinas que surcan el mar de las Galápagos y se dejaría arrastrar hasta desaparecer en las profundidades. No era una decisión impulsiva. Era un proyecto. Su retiro no sería una decadencia: sería una despedida consciente. Un viaje hacia la disolución con los ojos abiertos.

Julián fue profesor de Teoría del Conocimiento de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central y le fascinaban los problemas filosóficos. Concordaba con aquello que los estoicos creían: «que la virtud es el único bien verdadero y que la felicidad se alcanza a través del dominio de uno mismo y la aceptación de lo que no se puede controlar». No podía controlar su envejecimiento, pero sí la forma cómo terminarían sus días.

Para los filósofos estoicos la muerte no era un mal, y uno podía dársela a sí mismo en caso extremo. Sin embargo, era la forma de liberación más demostrativa, pues más allá de la vida no había otra cosa a la que se pudiere renunciar. Zenón, Cleanthes, Antípater y otros filósofos estoicos probaron su temple moral suicidándose. Julián pensó que como el suicidio fue dignificado por aquellos, y algunos apoyaron sus ideas dándose muerte, él también podría hacerlo ya que el estoicismo había calado fuerte en su pensamiento, lo que se contraponía con sus convicciones católicas. «Soy estoico», solía decir Julián cuando tenía ganas de protestar por un día lluvioso o por estar atrapado en el tráfico o cuando algún conductor irritado le lanzaba algún insulto y quería reaccionar abruptamente. Su hija Ana Lucía, que practicaba el cristianismo, le decía: «No, papá, no eres estoico, eres un hijo de dios y debes aceptar con resignación las cosas malas de la vida». Julián debía conformarse con lo que «el hado le había dado», según la filosofía estoica. 

Julián pensaba que la muerte más dulce sería la de acostarse a dormir y que lo sorprendiera soñando mientras descendía a los abismos de las Islas Galápagos, sintiendo que su cuerpo soltaba un lastre, una carga invisible. Como si cada metro bajo el agua lo despojara de una capa innecesaria: la ansiedad, la vanidad, la soberbia, la ira… Pero las islas, como seres vivos, tenían otros planes. Lo que comenzó como una despedida, se convirtió en un redescubrimiento del océano, de la vida, y de sí mismo.

Al bajar en Baltra, observó la indiferencia del mar y pensó: «La naturaleza no juzga. La ola no pregunta si estás listo». El aire cálido le pegó la camisa a la espalda; olía a sal y a combustible reciente. El autobús vibraba con cada bache hasta llegar al canal de Itabaca. En la panga, el rocío le humedeció los labios con sabor a peces. En Puerto Ayora, el eco de olas sobre el malecón y el graznido áspero de las fragatas le siguieron hasta el hotel. Cenó liviano, con el rumor grave del generador colándose bajo la puerta.    Al día siguiente debía madrugar para viajar a Puerto Villamil en la isla Isabela, lugar escogido para su último descenso.                                                                                                                   

Al despertar, el mar estaba encrespado lo que produjo una navegación bastante agitada. Luego de tres horas de una difícil travesía, Julián llegó a su destino. Miró el reloj. Aún era temprano. Alquiló una habitación airbnb cerca de la playa. Afuera, el pueblo apenas despertaba. Fue hasta la cocina y preparó café. Bebió en silencio. Luego sacó un cuaderno nuevo de tapas negras y escribió en la primera página: «Diario de Inmersiones, Julián Bermúdez. Año del retiro. “Que el último azul me lleve, no como castigo, sino como abrazo”».

El teléfono vibró por primera vez a las siete de la mañana. Era un mensaje de voz de su hija Ana Lucía: «¡Feliz cumple, papá! Espero que lo pases bien, que celebres, que salgas, no te encierres como siempre. No te olvides de tomar tu medicina. Te quiero. Te llamo más tarde. Besos». Julián sonrió. Una sonrisa leve, mecánica, de padre sometido. A los pocos minutos, Rodrigo, su hijo mayor, escribió por WhatsApp: «Felicidades, pa. Espero que la estés pasando bien por allá. Te llamo en la noche. Abrazo». Y ya. Eso era todo. Enrique, su segundo hijo, no se había comunicado. No le dolía. Le confirmaba que su desaparición sería suave, sin grandes interferencias.

Encendió el parlante y dijo a su asistente virtual: «Alexa, reproduce mi canción favorita», y Alexa obedeció. Se escuchó la cumbia «No quiero envejecer» y la empezó a tararear. El largo viaje le había abierto el apetito. Se preparó un desayuno contundente: huevos revueltos, jugo de naranja, café cerrero y tostadas con pan integral. Había tomado una decisión: no le diría a nadie que ese sería su último cumpleaños. No por dramatismo, sino por sensibilidad. En el pasado sus cumpleaños fueron fiestas hedonistas, desenfrenadas. Julián, obviamente, era el centro de la atención. La copa en alto, mujeres alrededor, el ego inflado como vela al viento. Hoy, a solas en su pequeño cuarto de Puerto Villamil, la única presencia constante era el sonido del mar detrás de los cristales.

Salió a caminar por el malecón. Había niños corriendo, turistas en chancletas, parejas tomándose selfies con iguanas y lobos marinos. Unos cangrejos rojos con azul, conocidos como «zayapas», corrían asustados a esconderse entre las rocas. Nadie reparaba en él. Nadie imaginaba que ese hombre que caminaba solo, con la espalda algo encorvada y la barba de tres días, estaba de cumpleañero por última vez. No los celebraba, porque la palabra «celebrar» era algo que ya no entendía. Lo suyo más bien era contemplar. Ya ni siquiera la belleza del paisaje le causaba asombro como la primera vez. Simplemente observaba la vida desde el margen, como si ya no le perteneciera.

En una tienda, una mujer le ofreció una postal del volcán Alcedo y una tortuga galápago gigante.

—¿Turista? —preguntó.

—No —respondió él—. Ya casi me voy. —No mintió.

A media tarde, Julián fue hasta la Playa del Amor para estirar las piernas. El cielo estaba encapotado, la luz gris hacía que el mar pareciera más pesado. En la orilla, una niña recogía caracoles. Tendría unos ocho años, cabello revuelto, piel morena, ojos negros como basalto. Levantó la vista y lo observó un rato, luego le ofreció uno.

—Para usted, señor buzo —dijo como si lo conociera, con una sonrisa que no era de este mundo.

No supo qué decir. Solo lo tomó. Quiso preguntarle por qué. No lo hizo. Cuando levantó la mirada para agradecer, la niña ya estaba de espaldas, caminando hacia las rocas. No supo si era hija de algún turista o de algún pescador, pero su figura pequeña se perdió en el horizonte como si nunca hubiera estado allí. Se quedó un momento con el caracol en la mano. Lo giró entre los dedos, lo acercó al oído. Dentro sonaba el mar, o eso quiso creer. Metió el caracol en el bolsillo, pero la sensación de peso no era física. Pensó que a veces la vida enviaba mensajes en envases frágiles, y uno podía romperlos sin querer.

La niña tenía la misma mirada que Ana Lucía cuando tenía esa edad. La misma sonrisa suave, sin cálculo, sin artificio. Sintió algo que no sentía hace años: ternura. No deseo. No nostalgia. Algo más… indefenso. Algo que se parece a las ganas de quedarse. No estaba seguro de qué fue. Solo sabía que no lo esperaba.

De regreso a su habitación, Julián colocó el caracol en la repisa. Lo miró un rato. Era pequeño, blanco, sin valor aparente. Pero no lo tiró. No comprendía por qué había aceptado ese caracol. Podía haberlo dejado en la arena, seguir su camino y olvidarlo. Pero aquí está, sobre la repisa, mirándolo con su espiral perfecta. No le preguntó su nombre. Quizá fue una coincidencia. Quizá… aunque en estos días trató de no creer en señales, no podía negar que algo en este gesto lo perturbó.

Se quedó en silencio, escuchando las olas. Por primera vez desde que llegó al archipiélago, no pensó en morir. Vio una pareja de ancianos en la banca frente al mar. Él tenía oxígeno en la nariz. Ella le sostenía la mano. No hablaban. Solo estaban ahí. Pensó en lo que siempre había temido: depender. Ser ese hombre. Frágil. Vulnerable. Sentía un temor profundo a perder el control sobre su cuerpo, su dignidad y su deseo. Había estado hospitalizado y no le gustó sentirse inerme, sin poder sonarse ni siquiera la nariz. Pero algo lo incomodó: no los vio tristes. No había lástima entre ellos. Solo presencia. Tal vez el amor no es lo opuesto a la muerte. Tal vez es solo la forma más digna de acompañarla.

A la mañana siguiente, Julián se encontraba en el muelle. Revisaba su equipo de buceo: aletas, máscara, tubo, traje de neopreno, chaleco, botella de aire, regulador y lastre. Limpiaba el salitre que se había incrustado en las hebillas del chaleco, lo raspaba con una navaja pequeña, absorto en el sonido metálico que hacía al desprenderse. El mar a esa hora era un animal tranquilo, respirando apenas. Escuchó un golpe de pasos contra las tablas del muelle, un ritmo alegre, risas infantiles, juegos. Alzó la vista y vio un grupo de niños corriendo descalzos, las plantas de los pies curtidas como cuero nuevo. Entre ellos, la niña del caracol. Llevaba el mismo vestido azul desteñido. La misma piel tostada. Se detuvo un momento, como si algo la hubiese frenado. Miró a Julián desde la sombra de los pilotes. Sonrió, pero no fue una sonrisa abierta, sino una especie de mueca, esa media curva en los labios que no sabía si era burla o timidez. Luego siguió corriendo, y el eco de sus pisadas se mezcló con el murmullo de las olas. Siguió raspando las hebillas, pero ya no escuchaba el sonido metálico, sino el vacío que había dejado el silencio de su paso.

La tarde se volvió gris de golpe, como si alguien hubiera apagado el interruptor del cielo. El viento levantaba ráfagas de arena que se estrellaban contra el rostro de Julián, las fragatas macho exhibían su bolsa gular roja inflable, y las gaviotas graznaban con esa voz de advertencia que siempre llega tarde. Se refugió bajo el alero de un quiosco cerrado, observando cómo las olas se tragaban la playa palmo a palmo. Entre los remolinos de espuma, vio algo moverse: una silueta pequeña, de pie, sola, como si la tormenta y el mar, retorciéndose cual condenado, no le importaran. Era ella. La niña. O al menos creyó que era ella. El cabello se le pegaba a la cara, y sus manos parecían aferradas a algo invisible. No podía distinguir si era a él a quien miraba o simplemente miraba más allá, hacia ese horizonte donde la lluvia borra cualquier forma. Quiso avanzar hacia donde se encontraba la niña, pero el agua le cortó el paso. Y entonces, como si el mar hubiese decidido tragarse también su figura, desapareció detrás de una cortina de espuma. Julián se quedó allí, empapado, con la sensación de que algo —o alguien— estaba intentando decirle algo.

Al regresar de una inmersión en los islotes de las Tintoreras, Julián, desde la panga, vio a la niña en el extremo del muelle. No jugaba ni pescaba, solo miraba el agua como si esperara que algo saliera de ella. Llevaba el mismo vestido azul desteñido y estaba descalza. Cuando subió al muelle buscó su mirada, pero ya no estaba. Pensó: «Es absurdo pensar que sea la misma niña. Pero lo sé: era ella. El mismo cabello, la misma mirada fija. ¿Por qué se fue? ¿Por qué no me esperó? Tengo la sensación de que quería decirme algo. ¿O será mejor que no me diga nada?».

El día señalado amaneció gris, con un viento que no suele darse en esta época. Julián caminó hasta el malecón con el equipo ya listo: traje seco, máscara, cuchillo, botella ajustada.  Sería su última inmersión. La bruma hacía desaparecer los bordes del mundo, y entonces, como si saliera de esa neblina, la vio sentada en un banco, con las piernas colgando. Tenía el mismo vestido desteñido, pero ahora sostenía en las manos el caracol que le había dado la primera vez. Cuando pasó junto a ella, lo acercó a su oído y susurró:

—Escuche.

No sé si fue el viento o el mar, pero Julián juraría que lo que escuchó no era el rumor de las olas, sino una voz meliflua que decía: «Todavía no». Levantó la mirada y la niña ya no estaba. Solo el banco vacío, la bruma y su propia respiración agitada dentro de la máscara. No hizo la inmersión. Caminó con el tanque a cuestas hasta la orilla, se sentó en la arena y se quedó mirando el horizonte. En lontananza, sus sueños se desdibujaban, como acuarela en el lienzo de la lejanía. No sabía si la niña era real o un invento de su cabeza para aplazar lo inevitable. Pero por primera vez en meses, sintió que la fecha que había elegido no era tan sagrada como creía.

viernes, 12 de septiembre de 2025

La casa fantasma

Silvia Martínez Rondanelli


Omar y Amira residían en el barrio El Prado con sus hijos Leila, Hassan y Eman en una casa de madera vieja y yeso. Al pisar el zaguán, el eco tardaba en morir. La baranda, fría, dejaba polvo en los dedos; el jardín, siempre húmedo, olía a buganvilias. Omar y Amira la compraron por esa belleza quieta, convencidos de que allí habría paz, pero la casa tenía otros planes.  

Eman, simpático, rumbero y enamoradizo de las compañeras de Universidad, cursaba su último año cuando el insomnio empezó a vaciarle la mirada. La puerta abría y cerraba con un chirrido limpio, como si alguien probara la bisagra, Leila aceitó la chapa y goznes; nada cambió.

Con el paso de los días, el chirrido se escuchaba cada vez más fuerte, especialmente entre las tres y cinco de la madrugada, cuando se cree es mayor la conexión entre el mundo físico y espiritual,

El martes entregó un plano con líneas corridas y recibió una anotación en rojo.

—Está torcido —le dijo el profesor—. ¿Qué le pasa?

—Nada —mintió Eman.

En casa, el temblor de su mano volcó el café sobre el cuaderno; se cortó el dedo con la esquina de la escuadra y la sangre manchó la portada. Al día siguiente, un compañero le dijo en el pasillo que tenía pinta de no haber dormido. Esa noche, a las tres en punto, la puerta volvió a llamarlo por su nombre.

Pasaron unos tres meses. Hassan, exitoso profesional, había trabajado hasta altas horas de la noche en un proyecto arquitectónico que debía presentar a la junta directiva al día siguiente. Estaba profundamente dormido cuando de pronto sintió que caían varios elementos metálicos, como herramientas. En el mismo momento empezó a gritar Omar y se sentó en la cama.  Hassan entró al cuarto de sus padres y Omar le dijo:

—He sentido que me halaron la pierna. Me despertaron y me asusté mucho. —Amira con su rostro desencajado parecía a punto de gritar.

—¿Papá, no has sentido el ruido de las cosas que cayeron?

—Solo he sentido que me halaron la pierna bruscamente.

Omar y Hassan recorrieron la casa, no encontraron nada que se hubiese caído, se quedaron toda la noche sin pegar los ojos.

Durante varios días al amanecer seguían escuchando ruidos cada vez más fuertes de objetos que se desplomaban y a Omar le continuaban halando la pierna.

Leila contactó a través de una compañera de trabajo de la alcaldía donde se desempeñaba como jefa de planeación a Tobita, quien en esos momentos estaba pasando por una crítica situación económica ya que tenía una sobrina con una grave enfermedad y al no tener una buena póliza de salud toda la familia le estaba colaborando con el costoso tratamiento.

Lelia abrió y dejó pasar a Tobita, que, sin mediar más palabra, se situó en el centro de la sala.

«Una botella de licor» —pidió.

Amira la trajo. Tobita olió, hizo buches, escupió alrededor suyo en abanico.

Entraron a la cocina. Se detuvo. Otro sorbo, buches y escupidos.

Fueron a la alcoba de Eman.

«Pesa» —susurró, y escupió en las cuatro esquinas y en la ventana.

En la habitación de los padres, un lugar amplio, con poca iluminación por cuanto las cortinas de tela pesada estaban cerradas, se escuchaba el paso de los vehículos y los anuncios de los vendedores ambulantes, tocó la cabecera y expresó:

—Aquí está una mujer mayor, delgada, que a lo largo de su vida sufrió, se consideraba una persona inútil a la sociedad.

Se miraron unos a otros, y con gestos disimulados parecían coincidir en que se trataba de la tía Celmira a quien la familia menospreció durante muchos años.

«También aquí».

Escupió las almohadas, las sábanas, incluso dentro de los cajones de las mesas de noche. Quedó inmóvil unos segundos antes de añadir.

«Sigamos. Aún queda mucho por hacer».

Al pasar por uno de los salones le dice a la familia:

—Siento que en este lugar puede haber un espíritu, percibo las energías de algún ser joven que sufre, siente angustia y dolor, al parecer ha fallecido en forma trágica.

Al dirigirse a la alcoba de Eman, un cuarto con muebles modernos y equipos de última tecnología, lleno de afiches de colores vivos de bandas musicales y una colección de motos, manifestó:

—Veo un espíritu maligno, que debió dejar una persona joven, agraciada, con hermosa figura, quien después de tener una relación amorosa durante varios años queda embarazada, él decide terminar la relación y ella aborta la criatura.

Padres e hijos se miraban sin palabras, atrapados entre el espanto y la certeza. Lo que Tobita había dicho sobre la ex novia de Eman y la tía Celmira no podía ser invención. Algo debía realizarse.

 Al día siguiente decidieron llamar a Tobita para que, a través de un ritual, expulsara los espíritus que perturbaban a la familia.

Tobita coloca en las esquinas de la casa paquetes de sal, realiza un riego con agua bendita, prende velas blancas e incienso.

La sala pareció contener el aire. Las velas se apagaron de golpe salvo una; la mecha se inclinó y empezó a llorar, pero las gotas no parecían de cera, sino de sangre.

Del pasillo llegó un ambiente helado, húmedo, y un chirrido como si alguien afilara una navaja en la oscuridad.

Después recorrió toda la casa realizando diferentes conjuros e implorándole a los espíritus que abandonaran los lugares donde se habían aposentado; les pidió que se liberaran y entendieran que no debían estar allí. Finalmente les recordó que para ser felices y descansar en la paz eterna debían aceptar su muerte.

 Al retirarse Tobita la familia realizó con devoción una oración:

«Santísimo confesor del Señor; Padre y jefe de los monjes, intercede por nuestra santidad, por nuestra salud del alma, cuerpo y mente, destierra de nuestra vida, de nuestra casa las acechanzas del maligno. Líbranos de funestas herejías, de malas lenguas y hechicerías».

A los tres días percibieron que el ambiente estaba más tranquilo; la puerta de dejó de chirriar; a Omar le halaban la pierna, pero cada vez menos. Consideraron que el espíritu de la tía Celmira se había desvanecido con el tiempo.

Pasado más de un año Hassan escucha el timbre de la puerta, abre y se encuentra con Jairo, alto, delgado con profundos ojos brillantes. Dice ser el hijo de los anteriores dueños de la casa, Hassan lo hace entrar a la espaciosa sala en la que la clara luz entraba a raudales por las ventanas; llama a sus padres. Jairo saluda a Omar y Amira, les manifiesta que se había enterado de la presencia de algunos espíritus en la casa y les quería contar algo:

—Juan Carlos, su hermano mayor que trabajó varios años en otra ciudad, los fines de semana permanecía en la casa, se sentaba en uno de los salones a escuchar música, ver televisión y recibía a sus amigos. A él lo habían asesinado unos seis meses antes de producirse la venta de la casa. Cuando eran pequeños compartían la alcoba y Juan Carlos esperaba que él se durmiera para halarle la pierna.

Omar, Amira y Hassan le comentan a Jairo los sucesos vividos en algunos lugares de la casa, las afugias pasadas, la manera como las habían radicado completamente y le agradecen la visita.

La familia de nuevo empieza a revivir los momentos del pasado, con el menor ruido se alarman, deciden acudir a la parroquia del barrio y el sacerdote es quien realiza la ceremonia de la expiación o arrepentimiento suplicando con infinita devoción por Juan Carlos para que reciba la gloria eterna y asegurándoles que ha llegado a su lugar de descanso y felicidad.  

jueves, 11 de septiembre de 2025

El recuerdo de quién eres

Elena Virginia Chumpitazi Castillo


Era una tarde fría de noviembre cuando Rowena decidió alejarse de su hogar. Escribió una nota y salió rumbo a la estación de tren.

Vivía en Dean Village, una villa antigua y pintoresca, enclavada en el corazón de Edimburgo, en la Escocia vibrante de los años sesenta. Las casas de piedra, ennegrecidas por el hollín y el paso del tiempo, se alineaban en silencio junto a las orillas del Water of Leith, donde los sauces llorones dejaban caer sus ramas sobre el agua.

El aire estaba impregnado de olor a piedra húmeda y carbón quemado que escapaba de las chimeneas cercanas, mientras la neblina persistente y los cielos casi siempre nublados envolvían el lugar en una atmósfera única: una calma serena atravesada por una melancolía suave, como si el tiempo allí transcurriera de otro modo.

Casada con Douglas desde los veintiún años, compartían una vida ordenada. Él era amable, correcto, trabajador. Nunca discutían. Tampoco reían demasiado.

—¿Recuerdas que el sábado iremos a casa de mis padres? Mamá quiere que probemos su nuevo estofado.

—Sí… lo recuerdo —Rowena asiente sin levantar la mirada.

El reloj marcaba los segundos, el hervidor silbaba en la estufa, y aun así parecía que el tiempo no avanzaba. Rowena dejó las tazas sobre la mesa y se sentó frente a él, jugando con la cucharilla entre los dedos.

—Hoy el río estaba hermoso con la neblina… parecía otro lugar.

Douglas levantó la mirada apenas un instante y sonrió con cortesía.

—Hmm… suena bien. ¿Te ocupaste de llamar al sastre para el traje?

—Aún no… —titubeó Rowena.

—Siempre dejas todo para último momento, Rowena.

Rowena había sido educada dentro de parámetros claros.

Su padre un contador que había trabajado en la misma empresa desde que terminó su carrera, esperaba que ella tuviera una vida estable.

—Rowena, deberías pensar más en el futuro. Los tiempos cambian, y uno tiene que asegurarse de tener estabilidad.

—Lo sé, papá…, pero a veces siento que la estabilidad no es suficiente.

—La estabilidad lo es todo. Una casa, un matrimonio sólido, cuentas ordenadas… eso da paz. Los sueños, la poesía… eso está bien mientras no interfiera con lo real.

—¿Y si lo «real» no alcanza?

—Lo real siempre alcanza. Es lo que te mantiene de pie. Los sentimientos son pasajeros, Rowena. No dejes que te arrastren.

Rowena baja la mirada, consciente de que, para su padre, todo debía tener lógica y estructura.

Su madre, por otro lado, era una artista, pintaba acuarela en sus ratos libre, pero, también tenía bien adentrados los principios de seguir las reglas y hacer caso a quienes «sabían del tema».

—Ven, mira este cielo… ¿ves cómo las luces cambian sobre el agua? Tienes que aprender a observar los matices, incluso en lo cotidiano.

—Es hermoso, mamá…, pero todo parece tan… perfecto.

—La perfección es armonía. La pintura necesita reglas, proporciones, equilibrio. Si no, se convierte en caos.

—¿Y no te tienta romperlas, aunque sea un poco?

—Alguna vez lo pensé…, pero hay formas establecidas por una razón. Los grandes pintores también empezaron respetando las normas antes de inventar las suyas.

Rowena escribía poemas acerca de su monótona vida en la villa que la vio crecer.

Empezó a hacer caminatas alrededor del Water of Leith, lo hacía como ejercicio, para disipar la monotonía y como fuente de inspiración. Un día se encontró en el camino a Margaret, amiga de la infancia, a la que no veía hacía mucho, se saludaron y en unos minutos se contaron sobre sus vidas. Margaret, quien andaba en busca de un mundo más espiritual, le hablo de Arun y la invitó a que los acompañe en las reuniones semanales que mantenía.

—Nos reunimos los jueves —dijo Margaret, bajando la voz, como si compartiera un secreto—. No es religión, ni nada raro… es más bien aprender a escuchar el silencio. Hay alguien… Arun… que guía las meditaciones. No sé cómo explicarlo, pero lo que dice te cambia algo por dentro.

Rowena no buscaba nada nuevo, solo quería salir un poco de «eso» en lo que se había convertido su vida, pero aceptó la invitación.

Ese jueves durante su caminata se dirigió a la dirección que le había dado Margaret. Subió la escalera de piedra despacio, insegura, siguiendo el aroma tenue a sándalo que flotaba en el aire. El pasillo la llevó hasta una puerta entreabierta. Al entrar, la envolvió un silencio denso y cálido. Varias personas estaban sentadas en círculo sobre cojines de lino. En el centro, un pequeño altar de madera sostenía un cuenco tibetano y un cristal de cuarzo que reflejaba la luz temblorosa de las velas.

Fue entonces cuando lo vio. Arun. No dijo nada, pero su mirada tranquila y profunda le indicó un lugar junto a la ventana. Rowena se sentó, incómoda al principio, consciente del latido acelerado de su corazón.

Arun habló con voz serena, sin grandilocuencias:

—No estamos aquí para cambiar nada… solo para escuchar lo que ya somos.

La frase entró en Rowena como agua tibia deslizándose por la piel. No entendía por qué, pero su respiración cambió, su pecho se expandió como si tuviera más espacio. Sintió que el tiempo se detenía, y por primera vez en años, el silencio no le pesaba.

Cuando terminó la reunión, caminó de regreso a casa por las callejuelas húmedas de Dean Village. El aire fresco llenaba sus pulmones, pero dentro de ella algo distinto, todavía indefinido, empezaba a despertar. Al cruzar la puerta, todo se volvió más denso: los muebles, el reloj de péndulo, el olor a sopa, la voz tranquila de Douglas.

—¿Dónde estabas? —preguntó él con tono neutro.

—Caminando, respirando.

Douglas sonrió con ternura. Le acarició la mejilla y cambió de tema. Pero Rowena no olvidó esa palabra: respirando.

Pasaron días. Ella no regresó. Algo la retenía: el miedo a lo que pudiera cambiar si seguía yendo. Se dijo a sí misma que era una curiosidad pasajera, que su vida estaba bien como estaba. Retomó sus rutinas. Sacó su cuaderno con los poemas que escribía. Limpió la casa con más esmero. Se obligó a sentir paz.

Pero no podía dejar de escuchar el eco de la voz de Arun, las miradas silenciosas, la música que no buscaba aplausos. No era lo que hacían, era lo que eran. Serenos. Presentes.

Una tarde, dos semanas después, mientras miraba su cuaderno de poemas sin verlo, el hervidor silbó y ella no lo oyó hasta que el agua se evaporó y dejó olor a metal quemado. Cerró el cuaderno. «No estoy aquí», pensó. Tomó el abrigo y volvió.

La recibieron sin preguntas. Arun le hizo un gesto para que se sentara en el círculo. Lo hizo, esta vez sin dudar.

Aquel día practicaron pratyahara, el arte de retraer los sentidos hacia adentro. Un muchacho de rostro suave explicó:

—Los ojos siempre están mirando afuera. La piel busca estímulos. El oído, ruido. Hoy vamos a apagar todo eso, sin forzar. Solo observar cómo se retrae la atención.

Rowena cerró los ojos. Al principio solo escuchaba sus pensamientos: «Estoy aquí otra vez. Douglas no lo sabe. ¿Y si alguien me ve?».

Pero poco a poco, el murmullo se fue diluyendo. Sintió su respiración como nunca. Escuchó sus propios latidos. Sintió una lágrima tibia cruzarle la mejilla sin emoción clara. No era tristeza. Era algo más profundo.

Al final, Arun se acercó. Le ofreció un té caliente y le dijo en voz baja:

«Cuando uno empieza a recordar quién es, todo lo que no lo es empieza a doler».

Rowena no respondió, pero asintió.

Su poesía cambió de forma. Ya no rimaba. Ya no buscaba belleza. Solo verdad.

Ya no me explico.

Me siento.

Ya no rimo.

Respiro.

Cuando estaba con ellos, ya reconocía los rostros, los gestos, los silencios. Cada uno parecía vivir sin resistencia, con una dignidad serena que a ella le costaba comprender.

Una tarde, no fue Arun quien la recibió, sino Mira, una mujer de cabello corto y risa tranquila. Le ofreció un cuenco de té de jengibre y le habló en voz baja:

«Hoy vamos a cantar mantras. No es necesario que los entiendas. Solo deja que el sonido te atraviese».

Se sentaron en círculo, y poco a poco las voces comenzaron a entonarse al unísono. Era un canto grave, ondulante, en un idioma desconocido. Rowena cerró los ojos y al principio se sintió ridícula. ¿Qué estaba haciendo ahí, entre extraños que murmuraban palabras que no entendía?

Pero pronto su cuerpo dejó de resistirse. El mantra no era solo sonido: era vibración. Entraba por el pecho, resonaba con su corazón, aflojaba los hombros, despertaba zonas dormidas. Y poco a poco empezó a sentir que se transportaba a una dimensión llena de paz y regocijo.

Cuando el canto cesó, quedó un silencio espeso, lleno, vivo.

—¿Qué significa eso que cantábamos? —le preguntó a Mira, mientras recogían las mantas.

Om mani padme hum —respondió ella—. Es tibetano, significa algo como: «La joya del loto está en el corazón».

—¿Y por qué lo cantamos?

—Para recordarlo.

Rowena caminó a casa con esa frase palpitándole en el pecho. Esa noche, escribió en su cuaderno:

No necesito entender lo sagrado.

Lo reconozco por dentro.

La verdad no se grita.

Canta sola.

En las siguientes semanas, Rowena se entregó con más profundidad. Practicaban meditación en silencio, en sesiones guiadas por Arun o Mira. A veces en medio del campo, a pesar del frío que empezaba a hacer. Otras, bajo el cobijo de un gran sauce que iba perdiendo sus hojas.

Aprendió a observar su mente sin atraparse. A escuchar sin reaccionar. A no llenar los vacíos con ruido. Por primera vez, el silencio no le pesaba. Le daba forma.

Douglas servía el vino mientras Rowena miraba la llama de la vela que oscilaba sobre la mesa. La cena estaba lista, pero el ambiente se sentía más frío de lo habitual.

—Llegaste tarde otra vez.

—Sí… perdí la noción del tiempo.

—Desde hace semanas sales cada jueves. Caminatas, dices. Pero vuelves distinta, como si te quedaras en otro lugar.

Rowena jugueteó con la cuchara evitando su mirada.

—No es nada, Douglas. Solo… me gusta respirar un poco.

Él levantó la cabeza despacio, clavando los ojos en ella.

—Antes respirabas aquí.

Douglas cortó la carne con movimientos meticulosos, sin responder. El sonido de los cubiertos contra la porcelana llenó el vacío. Rowena, en cambio, sentía la mente aún impregnada por las palabras de Arun: «No hay nada que cambiar… solo aprender a escuchar lo que ya eres». La frase vibraba en ella como un eco persistente.

Esa noche, al mirarse a los ojos, supieron que algo entre ellos comenzaba a transformarse. No era visible, ni definido… pero estaba ahí.

Un día, Arun propuso una práctica nueva:

—Hoy no hablaremos hasta el anochecer —dijo—. Observaremos el mundo sin intervenir. Si surge algo, escríbanlo. Pero no lo digan.

Rowena pasó horas sentada en la orilla de un pequeño manantial. El sonido del agua la iba tranquilizando, vio el vuelo de las aves, el movimiento de la hierba, a Mira recogiendo flores sin prisa. Descubrió pensamientos que no sabía que tenía, y debajo de ellos, una paz sin nombre.

Escribió:

Hoy no hablé.

Estuve presente.

De camino a casa, sola con sus pensamientos, sintió tristeza por lo que estaba pasando con Douglas y alegría por lo que empezaba a recordar.

Al día siguiente escribió:

No puedo arrastrar a nadie conmigo.

Solo puedo vivirlo.

Y si eso me separa de quienes amo,

quizás nunca los amé desde mi verdad.

Esa noche tuvo un sueño vívido. Estaba caminando de regreso a casa después de haberse reunido con el grupo de Arun, cuando en medio de unos árboles vio sobre una piedra plana, una pequeña figura de bronce: una diosa con múltiples brazos, serena, imponente, con una flor de loto en una mano. Rowena se acercó lentamente, cuando extendió la mano hacia la figura, sintió un leve hormigueo en la punta de los dedos. Cerró los ojos, y escuchó:

No has venido hasta aquí para quedarte a medio camino.

El río fluye hacia la fuente. La sabiduría te llama donde nació.

El sueño la despertó y en lo profundo de su ser sintió que debía buscar el origen de lo que había empezado a recordar.

Por la tarde, el cielo estaba cubierto, pero no llovía. El aire olía a tierra húmeda. Rowena caminó hacia la casa de reunión semanal a buscar a sus nuevos amigos.

Arun estaba sentado sobre un cojín. Al verla llegar, no se levantó. Solo inclinó la cabeza, y la invitó a sentarse a su lado. Rowena se sentó sin hablar.

—He venido a despedirme —dijo al fin.

Arun la miró, sereno.

—¿De nosotros?

—De Rowena… la que fui.

—¿Y qué harás con la que eres ahora?

Ella respiró profundo.

—Regresaré al origen.

Arun asintió.

—No te enseñamos nada que no supieras, ¿verdad?

Ella sonrió, con los ojos húmedos.

—Solo me ayudaron a recordar.

Se quedaron en silencio. Los demás miembros del grupo empezaban a llegar. Rowena se levantó, abrazó a Arun y luego a Mira.

Al llegar a casa, Douglas no estaba. Había salido a caminar, como solía hacer cuando algo lo inquietaba. Rowena dejó una nota breve, sin justificaciones:

No me voy por falta de amor,

me voy por fidelidad a mi alma.

Gracias por acompañarme hasta aquí.

Recogió su cuaderno, acomodó su ropa en una pequeña maleta y cerró la puerta con suavidad.

Mientras caminaba por las calles de Dean Village hacia la estación Edinburgh Waverley, una ráfaga de viento la envolvió por completo. No como un golpe, sino como un susurro. Y en él, Rowena creyó escuchar las palabras que desde hacía tiempo no necesitaba leer ni escribir:

Lo que eres ya te espera.

Camina.

jueves, 4 de septiembre de 2025

Una de policías (segunda parte)

Luis Orellana Díaz


Los días posteriores a la detención de Avico, las cuadrillas buscaron el cuerpo de Ligia río abajo siguiendo las riberas del Tomebamba. Desde el puente del vado, donde el carbonero aseguró haberlo arrojado esa noche lluviosa, se fueron internando kilómetro tras kilómetro en sentido de la corriente; por cañadas, barrancos intransitables y bosques densos. La búsqueda infructuosa fortalecía en la mente de los vecinos la idea de que el chico era inocente. Mi padre también dudaba al ver cómo se iban desarrollando los hechos. Sin embargo, tenía que seguir los protocolos al pie de la letra. ¿Qué más se podía hacer? El carbonero había confesado. Quizá dijo la verdad, quizá lo inventó por la presión de los investigadores. Su mente era un enigma que nadie intentó comprender hasta el día en que resultó incriminado.

Los calendarios se deshojaban como los álamos añosos    que, inclinados hacia la orilla del río, sumergían sus raíces en el agua, donde días atrás, Ligia nadaba junto a sus amigas. Las clases retomaron su rumbo, la escuela estaba absurdamente vacía; sin ella, los números y las palabras perdieron su significado. El maestro me tiraba de las patillas con frecuencia, cuando me sorprendía divagando en sus charlas de historia. Poco me importaba la guerra entre Huáscar y Atahualpa, ni el cuarto lleno de oro que le ofrecieron a Pizarro. Parecía que todos la habían olvidado y que solo mi mente la retenía con la porfía de un niño fascinado.

Cuando regresamos de vacaciones, mis hermanos y mi madre, intentamos retomar las relaciones con nuestros vecinos. Pero las amigas de mamá dejaron de visitarla con la frecuencia acostumbrada y terminaron por alejarse del todo. Papá, buscando tranquilizarla, le dijo que quizá se debía a al hecho de que su investigación estaba removiendo viejos secretos, e importunando a mucha gente. Ella sospechaba que los vecinos sabían algo que nosotros ignorábamos.

Nuestro grupo también había sufrido una desbandada, ya no jugábamos en las calles como antes. El estricto control de los padres nos mantenía puertas adentro. En nuestra ausencia, Manuel había conocido a una chica en el oratorio y el poco tiempo que disponía, entre el pan y los libros, viajaba raudo sobre su bicicleta hacia el norte de la ciudad. Los contados ratos que compartíamos, platicábamos sobre la hermosura de su niña y sobre el beso que le había robado. No volvimos a ver a Alfonso desde esa soleada tarde en el tejado, cuando estuvo a punto de revelarnos un secreto y fue interrumpido por la llegada inesperada de su padre a la bodega de sombreros. Carlitos era el único que se reunía conmigo en el tejado para hablar de Ligia.

A fines de octubre comenzó el juicio al carbonero. Me angustiaba al pensar que todos se habían olvidado de él y por ende de ella. En la gaceta del domingo una noticia lo anunciaba en no más de un centenar de palabras redactadas en una de sus páginas interiores. En casa el tema nunca dejó de estar presente:

—¿Fue él, el que lo hizo?, ¿por qué la dañó?, ¿por qué cortó sus trenzas y marcó su vestido? —preguntaba incrédula mi madre.

—Quizá nunca se sepa con certeza. El idiota no logra urdir frases coherentes, mucho menos, explicar las profundas desviaciones que pueden motivar a un asesino —comentó mi padre moviendo la cabeza.

—No podría creerlo ni viéndolo con mis propios ojos —aseveraba mamá, mientras unas lágrimas incipientes transformaban el azul de sus ojos en un océano de tristeza.

Papá fumaba un Chesterfield y miraba a través de la ventana como buscando las verdaderas causas de la desaparición. Sin volver la vista hacia mi madre, le dijo: «La investigación tiene muchas fallas y el coronel me está presionando para que dé el asunto por finiquitado. Mientras tanto, Soriano insiste en que pongamos todas las evidencias sobre la mesa: “Estos hechos sacrílegos no pueden quedar impunes”», imitaba sin darse cuenta la voz severa del cura: Mientras su mano viajaba una y otra vez entre sus labios y el cenicero, la habitación se impregnaba con el olor picante del cigarrillo, a pesar de que mamá mantenía las ventanas abiertas cuando él fumaba dentro de casa.

La delgadez de mi padre realzaba su talla, llevaba el bigote al estilo handlebar, con los extremos encerados, apuntando hacia arriba en dirección a las niñas de sus ojos. Era callado, severo, pero nunca cruel. Cuando bebía algunas copas, que era de vez en cuando, se ponía cariñoso y nos regalaba el dinero que llevaba en sus bolsillos. Mamá tenía que controlarnos para que no lo dejásemos limpio. Llegaba antes del anochecer con su uniforme beige y un casco blanco que semejaba una bacinilla con un borde negro en su base y un escudo en su parte frontal, sobre el cual, descansaba un cóndor —el buitre más grande del reino animal—. Nada que ver con los policías de la televisión. Yo no le ponía tanta fe, seguramente Simón Templar ya la hubiese encontrado.

Los vecinos que aceptaban las versiones policiales creían que la había dañado por accidente, que lo del vestido y la trenza dejados en la iglesia, eran solamente una manera de buscar el perdón divino, un simple ritual de un bobo arrepentido. Para mi padre, no pasaba de ser una movida de terceros que lo usaban como chivo expiatorio. El testimonio de una beata madrugadora, que vio al muchacho abandonar la iglesia a una hora en que la sacra nave se encontraba casi vacía, justo antes de que Soriano hallase la ofrenda macabra, fue lo que llevó a la policía a catear el quiosco en el que dormía Avico. El resto ya lo sabemos. Lo que allí se encontró terminó de sepultarlo… sin ninguna duda.

Pocos días después de apresado Avico, el sargento Orejuela había allanado la cabaña de las hermanas Gualpa en busca de Ligia o de algún indicio que ayudara a dar con su paradero. La noche que retornamos de Alausí, casi a la madrugada, mi padre le comentaba a mamá las cosas extrañas que allí encontró. Esa noche no pude dormir a causa de su terrible relato. Al día siguiente les conté a los chicos lo que mi padre encontró allí. Un sábado por la mañana, seguros de que las hermanas atendían sus negocios, invadimos la cabaña en secreto. Manuel se unió a la aventura. Era tanta la curiosidad que pospuso la cita con su chica. No es que hicieran mayor cosa: jugaban al monopolio, a las cartas y bebían jugo de limón. Las pocas veces que quedaban a solas, la tomaba de la mano y le robaba un beso. Eso era todo, aunque para nosotros… era todo lo que podíamos imaginar.

La cabaña se encontraba al sur, donde terminaba la ciudad y comenzaba el descampado, a unos pocos metros de un vertedero de basura que se llenaba de moscas durante el día y de ratas al caer la noche. Al mediodía el olor se ponía insoportable, sobre todo, cuando el sol golpeaba de lleno.

Era una casa de adobe, de paredes empapeladas con periódicos de hace varias décadas. Detrás de la cabaña había un largo galpón construido con cantos de eucalipto que desembocaba al fondo en un pasillo tenebroso con la forma de un túnel. Estaba cubierta de paja, era una bodega con estantes llenos de frascos de cristal. Los había de todos los tamaños, desde recipientes de perfume que contenían pequeños insectos, hasta grandes pomos con fetos humanos conservados en alcohol. Algunos guardaban reptiles, murciélagos y ponzoñas enormes como la mano de un hombre adulto.

Manuel me daba valor, de tanto en tanto, para que no abandonara la macabra escena. Más allá de los estantes, sobre una vieja mesa de tablones apolillados, descubrimos un arcón custodiado por aldabas corroídas. Parecía recién desenterrado, tenía lodo impregnado en sus paredes. Estoy seguro de que mi padre no lo descubrió en su incursión —lo habría mencionado en su relato—. La situación se volvía más tensa cada vez, y yo sentía que me fallaban las rodillas. Extrañas osamentas, fémures humanos y cráneos de perro yacían en su interior entreverados con una colección de pañuelos anudados. Algunos guardaban mechones de cabello, otros, anillos, e incluso ropa interior usada. Manuel los profanó con toda la sangre fría.

Removiéndolo descubrimos en el fondo un manuscrito grabado con tinta negra. Una pareja de perros con cabeza humana nos miraba desde su carátula. Mientras lo hojeábamos Manuel exclamó: «¡Son reales, los “gagones” son reales!». El chiflido de Carlitos anunciando la cercanía de las hermanas nos sacó del asombro. Se había quedado en el mercado con la bicicleta de Manuel para servirnos de «campana». No tuvimos tiempo de salir por donde ingresamos. A volandas atravesamos la larga bodega y cruzamos el obscuro pasillo que terminaba en el borde del barranco, en sus paredes vimos plantas secándose con las raíces hacia arriba. Por la prisa que llevábamos, resbalamos y caímos como dos bultos en la hondonada del río. La curiosidad —y luego el miedo— pudieron más que la prudencia.

Unos cuantos metros abajo alcanzamos la orilla opuesta. Jadeantes, empapados y sin aliento, nos escondimos en un maizal. Manuel sacó de sus pantalones el manuscrito. Era una sopa de papel y tinta, pero había partes de información aún legibles. Lo pusimos a secar. Nos llevó días desentrañar la poca información que no se había borrado con el agua. En la pasta, bajo la figura vigilante de los perros-humanos, decía: «Inimicos Casti Connubii». En la portada había una escena a colores que representaba las penas del purgatorio. Las palabras que más resonaban en mi mente, eran: concubinato, carne, alma, pecados; y frases como: «…perros apareándose con madres, hijas y hermanas... Inobservancia del celibato».

No dormimos durante varias noches pensando en los humanos convertidos en perros a causa de sus pecados o de los pecados de sus ancestros. Escondimos el manuscrito en una casa abandonada en medio del bosque. Nadie quería correr el riesgo de guardarlo en la suya. Al fin, lo terminamos quemando en un ritual improvisado, con la esperanza de que el humo expiara nuestras culpas.

Huíamos de los confesionarios y sentíamos que las hermanas nos pisaban los talones. Carlitos no quería dejar la cama y faltó a la escuela. Manuel se alejó de su amiga, él que era tan valiente tenía miedo de cruzar a solas la ciudad. Una noche soñó con Aguirre y con doña Elena que, transformados en perros, rondaban la panadería en busca del manuscrito. Cuando despertó juraba que eran reales.

El día en que la doña falleció a causa de un infarto, unos días después de que quemáramos el manuscrito, yo ardía en fiebres. El médico me había subministrado un vermífugo y un purgante. Al marcharse recomendó un enema con agua de manzanilla. No había nada más humillante que te introdujeran una sonda rectal, pero al día siguiente estaba aliviado. Al abrir los ojos me encontré cara a cara con Alfonso, Carlitos lo acompañaba al lado derecho de mi cabecera. Un sonido extraño me llamó la atención desde el otro lado de la cama: «Bee, bee, bee…», era Manuel haciendo vibrar sus labios y simulando el balido de una oveja. Yo usaba un mono que mi madre me había tejido con lana de borrego y que incluía una gorra con unas orejitas de cordero. Me alegré al comprobar que mi amigo había recuperado su buen humor.

La información que Alfonso poseía podía ser crucial para resolver el caso y llegó justo cuando estábamos convencidos de que algo sobrenatural se había llevado a Ligia. Teníamos que actuar con urgencia, las vacaciones de Alfonso estaban por terminar, en unos días regresaría al internado donde su padre lo recluyó para alejarlo del barrio. Otra vez sobre los tejados volvíamos a conspirar como en las mejores series policiales. La noche de aquel día en el que desapareció la niña, Alfonso había asistido en secreto a una asamblea satánica en el sótano de su casa, al cual tenía prohibido llegar cuando los invitados de su padre se reunían bajo llave.

Alfonso nos lo contó con la voz rota. Yo lo escribo como lo recuerdo: En los primeros días que siguieron a la terrorífica vivencia, Alfonso anduvo como un zombi que no lograba distinguir la diferencia entre el sueño y la realidad. La causa, un amargo brebaje que su padre le obligó a beber esa misma noche después de que todos se marcharon y él tiritaba de miedo de regreso en su cama. Con el paso del tiempo y la sumatoria de los sucesos que se volvieron públicos, fue recuperando poco a poco los detalles de aquella experiencia que ahora les comparto:

Venciendo el terror que le infundía su progenitor, Alfonso se coló por un amplio respiradero que comenzaba en lo alto del sótano y daba hacia el bosque de eucaliptos. Atraído por el ruido de cánticos y rezos, se asomó detrás de unas rejillas de hierro carcomidas por la humedad para contemplar con los ojos desorbitados aquella escena barroca en la que: Hombres colocados sobre las aristas de un pentagrama marcado en el piso del sótano, inclinaban y levantaban sus cabezas ocultas por sendas capuchas. Balanceaban incensarios de los que emanaba un humo dulce y picante que por poco lo hacía estornudar. 

Este ritual duró algunos minutos que a él le parecieron eternos. Conforme la sesión avanzaba, se sentía mareado a causa del humo y del eco de los mantras. Luego de un tiempo el sótano quedó en silencio. Se apagaron los inciensos. Los hombres se quitaron las capuchas y se acostaron boca abajo a lo largo de los brazos de la estrella juntando sus cabezas en el centro de la misma. Detrás de una cortina apareció un individuo pequeño de caminar desgarbado, vestía como el joker de las barajas francesas. Con parsimonia fue colocando y encendiendo velas alrededor del pentagrama. Al cerrar el círculo, se retiró caminando hacia atrás con la cabeza inclinada, mirando al suelo como haciendo una reverencia.

Los hombres se irguieron lentamente y cantaron en un extraño idioma. La cortina se volvió a abrir y apareció el joker junto a una niña desnuda. Llevaba una corona de flores. Su rostro estaba cubierto por una máscara. Parecía hipnotizada, caminaba como sonámbula guiada por la mano del joker quien la condujo hasta el centro del círculo y la dejó allí. La máscara negra no tenía aberturas, solamente unos soles pintados que simulaban ojos y una media luna que hacía las veces de boca. La comitiva comenzó a rezar en voz alta. Después de un tiempo se hizo silencio y el joker volvió a aparecer detrás de la cortina, pero esta vez traía una cabra con grandes cornamentas enrolladas. La llevó hasta donde esperaba la niña, la amarró a una estaca en el centro de la estrella. El animal la olfateó de pies a cabeza y lamió partes de su cuerpo. Ella se mostraba ajena a todo.

Cuando parecía que el sótano se había congelado, la luz de un reflector alumbró el centro de la estrella desterrando la semioscuridad de las velas. Alfonso pudo distinguir con claridad los tonos blanquinegros de la cabra y el cuerpo de la niña que resplandecía como el nácar. El círculo donde los hombres esperaban de pie se mantenía en penumbra. De pronto, el joker penetró en el cono de luz con toda la parafernalia para una boda. Procedió a lavar el cuerpo de la niña, para luego calzarle un vestido blanco con lentejuelas de plata y puso un ramo de azares en sus manos. Por fin adornó a la cabra con un collar de flores y colmó de azares su cornamenta.

Los participantes cantaron en voz alta, incluido el joker. Solo entonces, Alfonso lo reconoció por su cabello ensortijado y su dentadura destartalada: era el carbonero. Terminada su labor, el joker se retiró repitiendo las mismas reverencias. El silencio volvió a reinar, uno de los hombres del círculo se acercó a la niña con un cáliz en su mano y le untó la frente con una sustancia aceitosa de color rojo bermellón. Procedió de manera similar con la frente del carnero. Acto seguido, se puso de bruces en actitud adoratriz, el resto de participantes lo imitaron.

Luego de un tiempo prolongado se levantó y sacando una daga bajo su manto marcó una cruz invertida en la mano diestra de la niña. Ella seguía impasible, no emitía sonido alguno, ni mostraba gestos de dolor. Tomando la mano herida untó con la sangre de la niña los cuernos de la cabra.

A la luz de la lámpara, la identidad del oficiante se hizo patente: era Aguirre. Llevaba un manto de liturgia con una cruz invertida que brillaba como el oro. Alfonso lo identificó inequívocamente por su rostro anguloso de color cetrino y su cabeza tonsurada. Lo que siguió heló la sangre de nuestro amigo:

Con una violencia repentina el satánico cura procedió a degollar al animal. Un balido grave retumbó en el macabro espacio. El joker, que sostenía al carnero agonizante por los cuernos, emitía un sonido electrizante, una mescla de risas y de llanto. La sangre esparcida por los movimientos estertóreos de la víctima mancilló el vestido de plata de la niña y la librea del cura. Con el animal silenciado, Aguirre puso la daga en el cuello de la niña.

Sin poder contenerse, Alfonso gritó y empujó los barrotes corroídos. Estos se desprendieron de la húmeda pared cayendo dentro del sótano. El asombro se apoderó de macabro aquelarre, mientras nuestro amigo huía arrastrándose en sentido contrario por el canal de ventilación. Iba tiritando bajo un aguacero infernal, no sentía las piernas y le faltaba el aire.

No paró de correr hasta llegar a su cama. Allí permaneció encorvado y en posición fetal, cubierto con las mantas hasta la cabeza. Las imágenes de terror se repetían una y otra vez en su mente sin permitirle conciliar el sueño, hasta que llegó su padre más enfurecido que nunca y le obligó a tomar aquel brebaje amargo. Lo último que recuerda de esa noche: el rostro siniestro de don Alfonso marcado por la furia y esa mueca de desdén en los labios del viejo, que comenzó a notarse a partir del día en que su madre los abandonó.

Con Avico tras las rejas, don Alfonso bajó la guardia y le permitió más libertad a su hijo. El último fin de semana que compartimos con Alfonso nos lo pasamos sobre los tejados, reviviendo al detalle su experiencia sobrecogedora hasta rescatarla de su memoria lo más nítida posible. El paso siguiente era compartirla con mi padre. ¿Cómo lo haríamos? Le dimos mil vueltas al asunto, lo más fácil era que lo relatáramos directamente. No obstante, decírselo, así como así, sería como sacar a la luz los oscuros asuntos en los que andábamos metidos. Temíamos por su reacción, lo menos que podía sucedernos era terminar encerrados en un internado como lo hizo don Alfonso con su hijo.

Una vez más, Manuel encontró una manera idónea de hacerlo sin comprometernos en forma directa. Había que dejar la información en su escritorio, algo fidedigno que lo incitara a investigar el sótano en cuestión. Escribimos una nota con letras recortadas de revistas y periódicos, pegadas sobre un papel en blanco; como lo vimos ejecutar a un secuestrador en una serie de televisión. La nota tenía la forma de un acertijo, parecida a las que usaba el Enigma —el archi enemigo de Batman en la serie televisiva de la ABC—: «Si debajo de un sombrero puede surgir un conejo, ¿por qué no podría surgir una niña debajo de cien sombreros?».

Alfonso partió un lunes gris, amenazantes nubarrones se condensaban sobre los Andes, un empleado de su padre lo llevó al terminal. Cargaba un morralito de cuero con tapas de madera, usaba una boina negra y un saco azul marino con una escarapela del instituto en la solapa. Agitando su escuálida mano tras la sucia ventana del micro se despidió de nosotros. Tenía los ojos vidriosos, como presintiendo que sería la última vez que nos veríamos. Con su puño en alto, en señal de fuerza, Manuel lo persiguió en su bicicleta por un largo trecho, mientras el bus desaparecía tras las curvas de la carretera. Una rara enfermedad lo fue menguando. Años después me enteré que falleció, los médicos no estaban seguros si fue la tisis. Cursaba el penúltimo ciclo del instituto.

Ese mismo día, a la hora del almuerzo, la nota apareció en la estación de policía sobre el escritorio mi padre. Yo la dejé allí con el pretexto de entregarle la vianda que le enviaba mi madre. Por la noche, papá estaba tan distraído que mamá tenía que preguntarle dos veces las mismas cosas. Iba y venía de la sala al comedor, se detenía frente a la venta y, extrañamente, no fumaba. Algo tramaba. Yo estaba seguro que descubrió la nota, me picaba la lengua por preguntarle al respecto, pero me contuve recordando las advertencias de Manuel. Por fin, cuando fueron a la cama, habló sobre la nota con mi madre. No tuvo que atar muchos cabos, el acertijo le remitía directamente al sombrerero. Don Alfonso Ortega era un próspero comerciante, el primero en exportar sombreros de paja toquilla a Panamá.

El sargento Orejuela sospechaba desde hace tiempo que don Alfonso era miembro de una cofradía, lo que no sabía, a ciencia cierta, era el carácter de aquella hermandad. Su mansión, contigua a la iglesia, ostentaba un frente con amplios ventanales y balcones, desde donde se divisaba la zona residencial de la ciudad, a su margen derecho había un pequeño bosque de eucaliptos que terminaba en el rio. La parte posterior de la casa, un inmenso bloque de ladrillo visto, se erguía imponente como dando la espalda a la pobreza que reinaba en nuestro barrio. Adosado al bloque se levantaba un galpón en el que se trataba y secaba los sombreros.

Mamá insistió que comentara la nota con el coronel, él se mostraba reticente, pensaba que su superior no estaba interesado en averiguar el asunto a fondo, es más, le había conminado a que dejara el caso como estaba. Mamá lamentaría por años el consejo que le dio esa noche: «Comparte la nota con el coronel, ¡es tu deber!». Solo unos días después de aquello, mi padre fue transferido como apoyo a una cuadrilla de guardas de estanco para controlar el contrabando de alcohol. Allí encontraría la muerte a manos de uno de los propios guardias que alegó un accidente.

Nadie en el barrio se solidarizó con nosotros, había un miedo oculto en cada vecino. Parecía que todos sabían algo que ignorábamos. Soriano ofició una sentida liturgia a la que asistieron la abuela y una hermana de mi padre que vino de la costa. Carlitos y Manuel me saludaron desde la última banca de la iglesia y se marcharon antes de que terminara el oficio. Nunca más supe se ellos. Con mi padre bajo tierra, partimos para Alausí junto con la abuela.

Esta historia comenzó a redactarse a modo de una carta dirigida al policía más integró que había conocido hasta entonces: Agustín Orejuela. No era tan apuesto como Moore, ni vestía en Savile Rou, pero tenía un sentido del deber a toda prueba. Adolescente aún, trabajé esta crónica como una catarsis por la memoria de mi padre. Se convirtió en un relato cuando cursaba mi carrera de periodismo en la capital, a donde fuimos a parar con mi madre y mis hermanos buscando mejores días.

Crecí con la culpa de haber propiciado la muerte de papá. Un día, siendo ya un profesional del periodismo, yo mismo enfrente a la muerte por publicar la verdad de ciertos hechos que por ahora no vienen al caso. Allí comprendí que el destino y el deber son inseparables.

Inconclusa y rezagada, esta narración habitaba el limbo de los cuadernos olvidados en uno de los tantos cajones de la casa materna; hasta un día, en el que, por ese extraño azar que nos aguarda en algún cruce de caminos, conocí a Eva María del Espíritu Santo vicaria del convento de las Madres Agustinas de la Encarnación. Un agosto veinte y siete, día de Santa Mónica de Hipona —era domingo y hacía mucho frío en la capital—, una llamada me sacó de la cama, donde yacía embutido entre mantas mirando la televisión.

La voz del jefe de redacción, con ese timbre de barítono, me conminó:

—Necesito que entrevistes a la priora del convento de las agustinas. Hoy inauguran una de las bibliotecas más completas de la ciudad.

La orden me tomó por sorpresa y me quedé en silencio. Estaba por preguntarle sobre la reportera de cultura, cuando él se adelantó a decirme:

—Patricia amaneció afónica, estos días tan fríos han minado su salud.

—Si no hay otra alternativa, por mí no hay problema —respondí a regañadientes.

A las nueve estábamos, el camarógrafo y yo, en el despacho de la madre superiora. La entrevista duró un cuarto de hora aproximadamente. Al concluir, la priora nos dejó a cargo de la vicaria para que nos guiara a través de la biblioteca.

Eva María del Espíritu Santo era una monja distinguida, de vivaces ojos negros, de tez blanca, un tanto sonrosada. Hablaba de forma pausada, pero arrastrando las erres. Bajo su hábito marrón, levemente ajustado por un cinturón de cuero, podía imaginarme su cuerpo espigado. Caminaba erguida y en todo momento llevaba los brazos cruzados a la altura del abdomen, con las manos ocultas dentro de las anchas mangas de su túnica. Siguiendo sus pasos a lo largo de la biblioteca, atento a las metódicas descripciones que nos proporcionaba, fui haciéndome una idea de su refinada cultura. Conforme pasaba los minutos en su compañía un aire familiar iba surgiendo de sus formas y sus modos. No fue hasta que extendí mi mano para despedirme, que pude ver una gruesa cicatriz en forma de cruz en la palma de la suya.

Una extraña sensación me acompañó el resto de la tarde. Cuando obscureció necesité más que nunca de un amigo, pero un domingo por la noche, un amigo es el bien más escaso. En la oscuridad de una sala de cine, esa sensación iba y venía entre los pistoletazos de los vaqueros y el relinchar de los caballos, hasta que una imagen se consolidó en mi mente: «¡Ligia…como no, era Ligia!, ¡la vicaria era Ligia! ¿Quién más, sino ella?». Abandoné el cine e hice a pie el largo camino de regreso a casa, tratando de barajar las infinitas posibilidades de que algo así estuviese sucediendo. Toda mi infancia se convirtió en un sueño, en algo falaz, en un espejismo.

A primera hora del lunes estuve de vuelta en la biblioteca para hablar con la vicaria. Una cita con ella era imposible. Sin darme por vencido continúe yendo los momentos que tenía libre. Hasta que una mañana, a primera hora, al ingresar a la biblioteca la vi. Estaba sentada con un gran tomo abierto frente a ella y rodeada de jóvenes. Fui directo y me ubiqué entre el grupo. Impartía lecciones de la Suma Teológica de Santo Tomas. Inmediatamente notó mi presencia, seguro reconoció al periodista, aunque no a su compañero de escuela. Luego de un tiempo prudente, aprovechando la tanda de preguntas hice la mía, pero tuve la audacia de llamarle: Ligia. Por unos segundos su rostro se puso tenso y frunció su ceño, cuando recobró la compostura contestó mi pregunta con una claridad meridiana y dio por terminada la lección.

Las semanas que siguieron visité la biblioteca con frecuencia. Las contadas veces que coincidíamos intentaba abordarla, pero ella me evitaba en todo momento. Un buen día, quizá convencida de que no me daría por vencido, me recibió en su despacho con la condición de que sería la única vez que hablaría conmigo. Ligia escuchó en silencio toda la versión de mi historia. Su rostro, al principio calmado, pasaba del asombro a la tristeza según crecía mi relato.

«Lo siento por tu padre», me dijo cuando quedé en silencio. «Lo siento por Alfonso, pero más lo siento por el pobre Avico, ¡él sí que fue un alma noble! Después de mi Señor —se persignó—, a ellos les debo la vida». Con las manos juntas a la altura de sus labios hizo una oración en su nombre. Así, en actitud contrita, era la Ligia que yo conocía y lucía más hermosa que nunca.

Me confió su historia bajo el juramento de mantenerla en reserva hasta que pereciera el último miembro de aquel diabólico aquelarre. A parte de Aguirre; don Alfonso, el coronel Sanches, el boticario Sojos y el diputado Ledesma eran miembros del partido liberal y bajo la guía del cura formaban la secta masónica de los «Pentas». Para esa fecha, Aguirre, el mayor de todos, agonizaba en una clinica privada; los otros ya se encontraban bajo tierra, a él le faltaba dos años para cumplir la centuria.

En palabras de Ligia, el ritual de esa noche pretendía ser una boda y un sacrifico. La boda se consumó, pero el sacrificio fue interrumpido por todo el alboroto que causó Alfonso. Temiendo que se tratase de las autoridades, que ya buscaban a la niña, los miembros del pentagrama se dispersaron en diferentes direcciones; dejando a Ligia bajo la custodia del carbonero, quien debía esconderla en un lugar predeterminado hasta nuevo aviso.

Con Ligia en brazos y contrariando las órdenes de Aguirre, que le tenía a su servicio por unas simples monedas; el carbonero, que no era el «shunsho» que simulaba ser, apareció con la niña aún sedada en casa de Maruja. La yerbatera, al tanto de las prácticas de los «Pentas», a los que ocasionalmente servía; reconoció en la niña el efecto de la adormidera que le administró el boticario. Sin pérdida de tiempo preparó un brebaje que le devolvió la conciencia y la bañó con una infusión de «carne humana» —una yerba de gran poder cicatrizante—. Vendó su mano que aún sangraba, le cortó las trenzas que las llevaba recogidas sobre la cabeza y la vistió con las ropas de un muchacho.

Arriesgándose a sufrir la ira de sus poderosos aliados, Maruja montó a Ligia en la mula del chico, camuflada entre sacos de carbón. Le dio a Avico las instrucciones precisas para que llegaran a su destino y le hizo repetir a la niña la frase que le serviría de santo y seña. Salieron de la ciudad protegidos de los curiosos por un aguacero inclemente.

Avanzaron una noche y un día sin detenerse más que para comer unas tortillas de maíz con agua de panela. Una íntima de Maruja la recibió en un pueblo lejano al norte de los Andes y la trasladó a un convento de la capital. La clave que le abriría las puertas decía así: «Aunque es la esposa del ángel caído, sigue siendo la primogénita de Dios».

Su relato le devolvió el sentido a mi vida.

Cuando me despedí, asegurándole que cumpliría mi promesa, me extendió la mano. En lugar de estrecharla como se acostumbra, me incliné y posé mis labios sobre su cicatriz en señal de reverencia. Al abandonar su despacho me regaló una frase para el camino: «Noli foras ire, in teipsum reddi; in interiore homine habitat veritas». Al notar mi confusión, la repitió en castellano: «No busques fuera, entra en ti mismo; en el interior del hombre habita la verdad». Una máxima de San Agustín que desde entonces me ha servido las veces que he extraviado mi camino.