Lucía Yolanda Alonso Olvera
Hace tres años se quedó ciega, está sentada en la cocina, como casi a diario. Hoy Conchi la ha despertado a las siete y media. Le ha ayudado, como es habitual, a ir al baño y a bajar las escaleras y la ha dejado aquí, en este espacio que siempre fue su territorio y donde preparó a diario sus extraordinarios platillos para toda la familia durante más de sesenta años.
La cocina es amplia y luminosa, los muebles muy antiguos, como todos los que hay en la casa, los anaqueles son color azul metálico de acero inoxidable y están bien cuidados. Es el único lugar de la vivienda donde todo sirve y no hay nada descompuesto. La mañana está radiante. La mesa del antecomedor da al patio trasero donde hay un árbol de limón que este año empezó a echar frutos antes de la entrada de la primavera. Ella no lo puede ver, pero como está abierta la ventana percibe su aroma, escucha un pájaro que canta y luego aletea para volar, asume que está soleado porque desde hace dos semanas hace calor. Recién Conchi cambió las sábanas de franela por unas de algodón.
Como
siempre, la mujer que la ayuda, le ha puesto la radio para que escuche el
noticiero, que nunca le ha interesado lo más mínimo, pero a
los setenta y ocho años y estando ciega no se anima a levantarse sin ayuda para
apagarla y dejar que el silencio lo inunde todo sumiéndola en la oscuridad de sus
dolorosos recuerdos.
No
es que haya percibido mucha luz cuando aún veía, con su defecto de nacimiento
se acostumbró solo a ver por el único ojo que tenía bueno, hasta que con la
edad se le formó la catarata. Ahí fue la debacle, empezó a ver muy borroso,
luego decidió operarse, pero cómo no quiso ir a ver al especialista que sus
hijos tanto le recomendaron, se operó con el doctor Castro, el médico familiar
de toda la vida, que no era oftalmólogo. Él le dijo que era un padecimiento
común y la operación fue un desastre, como era de esperarse, y así fue como
acabó en la oscuridad total.
Está
sentada en su sitio habitual en la cocina, con el camisón y la bata puesta,
arriba Conchi hace la cama, mientras habla y se ríe con Juan. Escucha sus voces,
pero no distingue la conversación y en sus tinieblas piensa: «¿Qué estarán
diciendo? Seguro que, ese le ha de estar inventando alguna tontería o hablando mal
de mí y de mi mamá, como es su costumbre. Juan estará alistándose para irse a
ver al médico, anoche me comentó que tenía la cita a las nueve y media y que José
Ramón lo iba a llevar. Sin duda Ramoncito llegará a las ocho y media».
«¡Ay!,
y el pobre de mi hijo que viene por su padre tan temprano para llevarlo al
doctor ¡Tan bueno que es! Y yo aquí sentada, a oscuras, sin poderle preparar su
desayuno, porque seguro que su mujer ni se levanta a hacerle un café con leche.
Yo no sé cómo se casó con esa bruja, tan fea y descuidada de su casa y de su
familia, que no sabe hacer ni un huevo revuelto. Vieja loca que prefirió
dedicarse a ser maestra de la universidad, en lugar de atender sus
obligaciones, le debería dar vergüenza. Pobres de mis hijos, todos cayeron en manos de
esas fieras, ya me lo decía mi madre que en paz descanse: “Esos muchachos son unos
santos que cayeron en las garras de esas arpías para explotarlos, exprimirlos y
dominarlos” ¡Qué mortificación!»
Está
sumida en estos sombríos pensamientos que a diario pasan por su cabeza y
escucha que bajan riendo las escaleras Conchi y Juan y siente furia. Sabe que Conchi
ya hizo la cama y trae la ropa sucia y la toalla mojada de Juan para colgarla
afuera en el tendedero para que se seque, no se vaya a apestar. Escucha que
Juan sale por la puerta de enfrente que da a la sala para ir corriendo a
comprar el periódico, chasca la lengua y piensa: «ese hombre, siempre azota la
puerta, no sabe sentarse a desayunar sin su periódico, qué calamidad, toda la
vida ha sido igual, ya me lo decía mi madre: tu marido nomás piensa en él y es
un ideático.»
Percibe
la presencia de Conchi entrando a la cocina corriendo.
—Doña
Pura, ¿va a querer café?, le voy a preparar a don Juan el suyo, ¿o prefiere que
le haga una infusión de manzanilla fresca, como la de ayer? —pregunta la empleada
atravesando la cocina para salir por la puerta de atrás para tender en el patio
la toalla húmeda que trae en las manos.
—Hazme
lo que quieras, no se me antoja nada —afirma con tono doliente y apagado—. Algo
ligero para acompañar a mi marido y para que mi hijo me vea comiendo, que si no
me regaña.
—No diga eso doña Pura, sus hijos la tratan muy
bien y son muy pacientes con usted. ¿Qué le preparo de desayunar?, el señor
quiere unos huevos revueltos con jamón —explica Conchi, agachándose para sacar
de uno de los anaqueles una sartén.
—Sí,
mis hijos son muy buenos. Prepara seis huevos con jamón, para que ahora que
llegue José Ramón desayune, porque te aseguro que, en su casa, la floja de su
mujer, no le preparó ni un café para que no ande en la calle con el estómago
vacío. Ya ves cómo son esas viejas de mis hijos, ni un huevo frito cocinan.
—No
diga eso, la señora Norma es muy buena persona y quiere mucho al señor José Ramón,
cuando todavía iba a ayudarles con la limpieza, antes de que la señora Norma me
pidiera que me pasara a trabajar aquí con ustedes, vi como los dos se levantan
muy temprano todos los días a preparar el desayuno juntos. Son muy organizados
y en lo que uno prepara la fruta, café, chocolate y los huevos, el otro hace
los sándwiches para meterlos en las loncheras para sus nietos. Se reparten muy
bien las labores de la casa, como debe ser, porque ambos tienen sus trabajos. Ya
ve que la señora Norma es maestra en la universidad y dice mi sobrina, que tomó
clases con ella, que es muy buena.
—¿Eso
dicen?, yo no lo creo. A mí se me hace
que se quedó a trabajar en la universidad para no hacerse cargo de su familia,
igual que las otras dos nueras que tengo. De todas no se hace una —contesta
enfurruñada Pura.
A
Conchi se le hace un nudo en la garganta y prefiere cortar la conversación. Por
un instante, recuerda a su madre, tan dulce, cariñosa y apacible, lo contrario
de Pura y esto le deja un sabor amargo. Suspira, permitiendo que la mirada se
le pierda en la ventana abierta, por donde la luz del sol entra a raudales y
divisa una mariposa blanca que aletea abajo del limonero. Su boca esboza una
sonrisa cansada mientras se concentra en batir los huevos con un poco más de
fuerza, como si así pudiera ahuyentar la amargura de su patrona.
Se
abre la puerta de la sala, acaban de llegar Juan y José Ramón quienes vienen riendo
y charlando, Juan trae el periódico en la mano. Entran a la cocina.
—Hola,
mamá, Conchita, buen día, ¿cómo están? —saluda muy cortés José Ramón, se acerca
a darle un beso a Pura y se sienta en una silla a su lado.
—Buenos
días, señor José Ramón, qué gusto verlo —responde Conchi sonriente al ver a su
antiguo patrón, con quien laboró ocho años, antes de que Norma le pidiera
trabajar para sus suegros.
—Hijito,
¿cómo estás? Está Conchi preparando unos huevitos con jamón, para que te
sientes a desayunar con tu padre antes de que se vayan. Porque seguro que a tu
mujer ni tiempo le dio de prepararte nada antes de salir —afirma Pura con ese
tono encrespado que suele usar para hablar de sus nueras.
—Pues
sí, mamá, Norma no me preparó nada antes de salir esta mañana, porque se fue a
las seis y cuarto, hoy empieza a dar clases desde las siete en la universidad. Yo
me levanté a preparar el desayuno y las loncheras de los niños para que
estuvieran listos para cuando pasara el autobús por ellos.
—Qué
raro que escoge esos horarios para dar clases, ¿no te parece?, así más cómodo
para ella y no tener que atender a su familia —afirma Pura con malicia.
—Ay,
vieja, ya deja en paz a tu hijo, no empieces con tus cosas —contesta Juan que
está ayudando a Conchi a servir el café y a sacar el pan de la bolsa para
ponerlo en la mesa.
—Pues
sí, la verdad a mí qué me importa —contesta Pura con desprecio, torciendo la
boca y frunciendo el ceño.
—Mamá,
ya bájale. Norma no puede escoger sus horarios en la universidad, este año le
toca dos veces a la semana dar clases a las siete y es muy pesado para todos.
Pero mejor dime, ¿ya estás durmiendo mejor?, ¿ya no te ha dolido la cabeza?, ¿cómo
te has sentido? Mamita me preocupas.
—¿Cómo
voy a sentirme?, la cabeza me duele diario y se me sube la presión porque estoy
aquí sentada en la oscuridad todo el día sin hacer nada, nomás oyendo el radio
en las mañanas y escuchando a Conchi subiendo y bajando para hacer la limpieza.
Y tu padre que se va todo el día, nomás se inventa mandados para no estar aquí,
que su cita con el médico, que si tiene que hacer no sé qué trámites. Total,
que aquí nunca está, si me pasa algo, pues a ver quién se va a ocupar de
llevarme al hospital. Igual mejor que ya me muera, ¡qué más da!
Juan
levanta las cejas mirando a su hijo acercándose con dos tazas humeantes de
café, Conchi detrás de él acerca a la mesa la tercera taza y el pan en la
canasta.
—Ay,
mamita no digas eso. Agradece que aún puedes bajar y subir las escaleras y estar
un rato aquí en la cocina y tienes a Conchi que es muy atenta, platica contigo,
hace la limpieza, prepara la comida y te hace compañía.
—La
verdad es que Conchi si es buena conmigo, eso no te lo voy a negar, es la única
que me cuida. Pero si tu mujer decide que regrese a trabajar con ustedes a su
casa, ¿qué va a pasar conmigo?
—Mamá,
eso no va a suceder, nosotros ya contratamos a Julia, la prima de Conchi para
que nos ayude, mientras ustedes necesiten el apoyo y Conchi pueda, ella estará
aquí para echarles la mano —contesta pacientemente José Ramón, ya un poco
desesperado de la permanente actitud chantajista de su madre, pero con esa
culpa que carga de verla siempre tan deprimida.
Después
de la difícil convivencia durante el desayuno, José Ramón y Juan se van
corriendo para llegar a tiempo al médico.
Conchi
recoge la mesa y se pone a fregar los platos y, dándole la espalda, le dice a su
patrona:
—Doña Pura, no debería decirles a sus hijos
esas cosas, hablarles mal de sus esposas, eso no está bien, lo único que va a
lograr así es alejarlos y ya no van a querer venir a verla. Ya ve que su hijo
Iván ya casi no viene a visitarlos.
—Mi
Iván ya no viene porque su mujer lo tiene dominado. Quién sabe qué le picó a
esa lagartona que se hizo la ofendida y se puso sus moños y dejó de venir. Pero
mejor para nosotros, porque, como decía mi madre, es una pesada engreída.
—Usted
ya sabe por qué la señora Celia dejó de venir. Pero mejor ya no pensar en eso.
El señor Iván y doña Celia son muy buenas personas, tienen una bonita familia,
su única hija es un tesoro. Acuérdese de que ella sufrió mucho después de los
dos abortos que tuvo, hasta que por fin pudo tener a Laurita.
—¿Sufrir?
¡Esa que va a saber de sufrimiento!, ¡yo sí que he sufrido! Si supieran todos
por lo que he pasado. Y ahora aquí, vieja y ciega, sin poder cocinarles a mis
hijos para que vengan a verme los fines de semana y luego sin mi madre que se
fue hace cinco años y la sigo extrañando, porque siempre vivimos juntas en esta
casa.
—Tranquilícese,
doña Pura, no le vaya a dar algo de tantos corajes y de estarse acordando de
tantas penas. Yo sé que extraña mucho a su mamá, doña Casilda, pero ella ya
está descansando, ya estaba muy mayor. Y recuerde que doña Casilda también
tenía su carácter y no quería nada a don Juan. Todo el tiempo andaban peleando
como perros y gatos y usted eternamente muy mortificada con sus pleitos. ¿Qué
le parece si la llevo arriba y le pongo el audiolibro que le regaló el señor
Iván?
—¡Ay,
niña!, ya no me recuerdes las peleas de mi mamá con Juan, ese nunca le tuvo
respeto a mi madre que tanto nos ayudó en la vida, ella tan trabajadora y
sacrificada. Ayúdame a subir las escaleras, me pones el audiolibro ese, aunque
no le he entendido muy bien a la historia, pero al menos me entretengo un rato en
lo que pasas la aspiradora acá abajo y limpias bien la cocina. Y después me vas
a ayudar a bañarme, porque está haciendo mucho calor —responde Pura, mientas
Conchi la toma del brazo para levantarla y dirigirla hacia las escaleras.
—Sí,
doña Purita, ahorita allá arriba la acompaño al baño y la dejo en su cuarto
para apurarme con el quehacer de la casa, luego me voy por el pollo y las
verduras al mercado, para prepararles la comida y más tardecito me subo a
bañarla para que cuando llegue su marido la encuentre muy guapa, contenta y
fresca.
—¿Cómo
crees que voy a estar contenta? Oye, si vas a ir al mercado no te tardes, no te
pongas a chismorrear, que ya te conozco —declara en tono amenazante Pura.
—No,
¿cómo cree, doña Pura?, a mí no me gustan los chismes —responde Conchi, con la
paciencia que la caracteriza, mientras la ayuda a salir del baño y le da el
brazo para acompañarla hasta la habitación —. Siéntese aquí y ahora le acerco
el aparato que le trajo Iván para que escuche el audiolibro.
Doña
Pura se acomodó en el sillón de su habitación mientras Conchi, tras dejarle el
artefacto, salía por la puerta en dirección al pasillo. Pasaron varios minutos
en los que el murmullo del narrador del audiolibro llenó el ambiente.
Dirigiendo el rostro hacia donde sabía que estaba la ventana, Pura imaginaba la
calle y al sol avanzar lento, proyectando en la acera las sombras alargadas de
los árboles cuyas ramas el viento quizá mecía en un vaivén pausado.
—Doña
Pura, ya me voy al mercado, al ratito regreso, quédese tranquilita aquí arriba,
no me tardo —le dice Conchi asegurándose que está confortablemente sentada en el
sillón de su habitación.
—Sí,
no te tardes, que no me gusta estar sola. ¿Te dio dinero Juan para el mercado?
—Sí,
señora Pura. No me tardo —responde Conchi sintiendo alivio de poder salir a la
calle para despejarse, tomar aire y alejarse de este ambiente oprimente que siempre
envuelve a su patrona.
Le
ha dejado el audiolibro puesto y en cuanto escucha que la puerta se cierra estira
el brazo para apagar el reproductor y quedarse en silencio.
Entonces
se sumerge en la negrura de sus pensamientos que tantos sufrimientos le
provocan. Desde la ventana abierta, un rayo de sol le calienta las manos, pero
ella apenas lo nota. Entra en una espiral de dolor que no para nunca.
Últimamente
no deja de pensar en su infancia. Recuerda a Casilda,
su madre, una joven robusta, muy activa, regañona y de carácter dominante. Jamás
le habló de quien fue su padre y ella no se atrevió a preguntarle, le tenía
miedo, porque ante cualquier cosa que decía la juzgaba y la callaba. Casilda
tenía muy mal carácter, estaba siempre agobiada con el trabajo y se enfrentaba diariamente
a un mundo muy hostil, donde era rechazada y señalada por todos.
Tenía
la certeza que para Casilda su llegada al mundo fue un tormento, en aquella
época ser madre soltera te ponía la peor etiqueta social y la gente las
despreciaba. Casilda decidió que terminando la primaria se quedara en casa a
cocinar, mientras ella iba a trabajar. Ya no tiene memoria de su vida en la
escuela, pero no la pasó bien, todas las niñas se burlaban de su ojo de vidrio,
eso fue hace muchos años, nunca tuvo amigas en la infancia. Lo que sí rememora,
es que desde muy chica se pasó la mayor parte del tiempo encerrada y sola,
desconfiando de todos porque ella era la hija tuerta de esa mujer que no tenía
marido. Vivía con miedo, porque Casilda se iba temprano y la dejaba sola desde
los once años para que hiciera las labores del hogar, fuera a comprar al
mercado y guisar. Eso es lo que hizo toda su vida: atender a su madre, luego a
su familia y hacerse cargo de las tareas domésticas.
Después
vino la época en que Casilda se hizo novia de Francisco, esos tiempos fueron
los mejores de su vida. Se convirtió en la consentida de Pancho y Casilda dejó
de regañarla por todo, hasta que se casaron, y Pancho se fue a vivir con ellas.
En poco tiempo todo cambió, porque después de la boda, Pancho les confesó que, cuando
había enviudado, ya tenía dos hijos, a quienes había dejado en un hospicio.
Casilda se puso furiosa, pero después de un tiempo, aceptó ir a buscar a los
muchachos para traerlos a vivir con ellos y formar una gran familia.
Fueron
a recoger a los hijos de Pancho al orfanato y les dijeron que hacía varios años
que ambos chicos se habían escapado. Entonces Casilda, como era voluntariosa y
autoritaria, se empeñó en buscar a los chamacos y después de algún tiempo, los
encontraron viviendo debajo de un puente al lado de la estación de trenes de Buenavista,
ahí trabajaban, como chalanes, en los talleres.
El
mayor de ellos, Bernardo, de dieciocho, ya andaba con Amparo y solo vivió unos
meses en casa, porque ella ya estaba embarazada y se fueron a fundar su
familia.
El
que sí se quedó fue Juan, de dieciséis, con quien Pura se casó a los dos años,
también embarazada de su primer hijo, Jorge Ernesto. Y ahí permanecieron todos
juntos a vivir bajo el mismo techo. Pancho, Casilda, Juan, Pura y sus hijos.
Después
de la llegada de su primogénito, nació Aurora, luego, José Ramón. Ya tenían la
familia completa. Aquellos años fueron los mejores, aunque todo se empezó a
torcer cuando Pancho y Casilda se pelearon y les hicieron la vida difícil con
sus pleitos, gritos y violencias, hasta que Pancho se fue furioso. Casilda les
prohibió mencionar su nombre, recortó el rostro de Francisco de todas las fotografías
familiares donde aparecía y nunca más volvieron a saber de él.
Ahora
piensa que Juan y ella fueron unos cobardes, debieron haberse ido con sus hijos
a buscarse una casa donde vivir su vida y haberse librado de tantos gritos y
sombrerazos. Pero también es cierto que su madre nunca los hubiera dejado,
siempre fue una mujer muy dominante.
Luego
pasó lo peor y es aquí cuando Pura no puede reprimir el llanto. Ya sabe que no
debería pensar en esta parte de su vida, la que le ha provocado tanto sufrimiento,
pero no puede parar de atormentarse con este recuerdo.
La
muerte de Aurora, cuando recién había cumplido los quince años, ha sido su peor
pesadilla; un dolor que nunca ha podido remontar, aun cuando después de esa
tragedia nació Iván. Pura nunca deja de pensar en su hija adorada, esa niña
alegre y pizpireta que tantas alegrías le dio y que la perdieron así de repente,
por una negligencia del médico que no la llevó al hospital para operarla de la peritonitis
y murió en su cama.
Con
estos recuerdos, Pura se encuentra llorando a mares. Oye que la puerta se abre
y escucha la voz de Conchita.
—¡Doña
Pura, ya llegué! Dejo el mandado en la cocina y subo a verla —grita Conchi con
su habitual calidez, desde abajo en cuanto entra.
Pura
no le contesta. No puede dejar de llorar. Pero, Conchi, la ha sacado de sus
tristes recuerdos y se limpia con el pañuelo la cara y se suena la nariz.
Al
subir, Conchi, la encuentra hecha un ovillo en el sillón con la cara hinchada
de tanto llanto.
—Doña
Purita, otra vez apagó el audiolibro y está llore y llore, ¡qué barbaridad! No
se angustie, ya estoy aquí, no le va a pasar nada —le dice abrazándola para
consolarla con compasión—. Voy a hablar con don Juan y sus hijos para que ya no
se quede solita y venga mi ahijada los días que tengo que salir al mandado, para
que ella le haga compañía y ya no se angustie por quedarse sola.
—Gracias niña, gracias —alcanza a decir Pura que sigue temblando de tanto sufrimiento, pero reconfortándose en el amable abrazo de Conchita.
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