viernes, 18 de julio de 2025

La estafa de Marisol y Francisco

Silvia Martínez Rondanelli


A Marisol la vida no se la cobró de golpe, sino en cuotas lentas que no se pudo librar. Sus padres se separaron cuando ella tenía apenas tres años quedando al cuidado de Rosa, su madre. 

Para Rosa ser madre soltera no fue fácil. Sus trabajos eran mal remunerados, pero aun así se esforzó por educar a Marisol. 

Al terminar bachillerato Marisol le dice a Rosa: 

—Mamá, me gustaría estudiar administración de empresas. Quiero ser una profesional.

—Hija, sabes que mi sueldo apenas alcanza para vivir. No puedo pagarte la universidad… Tendrías que estudiar en la noche y trabajar en el día. 

—Lo entiendo, mamá. Pero sin experiencia será difícil conseguir un trabajo… Bueno, no pierdo nada con intentarlo. Voy a empezar a buscar.  

Cada noche imprimía una nueva hoja de vida. Se levantaba con el alba y leía en voz alta el perfil, por sí había algo que ajustar. Antes de las siete de cada mañana se ponía su mejor blusa y salía. Volvía sin noticias. Al principio lo tomaba con filosofía. Después empezó a sufrir de insomnio. Algunas madrugadas la encontraba el día llorando en el comedor, en pijama, con la mirada perdida y las manos frías sobre una taza de café. 

Un día su madre le dijo:   

—Hija, creo que deberías probar en compañías más grandes. A veces necesitan gente sin experiencia. 

Después de agotar varios intentos para conseguir trabajo sin éxito, Marisol se reunió con unas compañeras del colegio. Durante la conversación una de ellas comentó que en el Banco Los Andes estaban reclutando personal para un programa de entrenamiento. No pedían experiencia y el puesto era para asesor bancario. 

Marisol realiza el proceso de formación durante tres meses, ejerce sus labores con dedicación y entusiasmo, destacándose por sus habilidades de comunicación, conocimientos de productos y servicios y capacidad de resolver problemas; a los seis meses de vinculación al banco se matricula en la universidad,  cuando está en noveno semestre de carrera y a pesar de haberle advertido ella a su reciente novio que usase preservativos, en un momento de apasionado descuido Marisol queda embarazada, él termina la relación y desaparece. 

Le cuenta a Rosa lo sucedido, quien le dice: 

—Vas a ser madre, no se puede evitar, te voy a apoyar, le vamos a dar mucho amor a la criatura que nos ha enviado Dios, la carrera la debes terminar por sobre todas las cosas. No existe ninguna disculpa para que interrumpas tus estudios, quiero que lo tengas muy claro. 

Marisol le promete a Rosa que va a terminar la universidad, se dedica hasta avanzadas horas de la noche y los fines de semana a prepararse.  

Estando en el último semestre, nace Paola, una bebé hermosa, rolliza y simpática a quien ambas dedican su tiempo y cariño con esmero. 

Paola demostró desde pequeña que le encantaba la música y tenía muy buen ritmo para el baile, aprendió salsa desde los seis años, convirtiéndose en una experta bailarina de la escuela Salsa Swing, demostrando su armonía, destreza y sincronía en las exposiciones artísticas.  

En uno de los viajes el hijo de la vecina de Rosa conoció a Marisol. Francisco vivía entre Valencia, España y Cali, donde manejaba un negocio exitoso de comunicaciones y aprovechaba para visitar a su madre y hermanos con frecuencia. 

Francisco llegó con una camisa mal planchada, los zapatos ruidosos y un perfume demasiado fuerte. Tenía la barriga suelta sobre el cinturón, las manos húmedas y la voz indecisa. Marisol lo saludó por cortesía, pero no pudo evitar fruncir los labios cuando él intentó hacerse el simpático. Francisco quedó encantado con ella por su sensualidad y espectacular cuerpo; empieza el cortejo y la llena de regalos e invitaciones a los mejores bares y restaurantes.

Marisol decide vivir con Francisco porque le ofrece el apoyo económico que nunca ha tenido y piensa que con el tiempo puede llegar a enamorarse. Estando viviendo juntos, fallece Joaquín, el padre de Francisco, a quien Marisol había ayudado a gestionar un crédito en el banco por la suma de cuarenta millones de pesos. El crédito fue aprobado y contabilizado justo un día antes de la muerte de Joaquín, quien se encontraba gravemente enfermo.  

Pasadas varias semanas del fallecimiento la esposa y sus hijos preguntan por el dinero del crédito. Francisco les informa que averiguó con Marisol y ella le manifestó que como Joaquín murió sin que se retirara el dinero, el banco había procedido a bloquear la cuenta, reversando la operación. 

Después de tres años de una convivencia tranquila Francisco presume que Marisol le está siendo infiel, ya que recibe llamadas los fines de semana, entabla conversaciones prolongadas y llega tarde con frecuencia al apartamento. Francisco le reclama las continuas tardanzas, la despreocupación por Paola y la desatención de la familia. Marisol lo niega, le asegura que su carga laboral ha aumentado y tiene reuniones con algunos clientes. 

Francisco se cansa de las excusas de Marisol y decide contratar los servicios en una firma de detectives, quienes después de varios seguimientos la descubren divirtiéndose en bares y discotecas con Ramiro, su jefe. Incluso les graban conversaciones en las que se comprueba el amorío y la pasión que están viviendo, en una de ellas le dice a él: 

«Te cubriré de amor la próxima vez que nos veamos, con caricias, con éxtasis. Quiero morderte con todas mis risas y alegrías».

Ramiro responde: 

«Mis ganas de ti no se quitan, se acumulan. ¿Te imaginas nuestro próximo encuentro?».

Cuando Francisco escucha estos mensajes siente que el mundo se derrumba a su alrededor, su ira lo consumió hasta el punto de destrozar todo lo que encontraba a su paso. Pasadas unas horas lo llevan a su residencia. Al ingresar, Francisco no dice nada. Los detectives aguardan en la puerta, serios, sin intervenir. Marisol, sentada en el sofá de la sala con los brazos cruzados lo sigue con la vista. Él no la mira. Va al dormitorio, abre el ropero y con las manos y brazos toma todo lo que puede de las cosas de ella.  Luego, simplemente, lanza el bulto de ropa, zapatos, alhajas y cosméticos por la ventana. Fuera —dice al fin—. Y no vuelvas.  

Cuando Francisco se tranquiliza y acepta haber terminado la relación sentimental con Marisol se inicia por la vía judicial el complejo proceso de separación en el que Marisol solicita que en la liquidación de la sociedad conyugal se tengan en cuenta los bienes que había adquirido Francisco antes de contraer matrimonio (lo que no es legal). 

Pasados unos meses los hermanos de Francisco se presentan en el banco a  denunciar las irregularidades que se presentaron en el trámite y abono de un crédito contabilizado a su padre, en estado moribundo; entregan la carta de reclamación de los dineros que su madre y los hijos consideran debe el banco pagarles en calidad de beneficiarios legales del señor Joaquín por cuanto se le aprobó un crédito estando en vida, sin haber utilizado el dinero por haber fallecido al día siguiente del desembolso. 

El jefe de seguridad les dice: 

—Con la información que nos han suministrado realizaremos la investigación para establecer si existe responsabilidad del banco.

El análisis de la documentación y las grabaciones de seguridad revelaron que el dinero del crédito por cuarenta millones de pesos se había abonado en la cuenta de ahorros del fallecido, el día antes de su deceso. Ese mismo día Marisol previa falsificación de la firma de la esposa del fallecido, aprobó el pago y el cobro del cheque por ventanilla, entregando el dinero en efectivo a Francisco, quien junto con Marisol decidieron apropiarse del dinero. 

Marisol perdió su puesto, ha estado buscando trabajo para lograr sacar a su hija adelante, debiendo vivir experiencias complicadas ya que los oficios que ha conseguido han sido de poca categoría. 

El banco debió reconocer el valor del crédito a Martha y sus hijos debido a que el dinero se pagó en forma indebida. Francisco y Marisol están siendo investigados por falsedad documental, suplantación y hurto. El proceso fue condenatorio en primera instancia. Se encuentran con detención domiciliaria y a la espera de que se resuelva la segunda instancia con probabilidades de ser condenados a penas de más de diez años de prisión. 

martes, 15 de julio de 2025

La edad del «Y si»

María Paz Navea Tolmos


—Quince años… justo a tiempo —murmuró la mujer de negro sin parpadear—. No dejes que nadie te visite esta noche.

Elena no supo qué responder. Apenas si logró esquivar esa mirada de piedra que la siguió por toda la plaza.

Había vuelto a San Elías a pasar el verano con sus abuelos. Y aunque el pueblo le parecía igual de pequeño que la última vez que lo visitó, ella había crecido. Acababa de cumplir quince años.

La primera noche, Elena se aseguró de cerrar todas las puertas y ventanas, convenciéndose de que era solo por el frío. Porque, aunque en San Elías el cielo no se agitaba —ni con truenos ni relámpagos—, el viento jamás se detenía.

A las tres de la mañana, una ráfaga violenta abrió las ventanas de su habitación de par en par. Y con ella, un susurro rozó su oído: «¿Y si…?». Elena se despertó de inmediato. Se quedó inmóvil, con los ojos abiertos en la oscuridad. Estaba segura de haber oído una voz.

—¿Quién anda ahí? —preguntó temblorosa.

No hubo respuesta. Solo el sonido del viento golpeando la casa. Elena recorrió la habitación con la mirada y, al no ver nada, se levantó y se asomó por la ventana. Se quedó mirando al cielo por un instante. Estaba particularmente desolado, más oscuro que nunca. De pronto, un escalofrío le recorrió el cuerpo de pies a cabeza y, sin pensarlo, cerró de golpe las ventanas y corrió las cortinas. Afuera, el viento seguía soplando con una furia persistente, azotando los vidrios, como si la noche buscara una forma de entrar y hacerle compañía.

Cuando estaba por regresar a su cama, de pronto, escuchó que algo empezó a rasgar la puerta. Sonaba como si alguien —o algo— del otro lado quisiera arrancar la madera poco a poco. Elena se paralizó. Apenas podía respirar. Pero no pasó mucho hasta que la puerta se movió. Era Cometa, su perro, temblando de frío.

Elena exhaló. Se agachó y lo abrazó con fuerza. Lo llevó a dormir con ella. Sabía que a su abuela no le gustaba que subiera a Cometa a la cama —«deja mucho pelo», decía siempre con el ceño fruncido—, pero ella ya no era una niña, sabía lo que hacía. Se acurrucaron juntos bajo las cobijas, y poco a poco, la respiración del perro fue acompasando la suya. Y aunque el frío no se fue del todo, ella logró calmarse y durmió.

A la mañana siguiente, la casa olía a mantequilla derretida. Elena bajó a la cocina, Cometa la siguió. Su abuela estaba de espaldas, removiendo algo en la olla con una cuchara de palo.

—Te acostaste tarde —le dijo sin voltear—. Hoy no hace tanto frío.

Elena asintió, aunque todavía tenía los pies helados. Su perro se acomodó en la alfombra, junto al fogón. Parecía tranquilo.

—Recoge tus cosas de la mesa, voy a servir el desayuno —le pidió la abuela con amabilidad.

—¿Y el abuelo? —preguntó Elena, mientras obedecía.

La abuela no respondió. Elena tampoco insistió. Solo bajó la mirada y bebió un sorbo de té, como si eso pudiera calentarle el cuerpo.
Después del desayuno, ayudó a lavar los platos. Cometa rondaba cerca, como cuidándola. Cuando terminó, la abuela le dijo que podía salir a dar una vuelta, pero que tuviera cuidado y no conversara con extraños.

—Yo sé lo que tengo que hacer —dijo Elena, algo incómoda—, ya estoy grande.

—Solo prométeme que si alguien te pregunta tu edad no responderás —contestó su abuela.

—¿Por qué? —preguntó Elena, con el ceño fruncido.

—Por si acaso —respondió después de unos segundos.

Elena no dijo más. Agarró su casaca y salió. El cielo estaba encapotado, pero el viento parecía haber cesado. Las calles de San Elías se veían más vacías que el día anterior, probablemente por el mal clima. Aun así, una figura permanecía inmóvil en el mismo banco de la plaza: la mujer de negro.

Cuando Elena pasó frente a ella, evitó mirarla. Mantuvo la vista fija en las piedras del camino, como si ignorarla pudiera hacerla desaparecer. Pero cuando estaba por llegar a la esquina, la escuchó:

—¿Y si ya te vio?

Elena se detuvo en seco. Sintió cómo la piel se le erizaba desde la nuca hasta los talones. Giró lentamente, temiendo encontrarla justo detrás. Pero no. La mujer seguía sentada, inmóvil. Como si no hubiese dicho nada.

—¿Quién me vio? —preguntó Elena, mirándola sin moverse de donde estaba.

La mujer, aún con los ojos clavados en el cielo, separó ligeramente sus labios, secos y apretados.

—Tú sabes quién —murmuró—. La que viene cuando se apagan los «Por qués».

Elena frunció el ceño.

—¿Qué dice? ¿Quién es usted?

La mujer soltó una risa bajísima, casi un suspiro. Luego, sin mirarla, dijo: «No preguntes más. Mientras menos dudes, es mejor. Pero cuidado… los “Y si” ya empezaron a abrir la puerta».

—¿Los qué?

—Ya te están llamando —susurró, esta vez sin mover los labios—. Y tú… tú los estás escuchando.

Elena retrocedió un paso. Y luego otro. Pero no echó a correr.

Inspiró hondo, sostuvo la mirada unos segundos más y, como si no tuviera miedo, se retiró de la plaza con calma.

Cuando llegó a casa, notó que el portón de madera que daba al bosque estaba abierto. Elena se detuvo frente a él. Sus abuelos habían clausurado esa puerta trasera cuando ella era una niña.

—¿Abuela? —llamó Elena, sin recibir respuesta—. ¿Abuelo?

—Pasa, cariño —respondió él desde el fondo de la casa, con una voz cálida. Parecía que tenía más ganas de hablar que su abuela por la mañana.

Elena cruzó el pasillo. Lo encontró en la cocina, sentado junto al fogón con una manta sobre las piernas y una taza humeante entre las manos.

—¿Dónde estuviste? —preguntó ella.

—Salí a hacer unas compras —dijo sonriendo—. Te traje un cuaderno. Sé que pronto empezarás con tus apuntes, tus dibujitos… o lo que quieras escribir. Está en la bolsa de cartón, sobre la mesa del comedor.

Elena asintió distraída.

—Abuelo… ¿quién es esa mujer de la plaza? ¿Por qué siempre está ahí, sola?

El viejo alzó la vista lentamente. La sonrisa se le borró. Por un segundo, uno solo, algo cruzó por su rostro. Algo que Elena no le había visto antes: miedo.

—¿Te habló? —preguntó, sin rodeos.

Elena desvió la mirada unos segundos antes de responder.

—No sé… un poco. Me dijo algo raro.

—¿Qué te dijo? —preguntó el abuelo mientras dejaba la taza en la mesa sin hacer ruido.

—Solo… que no deje que nadie me visite por la noche.

—Entonces ya empezó —murmuró el hombre quieto, mirando la llama del fogón.

—¿Entonces ya empezó qué? —preguntó Elena curiosa.

El abuelo tardó en responder. Tomó la cuchara, removió el té sin probarlo, como si buscara las palabras en el fondo de la taza.

—Tu abuela no quiere que hablemos de eso —dijo casi susurrando—. Cree que, si no se nombra, no existe. Pero hay cosas que existen, aunque uno no las nombre. Especialmente en San Elías.

Elena se sentó frente a su abuelo, pero no dijo nada.  

—¿Por qué no traes el cuaderno que te regalé? —preguntó él.

Ella asintió y caminó hacia el comedor. La bolsa estaba ahí, junto al frutero. Pero al acercarse más, notó que estaba abierta. Al igual que el cuaderno. El empaque estaba sobre la mesa, arrugado, como si alguien lo hubiese rasgado con prisa. Y el cuaderno… abierto justo por la mitad. En el, una frase escrita con torpeza —como por una mano pequeña y temblorosa—, manchaba el centro de la página: «No te olvides de mí».

Debajo, en letras aún más pequeñas, casi escondidas entre los renglones un: «Por qué».

Al ver esto sintió que el estómago se le revolvía. Reconocía esa forma de escribir. No sabía de dónde, pero lo hacía. No quiso darle mucha importancia, pensó que alguien grande como ella no tenía por qué hacerlo. Así que cerró el cuaderno y, después de agradecerle a su abuelo, lo escondió en su habitación.

Esa tarde fingió dolor de cabeza para no acompañar a su abuela al mercado, y se quedó en su habitación con Cometa, que dormía encogido a sus pies. Elena no abrió el cuaderno. Ni siquiera lo miró. Lo había metido entre ropa vieja, en la parte más alta del armario. Pero al anochecer, cuando fue a buscar su cepillo, lo encontró de nuevo sobre la cama.

Estaba abierto. En su primera hoja manchado por una letra más torcida. Como si le hubieran escrito con la mano contraria: «¿Y si te olvidas del “Por qué”?».
Casi al instante, su abuela entró a la habitación y se detuvo en seco al ver el cuaderno. No preguntó nada. Solo lo miró como si supiera algo.

—Tienes que dejar de prestarle atención a esas cosas —dijo ella sin alzar la voz, pero con una firmeza que a Elena le pareció más grave que un grito.

Se acercó a la cama y cerró el cuaderno.
—Las ventanas no deben abrirse de noche —añadió, mientras sacaba un pequeño candado del bolsillo de su delantal—. Sobre todo, en esta habitación… el viento trae cosas que no deberían entrar.

Elena no dijo nada. Observó cómo su abuela aseguraba la ventana como quien sella una tumba.

—No lo busques más —advirtió después de tomar el cuaderno—. Lo voy a guardar donde no puedas encontrarlo.

Y entonces cerró la puerta al salir. Esa noche, Elena no durmió bien. Soñó en negro. Como si alguien hubiera arrancado las páginas de sus recuerdos y dejado solo el hueco. No había imágenes ni voces. Fue la primera vez que Elena no veía nada en sus sueños.

Cuando abrió los ojos, ya era de día, pero el cuarto seguía oscuro. Las cortinas cerradas, la ventana bloqueada y el candado firme. Se sentó en la cama con una sensación extraña.

—Cometa —llamó, con voz ronca pero no recibió respuesta—. ¡Cometa! —repitió, más fuerte.

Pero el perro no aparecía. Se levantó de golpe y buscó debajo de la cama. Nada. Abrió el ropero, miró detrás de la puerta, salió al pasillo, pero nada.

—¿Abuela? —preguntó gritando y tampoco obtuvo respuesta.

Bajó a la cocina. La casa olía a té, pero estaba vacía. En la alfombra, justo donde Cometa dormía siempre, había una sola huella de barro. Elena tragó saliva. Salió corriendo al patio. Lo llamó. Silbó. Miró por todos lados hasta que lo vio al borde del bosque. Era la figura de Cometa, estaba alejándose entre los árboles.

—¡Cometa! —gritó Elena con fuerza, pero el perro no se detuvo.

Y entonces, una voz surgió detrás de ella.

—Lo olvidaste por un momento —susurró alguien—. Él se fue a buscarte.

Elena giró sobre sus talones. La mujer de negro estaba parada en medio del jardín delantero de la casa.

—¿Dónde está? —preguntó Elena, con el corazón golpeándole el pecho.

—Donde van los que se quedan sin «Por qués».

La mujer no dijo más. Solo la miró, como si esperara que lo entendiera todo.

—No es justo —gritó, sin saber si le hablaba a la mujer, a sí misma o al bosque.

—Tú le abriste la puerta —dijo con suavidad—. Basta con dudar para que entre.

—¡No dudé! —gritó Elena, para después voltear hacia donde vio a Cometa por última vez—. Yo no quería… yo…

Pero la mujer ya no estaba. Ni una sombra. Ni un rastro. Elena bajó la vista y allí, justo donde la mujer había estado, quedaba algo: una página rasgada del cuaderno que le regaló su abuelo, con una sola línea escrita con la misma mano contraria: «¿Y si ya no puedes volver?».

Elena guardó la hoja arrugada en el bolsillo y entró a la casa nuevamente.
Estando en su habitación, se puso un abrigo sobre el pijama, metió los pies en unas zapatillas viejas y salió corriendo hacia la plaza. El viento había vuelto. No tan fuerte como antes, pero lo suficiente como para levantar las hojas secas y hacerlas girar a su alrededor, como si de impedirle avanzar se tratara. Cuando llegó, el banco estaba vacío.

—¡¿Dónde estás?! —gritó, mirando a todos lados—. ¡Dime qué tengo que hacer! ¡Dímelo!

El silencio le respondió primero. Luego, la campana de la iglesia, aunque no eran horas de misa. Y por fin, una voz seca y baja dijo desde atrás: «Pensé que tardarías más».
Elena se giró. La mujer estaba parada junto a la fuente, como si siempre hubiese estado ahí.

—¿Dónde está Cometa? —preguntó Elena, sin rodeos—. ¿Cómo lo recupero?

La mujer la miró, con esos ojos que parecían vacíos y, sin embargo, lo veían todo.

—Para recuperarlo, debes ir a dónde van los «Por qués» olvidados —respondió—. Pero cuidado: allá también viven los «Y si»….

—¿Dónde es eso?

—Donde el bosque comienza y la memoria termina.

—No entiendo —dijo Elena.

La mujer se acercó un paso. Parecía cansada.

—Ningún adulto ha llegado hasta ahí sin perder algo. Pero tú aún estás en medio. Ni niña, ni grande. Por eso te dejaron la puerta entreabierta.

—¿Y si no voy? —preguntó Elena desafiante.

—Entonces perderás más que a Cometa —respondió la mujer, y le puso en la mano una pequeña canica de vidrio con un remolino azul en el centro.

—Por si lo olvidas de nuevo —dijo—. Los «Por qués» siempre dejan rastro. Solo hay que saber mirar.

Elena recordaba esa canica de algún lugar. No sabía si era un recuerdo real o uno de esos sueños que se instalan tan hondo que parecen verdad. Quiso preguntarle qué era eso, pero al levantar el rostro, la mujer ya no estaba.

Volvió a casa apretando la canica con su puño, como si su calor pudiera sostenerla un poco más. Subió a su habitación y abrió el armario. Ahí, detrás de los abrigos viejos y las cajas olvidadas, encontró la mochila que usaba cuando era niña. Estaba empolvada, pero aún olía a plastilina y lonchera. Se quedó mirándola un momento y al abrirla encontró muchos juguetes que casi no recordaba cómo usar y el cuaderno que su abuela le había quitado con una hoja suelta al medio: «Cuando sea grande, no voy a olvidarme de esto». No sabía quién había escrito esa nota, pero al no encontrar otra mochila, decidió salir con esa. Traía tanta prisa, que ni siquiera la vació.

Bajó las escaleras con la mochila en la espalda. No había ruido, ni rastro de sus abuelos. Como si hubiesen desaparecido. Antes de salir guardó la canica en su bolsillo, agarró una linterna, una botella de agua y unas galletas envueltas en papel manteca.

Giró para ver el reloj. Marcaba las seis en punto, aunque afuera parecía medianoche. Elena abrió el portón trasero de la casa, se detuvo a mirar el bosque por unos segundos, cerró el puño sobre su abrigo como si tomara impulso… y salió decidida.

Apenas cruzó la puerta, el aire cambió. No era solo el frío: era el silencio.
El bosque de San Elías no empezaba con árboles, sino con sus sombras: largas y densas, como si de una advertencia se tratara. Pero antes de que pudiera reconsiderarlo, ya estaba dentro.

Caminó con la linterna apuntando al suelo. Cada rama crujía como si quisiera delatarla. Al llegar a un claro, sintió que algo se movía entre los arbustos y se detuvo. Y entonces lo escuchó: un jadeo suave. Familiar.

—¿Cometa? —preguntó temerosa.

Pero nada. Luego, otro sonido. Algo que parecía un lamento. Elena apretó la linterna entre los dedos y avanzó. La maleza cedía bajo sus pasos como si el bosque la empujara hacia adelante. Hasta que la vio: era una mujer. Estaba sentada de espaldas y encogida. Sollozaba con un temblor seco, como si ya no tuviera lágrimas.

—¿Señora? —murmuró Elena, aunque algo en su cuerpo le gritaba que no avanzara.

La mujer no respondió. Elena la miró detenidamente: la ropa le quedaba pequeña, como si no le perteneciera. O como si hubiese crecido demasiado rápido. Frente a ella, sobre el suelo, descansaba un cuaderno abierto.

—¿Señora? —repitió Elena, esta vez con la voz más firme.

Dio un paso más. Y entonces la mujer alzó la cabeza. Le extendió un brazo delgado y tembloroso, señalando directamente el cuaderno.
Elena bajó la vista. Las letras estaban garabateadas con rabia, con urgencia. Decían: «¿Y si me acompañas?»

Elena, retrocedió cinco centímetros y balbuceó, sintiendo que el corazón le latía hasta en los dedos: «Yo… yo solo estoy buscando a mi perro».

La mujer ladeó la cabeza. Sus ojos, ahora visibles, eran dos pozos oscuros llenos de cansancio. Y cuando abrió la boca, su voz no salió, pero Elena la escuchó igual: «Si viniste a buscarme, debes acompañarme. El “Por qué” está cerca… pero no dejaré que te encuentre».

Elena negó con la cabeza y le dijo: «Yo no… yo no te conozco».

Pero entonces, entre los pliegues de la ropa rota de la mujer, algo cayó al suelo. Una canica azul. La misma que llevaba en su bolsillo. O eso creía. La mujer sonrió apenas.

Y, con un hilo de voz seco como ramas quemadas, dijo: «Yo soy tu “Y si”. Te he estado buscando. Ahora que estamos juntas, por fin podremos olvidar al “Por qué”».

Elena dio un paso atrás. Hasta los grillos dejaron de cantar. Y, al igual que las ramas de los árboles, su corazón se detuvo por un instante. La mujer avanzó y le tomó la muñeca. Su mano estaba fría, como una piedra olvidada bajo tierra. Pero lo más aterrador no era el frío. Era sentir que se tocaba a sí misma.

—Ya estás lista —dijo la mujer con voz hueca—. Es más fácil si vienes sin mirar atrás.

Por un instante, Elena pensó que tenía sentido. Tal vez crecer se trataba de dejar atrás lo que alguna vez fuimos. Enterrar los «¿Por qués?», los juegos y todos los sueños. Dejar de preguntarse tanto, de sentir tanto.

Pero entonces, algo tiró de su mochila. Elena giró su cabeza rápidamente. Era Cometa. Temblando empapado, con el hocico manchado de tierra. La jalaba con fuerza y desesperación.

—¡Cometa! —jadeó Elena e intentó agarrarlo con su otra mano, aunque la mujer se lo impedía.

—No puedes llevarlo contigo —dijo la señora sin parpadear—. Los «Por qués» no entran aquí.

En ese instante, su mochila se rompió. Uno a uno, los objetos de su infancia cayeron al suelo: un yo-yo, una piedra con forma de corazón, unos crayones, una figurita rota, y, por último, la hoja arrugada que encontró entre las páginas del cuaderno. El viento la arrastró hasta sus pies y Elena por fin la reconoció. Era su letra. La misma con la que no recordaba haber escrito: «Cuando sea grande, no voy a olvidarme de esto».

La mujer la miró enfurecida y refutó: «¡Aquí no! Aquí los “Por qués” se apagan. Es el precio de crecer».

Pero entonces, Elena no pudo evitar responderle con un «¿Por qué?». Se lo dijo así, sin más. Tranquila, serena, como cuando un niño pregunta lo que los adultos ya olvidaron cómo responder.

La mujer quedó desconcertada. El silencio fue su única respuesta.
Elena, en cambio, se sintió liberada y, aunque aún tenía su mano atrapada, se agachó lentamente a recoger uno a uno cada objeto.
Y mientras recordaba cómo habían estado presentes en su infancia, los iba guardando con cuidado en los bolsillos de su abrigo.

El viento se arremolinó a su alrededor, furioso, como si intentara apagar lo que acababa de encenderse. Pero Elena no se inmutó. Tenía a Cometa a su lado, y cargaba encima todo lo que, por mucho tiempo, la había hecho feliz. Entonces, miró a la mujer a los ojos y le dijo: «Tú no eres mi futuro. Tú eres solo una duda. Una posibilidad. Pero yo ya elegí no olvidar mi pasado».

Y con un tirón, se soltó. La mujer gritó y se deshizo con el viento. De pronto, una voz dulce le recordó todo lo que había querido olvidar: «¡Volviste justo a tiempo!».

Una pequeña niña salió de entre los arbustos. Elena se dio cuenta de que era ella misma, muchos años más pequeña. La niña la miraba con los ojos muy abiertos, sin miedo, pero con algo de tristeza.

—¿Por qué te quieres olvidar de mí? —preguntó, dando un paso hacia ella—. ¿Por qué me escondiste?, ¿por qué pensaste que ser grande significaba dejarme atrás?

Elena tragó saliva. Estaba paralizada. El corazón le dolía como si de pronto recordara algo importantísimo. Algo que nunca debió olvidar: su niñez.

—Ya no estás en la etapa del «Por qué». Estás entrando al «Y si»… —dijo la pequeña con suavidad—. Pero no tiene por qué ser malo. Crecer y tener dudas está bien. Pero crecer y querer borrar todo lo que fuiste terminará rompiéndote.

Elena cerró los ojos. Y, por fin, lo entendió. Su infancia no era una etapa que debía enterrar. Era una raíz. Un faro. La versión más bonita de sí misma.

—No quiero olvidarte —susurró Elena.

—Entonces abrázame —dijo la niña.

Y Elena la abrazó. Como quien se encuentra. Como quien vuelve.

Y en ese abrazo, todo el miedo a crecer se fue.

miércoles, 2 de julio de 2025

El último hombre

Doris Verónica Martínez Méndez


La pequeña Lua se encontraba en cuclillas en el patio exterior del centro de formación al que asistía. Sus ojos eran dos agujeros negros absorbiendo la imagen de un par de hormigas aladas que parecían tener una especie de lucha. Eran mucho más grandes que aquellas que solían colarse entre sus calcetines cuando atravesaba el campo cercano al Instituto donde trabajaba su madre. Con un delicado movimiento de pinza, las llevó a la palma de su mano para apreciarlas mejor: sus vientres parecían estar pegados entre sí, como si ahora fueran un mismo cuerpo.

—¿Qué haces? —preguntó una de sus compañeras al acercarse y bajó la voz—. ¿Pelean?

—No, no se muerden —reconoció Lua con una expresión contemplativa—, es... otra cosa... están...

—¿Qué hacen ustedes dos aquí? —regañó una tercera niña con sus manos en la cintura—. ¡Qué asco! ¡Son cucarachas!

—Son hormigas —instruyó Lua sin apartar su mirada de ellas y amplió una sonrisa—. ¡Mira, Sefi, se han separado!

—He llamado a la maestra para que las castiguen...

Una de las hormigas salió volando. Un nudo se formó en la garganta de Lua al reconocer la agonía de aquella que ya no pudo irse. Por primera vez comprendió lo efímero de la vida y lo solitario de la muerte.

—La... mató... —balbuceó, sorprendida.

—Lua, Sefi —llamó una mujer de cuerpo larguirucho vistiendo un mono de una pieza que apenas le hacía notar la cintura—, ¿otra vez escapándose de clases?

—Estaban jugando con cucarachas —acusó su compañera.

Lua cerró el puño y escondió su mano detrás de la espalda.

—Vamos, todas adentro —apuró la maestra cubriendo su rostro del fuerte resplandor del sol.

Lua dio un último vistazo al lugar donde encontró a la naturaleza por fuera de los libros de hojas censuradas que había en la biblioteca. Pasó el resto de la mañana escuchando las mismas doctrinas del nuevo orden, este que sobrevino después del colapso de la civilización a manos del «Hombre».

En medio de las doctrinas políticas, Lua recordaba la voz susurrante de su madre relatando la historia escondida en el olvido: que la humanidad había agotado los recursos naturales y, con ello, el planeta sufrió catástrofes climáticas que propagaron enfermedades devastadoras. Miraba junto a ella viejos recortes de papel con los detalles de una guerra nuclear, producto del delirio humano. Las fechas y los culpables no le importaban, su estupor había quedado en el titular de una fotografía gris de un mundo pulverizado: «Polvo eres y al polvo volverás».

El hombre de la posguerra se sumió en una crisis postraumática y no supo liderar más. La fragilidad de las generaciones jóvenes, en su desvarío mental, condenó a la masculinidad como un crimen. Con la implementación de la ideología de género, el feminismo radical y el enorme resentimiento ante la crisis, la apología eugenésica se volcó hacia el exterminio del hombre y su intervención en el nuevo orden social, incluyendo su participación en la continuidad de la especie humana.

«La única utilidad del hombre resultó ser una sola costilla de donde se supone se creó a la mujer», dijo la senadora Márquez al tomar las riendas de una sociedad mancillada.

Tras el desarrollo del nuevo régimen, con la recuperación de herramientas tecnológicas y científicas, se estableció la ley sobre la aplicación de ingeniería genética avanzada para la mejora cualitativa y biológica de la población remanente. Se autorizó la castración química y el cambio irreversible de género en los últimos hombres y niños varones. La asignación de progenie únicamente se haría por diseño genético en el laboratorio con el fin de controlar las tasas de natalidad y aprovechar los limitados recursos del planeta. La guerra ideológica escaló a la persecución y total erradicación de la familia tradicional.

Lua esperaba afuera del edificio de estructuras prefabricadas, comunes en todos los inmuebles construidos después de la guerra. Al horizonte, por detrás de la densa capa de esmog, se miraban las siluetas negras de lo que alguna vez fueron rascacielos. Sus esqueletos soportaban el paso del tiempo como ruinas silenciosas, testigos inertes de la caída definitiva de la era del hombre. A las tres de la tarde, todas las niñas eran recogidas en vehículos híbridos de conducción automática y enviadas a las diversas cooperativas encargadas de su crianza. Estos modelos estructurales tenían la finalidad de proporcionar un ambiente comunitario sustituto de la familia.

Cada década se realizaba la asignación de nuevos embriones a grupos cuidadosamente seleccionados por la regencia, siendo indispensable una figura política que perpetuara la doctrina social que empezaba a debilitarse. A solo un año de una nueva generación in vitro, muchas cooperativas se habían reestructurado debido al incremento de las tasas de suicidio, adicciones, agresiones domésticas y enfermedades crónicas incapacitantes. Lo espiritual se había extinguido como algo retrógrado, fruto del hombre en su papel del favorito de Dios.

Mientras esperaba, Lua miraba con curiosidad cómo unas máquinas antiguas vertían brea caliente en una de las calles para repararla. El olor a humo saturaba el aire. Una mujer de cuerpo ancho y robusto mezclaba el líquido viscoso mientras otra, de mayor corpulencia, cargaba un saco enorme sobre sus hombros y espalda ancha. Su rostro estaba cubierto por una pañoleta roja, pero Lua notó los rasgos toscos en sus cejas gruesas y una prominencia frontal distinta a la del promedio. Aquella mujer descargó la grava con facilidad, levantando una nube de polvo gris sobre la brea caliente, mostrando la musculatura de sus gruesos brazos al empujar el azadón y extender el material sobre la calle. La niña se preguntó si aquella figura andrógina pudiera ser uno de los últimos transgénero que sobrevivieron la purga al final de la guerra.

—¿Nadie ha venido por ti tampoco? —preguntó Sefi, preocupada, y se sentó a su lado.

Eran las cinco de la tarde, el castigo había consistido en limpiar los salones al terminar la jornada. Lua apretó sus labios y miró alrededor para ubicar algún vehículo que estuviera varado por falta de electricidad. Los apagones eran comunes en ciertos lugares de la ciudad, pese al uso de energía solar y eólica. El mantenimiento de los aerogeneradores era complicado sin las maquinarias especializadas y los cambios climáticos seguían siendo impredecibles, haciendo difícil la recolección de energía. Las mujeres asignadas a este tipo de trabajo eran propensas a sufrir lesiones y accidentes, lo cual afectaba el desarrollo de la comunidad.

—¿Te puedo mostrar algo? —continuó Sefi en voz baja y sacó de su pantalón un papel amarillento y desteñido: el dibujo de una mujer en un vestido de pliegues elegantes bailando en brazos de otra de cuerpo distinto, más neutro, usando pantalones, corbata al cuello y vello facial: un hombre.

—¡No, Sefi! Que nadie te vea con eso —advirtió Lua en un susurro y dobló aquel papel con rapidez para esconderlo.

—Aquí están —llamó una mujer de mediana edad, vistiendo un overol negro y zapatillas grises de suela alta.

—¡Mamá! —reconoció Lua y de inmediato se cubrió la boca.

—¿Mamá? —preguntó Sefi, pues era la primera vez que escuchaba esa palabra.

—Vamos, vamos, ya se hace tarde —apuró aquella mujer y se agachó para acercarse a Sefi—. Vendrás con nosotros hoy, Sefi. Pasó algo con tu cooperativa.

Un antiguo monasterio se erigía majestuoso entre la vegetación al pie de la montaña. Sefi se sintió intimidada entre los gélidos muros hechos de bloques gigantes de piedra caliza y granito. Sus cortos pasos sobre el mármol hacían eco en lo alto de la bóveda del techo donde el viento susurraba, en silbidos intermitentes, los antiguos cantos gregorianos. El aire frío traía el olor metálico y medicinal de la ciencia mezclada al aroma del incienso y las velas de siglos pasados. Lua caminaba junto a su madre con naturalidad, mientras que Sefi tenía la sensación de que alguien la miraba secretamente en algún rincón y daba cada paso con reverencia en aquel Instituto de Investigación Genética y Reproductiva.

La madre de Lua era una médica del programa de castración química y control poblacional y la encargada de la generación de embriones. Lua disfrutaba mucho pasar las tardes junto a ella en el laboratorio; su curiosidad y fascinación por la ciencia la había convertido en una excelente aprendiz. Esa tarde se esmeró en mostrarle a Sefi todas las maravillas que se contenían en los rincones en los que se le permitía el acceso: los huertos clonales en el refectorio y la biblioteca que contenía más libros de los que jamás había visto, la mayoría encadenados a un atril. Aquel aroma resinoso se convertiría en un vicio incurable para toda su vida.

Sefi terminó agotada por todos los acontecimientos del día. Se acomodó en el pequeño dormitorio que compartía Lua con su madre en lo que alguna vez fuera el presbiterio de la iglesia del monasterio. La regencia había accedido a utilizarse como residencia, lo cual mostraba el alto grado de confianza que la científica gozaba en la sociedad.  

—Tuviste mucha suerte. Lo que viste se llama copulación, cuando un macho y una hembra unen sus partes genitales con el fin de crear nueva vida —explicó aquella científica apenas en un susurro—. Alguna vez nuestra especie hacía lo mismo.

—¿Acaso el hombre moría por eso? —preguntó Lua, afligida.

—No, no era así —respondió sin negarle una sonrisa enternecida y miró hacia la cama donde estaba Sefi—. Ahora que Sefi estará con nosotras, debemos ser cuidadosas, ¿de acuerdo?

—¿Cuántos días se quedará aquí?

—No te puedo mentir, cariño. Ocurrió una tragedia en su cooperativa. Sefi tuvo suerte de estar castigada contigo esta tarde. Dependerá de la regencia su reasignación.

Pasó un año y la nueva asignación de embriones se vio afectada a causa de nuevas mutaciones genéticas por incompatibilidad cromosómica. Lua y Sefi pertenecían a la última generación viable. Habían pasado treinta y tres años desde entonces y no todas llegaron a la edad adulta. El ministerio de obras públicas echaba de menos a aquellos últimos hombres sometidos a transición química. La terapia de reemplazo hormonal había causado enfermedades incapacitantes: osteoporosis y tumores cancerígenos en su mayoría, afectando su desempeño físico en labores de fuerza. La nueva juventud, además, empezaba a añorar aquello que se convertía en un mito: la maternidad. Había un silencio que no volvería a llenarse con el llanto o las risas de un niño. En esa agonía se desbarataba la idea de una sociedad perfecta.

Lua había crecido bajo la tutela protectora de su madre. Sus ojos negros almendrados estaban delineados por tupidas pestañas, sus cejas rectas eran pobladas por un vello grueso y oscuro que ceñía su mirada. Tenía un rostro ovalado, pómulos elevados, una nariz recta y labios delgados. Esa androginia no era común, y su madre lo sabía.

Sefi, por el contrario, se había volcado a una moda más creativa y femenina, usando cinturones que marcaban su silueta como un reloj de arena, levantando el busto y exponiendo sus clavículas desnudas en escotes más pronunciados. El tiempo había debilitado el régimen, permitiendo la libertad de elección en el vestuario y la creación de prendas más atrevidas, regresando la fascinación por las faldas y los vestidos a la rodilla. La última generación buscaba un mundo más diversificado, con roles más equilibrados. Anhelaban, en secreto, una masculinidad que protegiera su fragilidad desgastada por el paso del tiempo.

Lua era ahora la nueva responsable del programa de reproducción controlada tras el lamentable fallecimiento de su madre, apenas unos años atrás. Había realizado varios estudios para resolver los problemas de compatibilidad cromosómica. En contra de las normativas políticas existentes, empezó a experimentar con células embrionarias y cigotos creados con óvulos y espermatozoides rescatados de una época anterior a la castración química. Pero llevaban tanto tiempo congelados que, con los apagones y alteraciones de la cadena de frío, mucho de su código genético se había rasgado y no lograba reparar las cadenas rotas y parchar con nuevo material, los huecos existentes. Tampoco había logrado revertir la infertilidad de los castrados químicamente.

Sefi, por otro lado, había avanzado mucho en la tecnología digital, recuperando lo que alguna vez fue conocida como una red global de comunicaciones, prohibida durante la instauración del régimen para ocultar toda la información del pasado. Su fascinación nació al conocer, por primera vez, la impresionante caja sonora que se utilizaba en el laboratorio para comunicarse a distancia: la radio. Tenía una mente brillante y perspicaz, atributos otorgados por diseño genético y elementos de crianza que le diera su madre adoptiva.

—Estaremos esperando los resultados de sus nuevos estudios —finalizó una de las ejecutivas en la videoconferencia que presidía Lua en una de las celdas que utilizaba como oficina.

El eco de algo parecido a un fino martillar resonó en el corredor y Lua reconoció la figura de Sefi caminando a prisa en unos zapatos que elevaban su altura sobre una especie de cono bajo el calcañar.

—¿Qué sucede, Sefi? —preguntó al cortar la transmisión—. ¿Qué son esos zapatos?

—Tú sabrás de cromosomas, Lua, pero yo sé de moda —respondió sin lograr disimular el tono nervioso de su voz—. Tenemos que hablar.

—Espera —detuvo Lua al escuchar una notificación en su computadora—, ya están los resultados del laboratorio.

Lua revisó los datos en la pantalla. Su mascarilla no dejaba ver su expresión, pero Sefi notó una sombra de tristeza en sus ojos.

—¿No son viables?

—Todos muestran la misma mutación de proteínas, los segmentos de ADN que se han reciclado provocan un cuello de botella —explicó Lua con un suspiro—. Mamá tenía razón. Las posibilidades no son infinitas, no sin material genético puro. No podemos forzar las cadenas de ADN a nuestro antojo... El último intento ha fallado.

—Eso sería el fin de nuestra especie.

—Ese reloj empezó a correr hace mucho, Sefi, con la última guerra, la contaminación nuclear, la manipulación climática y, sobre todo, con las ideologías radicales —resumió Lua y se acercó un poco más a ella, absteniéndose de rozar su rostro—. Creímos que podríamos ganarle a Dios en su juego, pero Él siempre nos llevó la delantera.

—Nadie cree en Dios.

—Cuando te esmeras en querer ser como Dios, ya crees en Él: «Tendrás el conocimiento del bien y del mal y serán como Dios». ¿No fue así como empezó todo?

En una de las visitas clandestinas a la biblioteca, siendo niñas, Lua y Sefi habían encontrado un antiguo libro de la extinta civilización en el cual conocieron, por primera vez, la idea de la creación por un ser omnipotente en solo cinco días, atreviéndose en el sexto a arriesgarlo todo dándole vida al hombre.

Sefi bajó la cabeza sin poder contener sus lágrimas y disintió.

—No —respondió y, dándole una mirada agresiva a Lua, se acercó—. «Dios creó al hombre a su imagen… Hombre y mujer los creó…»

—Sefi —murmuró Lua mientras miraba en todas direcciones.

Sefi retiró con suavidad su mascarilla. Sus ojos se encontraron en una creciente fuerza magnética que acercó inevitablemente sus cuerpos.

—Deja la farsa un momento y escúchame…

—Alguien nos puede ver —murmuró Lua con una voz más grave.

—Mamá hizo todo por protegerte y ahora sé que sabía lo que hacía.

—¿Hay más como yo? —preguntaba una Lua adolescente, cuando su madre inyectaba los medicamentos en su brazo de hueso largo.

—No, por eso debemos esconder algunos rasgos… Estás creciendo... muy rápido.

—Yo puedo ayudar —propuso Sefi y fue a buscar sus pinturas en polvo y ungüentos para el rostro.

Lua se mantuvo quieta mientras Sefi le aplicaba el maquillaje. Le atraía el brillo de sus ojos claros y la manera en que fruncía sus labios rojos cuando se concentraba. Una electricidad inquietante recorrió su cuerpo por primera vez al sentir el roce de sus dedos sobre su piel.

Esa misma sensación de años atrás la hizo temblar cuando Sefi limpió el colorete rojo de sus labios.

—Tal vez no todo esté perdido. Puede haber un milagro…

Lua se alejó y se reclinó sobre un escritorio, dándole la espalda.

—¡No somos dioses, no hay milagros! No uno que pueda hacer yo, al menos. No seré quien devuelva al hombre su dignidad como creyó mamá —lamentó con una risa herida y deslizó su mano en su rostro y su cabello—. Mírame… No la he tenido para conmigo mismo. Fue una soberbia suya querer rescatarnos de nuestra merecida extinción.

—¿De allí nací yo? —preguntó de niña cuando acompañaba a su madre a supervisar los embriones empacados en bolsas sintéticas, llenas de agua clara.

—No… —respondió su madre y se acercó a su oído en un susurro—, tú estuviste en mi vientre… como solía hacerse hace mucho tiempo… Quise sentir en carne propia el milagro de la vida.

—¿Eres como una hormiga reina?

—Se puede decir —bromeó y continuó su trabajo en el laboratorio.

—Fue una valentía suya… —continuó Sefi, sacándola de sus recuerdos, y retiró las prótesis falsas de su rostro—, y no ha sido en vano.

—Quizás la Tierra tenga mejores probabilidades sin nuestra especie. Tal vez extinguirnos sea el propósito de todo esto. Si hay un Dios, puede hacer todo nuevo; tardaría otros cinco días, sin nosotros al sexto para arruinarlo otra vez… Mamá decía: «La vida siempre encuentra un camino… si no la estorbas».

Lua no contuvo unos sollozos y arrancó el rebozo que escondía la protuberancia laríngea de su garganta. Desde la pequeña ventana se podía ver un horizonte más despejado en el que volaban aves de paso. Los rumores señalaban que la contaminación nuclear en la región del norte se había diluido, permitiendo la propagación de la vegetación en nuevos campos y bosques que revestían los esqueletos grises de antiguos rascacielos a los cuales llegaban los animales y, se especulaba, muchos expulsados por el régimen.

Sefi sonrió a la vez que sus lágrimas corrían por su rostro y se acercó a besarlo apasionadamente, como tantas otras veces en las que exploraron las diferencias y particularidades de sus cuerpos y caracteres, apretándose luego en un fuerte abrazo.

—Moisés… estoy embarazada.