María Paz Navea Tolmos
—Quince años… justo a tiempo —murmuró la mujer de
negro sin parpadear—. No dejes que nadie te visite esta noche.
Elena no supo qué responder. Apenas si logró esquivar
esa mirada de piedra que la siguió por toda la plaza.
Había vuelto a San Elías a pasar el verano con sus
abuelos. Y aunque el pueblo le parecía igual de pequeño que la última vez que lo visitó, ella había
crecido. Acababa de cumplir quince años.
La primera noche, Elena se aseguró de cerrar todas las
puertas y ventanas, convenciéndose de que era solo por el frío. Porque, aunque
en San Elías el cielo no se agitaba —ni con truenos ni relámpagos—, el viento jamás
se detenía.
A las tres de la mañana, una ráfaga violenta abrió las
ventanas de su habitación de par en par. Y con ella, un susurro rozó su oído:
«¿Y si…?». Elena se despertó de inmediato. Se quedó inmóvil, con los ojos
abiertos en la oscuridad. Estaba segura de haber oído una voz.
—¿Quién anda ahí? —preguntó temblorosa.
No hubo respuesta. Solo el sonido del viento golpeando
la casa. Elena recorrió la habitación con la mirada y, al no ver nada, se
levantó y se asomó por la ventana. Se quedó mirando al cielo por un instante.
Estaba particularmente desolado, más oscuro que nunca. De pronto, un escalofrío
le recorrió el cuerpo de pies a cabeza y, sin pensarlo, cerró de golpe las
ventanas y corrió las cortinas. Afuera, el viento seguía soplando con una furia
persistente, azotando los vidrios, como si la noche buscara una forma de entrar
y hacerle compañía.
Cuando estaba por regresar a su cama, de pronto,
escuchó que algo empezó a rasgar la puerta. Sonaba como si alguien —o algo— del
otro lado quisiera arrancar la madera poco a poco. Elena se paralizó. Apenas
podía respirar. Pero no pasó mucho hasta que la puerta se movió. Era Cometa, su
perro, temblando de frío.
Elena exhaló. Se agachó y lo abrazó con fuerza. Lo
llevó a dormir con ella. Sabía que a su abuela no le gustaba que subiera a
Cometa a la cama —«deja mucho pelo», decía siempre con el ceño fruncido—, pero ella
ya no era una niña, sabía lo que hacía. Se acurrucaron juntos bajo las cobijas,
y poco a poco, la respiración del perro fue acompasando la suya. Y aunque el
frío no se fue del todo, ella logró calmarse y durmió.
A la mañana siguiente, la casa olía a mantequilla
derretida. Elena bajó a la cocina, Cometa la siguió. Su abuela estaba de
espaldas, removiendo algo en la olla con una cuchara de palo.
—Te acostaste tarde —le dijo sin voltear—. Hoy no hace
tanto frío.
Elena asintió, aunque todavía tenía los pies helados. Su
perro se acomodó en la alfombra, junto al fogón. Parecía tranquilo.
—Recoge tus cosas de la mesa, voy a servir el desayuno
—le pidió la abuela con amabilidad.
—¿Y el abuelo? —preguntó Elena, mientras obedecía.
La abuela no respondió. Elena tampoco insistió. Solo
bajó la mirada y bebió un sorbo de té, como si eso pudiera calentarle el cuerpo.
Después del desayuno, ayudó a lavar los platos. Cometa
rondaba cerca, como cuidándola. Cuando terminó, la abuela le dijo
que podía salir a dar una vuelta, pero que tuviera cuidado y no conversara con
extraños.
—Yo sé lo que tengo que hacer —dijo Elena, algo
incómoda—, ya estoy grande.
—Solo prométeme que si alguien te pregunta tu edad no
responderás —contestó su abuela.
—¿Por qué? —preguntó Elena, con el ceño fruncido.
—Por si acaso —respondió después de unos segundos.
Elena no dijo más. Agarró su casaca y salió. El cielo estaba encapotado,
pero el viento parecía haber cesado. Las calles de San Elías se veían más
vacías que el día anterior, probablemente por el mal clima. Aun así, una figura
permanecía inmóvil en el mismo banco de la plaza: la mujer de negro.
Cuando Elena pasó frente a ella, evitó mirarla.
Mantuvo la vista fija en las piedras del camino, como si ignorarla pudiera
hacerla desaparecer. Pero cuando estaba por llegar a la esquina, la escuchó:
—¿Y si ya te vio?
Elena se detuvo en seco. Sintió cómo la piel se le
erizaba desde la nuca hasta los talones. Giró lentamente, temiendo encontrarla
justo detrás. Pero no. La mujer seguía sentada, inmóvil. Como si no hubiese
dicho nada.
—¿Quién me vio? —preguntó Elena, mirándola sin moverse
de donde estaba.
La mujer, aún con los ojos clavados en el cielo,
separó ligeramente sus labios, secos y apretados.
—Tú sabes quién —murmuró—. La que viene cuando se
apagan los «Por qués».
Elena frunció el ceño.
—¿Qué dice? ¿Quién es usted?
La mujer soltó una risa bajísima, casi un suspiro.
Luego, sin mirarla, dijo: «No preguntes más. Mientras menos dudes, es mejor.
Pero cuidado… los “Y si” ya empezaron a abrir la puerta».
—¿Los qué?
—Ya te están llamando —susurró, esta vez sin mover los
labios—. Y tú… tú los estás escuchando.
Elena retrocedió un paso. Y luego otro. Pero no echó a
correr.
Inspiró hondo, sostuvo la mirada unos segundos más y, como si no tuviera miedo,
se retiró de la plaza con calma.
Cuando llegó a casa, notó que el portón de madera que
daba al bosque estaba abierto. Elena se detuvo frente a él. Sus abuelos habían
clausurado esa puerta trasera cuando ella era una niña.
—¿Abuela? —llamó Elena, sin recibir respuesta—. ¿Abuelo?
—Pasa, cariño —respondió él desde el fondo de la casa, con una voz cálida.
Parecía que tenía más ganas de hablar que su abuela por la mañana.
Elena cruzó el pasillo. Lo encontró en la cocina,
sentado junto al fogón con una manta sobre las piernas y una taza humeante
entre las manos.
—¿Dónde estuviste? —preguntó ella.
—Salí a hacer unas compras —dijo sonriendo—. Te traje
un cuaderno. Sé que pronto empezarás con tus apuntes, tus dibujitos… o lo que
quieras escribir. Está en la bolsa de cartón, sobre la mesa del comedor.
Elena asintió distraída.
—Abuelo… ¿quién es esa mujer de la plaza? ¿Por qué
siempre está ahí, sola?
El viejo alzó la vista lentamente. La sonrisa se le
borró. Por un segundo, uno solo, algo cruzó por su rostro. Algo que Elena no le
había visto antes: miedo.
—¿Te habló? —preguntó, sin rodeos.
Elena desvió la mirada unos segundos antes de
responder.
—No sé… un poco. Me dijo algo raro.
—¿Qué te dijo? —preguntó el abuelo mientras dejaba la
taza en la mesa sin hacer ruido.
—Solo… que no deje que nadie me visite por la noche.
—Entonces ya empezó —murmuró el hombre quieto, mirando
la llama del fogón.
—¿Entonces ya empezó qué? —preguntó Elena curiosa.
El abuelo tardó en responder. Tomó la cuchara, removió
el té sin probarlo, como si buscara las palabras en el fondo de la taza.
—Tu abuela no quiere que hablemos de eso —dijo casi susurrando—.
Cree que, si no se nombra, no existe. Pero hay cosas que existen, aunque uno no las nombre. Especialmente en San Elías.
Elena se sentó frente a su abuelo, pero no dijo nada.
—¿Por qué no traes el cuaderno que te regalé? —preguntó
él.
Ella asintió y caminó hacia el comedor. La bolsa
estaba ahí, junto al frutero. Pero al acercarse más, notó que estaba abierta.
Al igual que el cuaderno. El empaque estaba sobre la mesa, arrugado, como si
alguien lo hubiese rasgado con prisa. Y el cuaderno… abierto justo por la mitad.
En el, una frase escrita con torpeza —como por una mano pequeña y temblorosa—,
manchaba el centro de la página: «No te olvides de mí».
Debajo, en letras aún más pequeñas, casi escondidas
entre los renglones un: «Por qué».
Al ver esto sintió que el estómago se le revolvía. Reconocía
esa forma de escribir. No sabía de dónde, pero lo hacía. No quiso darle mucha
importancia, pensó que alguien grande como ella no tenía por qué hacerlo. Así
que cerró el cuaderno y, después de agradecerle a su abuelo, lo escondió en su
habitación.
Esa tarde fingió dolor de cabeza para no acompañar a
su abuela al mercado, y se quedó en su habitación con Cometa, que dormía
encogido a sus pies. Elena no abrió el cuaderno. Ni siquiera lo miró. Lo había
metido entre ropa vieja, en la parte más alta del armario. Pero al anochecer,
cuando fue a buscar su cepillo, lo encontró de nuevo sobre la cama.
Estaba abierto. En su primera hoja manchado por una
letra más torcida. Como si le hubieran escrito con la mano contraria: «¿Y si te
olvidas del “Por qué”?».
Casi al instante, su abuela entró a la habitación y se detuvo en seco al ver el
cuaderno. No preguntó nada. Solo lo miró como si supiera algo.
—Tienes que dejar de prestarle atención a esas cosas
—dijo ella sin alzar la voz, pero con una firmeza que a Elena le pareció más
grave que un grito.
Se acercó a la cama y cerró el cuaderno.
—Las ventanas no deben abrirse de noche —añadió, mientras sacaba un pequeño
candado del bolsillo de su delantal—. Sobre todo, en esta habitación… el viento
trae cosas que no deberían entrar.
Elena no dijo nada. Observó cómo su abuela aseguraba
la ventana como quien sella una tumba.
—No lo busques más —advirtió después de tomar el
cuaderno—. Lo voy a guardar donde no puedas encontrarlo.
Y entonces cerró la puerta al salir. Esa noche, Elena
no durmió bien. Soñó en negro. Como si alguien hubiera arrancado las páginas de
sus recuerdos y dejado solo el hueco. No había imágenes ni voces. Fue la
primera vez que Elena no veía nada en sus sueños.
Cuando abrió los ojos, ya era de día, pero el cuarto seguía oscuro. Las
cortinas cerradas, la ventana bloqueada y el candado firme. Se sentó en la cama
con una sensación extraña.
—Cometa —llamó, con voz ronca pero no recibió respuesta—.
¡Cometa! —repitió, más fuerte.
Pero el perro no aparecía. Se levantó de golpe y buscó
debajo de la cama. Nada. Abrió el ropero, miró detrás de la puerta, salió al
pasillo, pero nada.
—¿Abuela? —preguntó gritando y tampoco obtuvo
respuesta.
Bajó a la cocina. La casa olía a té, pero estaba
vacía. En la alfombra, justo donde Cometa dormía siempre, había una sola huella
de barro. Elena tragó saliva. Salió corriendo al patio. Lo llamó. Silbó. Miró
por todos lados hasta que lo vio al borde del bosque. Era la figura de Cometa,
estaba alejándose entre los árboles.
—¡Cometa! —gritó Elena con fuerza, pero el perro no se
detuvo.
Y entonces, una voz surgió detrás de ella.
—Lo olvidaste por un momento —susurró alguien—. Él se
fue a buscarte.
Elena giró sobre sus talones. La mujer de negro estaba
parada en medio del jardín delantero de la casa.
—¿Dónde está? —preguntó Elena, con el corazón
golpeándole el pecho.
—Donde van los que se quedan sin «Por qués».
La mujer no dijo más. Solo la miró, como si esperara
que lo entendiera todo.
—No es justo —gritó, sin saber si le hablaba a la
mujer, a sí misma o al bosque.
—Tú le abriste la puerta —dijo con suavidad—. Basta
con dudar para que entre.
—¡No dudé! —gritó Elena, para después voltear hacia
donde vio a Cometa por última vez—. Yo no quería… yo…
Pero la mujer ya no estaba. Ni una sombra. Ni un
rastro. Elena bajó la vista y allí, justo donde la mujer había estado, quedaba
algo: una página rasgada del cuaderno que le regaló su abuelo, con una sola
línea escrita con la misma mano contraria: «¿Y si ya no puedes volver?».
Elena guardó la hoja arrugada en el bolsillo y entró a
la casa nuevamente.
Estando en su habitación, se puso un abrigo sobre el pijama, metió los pies en
unas zapatillas viejas y salió corriendo hacia la plaza. El viento había
vuelto. No tan fuerte como antes, pero lo suficiente como para levantar las
hojas secas y hacerlas girar a su alrededor, como si de impedirle avanzar se
tratara. Cuando llegó, el banco estaba vacío.
—¡¿Dónde estás?! —gritó, mirando a todos lados—. ¡Dime
qué tengo que hacer! ¡Dímelo!
El silencio le respondió primero. Luego, la campana de
la iglesia, aunque no eran horas de misa. Y por fin, una voz seca y baja dijo
desde atrás: «Pensé que tardarías más».
Elena se giró. La mujer estaba parada junto a la fuente, como si siempre
hubiese estado ahí.
—¿Dónde está Cometa? —preguntó Elena, sin rodeos—.
¿Cómo lo recupero?
La mujer la miró, con esos ojos que parecían vacíos y,
sin embargo, lo veían todo.
—Para recuperarlo, debes ir a dónde van los «Por qués»
olvidados —respondió—. Pero cuidado: allá también viven los «Y si»….
—¿Dónde es eso?
—Donde el bosque comienza y la memoria termina.
—No entiendo —dijo Elena.
La mujer se acercó un paso. Parecía cansada.
—Ningún adulto ha llegado hasta ahí sin perder algo.
Pero tú aún estás en medio. Ni niña, ni grande. Por eso te dejaron la puerta
entreabierta.
—¿Y si no voy? —preguntó Elena desafiante.
—Entonces perderás más que a Cometa —respondió la
mujer, y le puso en la mano una pequeña canica de vidrio con un remolino azul
en el centro.
—Por si lo olvidas de nuevo —dijo—. Los «Por qués»
siempre dejan rastro. Solo hay que saber mirar.
Elena recordaba esa canica de algún lugar. No sabía si
era un recuerdo real o uno de esos sueños que se instalan tan hondo que parecen
verdad. Quiso preguntarle qué era eso, pero al levantar el rostro, la mujer ya
no estaba.
Volvió a casa apretando la canica con su puño, como si su calor pudiera
sostenerla un poco más. Subió a su habitación y abrió el armario. Ahí, detrás
de los abrigos viejos y las cajas olvidadas, encontró la mochila que usaba
cuando era niña. Estaba empolvada, pero aún olía a plastilina y lonchera. Se
quedó mirándola un momento y al abrirla encontró muchos juguetes que casi no
recordaba cómo usar y el cuaderno que su abuela le había quitado con una hoja
suelta al medio: «Cuando sea grande, no voy a olvidarme de esto». No sabía
quién había escrito esa nota, pero al no encontrar otra mochila, decidió salir
con esa. Traía tanta prisa, que ni siquiera la vació.
Bajó las escaleras con la mochila en la espalda. No
había ruido, ni rastro de sus abuelos. Como si hubiesen desaparecido. Antes de
salir guardó la canica en su bolsillo, agarró una linterna, una botella de agua
y unas galletas envueltas en papel manteca.
Giró para ver el reloj. Marcaba las seis en punto,
aunque afuera parecía medianoche. Elena abrió el portón trasero de la casa, se
detuvo a mirar el bosque por unos segundos, cerró el puño sobre su abrigo como
si tomara impulso… y salió decidida.
Apenas cruzó la puerta, el aire cambió. No era solo el
frío: era el silencio.
El bosque de San Elías no empezaba con árboles, sino con sus sombras: largas y
densas, como si de una advertencia se tratara. Pero antes de que pudiera
reconsiderarlo, ya estaba dentro.
Caminó con la linterna apuntando al suelo. Cada rama
crujía como si quisiera delatarla. Al llegar a un claro, sintió que algo se
movía entre los arbustos y se detuvo. Y entonces lo escuchó: un jadeo suave.
Familiar.
—¿Cometa? —preguntó temerosa.
Pero nada. Luego, otro sonido. Algo que parecía un
lamento. Elena apretó la linterna entre los dedos y avanzó. La maleza cedía
bajo sus pasos como si el bosque la empujara hacia adelante. Hasta que la vio:
era una mujer. Estaba sentada de espaldas y encogida. Sollozaba con un temblor
seco, como si ya no tuviera lágrimas.
—¿Señora? —murmuró Elena, aunque algo en su cuerpo le
gritaba que no avanzara.
La mujer no respondió. Elena la miró detenidamente: la
ropa le quedaba pequeña, como si no le perteneciera. O como si hubiese crecido
demasiado rápido. Frente a ella, sobre el suelo, descansaba un cuaderno
abierto.
—¿Señora? —repitió Elena, esta vez con la voz más
firme.
Dio un paso más. Y entonces la mujer alzó la cabeza. Le extendió un brazo
delgado y tembloroso, señalando directamente el cuaderno.
Elena bajó la vista. Las letras estaban garabateadas con rabia, con urgencia.
Decían: «¿Y si me acompañas?»
Elena, retrocedió cinco centímetros y balbuceó,
sintiendo que el corazón le latía hasta en los dedos: «Yo… yo solo estoy
buscando a mi perro».
La mujer ladeó la cabeza. Sus ojos, ahora visibles,
eran dos pozos oscuros llenos de cansancio. Y cuando abrió la boca, su voz no
salió, pero Elena la escuchó igual: «Si viniste a buscarme, debes acompañarme.
El “Por qué” está cerca… pero no dejaré que te encuentre».
Elena negó con la cabeza y le dijo: «Yo no… yo no te
conozco».
Pero entonces, entre los pliegues de la ropa rota de
la mujer, algo cayó al suelo. Una canica azul. La misma que llevaba en su
bolsillo. O eso creía. La mujer sonrió apenas.
Y, con un hilo de voz seco como ramas quemadas, dijo: «Yo soy tu “Y si”. Te he
estado buscando. Ahora que estamos juntas, por fin podremos olvidar al “Por qué”».
Elena dio un paso atrás. Hasta los grillos dejaron de
cantar. Y, al igual que las ramas de los árboles, su corazón se detuvo por un
instante. La mujer avanzó y le tomó la muñeca. Su mano estaba fría, como una
piedra olvidada bajo tierra. Pero lo más aterrador no era el frío. Era sentir
que se tocaba a sí misma.
—Ya estás lista —dijo la mujer con voz hueca—. Es más
fácil si vienes sin mirar atrás.
Por un instante, Elena pensó que tenía sentido. Tal
vez crecer se trataba de dejar atrás lo que alguna vez fuimos. Enterrar los «¿Por
qués?», los juegos y todos los sueños. Dejar de preguntarse tanto, de sentir
tanto.
Pero entonces, algo tiró de su mochila. Elena giró su
cabeza rápidamente. Era Cometa. Temblando empapado, con el hocico manchado de
tierra. La jalaba con fuerza y desesperación.
—¡Cometa! —jadeó Elena e intentó agarrarlo con su otra
mano, aunque la mujer se lo impedía.
—No puedes llevarlo contigo —dijo la señora sin
parpadear—. Los «Por qués» no entran aquí.
En ese instante, su mochila se rompió. Uno a uno, los
objetos de su infancia cayeron al suelo: un yo-yo, una piedra con forma de
corazón, unos crayones, una figurita rota, y, por último, la hoja arrugada que
encontró entre las páginas del cuaderno. El viento la arrastró hasta sus pies y
Elena por fin la reconoció. Era su letra. La misma con la que no recordaba
haber escrito: «Cuando sea grande, no voy a olvidarme de esto».
La mujer la miró enfurecida y refutó: «¡Aquí no! Aquí
los “Por qués” se apagan. Es el precio de crecer».
Pero entonces, Elena no pudo evitar responderle con un
«¿Por qué?». Se lo dijo así, sin más. Tranquila, serena, como cuando un niño
pregunta lo que los adultos ya olvidaron cómo responder.
La mujer quedó desconcertada. El silencio fue su única
respuesta.
Elena, en cambio, se sintió liberada y, aunque aún tenía su mano atrapada, se
agachó lentamente a recoger uno a uno cada objeto.
Y mientras recordaba cómo habían estado presentes en su infancia, los iba
guardando con cuidado en los bolsillos de su abrigo.
El viento se arremolinó a su alrededor, furioso, como
si intentara apagar lo que acababa de encenderse. Pero Elena no se inmutó. Tenía
a Cometa a su lado, y cargaba encima todo lo que, por mucho tiempo, la había
hecho feliz. Entonces, miró a la mujer a los ojos y le dijo: «Tú no eres mi
futuro. Tú eres solo una duda. Una posibilidad. Pero yo ya elegí no olvidar mi
pasado».
Y con un tirón, se soltó. La mujer gritó y se deshizo con
el viento. De pronto, una voz dulce le recordó todo lo que había querido
olvidar: «¡Volviste justo a tiempo!».
Una pequeña niña salió de entre los arbustos. Elena se
dio cuenta de que era ella misma, muchos años más pequeña. La niña la miraba
con los ojos muy abiertos, sin miedo, pero con algo de tristeza.
—¿Por qué te quieres olvidar de mí? —preguntó, dando
un paso hacia ella—. ¿Por qué me escondiste?, ¿por qué pensaste que ser grande
significaba dejarme atrás?
Elena tragó saliva. Estaba paralizada. El corazón le
dolía como si de pronto recordara algo importantísimo. Algo que nunca debió
olvidar: su niñez.
—Ya no estás en la etapa del «Por qué». Estás entrando
al «Y si»… —dijo la pequeña con suavidad—. Pero no tiene por qué ser malo. Crecer
y tener dudas está bien. Pero crecer y querer borrar todo lo que fuiste
terminará rompiéndote.
Elena cerró los ojos. Y, por fin, lo entendió. Su
infancia no era una etapa que debía enterrar. Era una raíz. Un faro. La versión
más bonita de sí misma.
—No quiero olvidarte —susurró Elena.
—Entonces abrázame —dijo la niña.
Y Elena la abrazó. Como quien se encuentra. Como quien
vuelve.
Y en ese abrazo, todo el miedo a crecer se fue.